Grageas y Pablo H. Pérez abren fuego en este II Concurso de Relato Negro Fiat Lux con “El Puente” y “Gordo”.
Son los seleccionados entre la primera remesa de envíos a este territorio creativo que hemos abierto, junto con la librería SomNegra, para relatos escritos pero también en video o en audio.
El próximo 1 de julio es la fecha final para la presentación de originales en la dirección de correo ficcionnegra@revistafiatlux.com , y aquí tienes las bases y los premios (enlaza las bases y los premios con el post anterior donde están bases y premios).
#HazFiatLux
*NOTA: la ilustración de portada es de Alnajar
‘El puente’ por Grageas
Otra vez en el puto puente. El mismo puente de mierda al que me traían de excursión de pequeña, donde todos esperaban que jugara, cuando a mí lo único que me preocupaba era el frío que pasaba, ahí, de pie, sin hacer nada. El principal desafío que veía en aquellos viajes era tocar la piedra helada sin guantes. No sé qué odiaba más, si el frío, que era aún más agudo del que pasaba en la chabola que me decían que era mi casa o todas las plantas viscosas, que, además, hacían masa con los bichos, haciendo un revoltijo vomitivo. Por lo menos, en ésa época tenía la suerte de que, después de mucho insistir, me dejaban sola, como el extraño animalillo que creían que era. Pero hoy había sido peor. Hoy me había encontrado con él. Aunque en realidad, era él quien se había encontrado conmigo. Por supuesto que no lo conocía. Había pasado a mi lado con menos vida que una sombra. Seguramente, tal y como estaba en medio de la noche, ensimismada en mí misma, nunca me hubiera fijado en él. Demasiadas sensaciones encontraba en ése lugar. Asco del pasado, frío húmedo de la niebla, que no hay cojones a que desaparezca de ésta puta ciudad, regusto metálico de los hilos de alambre que la luna crea al reflejarse en el agua medio putrefacta del río. A pesar de estas sensaciones, siempre volvía aquí por el sentimiento, Sentimiento con mayúsculas, qué coño, el Sentimiento de desahogo, pues el resto era aún peor. El resto estaba pintado de aburrimiento, aburrimiento gris y opaco. Lo cubría todo. Estas dos, las del curro, nunca han podido entender cómo me he podido cansar de todo a mi edad. Incluso alguna vez se han rebelado contra ello. Incautas. Lo único que se llevaron de las veces que me sacaron de casa, a hostias casi, fue pagar la cuenta, vomitar en el taxi de vuelta a su hogar (sí, ellas consideran que tienen un sitio donde sentirse en casa, que pueden considerar suyo), y ver cómo me iba con el primero que pasó en cuanto me puse un poco entonada.
Pero ahora, en éste puente, me da por pensar que ya nunca volverán a sacarme de casa. Él se ha ocupado de ello. Creo que llevaba mirándome un rato antes de hablarme. Y también creo que la idea de estrangularme se le ocurrió de repente y casi sin darle importancia. Porque, al fin y al cabo, ¿quién era yo para él? Nada o todo. Un capricho o una manera de vivir. Euforia o desprecio. No lo sé y no lo sabré nunca porque, la verdad, llegada a este punto no me importa la mierda de vida del hijoputa.
A pesar de la puñalada en el pecho, estoy extrañamente lúcida. Ahora mismo lo que me jode de estar muriéndome es el frío, que siempre me ha dado un miedo asesino, y la sensación de que esto no se acaba nunca. Estar tumbada, medio escondida, sabiendo que nadie pasará por aquí. Que nadie me echará una mano. Que hasta que muera sólo oiré el chapoteo de mis pulmones medio encharcados, que ya ni siquiera son míos. Y que ni siquiera puedo ver nada por estar de cara a la piedra. Y eso es lo único que me queda, lo que siempre he tenido, nada.
‘Gordo’ por Pablo H. Pérez
—Lo lamento, querida —le digo desconcertado a la mujer que descansa desnuda sobre la cama a mi lado. Sí, es verdad que durante los últimos dos años hemos pasado tardes memorables juntos, pero decididamente la de hoy no ha sido una de ellas. La razón es que he sufrido problemas de erección y además no he logrado eyacular.
Sandra se levanta de la cama, se enfunda una blusa y prende un cigarrillo.
—Lo que pasa es que estás poniéndote gordo —dice haciendo una boquilla con los labios y bufando una columna de humo.
Al escuchar eso siento como la ira asciende por mi cuello, se adueña de la cara y me hace palpitar las venas de las sienes. Y es que si hay una cosa que realmente me toca los 00 es que una mujer ponga en entredicho mi potencial sexual.
Para rebajar la ira imagino durante un segundo que agarro mi pistola y le pego tres tiros a bocajarro.
No me malinterpreten, nunca he sido un hombre violento, si llevo pistola es para mí protección. Me da igual si no me creen, lo importante es que siento un gran alivio al imaginar la escena. Me siento mejor que si hubiera echado el mejor polvo de mi vida.
Me visto, me despido de Sandra y decido volver a casa con mi mujer. Sí, puede que yo tenga un lío con otra mujer, pero en lo referente al amor la sigo queriendo con la pasión del primer día.
Cojo el autobús y al llegar a mi parada bajo y me encuentro con dos adolescentes. No hay nadie más en la calle, son casi las once. Ellos se acercan y me piden fuego.
—No fumo —les digo. Entonces siguen andando y cuando están a algunos metros dicen algo que no logro entender.
—¿Qué? —pregunto volviéndome hacia ellos.
—Nada —dice el más bajito.
—Que eres un puto gordo —dice el otro.
Entonces, por segunda vez en apenas una hora, siento el rostro arderme de cólera. Aprieto los dientes con tanta fuerza que puedo sentir los empastes a punto de explotar, pero no logro sosegarme.
No lo pienso más, saco la pistola y me lío a tiros con ellos. Debe ser la falta de práctica, pues no le doy a ninguno. Les persigo calle abajo, están cagados de miedo. Luego, cuando les pierdo de vista, me detengo y trato de respirar fuertemente. Estoy agotadísimo, y entonces pienso que tal vez Sandra tenga razón. Tal vez deba seguir una dieta o hacer ejercicio.
Suspiro. Me siento muy desgraciado. Pero no por admitirme que Sandra pueda tener razón, no es eso. Me siento así porque no he abatido a ninguno de los dos cabrones. Comprendo entonces que a partir de ese momento no recuperé la paz interior hasta dar muerte al siguiente hombre o mujer que ponga en entredicho mi condición física. No toleraré, bajo ningún concepto, que nadie cuestione mi figura.
Matar es todo lo que deseo.
Lo que más deseo.
Bueno, el caso es que esa noche, al llegar a casa, agarro la pistola y con especial cuidado la dejo en el cajón de la mesilla de noche. Luego me pongo el pijama y cuando me meto en la cama descubro que mi mujer está desnuda bajo las sábanas. Su mano comienza a acariciar mis muslos por encima del pantaloncillo, pero la sangre todavía me quema por dentro y lo último que deseo en ese momento es hacer el amor.
—Esta noche no me apetece, querida —le digo dándole la espalda—. Estoy cansado.
—Eso es porque te estás poniendo gordo —contesta ella.