El camarada Valenzuela perpetró esta suculenta pieza periodística en los buenos (y añorados) tiempos del Fiat Lux en papel. Es una sucesión de postales, de secuencias, de atmósferas, de escenarios, de sabores a cine y novela, de canalleo.
Es (fue) Tánger.
Territorio Fiat Lux. Muy Black & Noir.
Tal cual se publicó lo re-publicamos con todas sus comas incluidas, en este Fiat Lux.
Tánger Noir.
Por Javier Valenzuela.
Abdelkáder Doukran es barbero y actor de películas policíacas. Sigue siendo un tipo guapo a sus 67 años de edad. La barbería de Abdelkáder ocupa un bajo en una callejuela que llevaba el nombre de Miguel Ángel en el período internacional de Tánger y fue rebautizada con el de Zariab tras la independencia marroquí. La callejuela es interior y corre paralela a la Terraza de los Perezosos, el fenomenal mirador sobre la bahía, el Estrecho de Gibraltar y las costas de España que hace de vestíbulo del Bulevar Pasteur.
En sus dos últimos thrillers, Abdelkáder encarna a un rais de la droga del norte de Marruecos. Traficante de hachís en La guerra de los barones; de cocaína en El amor blanco. Los dos están en árabe, son de Serie B y fueron rodados en Tánger. En uno y otro el personaje de Abdelkáder muere violentamente. En La guerra de los barones, a disparos de un joven que venga así a su padre. En El amor blanco, abatido por un francotirador de la Policía cuando huye por las montañas.
Abdelkáder no pudo trabajar en The Living Daylights (007, Alta tensión), el primero de los dos filmes de James Bond interpretados por Timothy Dalton. En las semanas de 1986 en que esa película se rodaba en la capital del Estrecho, él estaba con la gente de Dernier été à Tanger, un thriller francés dirigido por Alexandre Arcady, con Thierry Lhermitte, Roger Hanin y la pulpeuse Valeria Gouno en los principales papeles.
La película de Arcady transcurre en el verano de 1956, el último en que Tánger fue una ciudad propiedad de todos y de nadie, un refugio liberal, glamuroso y canalla sin semejante en todo el planeta. Cuenta la historia de una venganza: el personaje de Valeria Gouno va liquidando uno a uno a los mafiosos que acabaron con su padre. Abdelkáder hace un papelito en una escena en un cabaré que fue rodada en el Gran Teatro Cervantes. Propiedad del Estado español, el Cervantes está cerrado y cayéndose a pedazos desde hace lustros.
Tánger es el lugar donde vive el ficticio Brad Whitaker, el traficante de armas de The Living Daylights. El malvado y megalómano Whitaker tiene un palacio con un jardín con piscina y palmeras que sobrevuela el abrazo entre el Mediterráneo y el Atlántico. Allí se entretiene jugando con una colección de soldaditos de plomo. El palacio y sus soldaditos eran propiedad en 1986 del multimillonario americano Malcolm Forbes.
Ian Fleming, el creador de James Bond, iba mucho a Tánger en la segunda mitad de los años 1950. Al principio investigaba la red de contrabando de piedras preciosas que denunciaría en The Diamond Smugglers (1957), una serie de artículos para The Sunday Times que reuniría en un libro. Luego iba tan solo porque le gustaba la ciudad. A Fleming podía vérsele por las noches en el Dean´s Bar escuchando el jazz que interpretaba al piano Peter Lacy, expiloto de la RAF y amante del pintor Francis Bacon, y trasegando los cócteles que Dean preparaba como nadie en el norte de África.
En los años 1940 y 1950 el Dean´s Bar fue el auténtico Rick´s Cafe imaginariamente regentado por Bogart en Casablanca. Dean era calvo, de tez oscura, políglota y campechano. Coqueteaba con el misterio de sus orígenes: a Truman Capote le dijo que era un mulato jamaicano; a otros, hijo de un egipcio y una francesa. De Dean se rumoreaba que era un espía británico y un adicto al opio. Esto último también se decía de la multimillonaria americana Barbara Hutton, que tenía un palacete en la Casba.
Los muyahidines afganos están entre los buenos de The Living Daylights: luchan con Bond y los angloamericanos contra los soviéticos. La película subraya el heroísmo de sus cargas a caballo y con kalashnikov contra los tanques de Moscú. Otro gallo cantaría quince años después. Brad Whitaker, el imaginario dueño del palacio tangerino de Malcolm Forbes, está compinchado, por supuesto, con los soviéticos. En The Living Daylights el consulado de Francia en Tánger se convierte en sede de la legación soviética. El Gran Café de París sigue siendo el Gran Café de París. En esa película, James Bond escapa de una mortal encerrona a través de las azoteas de la Medina. La escena, con el telón de fondo del azul de la bahía y el mosaico de la ropa tendida por doquier, está bien, pero no tanto como la semejante que puede verse en El ultimátum de Bourne. Dirigida por Paul Greengrass y con Matt Damon en el papel estelar, El ultimátum de Bourne (2006) incluye una trepidante persecución a cuatro (Bourne, su compañera de fatigas, un sicario de la CIA y la Policía marroquí) por las ventanas, los balcones y las terrazas de la Medina. Justo a la hora en que el almuédano llama a la oración del mediodía.
