Hace muchos, muchos años, pero no en un reino, sino en un principado junto al mar, un niño soñó con las musas de Edgar Allan Poe. Y las soñó para sí sólo. Las soñó pequeñitas como Campanilla, quizás porque él siempre andaba buscando su sombra, como Peter Pan. Las imaginaba diminutas, para poder sentirlas y poseerlas en la palma de su mano. En sus sueños, el muchacho se las usurpaba al poeta de Massachusetts, y las hacía suyas: manipulándolas, distorsionándolas, transformándolas, pervirtiéndolas, esculpiéndolas con mimo a su gusto para su único deleite. Donde la tinta del poeta imprimía melancolía, él encontraba luz de irradiante belleza. Donde la pluma del poeta dibujaba una belleza crepuscular y mortecina, él veía la sensualidad nerviosa de quien mira desde el morbo pueril del despertar sexual. Donde Poe cargaba su pluma con la tinta del despecho, el desprecio, la frustración amarga del sabor a calabaza, o la desesperanza del dolor infinito por la finita y efímera vida del ser amado, él veía una galería de Diosas, digo musas, a las que amar y entregarse en sueños de oscuro romanticismo, para siempre jamás. Mientras se adentraba en la lectura de la obra poética del bostoniano, se las imaginaba una a una. Annabel Lee, salpicada por las olas en aquel reino junto al mar… Lady Ligeia, reflejándose entre las oscuras brumas del tiempo… Lenora, paseando su juventud eterna entre túmulos de flores estrelladas… Morella, con su erudición de oscura hermosura sepultada en libros… Isabel, la de belleza feérica, la de ojos de luna llena, la de cabellos de negra noche…
Quizás fuera entonces cuando los sueños de prepubertad se tornaron en pesadillas de adolescencia. O tal vez fuera a la inversa, ¿quién puede saberlo?; la memoria es falsaria, pues vive inmersa entre brumas, siempre como ebria de absenta. En cualquier caso, la culpa a buen seguro la tuvo el descubrimiento de aquel gato negro que maullaba su delación emparedado con una difunta e incriminatoria compañía. Aquel poeta cuentista, quien como Conrad se adentrara en el corazón de las tinieblas, había teñido de pesadilla los sueños del chico con sus relatos de terror gótico, a veces obscenos, a veces detectivescos, otras siniestros, siempre inquietantes, y casi siempre geniales. El muchacho, que desde niño tenía cierta tendencia a la nocturnidad, se dejó con alevosía atrapar por los cuentos de Edgar Allan Poe, y soñó con inmortalizar sus pesadillas. Y como ocurriera con las musas, las soñó para sí solo. Se adentró en siniestros y exóticos parajes en busca de tesoros cargados de oro de añejos piratas… Transitó entre el incesto y el delirio lisérgico por la Casa Usher… Se estremeció entre los brazos de la Muerte Roja en un pérfido y funesto baile de máscaras… Le cogió gusto a la lógica y el raciocinio de la mano de C. Auguste Dupin, con quien paseó por las siempre sugerentes calles del París decimonónico… Como en un viaje de opiáceos, se paseaba por las realidades oníricas del barroquismo gótico del poeta que escribía cuentos cargados de horror para ganarse unos dólares, del cuentista que susurraba poemas escritos para conquistar a toda dama a tiro de su mirada y reflejo de su pluma.
Entre sueños de musas y pesadillas de cuento, el tiempo, inexorable, fue transcurriendo. El niño se hizo muchacho, y continuó creciendo hasta perder la inocencia, pero nunca la fascinación por el de Boston, ni el anhelo de dar vida con sus manos a las musas e historias que habían poblado sus sueños a ojos abiertos a lo largo de espacio y tiempo. Tal vez por que tampoco dejó nunca de buscar su sombra, aquel niño soñador que se hiciera adolescente pesadillesco, se dio a la escultura y pintura, entre otras cosas, y es hoy el miniaturista que les habla a través de estas líneas.
