Diario de Tom-Z-Stone. Revista Fiat Lux.
El Diario de..., Libreria 3

El Diario de Tom Z Stone, por J. E. Álamo.

“Hay cosas que suceden una sola vez en la vida, morir debería ser una de ellas”.

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“Me llamo Thomas Z. Stone, pero puedes llamarme Tom.

Nací en Gales en 1963 y estiré la pata en Valencia el 7 de agosto del 2012; ya sabes: el día del FR (Fenómeno Reanimación), cuando los muertos, algunos al menos, volvimos a la vida. Ese día, me reanimé y, sin nada mejor que hacer, fui a casa. Quise tomar una copa de camino, pero no llevaba un céntimo. Lástima que a nadie se le hubiera ocurrido colocarme una moneda bajo la lengua, aunque quizá me la hubiera tragado y vuelto a morir. (Si te parece malo el chiste, espera a conocer mis modales).

Tenía esposa e hijos, que se habían acostumbrado a lo de ser mi viuda y huérfanos, así que cogí algo de dinero, me fui a por esa copa pendiente y nunca volví.

Desde entonces trabajo de investigador privado. Buena ocupación para alguien que no puede dormir, es lo que tiene despertar del sueño eterno, y puede hurgar en la mierda ajena para olvidar la propia.

Tengo un gato al que llamo Gato, una botella a la que llamo Jack y un amigo, Garrido, al que llamo cabrón con cariño, y es comisario de la Brigada FR de Valencia.

Si me necesitas y no me encuentras en mi despacho, búscame en el As de Picas, un garito donde suelo emborracharme a un nivel muy profesional.

A pesar de que odio a Dios, tanto como él a mí, por lo que me ha hecho, no puedo negar que tengo mis momentos buenos.

Bienvenidos a mi mundo, donde lo peor no es que algunos muertos volvieran a la vida”.

Tom Z Stone es el protagonista de este Diario, y de las novelas, que gestiona J. E. Álamo, you álamo.

El Abismo fue el título de la primera entrega de El Diario de Tom Z Stone. Este que vas a leer es el segundo del serial.

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El Diario de Tom Z Stone.

Por J.E. Álamo.

 

Manzano

Tengo un amigo. Se llama Garrido. Hay capullos que le llaman «Charcutero», porque está a cargo de la brigada Criminal de Asuntos Reanimados. ¿Lo pillas? Reanimado, muerto, fiambre… Charcutero. La gente no tiene puta gracia, ni huevos para decírselo a Garrido a la cara, salvo que quieran acabar con la cabeza en el culo y tragando pedos lo que les queda de vida.

            Garrido es mi amigo. El único que tengo. Tampoco necesito más. A veces quedamos para tomar un café, echar un pitillo y hablar de cualquier cosa.

            Ese día estábamos en el bar al que suelen ir los maderos; está cerca de la comisaría y hay más polis que cucarachas, lo que no deja de tener mérito porque cucarachas tiene unas cuantas. Íbamos por el segundo café y la conversación no era la habitual; Garrido tenía un favor que pedirme. No sabía qué era, sólo que iba a hacérselo.

            –Es la mujer de unos de mis hombres, el subinspector Manzano, habéis coincidido un par de veces, –aclaró entre caladas apresuradas. Asentí, recordaba a Manzano.

            –Se comporta de una forma extraña, como si alguien le hubiera pisado el rabo. El otro día le pregunté por ella y torció el morro.

            –¿Eso es todo?

            –Me huelo que tienen problemas. –Abrió las manos y apartó la mirada como si le diera apuro lo que me iba a pedir–. Quiero que la investigues.

            –¿Y si lo que descubro no es agradable? Ya sabes a qué me refiero.

            Frunció los labios. –No hay nada peor que la incertidumbre, Stone.

            –¿Cómo se llama la tipa?

            –Carmen. –Dejó una carpeta sobre la mesa–. Ahí lo tienes todo, foto incluida.

            –De acuerdo.

            –Me haré cargo de tu minuta.

            –Será razonable. Lo que viene luego, seguro que no, pero eso ya no es cosa mía.

            Aún tomamos otro café, el mío con un orujo, y entonces sí que hablamos de cualquier cosa, lo que nos vino bien.

