El reino de Bruguera.
ENRIC GONZÁLEZ
Máquina de escribir y cárcel. Dibujo y crimen. Para mí, son ideas enlazadas. La niñez no es sólo la única patria posible; es también el mapa de la imaginación, la fábrica de prejuicios, la unidad de medida. Y aquellos personajes en blanco y negro, aquellos bohemios forzados tan amargos y divertidos, permanecen en el fondo de mi infancia. La vida era cárcel, fracaso y risa. Lo será siempre.
Podríamos empezar por Rafael González Martínez, nacido en 1910 en la ciudad de Burgos. Ese hombre, tío de mi padre, debió ser joven alguna vez. Lo era, sin duda, cuando se trasladó a Barcelona para trabajar como periodista en La Noche. Y seguía siéndolo durante la guerra civil, mientras trabajaba en La Vanguardia obrerista y republicana, incautada a la familia Godó. Rafael González, con 29 años, se negó a exiliarse tras la caída de Barcelona y la victoria del franquismo. Dicen que se negó incluso a abandonar su puesto de redactor. No importó, la realidad se ocupó de abandonarle a él. Bajo amenaza de cárcel y profesionalmente represaliado, dedicó los años siguientes a la semiclandestinidad y a la venta ambulante de carbón y jabón (astuta mezcla). En 1946, cuando ingresó en la Editorial Bruguera, ya no era joven. Era un hombre frustrado, emocionalmente gélido, envuelto en un halo de amargura. Su sueño, ser escritor, estaba roto. Como él. Creo que nadie de los que trabajaron para él en las décadas siguientes fue capaz de apreciarle; quizá mi padre, Francisco González Ledesma, que le conocía de antes. A Rafael González, el tirano, el censor del lápiz rojo, el director de publicaciones de Bruguera, se le odiaba, se le temía, acaso se le respetara a veces. Pero es posible que alguno de los artistas a los que explotó percibiera alguna vez que aquel tipo taciturno, cuya presencia oscurecía por igual su hogar y su oficina, sentía una devoción profunda (y ocultísima) por la creatividad ajena.
Mi héroe personal era Víctor Mora. Por su amistad por mi padre, por sus manos gigantescas, por el Capitán Trueno y por la cárcel. El padre de Víctor Mora había sido policía de fronteras de la Generalitat republicana y en 1939 tuvo que exiliarse a Francia. Su salud se quebró en el campo de concentración francés y murió en pocos años. Víctor y su madre volvieron a Barcelona. Ella trabajó en el mercado de la Boquería y él, como aprendiz aquí y allá. Mi padre me contaba que vivían junto al Matadero, casi dentro de él, en una lucha continua contra ratas gigantescas. Fue el terrible Rafael González quien le llevó a Bruguera y le encargó los guiones del Doctor Niebla, un misterioso justiciero creado por el propio Rafael González (como Douglas L. Templewood) y continuado por mi padre. “Mora, usted tiene que ser escritor”, le dijo.