Acróbata, Joe, Jorge Urreta, y un audio relato de Josefa González y Juan Antonio Peñalva y David Verdejo.
Son los autores cuyas obras publicamos hoy: son los autores de los relatos que publicamos hoy: “Boby”, “Hay un muerto en mi cama”, “Novela barata” y “Dañino”.
Son los elegidos esta semana entre los relatos que concurren al II Concurso de Relato Negro Fiat Lux, que hemos organizado junto con la librería SomNegra, para relatos escritos pero también en video o en audio.
El próximo 1 de julio es la fecha final para la presentación de originales en la dirección de correo ficcionnegra@revistafiatlux.com , y aquí tienes las bases y los premios.
#HazFiatLux
Y para empezar, el primer audio relato que ha llegado a nuestro buzón. Lo firman Josefa González, texto y voz, y Juan Antonio Peñalva, música. El título: “Dañino”.
BOBY de Acróbata
En apenas veintitantos centímetros de separación, dos universos totalmente distintos se escuchan en los silencios de las horas sin ruidos. Mas por suerte no se ven, no se tocan, no se huelen… A veces las paredes hablan más que callan.
Ella, una mujer de otro siglo con más de ochenta inviernos entre sus carnes y ya ninguna primavera por descubrir. Seca como el tronco de una pita caída al borde de un camino que no lleva a lugar alguno. Él, un viejo huraño, tal vez sin parásitos, pero con muy malas pulgas. Ambos casados y cansados el uno del otro, también del mundo. Ella mucho y sin intención de callárselo. Él más de tanta queja, de tanto lamento. Sin hijos, sin sobrinos, sin familia, sin amigos, sin nadie. Con la mayoría del vecindario ignorantes de ellos. Y la minoría hartos de sus feos gestos y peores modos. Un tabú de gente hasta para los asistentes sociales.
Tras abrirle la puerta a su pequeño hijo de perra y que salga a hacer sus cosas allá donde le venga en gana, costumbre vieja para padecimiento vecinal y comodidad de ellos. Y pasar tres días completos tirado en la calle, sólo Boby, perro antipático donde los haya, los echaba de menos. Al menos eso indicaba su ladrido lastimero y su rascar en la puerta, dejando claro, entre efluvios de apestosa orina, que aquel territorio tenía dueño: él. Se ignora si tanta pena era por ellos o por la pérdida de su decrépita manta, que, aunque sucia y apestosa, le aguardaba en el balcón.
Alguien tuvo que avisar a la policía, nadie confiesa haber sido. Mucho aporrear la puerta y el silencio como respuesta. Y entonces los bomberos y la fuerza ―excesiva para desgracia del marco de entrada―. Con lo fácil que hubiese sido llamar a un cerrajero.
Ella: amordazada y con las manos a la espalda, muerta a machetazos mal dados sobre un inmenso charco de sangre. Las paredes del pasillo, un mapa de carreteras lleno de líneas y salpicaduras en rojo. A pesar de lo escandalosa que es la sangre, parecía imposible que de un cuerpo tan escaso, donde piel y hueso se daban la mano sin mediar carne de por medio, hubiera podido escapar tanto.
Él al fondo, tras la puerta de la sala: con dos palmos de lengua fuera, la tez de su rostro como el manto de un cardenal listo para repartir hostias, y todo su cuerpo al igual que un kebab en el asador, dando vueltas a medio metro del suelo. Colgado con su propio cinturón de la lámpara ventilador, gira que te y gira sin parar. Jamás hubiera imaginado ni el más optimista, que aquella lámpara de apariencia tan frágil, pudiera con el peso muerto de un ahorcado. Y menos girando durante horas y horas sin detenerse. Y luego dirán que lo fabricado en Corea dura un asalto. Ja.
<<Se vende piso amueblado a dos pasos de la playa, con generosas vistas al sol poniente>>. Eso anuncia la inmobiliaria de la plaza. Yo creo que se necesitan más para llegar a orillas del mar, y tal vez toda una carretera para olvidar semejante historia.
Un chucho más que se ha quedado sin casa, sin dueño, sin vida…
Y cuyo futuro pende del cupo mínimo de la perrera municipal.
¿Qué culpa tendrá Boby?
¿Alguien quiere a un perro pulgoso, viejo, mal educado y con la insana costumbre de hacerse sus cosas donde le viene en gana? ¿Nadie?
Se sospechaba.
