Se acabó lo que se daba, la suerte está … en manos del jurado.
Terminó el II Concurso de Relato Negro Fiat Lux que hemos organizado junto con la librería SomNegra, ahora es el turno de la última espera hasta conocer a partir del 6 de julio los nombres de los ganadores.
Entre ellos puede estar alguno de los aspirantes de hoy, nuevamente en las tres modalidades: relato, video relato y audio relato. O entre los originales, los últimos, que publicaremos mañana.
De momento nos quedamos con esto, nos quedamos con Thimor, Sureña, Pablo H. Pérez, Aarón Quesada, y Daniel Higiénico que compite en las tres modalidades. Empezaremos con el video relato, a continuación el audio relato y finalmente los relatos escritos.
Buen provecho.
#HazFiatLux
“El objetivo”, por Daniel Higiénico
“Freddy Black”, por Daniel Higiénico
“Crimen Perfecto”, por Thimor
—No diga nada y escuche —ordenó el hombre en voz baja clavando la vista en el dueño de la farmacia. —Cierre la puerta con llave, ponga el cartel de cerrado, vaya a la caja y apague las cámaras. —El hombre era alto, su cara apenas se distinguía detrás de una barba tupida, lentes oscuros y gorra negra. Apoyó su revólver sobre el mostrador y se acercó un centímetro más: —Después le dice a los empleados que se tiren al piso y me da toda la plata, ¿entendió?
—Sí, sí —respondió el farmacéutico, hizo lo que el hombre le pedía, luego fue hasta la caja, sacó el dinero y se lo entregó.
—¿Me está jodiendo?, ¡deme todo!
—No hay más.
—¡No le creo!
«Prepárate… se va a poner feo…»
—Todos pagan con tarjeta, es fin de mes.
—¿No me diga? Deme la que tiene guardada.
—Créame, es todo lo que tengo. —El farmacéutico movió su mano derecha por abajo del mostrador, sus dedos rozaron el metal frío de una pistola.
—Seguro tiene una caja fuerte.
—No, no tengo, se lo juro.
El hombre miró a los dos empleados tirados en el piso. —Dígale a la chica que se levante.
—Llévese mi reloj.
—¡Llámela!
«Usá el arma… vamos… «
—¡Ella no sabe nada!
El hombre apoyó el cañón del revólver en la frente del farmacéutico. —¡Llámela!
—Diana parate.
Cuando la tuvo cerca, el hombre agarró la cara de la joven, se la apretó con fuerza, con la otra mano le clavó el arma en la sien y miró fijo al dueño de la farmacia: —¡la plata!
—¡Déjela, es mi nieta! —gritó el farmacéutico.
—Está buena la nietita.
«Sacá el arma…no esperés más…»
—Suéltela por favor, tome el reloj, vale mucho.
El hombre acarició el pelo de Diana, la mejilla, el cuello, le tocó los pechos, la mano siguió bajando. —Me calentaste guacha.
—¡Suéltela!
—¡Deme la plata viejo de mierda! ¡La plata o su nieta!
«¿No vas a hacer nada?, es tu nieta…»
—En mi billetera tengo algo, tómela, llévese las tarjetas.
«No seas cagón… vamos …usá el arma…»
El hombre arrastró a la joven, la aplastó con violencia contra la pared, de un manotazo le abrió la camisa.
—¡Sacate los pantalones puta!
«No te quedés mirando… es ahora o nunca…»
El viejo sacó su arma, una pistola pequeña. El hombre del revólver le daba la espalda pero estaba atento y lo vio por un espejo, se dio vuelta, saltó hacia un costado y se agachó. El farmacéutico disparó, la bala pasó un metro por arriba de la gorra negra, el hombre respondió con un disparo preciso, justo en medio de la cara, se la pulverizó. La joven lanzó un grito desgarrador, el asesino fue hasta la puerta, la abrió y salió corriendo.
«Hecho.»
…
Una semana antes
La tarde estaba gris, todo el día había amenazado con llover, el calor y la humedad eran insoportables. Un hombre alto y elegante salió del Café Borges en San Telmo, se puso el saco como si no lo afectara la temperatura. Caminó dos cuadras hasta un estacionamiento, subió a su auto, antes de encender el motor sacó del bolsillo un papel y lo leyó: «Hombre de 68 años, bajo, pelo blanco, dueño de la farmacia de Irala 2890, Lanús, la atiende con dos nietos. Abajo de la caja registradora tiene una 22 cargada, la sabe usar. Le dejo la mitad donde siempre.» Volvió a leer el papel, sacó un encendedor y lo quemó.