Esa noche acabé en el As de Picas a solas con Paco; él entre el Marca y la radio y yo entre el orujo y el bourbon. ¿Para qué elegir si puedes tenerlo todo? Yo intentaba olvidar la ansiedad que me había asaltado un rato antes en casa, mientras languidecía en mi butaca; y es que cada vez que creo haberla olvidado, recuerdo que no lo he hecho. No es que beber fuera a servir de mucho, pero tampoco lo haría el no beber, así que puestos a elegir…

            Paco musitó un «hostia» suave que atrajo mi atención.  Señaló con la cabeza a la radio. Hablaban no sé qué de un crío desaparecido: Iván «Torquealgo».

            –Van tres o cuatro esta semana.

            –Puta vida –comenté, por decir algo.

            –De los tuyos –insistió Paco.

            Enarqué una ceja sin comprender.

            –Los críos, son reanimados. Como tú.

            Reanimados. Críos que volvieron a la vida. Un milagro. Sólo había un pequeño problema: si los adultos apenas tenemos unos cuatro años por delante, en los críos se reduce a unos meses, o menos. Tu hijo se muere dos veces. Por si no tenías bastante con una. Y ahora esto…

            –Puto dios –comenté con ganas de decir más. No lo hice. Había conseguido olvidar algo, no quise pensar mucho no fuera a recordar de nuevo. Me fui a casa.

A la mañana siguiente, tomé un taxi al centro, a la plaza de España. Manzano, un tipo de ojeras fúnebres, rostro cincelado y expresión concentrada, vivía en una finca de la calle Pelayo. Según la carpeta, la Sra. Manzano trabajaba de auxiliar administrativa para una asesoría en la misma plaza. Entraba a las nueve. Miré el reloj: eran las nueve menos diez y había un bar justo enfrente de la asesoría, «Asesores Ramírez». Desde la barra podía ver la calle sin problemas. Según la foto, un primer plano de su rostro, Carmen era una mujer atractiva y joven. Manzano debía andar por los cincuenta y ella aparentaba unos escasos treinta años. Y era guapa, sí.

            Tomé el café con calma mientras observaba el exterior. Era un día gris, otoñal y feo de cojones. Entonces la vi. Caminaba a paso ligero, taconeando con un repique nervioso. Vestía con sencillez, falda y chaqueta sobre una blusa blanca. Silbé con suavidad. La foto no le hacía justicia. Más que guapa, era una belleza. Meneé la cabeza sin poder reprimir un ramalazo de hastío; me aburren los tópicos: hombre mayor, que vive para su trabajo, casado con una mujer mucho más joven y guapa. Ella, harta de ausencia y monotonía, busca lo que necesita fuera de casa. Respiré con resignación, por lo menos el caso no me iba a ocupar demasiado tiempo.

            Era hora de acercarme a la asesoría para tantear el terreno. Antes pasé al cuarto de baño del bar para ponerme las gafas de cristales ahumados que llevo encima para las ocasiones, a veces es mejor ocultar los ojos negros de pez que delatan a los reanimados; también me mojé el pelo y peiné con raya al lado y, por último, me quité la corbata. No era un gran disfraz, pero lo suficiente para que ella no me reconociera más adelante, si la seguía de lejos. Crucé la calle y entorné la puerta acristalada de la asesoría, que sonó con un campanilleo alegre que me recordó de una forma absurda a la Navidad.

            Carmen estaba tras el mostrador, a punto de aporrear una máquina de escribir. Me dirigió una rápida sonrisa antes de preguntar en qué podía ayudarme.

            –Tengo un pequeño negocio y quería saber cuánto cobran por llevar la contabilidad.

            Me observó en silencio y tuve la repentina sensación de que me había calado. Sonreí intentando parecer un poco memo, algo que se me da bien.

            –Es un ultramarinos en la zona de la Cruz Cubierta. –Me froté las manos con el entusiasmo de una mosca posada sobre una mierda–. Se llama «La Cesta de Manu». –Solté una risita–: Soy Manu, bueno, Manolo, pero Manu suena mejor.

            Carmen se mordió los labios, creo que evitaba una carcajada, y tras asentir, me informó de lo que cobraban.

            –¿Y quién llevará mi contabilidad? –Volví a sonreír a lo memo, tanto que comenzaron a dolerme las mejillas–. ¿Usted, señorita?

            Negó con la cabeza.

            –El señor Ramírez se encarga de eso, señor… –Frunció el ceño–, ¿Manuel qué más?

            –Vázquez, pero llámame Manu.