El equipo técnico que rodó en Tánger el último capítulo de la temporada 2013-2014 de la serie televisiva Cuéntame me dijo que tenía en un altar esa escena de la película de Greengrass. También que la luz de Tánger es ideal para rodar: su intensidad no llega a desvanecer los colores; al contrario, los resalta hasta sacarles su esencia. Una tarde de la pasada primavera, el cónsul de España en Tánger me invitó a un aperitivo en su residencia con la gente de Cuéntame. Imanol Arias y Ana Duato me contaron que estaban rodando una escena en una calleja de la Medina cuando el director les ordenó abruptamente que se detuvieran. Tras ellos, unos policías estaban sacando un cadáver de una casa. “Ya decía yo que olía fatal”, dijo Duato.
Emilio Sanz de Soto solía afirmar que una peculiar combinación de sol, humedad y vientos magnifica en Tánger los perfumes de sus muchas flores: dama de noche, madreselva, nardo, jazmín, rosa… Eso es cierto, pero también vale para los olores los orines, el pescado, las cloacas y los cadáveres descubiertos al cabo de tres días como el que se coló en el rodaje de Cuéntame.
Abdelkáder no sale en El ultimátum de Bourne, pero le alquiló al equipo de rodaje su coche, un Fiat Palio. Lo pintaron, le pusieron una sirena y lo convirtieron en un vehículo de la Policía marroquí.
A la siete y cuarto de una tarde de verano, Tom Ripley le da una merecida paliza al metomentodo David Pritchard en el Café Hafa, al borde del acantilado tangerino que encara las costas de Cádiz. Ripley deja a Pritchard inconsciente, tumbado en una esterilla de esparto, y se va al Hotel El Minzah, donde se alberga con su esposa Heloise. Ocurre en la novela Ripley en peligro, de Patricia Highsmith, publicada en 1991.
Rachel Muyal, encargada entonces de la Librairie des Colonnes, fue la mejor amiga de Patricia Highsmith en el período que la escritora americana pasó en Tánger a finales de los años 1980. Highsmith había viajado allí para conocer a Paul Bowles y, de hecho, se albergaba en su casa, en el Inmueble Itesa, no lejos del consulado español. Por razones que Rachel desconoce, Highsmith y Bowles no hicieron buenas migas, así que la escritora se pasaba casi todo el tiempo en la Librairie des Colonnes, esperando a que la encargada echara el cierre para poder irse las dos a tomar unas cervezas a The Pub. Rachel es uno de los pocos miembros de la que fue gran comunidad sefardí de Tánger que aún sigue en la ciudad. Me contó que ella quería llevar a Highsmith a visitar la Medina, la Casba, las Grutas de Hércules, el Cabo Espartel y todo eso, pero que a la americana ninguna de esas atracciones le interesaba lo más mínimo.
“Era muy desconfiada y aprensiva, y casi todo en la ciudad le daba miedo o asco”, dijo Rachel rememorando la estancia de Highsmith. Le comenté que eso contrastaba con el hecho de que la escritora contara en su novela que Ripley se sentía muy bien en Tánger. “Parecía como si tras una larga ausencia, hubiera vuelto a un lugar que le gustara”, escribió. Convenimos en que el autor y su personaje no tienen por qué pensar y sentir lo mismo.
Cuando la autora de las novelas sobre el amoral, enigmático y camaleónico Ripley estuvo en Tánger, hacía muchos años que la ciudad había dejado de ser lo que fue. Por una serie de carambolas que no viene al caso recordar, la capital del Estrecho fue administrada entre 1923 y 1956 por Inglaterra, Francia, España, Italia y otros países occidentales. Eso la convirtió en un santuario en el que, junto a los árabes, bereberes y hebreos que constituían su población tradicional, se afincaron republicanos españoles, escritores americanos vanguardistas, gánsteres, traficantes y contrabandistas de todo pelaje, aristócratas ingleses homosexuales, judíos que huían de los nazis, rusos que escapaban del estalinismo y emigrantes andaluces que no podían soportar el hambre de la posguerra española.