Decía Poe que la pasión es la pasión desapasionada, en cuyo caso, tendría que decir que no hay atisbo de pasión alguna en «POEmas de musas, amor, y muerte», la colección de micro-esculturas que da pie a este articulito. Seguramente resulte redundante decir a estas alturas del texto que llevo años queriendo hacer míos los deseos y desasosiegos de Edgar Allan Poe, pero me resulta indispensable resaltar el hecho, para trasmitir la sensación de esa obsesión recurrente que ha supuesto la idea de materializar esta colección para mi a lo largo del tiempo. Siempre revoloteando en algún rincón de mi cerebro, como un hada traviesa y pizpireta. Pero no ha sido la única obsesión. Poe definía la poesía como «un mero artificio previsto, y realizado con técnica de relojero». Además detestaba la verdad como fin en la poesía, pues consideraba que su razón de ser y existir ha de ser la belleza, que como la felicidad, radica en la búsqueda de la misma. Buscar la belleza en la imagen de los personajes y composiciones escenográficas ha sido mi principal obsesión en la ejecución de esta quimera con forma de colección de miniaturas. Buscarla en cada rincón de cada imagen, en lo escultórico y lo pictórico, en la salud y la enfermedad, en el terror y el amor, en el ideal del horror, en lo racional y el ensueño… Buscar la belleza hasta faltar a la verdad, para no faltar así, al menos no del todo, a la memoria y obra de Edgar Allan Poe, el Dios intelectual ebrio, quizá no tanto, de su siglo.
Si bien el título de la colección sólo hace referencia a la obra poética de Poe, habría que añadir a ésta una selección de sus relatos, que conformaré en base a la ordenación temática que Julio Cortázar hiciera en sus estudios sobre el psicópata de Boston (que diría mi querido Luís Alberto de Cuenca). Es decir, que en lo referente a sus cuentos, pretendo dejar constancia del terror, lo sobrenatural, metafísico, analítico, la anticipación y retrospección, el paisaje, y lo grotesco y satírico. Así es, atrapar su universo entero, con todo su goticismo, aunque no para mí solo. Aquel niño soñó con tenerlas para disfrute personal e intransferible, pero la realidad tiene poco de lírica, y aún menos de onírica, y se muestra en estos tiempos leonina (y no precisamente en el sentido poético de los característicos versos de «El Cuervo»). Así pues, este humilde miniaturista firmante, comparte musas y cuentos con nada más, y nada menos, que 100, mejor dicho 99, seguidores fetichistas del maestro de Boston, en forma de edición limitada y numerada, policromadas a mano una a una, y con certificado de autenticidad. Eso sí, 99 para todo el mundo. Comenzando por la celebérrima Annabel Lee, musa del poema que se dice fue inspirado por la prematura muerte (24 años) de su esposa, además de prima, Virginia Eliza Clemm, que podéis ver en las fotos que ilustran este espacio. Los primeros 25 ejemplares incluyen además una reproducción impresa del poema original, en inglés, claro. La colección, cuya cadencia de aparición aún no he soñado con claridad, constará de una docena de piezas, y será expuesta una vez concluida en el POE Museum de Richmond, establecido desde 1922 en la casa que fuera la primera residencia del bostoniano en la ciudad norteamericana del estado de Virginia, conocida como «La vieja casa de piedra». Compromiso que adquirí apenas un par de semanas después de poner a la venta la presente estatuilla, en respuesta a una petición del museo. Exposición con la que no recuerdo haber soñado ni de niño, ni de muchacho, la verdad. Y que tampoco tiene fecha cerrada aún, más allá del impreciso momento de la conclusión de la colección, pues si la memoria es a veces mentirosa, el futuro es casi siempre incierto. O tal vez sea la razón de tanta intrigante vaguedad, el espíritu de Poe, que todo lo impregna de misterio… Un misterio incalculable, imprevisible, impredecible, insondable… Pero en cualquier caso, miniaturizable, como los sueños.
Marco Navas, «El Miniaturista»