SE ACABÓ EL PLAZO para la presentación de originales al I Concurso de Relato Breve NegroCriminal y Policiaco de Fiat Lux. Los relatos premiados se darán a conocer durante la primera semana de septiembre. Hasta entonces vamos a ir publicando los últimos textos presentados. Hoy: “Agenda para mañana”, de Diego Cabrera; “Casquería”, de Lendl; “El error de su vida”, de Felisa Moreno; “El extraño mutis de Herminio Macías”, de Rafa Sastre; y “En blanco y negro”, de Diego Arcila.
AGENDA PARA MAÑANA Diego Cabrera
Pulsó el botón del freno de mano electrónico y el susurro del potente motor de gasolina cesó al girar la llave en sentido contrario al de las agujas del reloj. El barro en los bajos del Jaguar hacía que el coche llamara la atención aun más bajo aquel puente de la periferia.
Cargó la escopeta con un cartucho del 12 y se la acercó a la garganta.
Repasó la agenda del día siguiente: Despertador a las 8:30 –era el notario y podía permitirse llegar tarde, los niños ya no iban al colegio y no tenía más compromisos que los que quisiera tener–; a las 10:30 recibiría a los clientes que venían a recoger el depósito de 2 millones y medio de euros que efectuaron en su notaría hacía hoy 3 años y que debería estar reposando en su caja fuerte; a las 12 en punto firmaría unas escrituras y a la 13:15 saldría de la oficina para acortar la jornada con un Rioja donde siempre.
Con un chasquido la escopeta de cañones superpuestos anunció que estaba preparada para desbrozar el camino.
Pensó en el seguro de vida que tenía sobre el inmaculado cuero del sillón del acompañante, los papeles resaltaban en la tapicería. Repasó los supuestos del cobro de indemnización en caso de deceso recreándose al leer la palabra suicidio. Recordó la mano rechoncha del comercial de seguros que esperaba hacer un cliente para toda la vida y se aseguró de la fecha de entrada en vigor.
Apartó una mota de polvo de la solapa de la chaqueta hecha a medida y le vino a la mente el traje barato del comercial, todo en él era decadente –se parecían mucho, sólo los diferenciaba el envoltorio–, y se fue directo a la última página. Como beneficiarios en caso de deceso figuraban los nombres y los aristocráticos primeros apellidos que correspondían a sus hijos, los segundos venían de aquella compañera de facultad que acabó convirtiéndose en mantenida esposa que ni preguntaba ni realmente quería saber.
Cuando lo encontraran las deudas le darían igual, sus hijos no tendrían padre y el seguro del colegio de notarios estaría peleando con los afectados por algo que nadie acabaría por creerse a la primera, incluso después de salir en periódicos y suplementos dominicales.
Entonces rompió a sudar. Esa fue la última sensación que tuvo.
CASQUERÍA Lendl
Ni leer ni escribir. No hubo manera de que aprendiese. Siempre estuvo entre fuegos. Tampoco alcanzaba a entender el significado de la palabra “visceral”. Pero si significaba algo, en aquel momento había adquirido todo su sentido. Añadió los restos al puchero y removió.
Al día siguiente le felicitaron por el plato de casquería con el que había participado en el concurso gastronómico. Eran fiestas. Le otorgaron el segundo premio. Con el jolgorio nadie se percató de la ausencia de su hermana hasta días después. Para entonces ya había recorrido esófagos, intestinos, esfínteres, tuberías, desagües y kilómetros de río.
Nunca pudo probarse qué ocurrió con María. Lo que si se demostró es que Ramiro era un cocinero estupendo. Y, tras la desaparición de su hermana, uno de los paisanos con más hacienda del lugar.
EL ERROR DE SU VIDA Felisa Moreno
El tipo cometió el error de su vida al tocar mi cuello. Me invitó a una copa en el bar del mismo hotel donde se celebraba el ciclo de conferencias. Acepté porque me gustaron sus ojos grises y porque creo que todo el mundo merece elegir su destino. Él se ajustaba como un guante al prototipo de mis víctimas: hombres de mediana edad, seguros de sí mismos, casados y con hijos; donjuanes trasnochados que aún se creían atractivos. Dueños de dedos hábiles que acarician cuellos inocentes, como el vecino de enfrente del piso de mis padres. Yo había perdido la inocencia hacía bastante tiempo, demasiado; y sabía cuáles eran las intenciones de aquel hombre desde que intercambié con él las primeras miradas, aún así, le di una oportunidad: Si no me toca el cuello lo dejaré vivir. Claro que él eso no lo sabía. En la segunda copa, su mano se deslizó desde mi nuca hasta el escote. Un escalofrío antiguo recorrió mi espalda.
No me gustan las muertes violentas. La sangre lo ensucia todo, mancha ropa y zapatos carísimos, que luego hay que tirar. Prefiero los venenos, son más sutiles y eficaces, y no tan difíciles de conseguir como piensa la gente normal. Solo hay que tener algunos conocimientos básicos para mezclar ciertos elementos. Y yo soy muy buena en química.