Quizá convenga recordar que, pese a su explícito título, la ciudad cosmopolita de Casablanca es, en realidad, Tánger. ¿Por qué los productores de este filme dirigido por Michael Curtiz en 1942 llamaron Casablanca a una historia que solo podía haber ocurrido en Tánger? ¿Quizá porque era más interesante políticamente situar la acción en un lugar controlado por la Francia de Vichy? ¿Quizá porque el título Tangier ya estaba registrado por Universal para la olvidable película policíaca que luego protagonizaría María Montez? Quién sabe.
Lo seguro es que en el Tánger de los años 1940 y 1950 abundaban los espías de todas las nacionalidades y los chivatos al servicio del mejor postor. Ponían la oreja en el Dean´s Bar, el café de Madame Porte, el restaurante Le Claridge, las barras del Parade y el Negresco, las pistas de baile del Kutubía y el Morocco Palace, las mesas flamencas de La Mar Chica y las de ruleta y bacarrá de los casinos municipal y judío.
Reales o imaginarias, las andanzas de esos espías y chivatos en busca de pistas sobre tráfico de armas o contrabando de oro y diamantes fueron narradas en las muchos pulp que, en inglés y francés, se publicaron a mediados del siglo XX con el nombre de Tánger en portada. Como Two Tickets for Tangier (de Van Vick Mason, 1956) o Panique à Tanger (de Roger May y Nick Sander, 1959). O como los tebeos y novelas del personaje femenino Modesty Blaise, que en 1953 se hace con el control de la banda tangerina de Henri Louche y la convierte en The Network. “la ciudad más pecadora del mundo”: así era llamada Tánger en la portada de Two Tickets for Tangier.
El Tánger internacional era, sin embargo, bastante seguro en lo que respecta a robos y asesinatos. Quizá porque a todo el mundo le convenía mantener el statu quo. Allí casi todo estaba permitido —negocios sin impuestos, consumo de todo tipo de drogas, prácticas sexuales prohibidas, ideas perseguidas aquí o allá—, siempre y cuando no se fastidiara al vecino. Lo contó el coronel británico Gerald Richardson, jefe de los investigadores de la Policía Internacional de Tánger, en su libro de memorias Crime Zone (1959).
Por eso el asesinato de la condesa Marga d´Andurain conmocionó tanto a la ciudad en 1949. La Mata Hari vasca, cuya vida ha sido recreada por Cristina Morató, desapareció al poco de anclar su yate en el puerto de Tánger, a donde había llegado para comprar oro. La Policía Internacional detuvo a un alemán llamado Hans Abele, un exagente de la Gestapo que confesó haber discutido con D´Andurain a bordo de su yate, haberla matado —accidentalmente, declaró sin que nadie le creyera— y haber arrojado el cuerpo al mar. El cadáver no apareció nunca y tampoco llegó a saberse qué ocurrió en el yate y por qué.
Sabemos, en cambio, que William Burroughs se afincó en Tánger hacia 1954 tras haberle reventado el cerebro a su mujer en un cuchitril mexicano. Burroughs juraba que estaban jugando a Guillermo Tell y que él erró el disparo de su revólver. Burroughs vivió en el hotel Al Muniría y allí escribió El almuerzo desnudo. La lectura de un libro de Bowles le había llevado a escoger Tánger para huir de los jueces mexicanos, pero se quedó por la facilidad para conseguir chicos, heroína, kif, hachís y esa confitura de cannabis llamada mayún. Mohamed Chukri, que lo conoció, contaba que los encuentros sexuales de Burroughs podían durar dieciséis horas de un tirón y que nunca salía a la calle sin una navaja o una pistola.
“Aquí nadie es lo que aparenta”, decía Burroughs a propósito de la ciudad que llamaba Interzone. Supongo que esa afirmación también valía para él.
Chukri y Jean Genet se hicieron amigos: la literatura los había redimido a los dos de un destino que parecía condenarlos a pasar más años en la cárcel que en la calle. A finales de la década de 1960 y comienzos de la de 1970, cuando Genet andaba por Tánger, los dos escritores malditos iban a tomar copas al Negresco.
El francés llamaba “repaire de traîtres”, nido de traidores, a la capital del Estrecho. En su boca eso era un elogio. Tánger albergaba todas sus obsesiones: la traición, la cárcel, el trapicheo, la homosexualidad, el puterío, el crimen y el erotismo. Chukri la llamaba una “puta vieja y desdentada”, lo que, dicho por él, también era un piropo.
El último papel interpretado por Abdelkáder Doukran es el de un chófer en Rock The Casbah, dirigida en 2013 por Laila Marrackchi y con un reparto que incluye a Omar Sharif. Esa película tangerina no es un thriller ni el barbero de la calle Zariab hace en ella de malvado.
Abdelkáder hace de plañidero en Rock The Casbah. “A la directora”, cuenta, “le hacía falta alguien que llorara de verdad”.