            –Eh, claro, Manu. Le decía que se encarga el señor Ramírez. –Señaló a una puerta a su espalda en la que figuraba una placa dorada que rezaba Felipe Ramírez–. Él asignará la contabilidad a uno de los empleados. –Volvió a señalar, en esta ocasión a su derecha, donde el local se abría para alojar cuatro mesas sobre las que se afanaban otros tantos contables que parecían fabricados en serie.

            –¡Qué trabajadores! –reí.

            Iba a responder, cuando su mirada se dirigió a la puerta y le tembló levemente el labio inferior. Detrás de mí repicó el campanilleo navideño.

            –Buenos días –pronunció una voz meliflua, aunque masculina.

            –Buenos días, Don Luis –respondió Carmen y la voz siguió el ritmo temblón de los labios.             Me volví hacia el recién llegado: cuarenta y pocos, alto, fornido, mandíbula poderosa, pelo oscuro engominado hacia atrás y ojos fríos. La voz era el señuelo, si te confiabas con este tío, estabas perdido. Le sonreí, mi sonrisa de memo, a la que respondió con una mueca desdeñosa. Miró por encima de mi hombro a Carmen.

            –Tengo cita. –Miró con impaciencia su reloj, uno caro que casaba con el resto de su impecable atuendo. Agitó un sobre que llevaba en la mano–. No tengo tiempo que perder.

            –Si no le importa, la señorita me está atendiendo a mí.

            Me observó como miraría a una cucaracha que le pide de comer. En ese momento, dos hombres entraron a la asesoría. Matones.

            –Ya hemos terminado –se apresuró Carmen y me dirigió un gesto apremiante–. Venga esta tarde a las cinco y le presentaré al señor Ramírez, él le dará más detalles.

            Inspiré con fuerza, el cuerpo me pedía jaleo, pero no era el momento. Dije gracias y fui hacia la puerta. Las moles de los acompañantes de Don Luis me cerraban el paso.

            –Con permiso –murmuré entre dientes.

            La voz meliflua murmuró algo y los matones se apartaron. Aún crucé miradas con su amo. No me gustó lo que vi en sus ojos: era un cabronazo con aspecto de cabronazo, no cabía duda. Antes de cerrar la puerta a mi espalda, di un rápido vistazo a Carmen; la expresión de su rostro me confirmó lo que ya sospechaba: estaba asustada, muy asustada.

            Volví al bar de antes y al cabo de veinte minutos, Don Luis y sus lameculos abandonaron la asesoría y se perdieron a paso rápido entre el gentío. Me acaricié el mentón, pensativo. Era hora de hablar con alguien.

            Garrido soltó un suspiro agrio, que se unió a la atmósfera cargada de El As de Picas.

            –No me jodas. ¡Coño, no me jodas!

            –No me gustaría, eres feo de cojones.

            Me clavó una mirada enfurecida, no estaba de humor para tonterías.

            –O mucho me equivoco, o me estás hablando de Luis, el Pintas. –Se atusó con fuerza el pelo escaso.

            –Nunca había oído hablar de él.

            –Hombre de negocios, bien relacionado; mucha pasta; se dedica a la farlopa, el caballo y mierdas por el estilo. También a la prostitución y a cualquier cosa que dé dinero fácil. Un hijo de puta sin entrañas. Llevamos tiempo detrás de él.

            –¿Y qué coño tiene Carmen que ver con un mierda como ése?

            Garrido negó con la cabeza.

            –Ni puta idea, a lo mejor es un cliente y ya está.

            –Es posible, pero no lo creo –repuse, recordando la reacción de ella. –¿Quieres que siga con el caso?

            Lo pensó unos instantes mientras sorbía su café.

            –Con el Pintas de por medio, las cosas cambian, Stone.

            –Sé cuidarme.

            Garrido asintió.

            –Mantenme informado.

            –¿Hablarás con Manzano?

            Apenas dudó antes de negar con la cabeza.

            –No hasta que sepamos de qué va el asunto.

            Nos despedimos en cuanto acabamos nuestros cafés. Me fui a casa, con Gato, mi gato, y Jack Daniel´s, mi bourbon. Al día siguiente iba a hacerle una nueva visita a Carmen, quería hablar con ella.

Decidí que lo mejor era abordarla a la hora de comer. Sabía por la ficha que me había facilitado Garrido, que comía en un bar cercano, Los Toneles, en lugar de irse a casa. Algo que me había llamado la atención y me hizo pensar que aprovechaba para encontrarse con el «otro». Ahora que sabía más, casi había descartado la figura del amante.

