Jonan Frieda y Manu Pérez firman los relatos que publicamos hoy del II Concurso de Relato Negro Fiat Lux con “Casi cadáver” y “Una silla carcomida”.
Son los seleccionados entre la nueva remesa de envíos a este territorio creativo que hemos abierto, junto con la librería SomNegra, para relatos escritos pero también en video o en audio.
El próximo 1 de julio es la fecha final para la presentación de originales en la dirección de correo ficcionnegra@revistafiatlux.com , y aquí tienes las bases y los premios.
#HazFiatLux
Casi cadáver de Jonan Frieda
«Inicio de grabación.
Estamos en la sala de estar. Son las once cuarenta de la noche. El casi-cadáver parece dormido, pero no lo está. Acaba de despertar, así que me dispongo a asegurar los amarres y hablar por última vez.
Hola, Valen. Te ha gustado la cena, se te nota en la cara. Lástima que el postre te haya sentado tan mal. Habrán sido las frambuesas, no sé. El caso es que te he preparado un buen colofón, muy digestivo. Y sabroso. Deja de gritar y de mirarme así, anda.
Tomo la tijera y corto la gargantilla por la mitad, dejando que los diamantes caigan en la palangana. Precioso tintineo. Cojo el vaso de agua, ha llegado el momento. Valen, no vas a volver a ser el mismo. Abre bien la boca, te voy a dar las dos primeras piedrecitas para que las tragues de una vez. Creo que será mejor así, de dos en dos, o de cinco en cinco. Supongo que preferirás que esto no se alargue mucho. Y deja de quejarte, anda, o en la grabación quedarás fatal.
Valen acaba de escupir y ha manchado mi vestido, así que optaré por calmar sus ánimos. Tomo el bisturí y hago una incisión. Uy, creo que he tocado el hígado o algún órgano importante porque Valen se está retorciendo. Ahora grita. ¿Para qué coño digo que grita si lo está recogiendo la grabadora del smartphone?
¿Vas a tragar ahora los diamantes, Valen? Deja de escupir, joder. Ahora creo que es por el dolor, no por prepotente, ¿me equivoco?
Voy a proceder a la ingesta, por tanto. A la segunda va la vencida. Valen, cuanto antes empecemos, antes acabamos, como solías decirme antes de que me dejara joder por ti. Tenías que verte, menuda cara de gilipollas se te está quedando. ¡Traga!
Escupe otro diamante, así que procedo a hacer una nueva incisión.
Dejo el bisturí hundido en la carne. A la próxima, Valen, te corto otra cosa.
¿Qué dices? Valen implora, pero no entiendo lo que dice. Hablas muy bajito, cariño.
Son las doce treinta y uno. Valen ha tragado la mayoría de piedrecitas. Me he quedado sin la gargantilla, pero he conseguido que el putero que tenía por novio por fin sea una persona bella por dentro. Es mi creación, mi creación original. ¡Brillas por dentro, Valen!
Jamás subestimes lo que un diamante puede hacer por ti. Este es mi legado.
Procedo a cortar la yugular.
Fin de la grabación».
Una silla carcomida de Manu Pérez
Si pudiese llamar a mi familia para contárselo, no lo haría. De ninguna forma.
Nunca quise entrar en el ejército. De pequeño me costó mucho seguir con los estudios, así que cuando salí del colegio de monjas que estaba cerca de mi casa, me puse a trabajar. Tuve suerte de empezar supliendo a mi tío en un kiosco que tenía cerca de la Plaza de Santa Ana. Cuando empecé la gente seguía viniendo a por el periódico antes de irse al bar a tomar un café. Recuerdo aquellos meses como los más felices de mi vida, incluso iba a trabajar, salvo días particulares, de buen humor. Después de enfermar mi tío, él y mi tía decidieron vender el kiosco a un ingeniero en paro y así fue como me vi los lunes a las 12 de la mañana en pijama, sentado en el sofá y viendo la televisión. Una televisión que a esas horas, por cierto, es casi igual de insoportable que el resto de día.
Después de un año convirtiéndome en experto de sucesos y dietas milagro, un amigo sacó el tema:
-El ejército sí que está bien -dijo- por esto hay tanto extranjero, se han dado cuenta de que es un trabajo cojonudo.
-Tendrá su riesgo, digo yo.
-¡Qué va! Es todo trabajo en el cuartel y maniobras cada mucho tiempo. Me lo ha contado un amigo que está en Cartagenera -añadió muy convincente, aun dejando ver que no existía tal amigo.
Pienso que todo fue culpa suya. Si no, no estaría sentado en está silla de madera carcomida delante de personas estúpidas que no dejan de mirarme. Tengo ganas de levantarme y arrancarles las decenas de medallas que tienen en la solapa. Facundo Cabral decía: “¿qué es un coronel sin uniforme”? Nada, no es nada. Estúpidos que defienden un país enfermo y hacen gala de un patriotismo que no existe. Hacen lo mismo que yo.
Después de la conversación, hice las pruebas para entrar en el ejército, y dado que físicamente siempre he sido fuerte y el examen no era muy difícil, solo tuve que estudiar una semana para ser admitido. Esto fue hace 3 años. En aquella época vivía con un desconocido en un piso, del cual tenía alquilada una habitación lo bastante grande para montar mi vida allí. Con mi primer sueldo, pagué la primera cuota de alquiler de un piso. Casa propia y horario cómodo en el cuartel.
Fue entonces cuando me destinaron a Pristina (Kosovo) donde estoy ahora yo, la silla carcomida y los estúpidos coroneles. Vine en una de las “misiones de paz”. Mi historia no es la de militar con vocación que viaja a 3.100 km de su casa y tiene pegadas en la pared las fotos de su mujer y sus hijos. Vine por dinero y por curiosidad.
Pristina no es tan diferente de Madrid. A la gente no le gusta que las calles se llenen de extranjeros. Y menos si van en tanque o con un fusil colgado al cuello. Desde que llegue, la gente me mira como deben de mirar las moscas a los humanos, con el miedo de esperar a ser aplastados.
La mañana de un miércoles especialmente nublado caminé todo el día por las aceras llenas de cristales sintiéndome yo la mosca, con pavor y sin modo de defenderme de lo que no conocía. Fue esa noche cuando pasó. Estábamos dos compañeros y yo, apoyados en una fachada, cuando 6 personas comenzaron a correr hacia nosotros gritando. Todavía hoy, cuando hay silencio, sigo escuchando el aullido nítido de la mujer a la que disparé. Corría descalza a la cabeza del grupo, tratando de no pisar la falda que vestía y apartándose el pelo de la cara. Cuando la tuve cerca, puse el dedo en el gatillo y apreté. Delante del jurado que decide ahora mi condena, mantengo firme que fue sin querer, aunque ni yo estoy seguro. Quizás, enloquecido por el miedo, quise disparar a esa mujer.