Por Luis Vázquez, (@balborraz)
Tres disparos. Así comienza esta historia. Así termina. Tres disparos. Sonoros, secos, rotundos. 19 horas entre el primer y sexto taponazo. ¿Las últimas en la vida de Alí? ¡Quién sabe el paraíso donde despertará de su particular guerra santa!
El amarillo es el color del odio, de la locura, de los billetes de 200 euros, del Madrid de Lavapiés del siglo XXI donde olores, razas y religiones forman una amalgama de tintes hepáticos; también el reflejo áureo del polen de hachís. En este Madrid descarnado, «fugitivo de una identidad obligatoria», «capital del arte de ascender cayendo», encuentra David Benedicte el ambarino caldo de cultivo para su primera novela negra, Tiempo muerto para Alí, un noir cincelado a verso, peta y gatillo, con repercusión de guerra santa; una novela valiente, sin miramientos, metiendo el dedo en la llaga allí donde a otros les tiembla el pulso; en las entrañas de los barbudos terroristas de Lavapiés. No ha lugar a dudas, «Madrid es un don nadie y un cornudo consentido».
Alí Habibi, inmigrante marroquí de 17 años, vive envuelto en un «andamiaje de complejidades»; un hervidero de sentimientos contradictorios que dulcifica con los compuestos psicoactivos de sus cannábicos cigarros y los lametones del único ser vivo que le demuestra cariño verdadero, su perra lesbiana, Sharapova, una Schnauzer gigante. Ocupa junto a su familia un piso de un bloque donde se roba «por principio» y se atraca «por honradez», y allí comienza esta novela, en un fatídico día de junio, pegándole al canuto mientras observa en su zapatilla la sangre del filipino al que anoche jugando al básquet le hundió hasta 7 veces un destornillador como respuesta a una falta personal en ataque. La policía está afuera y Alí está aterrado, cansado de una sociedad donde no encaja, reconcomido por la rabia que le inocularon «a golpe de capón y versículo», haciéndole tragar con una religión que no entiende, con un dios que no le responde; «Alá es grande, pero me muero de hambre». «Cuando era pequeño Alí solía rezar cada noche para tener una bicicleta. Un día se dio cuenta de que Alá no funciona así, de modo que robó una y rezó para que le perdonase».
A pesar de sus cinco rezos diarios, Alí duda de la existencia de Alá, querría ser más creyente pero conoce demasiado bien a su padre, imán de una mezquita de Lavapiés, y a su tío Mohamed, dos barbudos integristas que recaudan dinero para financiar al Estado Islámico; «de la raza de hombres que matan por culpa del adverbio de lugar de un versículo caduco», capaces de castigar a su perra Sharapova a 100 latigazos por sus prácticas homosexuales. Adoctrinado desde pequeño, sabe que el buen musulmán ha de obedecer a su padre, pero ¡cómo respetar a quien usa el Corán para sembrar odio y clamar sangre!, a ese personaje oscuro que se corre de gusto cada vez que un joven musulmán europeo cae en las falsas promesas que siembran a través de las redes sociales, a ese que a diario se encierra en el váter para remangarse la chilaba y pajearse a discreción ante la dominatriz que le somete a través de la pantalla del iPad, mientras imagina a las huríes del paraíso como «dóminas perversas»; aquel que con frecuencia estrella el puño sobre el rostro de su madre mientras ella calla sin más narcótico que sus labores, soñando un futuro mejor para su hija pequeña, que no teniendo edad para llevar hiyab ya juega a creerse la viuda de algún mártir inmolado.
En medio de este panorama desolador irrumpe en la historia un personaje no menos vapuleado, Paco Carpena, la cara legal de la derrota, el munipa del barrio, perdedor, alcohólico y divorciado que acaba de descubrir que fue Alí quien agujereó al filipino. A pesar de estar en su día libre, la oportunidad y el celo policial pueden con él y acaba metiéndose en la boca del lobo. Paco lleva grabado a fuego el servicio de aquella tarde del 11M de 2004 en el pabellón 6 del IFEMA, la luz de las velas de Atocha, los infinitos mensajes a las víctimas de aquella barbarie que ahora le va a tocar soportar en sus carnes.
Con poéticas metáforas perfumadas de hachís, Benedicte va presentando uno a uno cada personaje, urdiendo la historia, hasta que Alí, cansado de tanta farsa, decide hacerse un verdadero Muyahidín y morir por Alá, o más bien a manos de aquellos que le traicionan. Alí se erige el «ángel de la venganza de una nueva religión» y activa la bomba de su particular guerra santa, «una yihad alocada y hermosa» «la única guerra santa», de la que no cabe marcha atrás. Alí se fuma el porro de la vida y pone patas arriba la ciudad, fusionando Oriente con Occidente mientras condena a su familia, le da igual, se siente un verdadero profeta, capaz de hacer milagros; nadie le privará de un trozo del paraíso de Alá en Madrid. Y emprende su propio peregrinar desde Lavapiés al Santiago Bernabéu cambiando el ritmo del mundo, poniendo en jaque a la seguridad privada, los antidisturbios, y hasta al propio Cristiano Ronaldo en cuya carcajada confusa se advierte «miedo, ironía, amargura, y quizá, desesperación»; y es que «ningún galáctico está totalmente preparado para sufrir un golpe así».
Alí sabe que se acaba su tiempo, (Tiempo muerto para Alí), 17 largos años de virginidad deambulando por un país que no entiende, que no le entiende, que cuarta las libertades que surgen en su cabeza, como la pelirroja que idolatra en sueños, con la que no dudaría en montarse una boda por todo lo algo en la Catedral de Burgos. Una novela para reflexionar que seguro no tardan en llevar al cine, un thriller a ritmo de chotis, un personaje, Paco Carpena, espectacularmente desarrollado; una novela – tributo a las víctimas de Charlie Hebdo; y es que «la religión no es algo inmutable, como algunos pretenden».
Tiempo muerto para Alí, David Benedicte, Ediciones B