            A las dos en punto salió de la asesoría, miró al cielo, nublado con gravedad, y echó a andar. La seguí en el coche, manteniendo la distancia. No se detuvo en Los Toneles. Siguió en dirección a la estación de la RENFE y se metió por las callejuelas del barrio chino hasta un bar, más un garito, en el que entró sin vacilar. Aparqué en la acera opuesta, conté hasta veinte, momento que aprovechó para comenzar a llover, cogí el paraguas del maletero, y fui tras ella.

            El bar, «Fele» rezaba el rótulo sobre la puerta, no era gran cosa, cuatro mesas de formica con tres sillas por tablero. La barra era escueta y también el tipo que corría tras ella de un lado para otro como un ratón, tan liviano que de perfil apenas abultaba más que su sombra. En una de las mesas languidecía un hombre desgastado encogido sobre una copa de ginebra; en otra, una abuela reseca daba cuenta de un plato de callos y garbanzos en el que sumergía un enorme chusco de pan. Completaba la escena las voces de un locutor de radio que entrevistaba a un tal Edison, un chiflado que se había puesto de moda por sus opiniones extravagantes sobre fenómenos extraños que harían reír a un chimpancé; por desgracia tenía muchos seguidores con dificultades para igualar el coeficiente intelectual de un simio.

            No vi a Carmen y deduje que estaba en el baño.

            Pedí al saltimbanqui un café y un orujo.

            –Buenos días, señor, –saludó–. ¡Menudo aguacero se ha liado!

            Gruñí, mientras me preguntaba qué diablos hacía alguien como la señora de Manzano en un sitio tan rancio.

            –Si le apetece comer algo, tengo unos callos que quitan el sentido.

            El rostro de perro pequeño y ansioso por agradar del otro me provocó una carcajada que disimulé con un nuevo gruñido.

            –No.

            Asintió con resignación y al ver que le ignoraba mientras encendía un pitillo con parsimonia, trajo lo que le había pedido.

             Carmen salió del baño y fue a la mesa del fondo, alejada de la vieja que sorbía una copa de vino para ahogar los callos. El de la barra acudió dando saltitos.

            –Hola, señora, hoy tengo callos.

            Ella negó con la cabeza. Me dirigió una mirada curiosa, tenía unas ojeras profundas y tristes, los ojos le brillaban, igual que cuando has estado llorando, o hace mucho aire. Dudaba que soplara el viento en los servicios de ese tugurio. Apartó la mirada. No me había reconocido.  Apuré el café, era hora de hablar con ella.

            –Una ensalada estará bien, Fele.

            –¿Vendrá su esposo, señora?

            Ella asintió y en mi interior se dispararon las alarmas. ¿Su esposo? Cambio de planes. Dudaba mucho que se tratara de Manzano, pero pagué mi consumición a toda prisa y corrí hacia el coche, que había aparcado en la acera opuesta al local. Desde allí podría ver quién era el supuesto esposo de Carmen.

            La lluvia arreciaba y se había levantado un viento que arrojaba el agua del través. Encendí un pitillo, ansioso de ver quién era el acompañante de Carmen.

            Una mujer a la que el viento había volteado el paraguas, se detuvo en la puerta lo justo para enderezarlo; por lo demás, la calle estaba vacía.

            Ya desesperaba de que fuera a venir alguien, cuando un Tucker Torpedo de color negro, que me hizo silbar de admiración, se detuvo en la puerta. El conductor, con hechuras de boxeador y los andares de un pingüino con almorranas, salió a toda prisa, desplegó un paraguas y abrió la puerta trasera del vehículo. Luego acompañó al pasajero al interior del Fele. Eché el humo hacia el techo del coche y tragué saliva. El Pintas. Joder, Carmen, ¿al final estás liada con ese cabronazo? No, no lo creía. Decidí que tenía que hablar de nuevo con Garrido. Cuando ya iniciaba la marcha vi por el retrovisor la llegada de un 1500 negro que aparcó detrás del Tucker. Frené lo justo para ver al conductor corriendo hacia el bar. No me lo podía creer: Carmen, Luis, el Pintas… y Manzano.