HAY UN MUERTO EN MI CAMA de Joe
Hay un muerto en mi cama. Su cabeza se esparce sobre la almohada como una sandía demasiado madura. Tiene los brazos en cruz y las piernas abiertas de par en par. La sábana apenas le cubre los pies. Su sexo, lacio, llora una última lágrima seminal que me provoca una carcajada que ahogo a toda prisa. Es temprano, un sol gris se cuela por las rendijas de la persiana abatida y la luz traza claroscuros sobre la piel del hombre que yace en mi cama. No sé quién es ni lo que hace ahí tumbado entre las sábanas y ocupando todo el espacio. Me acerco, listo para huir por si… ¡Por si cualquier cosa, qué carajo! En el suelo hay una Beretta. Un poco más allá, una botella de bourbon vacía, un vaso tumbado y una revista porno. Tengo que espabilar, soy subinspector de homicidios de la nacional, esto precisa de un enfoque profesional. Me paso la mano por la cabeza y soy consciente de lo mucho que me duele. Voy al baño y me lavo la cara. Evito mirarme al espejo, lo hago todas las mañanas; verme es una costumbre que he perdido.
De vuelta al dormitorio, enciendo un pitillo y examino el escenario. No ha habido lucha. La luz del exterior ha cobrado una tonalidad dorada y define el cadáver de una manera que se me antoja artística. Recorro el piso en busca de indicios. Nada. Todo parece en orden. La puerta de la calle está cerrada y la llave cuelga de la cerradura.
Una vez más estoy ante el cadáver. Lo examino sin acercarme demasiado, algo me repele de ese cuerpo velludo y fofo. Tiene un anillo en el dedo anular de la mano izquierda. Inspiro buscando valor y consigo retirarlo. Leo la inscripción del interior de la alianza y sé lo que dice antes de hacerlo.
Hay un muerto en mi cama; la misma cama en la que estoy tumbado. He avisado al 091. Que se ocupen ellos. Los compañeros. Me pregunto qué pensarán cuando me vean.
NOVELA BARATA de Jorge Urreta
Su reloj marcaba las siete de la tarde, y Andrés miró al suelo, sin terminar de creerse lo que parecía que acababa de hacer. A sus pies, yacía el cadáver de un hombre, de cuya muerte se acordaba a duras penas. Conservaba la sensación de ser el culpable, pero su mente parecía tratar de olvidarlo, y era evidente que lo estaba consiguiendo.
Hizo un esfuerzo y empezó a recordar. Todo había comenzado esa misma mañana cuando iba, como cualquier día o cualquier ciudadano, a su trabajo. Otra jornada en un empleo, de comercial de telefonía móvil, tan rutinario como cualquier otro y tan anodino como el que más. Viajaba en el metro, cerca de la rubia con la que coincidía todos los días, a la que nunca quitaba ojo. En sus manos, una de sus habituales novelas policíacas baratas, que devoraba con fruición desde los diez años mientras imaginaba que era el duro policía o el despiadado criminal protagonista. Alternaba entre páginas del libro y miradas furtivas a la rubia, convencido de que ésta hacía lo mismo, lo que le llevaba a verse, como siempre, tremendamente atractivo.
Los acontecimientos siguieron su curso habitual. El metro le llevó a su destino, que coincidía con el de la rubia, y salieron. La rutinaria estampa se completaría con el paseo hasta su oficina, durante el cual no apartaría su mirada del culo de la chica, pero esa mañana ésta se daría la vuelta repentinamente, lo que dejó a Andrés con el tiempo justo para evitarla y no aplastarla, aunque le fue imposible evitar el contacto. La chica, que resultó llamarse Lucía, le agarró con fuerza de los brazos y empezó a hablar sin parar, casi sin tiempo para respirar. Le contó que era consciente de las miradas que, desde hacía meses, intercambiaban a diario en el metro. Después de eso, que llenó a Andrés de una inusitada alegría, ante el hecho de que su imposible amor platónico fuera menos imposible de lo que creía, pasó a pedirle ayuda, y no para una tontería. Afirmaba estar en peligro, perseguida por, según ella, un esbirro a sueldo de su ex novio, un hombre violento con el que no había quedado como amiga tras la ruptura. Él asistió a la explicación embobado, con cara de tonto y diciendo a todo que sí como si se enterara. Entre que la mujer de sus sueños le hablaba, y él se sentía igual que el protagonista de una de sus novelas baratas, estaba en la gloria flotando en una nube.
Su reloj marcaba las ocho de la noche y él ya no flotaba. A sus pies, yacía el cadáver de un hombre, de cuya muerte se acordaba a duras penas. Recordaba a una mujer rubia. A lo lejos, oía un coche de policía.
FIN