“El león”, por Sureña
Soy el coronel Florencio Santillán. Aquí y ahora debo decir que me gustaba. A mi manera visceral lo disfrutaba. La vida se les escurría entre mis dedos y eso me excitaba. Necesitaba hacerlo una y otra vez. Cuando lo hacía me sentía poderoso. Un Dios de carne y hueso. Un mercenario. Un León.
Con mis manos ejecuté unas trescientas personas. No me arrepiento, ellos se la buscaron. No siento vergüenza, ni remordimiento, salvo por lo de Elena.
Con lo único que sufro es con el recuerdo de Elena. Yo la amaba a Elena, pero el General…
Él me ordenó matar a mi Elena. Yo fui y la maté. Su sombra se hace tiniebla entre estas húmedas paredes. La arrojé al mar con los “otros”, nadie los encontrará. El General me los aseguró. Y yo le creo al General.
El general, el día de tu muerte, bajó el pulgar como era su costumbre cuando me quería anunciar que alguien estaba frito. Y no dudé Elena, no dudé aunque te vi ahí, dándole de mamar a Gustavito. Pero él está bien Elena, mi mamá lo cuida y lo protege de esas locas, de pañuelos blancos y ojos de búho, que si se enteran que el pibe es uno de sus nietos se lo llevan. Te juro Elena, que si se lo llevan, las mato a esas viejas, con mis propias manos, y las arrojo al mar desde el avión. Como a vos Elena, Te lo juro. Te lo juro. Sí, te lo juro, por tu nombre Elena. Lo juro.
Ahora espero, entre las sucias y húmedas paredes recibir sentencia.
Lo que no entienden es yo no mataba porque amanecía aburrido, ni porque estaba enojado, ni por política, sino porque me pagaban y me gustaba. Me gusta, lo sé, lo siento.
Acá estoy ahora, me cazaron como yo es su momento los cacé a ellos. Es viernes. Viene esa otra loca que se dice sicóloga. La acompaña un milico armado. ¿Qué se creen que la voy a matar? Bueno, ganas no me faltan. Me hace preguntas que yo no contesto. Me quedo quieto. En silencio. Matame si le cuento, que se imagine. Lo único que le dije, porque me gustó ver la expresión de su cara, es que a mi me gustaba matar con las manos. Se horrorizó la puta esta, tan suficiente, tan creída que me podía sacar mentira verdad. A mí, al León.
Lo de los vuelos de las muertes. Si. Lo hicimos ¿y qué? Los llevábamos a dar un paseíto, eso si éramos caritativos, antes los dormíamos. El mar los devoró sin piedad, tal cual los maté yo.
Me gustaba verlos caer, como bolsas de papas, quince o veinte por noche. Ni gritaban ni se daban cuenta. Sólo caían y caían hasta estrellarse contra el agua. Y vos también Elena, vos caíste con ellos. Perdóname Elena. Perdóname, pero no podía ir contra la decisión del General. Te lo juro Elena. Por nuestro hijo te lo juro.
A lo mejor un día se lo cuento a la psicóloga, nada más para verle la cara de horror.
El león
Breve descripción de la personalidad del León
Atuendo: Camisa amplia, de seda negra. Pantalón blanco de lino. Zapatos negros lustrados.
Lleva cadena de oro, anillos, reloj Rolex.
Armas: Pistola 9mm, aunque le gusta matar con sus propias manos.
Se moviliza en un auto oscuro con vidrios polarizados.
Es un cazador en busca de las presas que nunca logran escapar.
“El pianista”, por Pablo H. Pérez
Conocí en el psiquiátrico a un hombre que aseguraba ser objetivo de un asesino llamado el Pianista. Solía decir que él, en realidad, no estaba loco, y que si se encontraba allí no era sino por su propia seguridad.
—El director es amigo mío —me dijo—, y me permitirá estar aquí hasta que la policía detenga a ese hombre.
Estaba loco de remate, desde luego, y sin embargo se trataba de un testimonio original. Me dije que si tuviera talento literario desarrollaría su historia y ganaría un montón de dinero publicándola.
Me picaba tanto la curiosidad que le pedí los detalles del asunto.
—Estafa —me confesó, al borde del llanto, dispuesto a contármelo todo.