Acariciaba a Gato, su ronroneo al son de los Beatles en el tocadiscos, y pegué otro sorbo de bourbon mientras intentaba ordenar mis ideas: Garrido me pide que averigüe qué ocurre con la mujer de Manzano. Entra en escena Luis, el Pintas. Carmen le tiene miedo. Pero al día siguiente queda para comer con él… y su marido. Lo único que podía descartar con toda seguridad era el lío extramatrimonial.

            –¿Qué piensas, Gato? ¿Hablo con Garrido?

            Ronroneó con más fuerza.

            –Tampoco me parece buena idea a mí. Con Manzano de por medio… Creo que tengo que husmear un poco más.

            –Miau.

            –¿Tú también lo crees?

            –Miau.

            –Sí. No queda otra. Voy a tener que jugarme el culo. Y no hay mejor momento que ahora mismo.

            Me levanté lo que hizo caer a Gato de golpe. Bufó indignado y se fue hacia mi dormitorio con el rabo tieso.

            Era de noche, lo cual favorecía mis planes. Tomé la gabardina y salí de casa tras un último trago. Si iba a cometer una locura, mejor no pensar demasiado en ello.

            La plaza de España estaba desierta. Apenas algún coche con más prisas por llegar a casa que fijarse en el tipo que fumaba en el interior de un coche. Miré mi reloj. Las dos y cuarto de la madrugada. Salí del coche y crucé la calle procurando fundirme con las sombras que delineaban las farolas. Al llegar a la reja metálica que cerraba la asesoría, saqué mi juego de ganzúas, cortesía de Fabricio, Picaporte, un mal tipo, pero útil si sabes cómo tratar con él, y hurgué un rato antes de vencer la resistencia de la cerradura. La puerta de la entrada fue más sencilla y me adentré en la oscuridad de la asesoría. Saqué una linterna del bolsillo y la encendí y apagué con rapidez, no fueran a ver el destello desde el exterior. Recordaba el interior del local: frente a mí estaba el mostrador, tras el que se sentaba Carmen, y a su espalda la puerta que daba a un despacho. Si había algo que encontrar, debía estar allí dentro. El Pintas había entrado con un sobre en la mano el día que coincidimos, y cuando se marchó, ya no lo llevaba. Quería ver el contenido del sobre. Me dirigí con sigilo al despacho, tropecé con una maceta y me cagué en sus raíces, encendí la linterna con brevedad y así pude evitar una segunda planta. Llegué al despacho y una vez dentro, comprobé que no tenía ventana al exterior, así que cerré la puerta y pude utilizar la linterna con mayor libertad.

            El despacho era opulento. Muebles de maderas sólidas: escritorio, sillas de respaldo alto, una sólida estantería repleta de carpetas de contabilidad, dos cuadros que, aún sin tener ni puta idea de arte, barrunté que eran buenos, y unas figuras de Lladró sobre una mesa de caoba al lado de un mueble bar con tantas botellas que me hicieron salivar. El conjunto, de tan ostentoso, rayaba en lo soez. El tal Ramírez tenía el gusto en el culo, caro, pero en el culo. Sobre la silla tras el escritorio, parecida a un trono, había un cuadro de una escena de caza. El otro cuadro representaba a una tía tumbada en un diván con poca ropa; la tía, no el diván.

            Me puse manos a la obra: miré en los cajones de la mesa, cerrados con llave que pude abrir sin demasiadas dificultades, ya he dicho que Picaporte resulta útil; encontré una pitillera, dos abrecartas de plata, unas plumas estilográficas y una caja de bombones junto a una de galletas, pero nada de sobres. Busqué en la estantería, dentro y entre las carpetas. Nada. Me acaricié el mentón y resistí las ganas de fumar. Pero podía beber, eché mano a mi petaca y recordé el mueble bar. Un trago rápido y me acerqué a las botellas. Entonces me di cuenta de que no había tanta bebida como pensé al principio, el efecto lo creaba un espejo en la parte trasera del mueble. Saqué las botellas y tanteé el espejo; al empujarlo se deslizó hacia arriba dejando al descubierto un hueco y en el hueco unos sobres, dos fajos de billetes y una Luger: la PO8 munición 9×19 Parabellum. Una pieza de museo, pero en perfecto estado de funcionamiento. Me gustó. Dejé el arma a un lado y saqué los sobres. Había dos. Fui a la mesa y los abrí. En cada uno había una hoja cuadriculada con unas pulcras columnas escritas a mano. La primera era una lista de nombres; al lado de cada nombre, dos fechas, la primera bajo la letra «C» y la segunda bajo el signo de la cruz ✞, esta última tenía algunas entradas en blanco. La cuarta columna era otra lista de nombres, apodos más bien, como Rey, Albóndigas, Sepia, Ojos, Chepa y cosas así; la quinta columna tenía una relación de latinajos y la sexta y última, cifras. Me rasqué la cabeza, no entendía de qué iba el tema. Repasé las dos hojas a ver si se me encendía la bombilla. Entonces vi un nombre familiar y de golpe comencé a vislumbrar lo que quería decir el resto. Mierda. Copié varias de las columnas, tenía que asegurarme, quizás me equivocara. Cuando devolvía los papeles a sus sobres, vi un papel rectangular al fondo del compartimento. Lo saqué. Era un recibo por una cantidad de dinero. El firmante no utilizaba apodo.