Matar es fácil. La primera vez crees que no podrás hacerlo, que después los remordimientos no te dejarán dormir, pero no es así. Con cada asesinato me sentía mejor, más poderosa y segura de mí misma. Cada fiambre me ayudaba a olvidar aquellos otros dedos adultos que rozaban sin pudor mi cuello de niña.
Contemplé como el tipo se retorcía en la cama de la habitación de su hotel. El veneno que le había suministrado en la copa de cava era rápido y doloroso. Lo tenía bien atado y amordazado, minutos antes le había prometido que jugaríamos a algo muy excitante y se había dejado hacer. Solo podía mover sus ojos, que me miraban incrédulos y suplicantes, creo que no se dio cuenta de que iba a morir hasta que escuchó mis palabras: “no deberías haber acariciado mi cuello, capullo”.
Una vez comprobado que estaba muerto, me ajusté bien la peluca rubia, retoqué un poco el maquillaje excesivo que me había puesto para la ocasión y me marché con la agradable sensación del deber cumplido.
EL EXTRAÑO MUTIS DE HERMINIO MACÍAS Rafa Sastre
De uvas a peras los viejos del pueblo se acuerdan de él y no pueden evitar preguntarse dónde bailará Herminio, más conocido como El Tuercas. Precisamente esta mañana en el casino, Ismael hacía cuentas e informaba que, hace ahora treinta años, aquel vecino se esfumó de repente sin volver a dar señales de vida.
Salvador El Gitano lamentaba que hubiera abandonado a su mujer y a cuatro niños pequeños largándose con una fulana de la capital, tal y como se rumoreó durante meses tras el extraño mutis. A eso replicó con énfasis el Blas que, en calidad de amigo íntimo de Macías, siempre ha sostenido que el susodicho amaba demasiado a su familia como para renunciar a ella por cualquier pelandusca, que alguna irreparable y misteriosa desgracia debió acontecerle.
Luego Marcial intervino para rememorar la maestría del presunto prófugo en el juego del ajedrez y Luisito El Gallego alabó también su destreza reparando radios y televisores, que es a lo que se dedicaba.
Toño, el alcalde, envalentonado por la tercera copa de cazalla, aseguró que hablaría con el Sargento Ramírez, de la Guardia Civil, para ver si era factible reabrir el expediente de su desaparición. «Ahora, con internet, el GPS, los satélites y todos esos artefactos electrónicos a lo mejor pueden localizarlo», especulaba el muy tarugo.
Mientras los demás seguían dale que te pego con El Tuercas, yo no dejaba de pensar en ese pozo seco escondido en la espesura del robledal, donde hace ya mucho tiempo se habrán podrido sus malditos huesos. Nunca soporté las tremendas palizas que me propinaba, después de haberme ofrecido blancas y regalado su reina.
EN BLANCO Y NEGRO Diego Arcila
Y así, en una fría noche, cayó muerto en medio de la nada. Una nada, que rápidamente descrita, era una angosta, oscura y antigua calle de piedras y blancas paredes con más de 400 años de historias. Nacimientos, robos, violaciones, amoríos, protestas y cientos de otros relatos. Esta muerte no solo manchó la blanca ropa del afrodescendiente que la exhibía orgulloso ante su impactante y elegante contraste, sino que también impregnó el exterior de una vivienda, antes de morir desangrado.
Tras dos horas de yacer sobre el rocoso suelo, una anciana tropezó con el inerte cuerpo, mientras caminaba hacia la Iglesia antes que los primeros y tenues rayos solares empezaran a diseminar la espesa capa de neblina que invadía todo espacio vacío que se lo permitiera.
En el diario matutino se publicó: “Hombre de piel oscura asesinado en la Calle Oscura”, sin que especificaran más detalles. Ni causas de la muerte ni del autor material. Así terminaron las descripciones del homicidio ocurrido un 12 de octubre, coincidencialmente, Día de la Raza. Nadie se inmutó ante el hecho. Solamente entre sus amigos, todos de color, a excepción de un blanco, se comentaba que el homicida no es un él, sino una ella; y todo por no acceder a las pretensiones amorosas de la esposa de raza negra de un importante y prestigioso Senador blanco.
Las manchas de sangre, ahora negras sobre los blancos paredones, era el único elemento con que contaban para la investigación, pues no se encontró cuchillo u objeto cortante alguno. Las únicas dos huellas se deslizaron de arriba hacia abajo, marcándose solamente cuatro dedos en cada rastro, aunque el cadáver tenía los cinco dedos en cada una de sus manos.
Trascurridos ocho meses de pesquisas, el Senador, que había sido candidato para las elecciones con el número 44 en el cartón, fue el principal sospechoso, sin poderlo comprobar. Lo que sí fue claro, es que murió tras un certero corte en la aorta carótida izquierda. Concluyó el informe policial.
Si supieran que por celos de que llegara acceder a las pretensiones de mi mujer, y luego de pasar por enfrente de mi casa, de puertas y ventanas negras que contrastaban con la blanca pared, lo seguí hasta la Calle Oscura, donde luego de llamarlo por su apodo, Negro, deslicé fugaz y acertadamente, el afilado y brillante cuchillo. Y así fue, en blanco y negro.