Yo había oído hablar de ese a quien la prensa llamaba el Pianista. Lo llamaban así porque para operar utilizaba un hilo filamentado de piano acoplado a una pequeña bobina, y asida a su vez a la muñeca a modo de pulsera. Del extremo del hilo pendía una bola de plomo del tamaño de una canica. Apenas un leve movimiento y el hilo transparente se soltaba y quedaba suspendido, dibujando a voluntad círculos invisibles que seccionaban tan finamente la carne que la víctima ni siquiera se enteraba de que la habían cortado por la mitad hasta transcurridos unos segundos. Así era como había dado matarile a Boneti mientras caminaba por una avenida atiborrada. El pobre hombre caminó aún diez pasos antes de que una parte del torso se desprendiese como una loncha de su otra mitad, trazando una curva perfecta.
Evidentemente el hilo es lo que le había dado el apodo, aunque podría tratarse de un auténtico pianista, ya que nadie parecía conocer su aspecto, salvo, en ocasiones, la víctima misma.
Precisamente el hombre del psiquiátrico murió aquella misma noche, solo dos horas después de haber escuchado su relato. Encontraron su cuerpo tirado en el suelo de las duchas. Su cabeza rodó nueve metros, distancia a la que se detuvo tras topar con una columna.
Cuando salí del psiquiátrico visité a una mujer de la que él me había hablado. «Si algo me ocurriese vas a esta dirección y le dices a Bárbara que baje al sótano y busque una caja de herramientas con doble fondo. Allí está todo el dinero. Le dices que lo hice por los dos. Que lo gaste prudentemente. Tú puedes quedarte con diez mil. Eso se lo dices también».
La verdad, me pareció una petición la mar de extraña. Pero me obligó a prometérselo, y además sus pronósticos, estuviese loco o no, se habían cumplido.
Así que cuando me encontré cara a cara con la mujer le conté mi experiencia con su amigo. Lo de la estafa, lo de el Pianista, lo del dinero y lo de su asesinato, evitando, eso sí, ser morboso en el tema de la decapitación. La mujer se echó a llorar en mis brazos. Parecía creer la historia de principio a fin.
Estaba tan abatida que acepté su petición de acompañarla hasta el sótano en busca del dinero. Lo encontramos tal y donde él había dicho, en una caja con doble fondo.
Dos minutos después salí de la casa con un paquete bajo el brazo.
No volví a mirar atrás.
En el sótano la mujer permaneció de pie unos segundos después de mi marcha. Su boca había adoptado la forma de una O de sorpresa, y por encima de las cejas brotó una finísima línea roja que circundó el perímetro de la cabeza. Las primeras convulsiones precedieron al corrimiento del cráneo, que cayó al suelo segundos después, antes incluso que el cuerpo.
“La llamada”, por Aarón Quesada
La luz que entraba por la ventana era ya inexistente; en esa época del año la noche no se hacia esperar. Carmina contaba los minutos que faltaban para que terminase su turno; el trabajo era mucho más aburrido que cuando empezó, hacía ya más de veinte años. Cada vez era más común que la gente tuviera teléfono en casa, y la centralita del pueblo estaba prácticamente en desuso. Una silueta apareció ante la puerta, llevaba sombrero, maletín y el traje mas reluciente que Carmina hubiera visto jamás. No acertó a verle la cara en ningún momento. Sin decir nada, aquel hombre puso un papel encima del mostrador, con el número de teléfono al que quería llamar. Tras marcar el número, Carmina no pudo evitar escuchar la conversación a través de su viejo interfono, de nada le sirvió, pues aquel hombre no hablaba nada que Carmina hubiera escuchado antes. Cuando el hombre se acercó a la ventanilla, Carmina le dijo que la llamada costaba cuatro pesetas, y le explicó que era tan cara por tratarse de una conferencia. El hombre se echó mano al bolsillo interno de su chaqueta. Lo último que vio Carmina fue el profundo y negro agujero del cañón, acompañado del estruendo más fuerte que hubiera escuchado jamás. La bala entró limpia. Atravesó piel, hueso y seso.
“La mano del asesino”, por Daniel Higiénico
Sintió el golpe seco en la nuca y cayó al suelo. El golpe había sido certero y su cuerpo se desplomó inerte sobre un pedregal. Una mano lo zarandeaba, se aseguraba de su muerte…
Pero aún le quedaba un aliento de vida.
Aprovechando esos últimos instantes, se preguntó quién querría matarlo…
Mientras agonizaba, lo descubrió.
Rememoró el contacto de su mano mientras lo zarandeaba. Era cálida. Sus dedos gruesos. Firmes. Callosos. Olían a centeno, como las manos de un agricultor.
Era su hermano.
Caín.