Cuando llegué a casa, eché a Gato de la cama y me tumbé. Estuve dándole vueltas a lo que había visto en los papeles, mientras Gato volvía a acurrucarse a mi lado exigiendo que le rascara entre las orejas. Con la primera luz, me afeité, duché y fui andando a la calle del Hospital. Allí aguardé en un bar a que abrieran la biblioteca. Tomé unos cafés y fumé varios pitillos. En cuanto abrieron, pregunté dónde estaba la hemeroteca y dediqué una hora larga a los diarios atrasados contrastando los datos que había copiado en el despacho de la asesoría. Busqué también noticias sobre algunas teorías recientes relativas al cáncer. Luego, un diccionario echó luz sobre los latinajos; ya barruntaba lo que significaban términos como pulmonen, renibus y cor, aunque otros como iecur, o faucibus no eran tan evidentes. En cuanto a la sexta columna, fue sencillo deducir a qué correspondían las cifras. La que seguí siendo una incógnita era la de los apodos, no sabía quiénes eran, pero sí lo que eran… Unos hijos de puta sin alma.

Di un largo paseo intentando decidir lo que hacer a continuación. Al final, Manuel Vázquez iba a hacer una segunda visita a la asesoría. En esta ocasión, incorporé unas lentillas a mi disfraz, menos riesgo que las gafas, y los ojos azules me sentaban bien.

Carmen no estaba. Su lugar lo ocupaba un tipejo menudo y avinagrado con caspa suficiente para montar una nevada. Levantó la vista al oír la campanilla y la volvió a bajar a los papeles que tenía delante. Me recordé que era Manolo, Manu, y no Tom, así que tenía que comportarme con el capullo haciendo el capullo.

            –¡Anda, tú no eres Carmen!

            –¿Qué desea? –Sin levantar la mirada.

            –Hablar con Carmen.

            –No está. –Seguía sin mirarme–. Vuelva usted mañana.

            –¿Estará mañana?

            –No lo sé.

            Así no iba a llegar a ninguna parte, sin la mujer de Manzano, tocaba cambiar de táctica. Improvisé.

            –Carmen me dijo que viniera hoy para hablar con el jefe –mentí.

            Levantó la vista.

            –El Sr. Ramírez no tiene citas hoy. –Dirigió una mirada rápida hacia la puerta del despacho con lo que supe que el tal Ramírez estaba dentro.

            –Tiene una –aseguré con la cabeza mientras le ofrecía mi sonrisa de memo–. Soy Vázquez, Manuel Vázquez, y me envía Albóndigas, un asunto de mucha pasta. No le hará gracia si le digo que no me dejó pasar. –Rematé la frase guiñando un ojo.

            Coló. A Casposo le cambió el gesto agrio por uno de respeto.

            –Un momento, por favor.

            Se escabulló con pasos cortitos hacia el despacho, llamó a la puerta y le respondió una voz grave. Salió a los pocos segundos con una sonrisa de dientes retorcidos.

            –Tenga la amabilidad de pasar.

            Esquivé el mostrador y las dos plantas hacia el despacho. Casposo cerró la puerta detrás de mí y encaré al tipo gordo y calvo hasta la obscenidad embutido en el trono donde yo me había sentado la noche anterior. Sus ojos asfixiados entre los pliegues de grasa, no pestañearon. Tampoco dijo una palabra, se limitó a observarme.

            –Sr. Ramírez, soy Vázquez, aunque si quiere, puede llamarme Verduras; ya sabe a qué me refiero.

            –¿Es una broma?

            Negué con la cabeza con un gesto de extrañeza.

