ORIOL JARA
ILUSTRACIÓN: DIEGO ESTEBO
Hospitalet no es una gran ciudad, pero sí una ciudad grande. Enorme. Pegada al puerto y a un desmesurado polígono industrial, es una especie de descomunal caja que ha ido acumulando pequeños Vigos, pequeñas Almerías y, desde hace no tanto, pequeños Peshawares, poblados por sus correspondientes miles de gallegos, andaluces, pakistaníes, ecuatorianos o moros que no podían acceder a Barcelona y que tuvieron que quedarse con este pueblo sobredimensionado del cinturón obrero de Barcelona como opción B, esta segundona menos cara pero más caótica. Entre otros tantos gallegos, en los setenta llegó Gabriel, un carpintero que empezó por esconder cartones de tabaco de contrabando en su taller y acabó moviendo bolsitas de coca en la calle donde trabajaba. De sacar virutas ha pasado a ser jefe, un tío de peso entre los gallegos (el amigo de un amigo de un primo de otro gallego, suma y sigue) que mueven cocaína a cierta escala: desde las Rías hasta Cataluña y Marsella. Gabriel, gordo, moreno, de pelo negro y con esa cara vulgar y corriente, tiene pinta de individuo que te parece haber visto en alguno de los bares por los que has pasado hoy. Y si algo hay en Hospitalet, son bares.