            –Para nada. Albóndigas me dijo que acudiera a usted, que podría ayudarme.

            –¿Albóndigas?

            Solté una carcajada y abrí las manos.

            –Nada de nombres, es lo primero que me dijeron. Necesito su ayuda –añadí, poniéndome serio.

            Juntó las manos que formaron dos paquetes de salchichas de buen tamaño.

            –¿Y?

            Apreté los labios y solté un suspiro.

            –Tengo cáncer.

            –Lo lamento –dijo, sin que le importara un carajo.

            –De hígado. Necesito un hígado… un iecur. –Guiñé un ojo.

            Siguió sin responder.

            –Pagaré lo que pidan. –Intenté sonar desesperado–. Me dan pocos meses de vida.

            –Cincuenta mil.

            –¿Cincuenta mil pesetas? –Me sorprendió: las cifras que había visto la noche anterior eran muy superiores–. Hecho.

            Sonrió por primera vez.

            –¿Pesetas? No, pesetas no. Duros. Serán cincuenta mil duros. O lo que es lo mismo, doscientas cincuenta mil pesetas… Verduras.

            –Doscientas cincuenta mil… Eso es un montón de dinero por un hígado.

            Se inclinó hacia mí y me ofreció una sonrisa.

            –¿Cuánto vale su vida?

            –¿Cómo funciona? Albóndigas no entró en detalles.

            –Lo recibirá fresco, solo tiene que comérselo.

            –¿Eh?

            –Crudo.

            –No me dijeron nada de que… ¿No es un trasplante?

            Me interrumpió con un chasquido mantecoso de su lengua.

            –El dinero. Me importa un carajo lo que le dijeron.

            –¿Cómo sé que funciona?

            –Si no se muere es que sí.

            «Cabrón», pensé.

            –Muy ingenioso –dije en voz alta–. De acuerdo. ¿Cuándo?

            Volvió a sonreír y reprimí un creciente deseo de arrancarle la cabeza a patadas.

            –Cuando traiga el dinero.

            –Mañana a las doce. ¿De acuerdo?

            Asintió. Ignoró la mano que le tendí.

            –Cierre la puerta cuando salga.

Esa noche volví a hacer una visita privada a la asesoría. Luego fui a casa. Bebí y fumé hasta las seis de la mañana y decidí que Garrido ya había dormido bastante.

            –¿Quién? –Graznó a través del auricular.

            –Stone. Quiero verte en media hora.

            –Joder.

            –Es sobre Manzano. Te espero en el As de Picas.

            –Joder.

            –Sí, pero antes nos besamos. –Colgué.

El As de Picas apestaba a legañas y decepción: la de los habituales de las horas primeras, que conservaban la esperanza de que ese día iba a ser distinto, aunque solo durante unos minutos, los que tardaban en engullir la primera copa y ser conscientes de que la mierda era la misma, por mucho que el día no lo fuera. Entonces pedían el segundo trago y olvidaban.

            –Café.

            –¿Orujo? –preguntó Paco.

            Negué con la cabeza. Ya había bebido bastante.

            Garrido llegó diez minutos tarde. Pidió un café doble y se desplomó en la silla frente a mí.

            –¿Qué?

            Le pasé las hojas con las columnas. Me hizo un gesto de interrogación.

            –Lee primero.

            Lo hizo. Frunció el ceño dos o tres veces, suspiró otras tantas, enarcó las cejas casi todo el tiempo. Cuando terminó, pidió un segundo café al que me añadí.

            –¿Qué? –Repitió.

            –La primera columna. He comprobado varios de los nombres, son todos de niños desaparecidos. Reanimados. La pista me la dio éste. –Señalé un nombre: Iván Torquemada, el que oí en la radio.

            –No compren…

            –Los órganos de los reanimados son un remedio contra el cáncer.

            –¡Menuda gilipollez!

            Me encogí de hombros.

            –Es probable que lo sea, o no. El caso es que hay gente que lo cree y cuando hay demanda, hay oferta.

            –¿Quieres decir?

            –Quiero decir que hay gente que ha creado un mercado de venta de órganos de reanimados. Mejor de niños, se consideran más puros, o algo por el estilo. –Me pasé la mano por la cabeza–. No lo sé, el caso es que así. Los órganos se consumen crudos.

            Señalé las columnas.

            –La primera son los nombres de los críos. La segunda con la «C» no sé qué significa con exactitud, pero quizá se refiera a la fecha de su cautiverio. La tercera es evidente. La cuarta es la relación de compradores, no he conseguido nada que indique quiénes están detrás de los apodos. La quinta es el nombre en latín de los órganos que necesita cada comprador y la sexta es la pasta.

            –Joder.

            –Mira esto. –Le pasé el recibo que había encontrado junto a los sobres.

            –¡Me cago en la hostia!

            –Y el dueño de la asesoría, Ramírez, es el intermediario. El Pintas facilita el «género».

            Gruñó un par de blasfemias.

            –Y tú lo sabías.

            Levantó el rostro e intentó parecer indignado. No lo consiguió.

            –Quiero pensar que en realidad no lo sabías, que solo eran sospechas.

            –Sí.

            –Me pediste que la investigara a ella porque también está metida en el asunto.

            –Sí.

            –Pero tenías la impresión de que era en contra de su voluntad y quizá se sincerara conmigo.

            Asintió con la cabeza en esta ocasión.

            –No ocurrió así.

            Ni siquiera se molestó en gesticular.

            –Sacaba una buena tajada –proseguí, señalando el recibo. La cifra ascendía a cien mil pesetas. Estaba a nombre de Manzano–. Nada mejor que el apoyo de un subinspector del departamento de Asuntos Reanimados para actuar con impunidad.

            –Gastaba demasiado. Fue descuidado.

            –Y un hijo de puta. Y tú un cabronazo. Si querías que te echara una mano, habérmelo dicho.

            –¿Qué te dijo Carmen?

            –Nada. No llegué a hablar con ella.

            –¿Cómo lo has hecho, entonces? –Agitó los papeles.

            –Secreto profesional. Di que te los enviaron por correo, o lo que te salga de la polla –respondí. Si le decía la verdad, no podría presentarlos como prueba en el juicio–. Ahora haz tu trabajo y deprisa, Carmen no estaba muy contenta el día que la vi con el Pintas y Manzano.

            –¿Quieres explicarte?

            –No, –sentencié y me puse de pie–. Con eso tienes bastante para meterles mano. Ya hablaremos, pero en otro momento en el que no sienta ganas de ahostiarte.

            –Hice algunas averiguaciones, pero no podía abrir una investigación en el departamento sin despertar sospechas en Manzano y tú eras mi mejor baza.

            –Que te follen.

            Me fui a casa con Gato y pasé la mañana con Los Beatles, Jack y Camel.

Comí en casa y salía a tomar un café antes de ir al despacho, cuando sonó el teléfono. Era Garrido.

            –Carmen está muerta. La atropelló un coche que se dio a la fuga.

            No dije nada.

            –Imagino que quiso echarse atrás… Pero tenemos a Manzano. Y a Ramírez. Se niegan a delatar a sus clientes. Pero a ellos los tenemos. Ramírez tenía un local alquilado en Mercavalencia con cámaras de frío; no te imaginas lo que hemos encontrado allí dentro.

            –Ni ganas. ¿Y el Pintas?

            –No saben quién es.

            –Coincidí con él en la asesoría y llevaba uno de los sobres que encontré en el despacho de Ramírez.

            –Y eso es como no tener nada, y lo sabes. Su nombre no aparece en ninguno de los papeles y estos dos no van a abrir la boca; saben lo que les puede ocurrir si lo hacen.

            –Vale.

            –Por lo menos hemos conseguido detener a Manzano y Ramírez y cuando les apretemos un poco, acabarán por delatar a los compradores.

            –A cambio de una reducción de pena.

            –Es posible, ya sabes cómo funciona esto.

            –¿Y Carmen?

            Casi vi cómo se encogía de hombros.

            –No hay testigos.

            –Voy a tomar un café.

            –Si quieres lo tomamos juntos.

            –Otro día. Hoy refiero estar solo.

            Colgué.

            Tomé el café y volví a casa.

            Mañana iría al despacho. Necesitaba un caso, uno sencillo.

            Pero eso sería mañana.

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3 Comentarios

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    Ángel García dice: 6 julio, 2016 a 09:57

    Brutal, un aperitivo que ayuda a pasar el. Mono…

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    Joe dice: 9 julio, 2016 a 08:32

    Gracias, Ángel. Ya van dos capítulos y el tercero en camino. 😀

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    Adelardo dice: 10 septiembre, 2017 a 11:24

    Está muy, muy bien. Pero… ¿Qué ha pasado con ese tercer capítulo anunciado?

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