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Novela en serie: BAMBI (XI), por Maluenda

Capítulo final de la Novela en Serie Bambi, de Luis Gutiérrez Maluenda, que hemos publicado aquí en Fiat Lux.

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“Con los nuevos datos en la mano, casi podía asegurar que no era Sara Villaecija la culpable de aquellas muertes. Ahora pensaba que no debería alejarme de su ámbito familiar para encontrar al culpable”.

 

Humphrey, Bambi, Mercedes, Santacroce, Vanessa Cuenca, Sara, Gastón, el comisario Jareño, Mayka, El Pesadilla… Todos en acción.

“Vanesa se lanzó con los dientes por delante hacia la mano de la pistola y se prendió de ella. El tipo aulló de dolor y dejó caer la pistola que rebotó contra el suelo disparándose, fue un plop sordo que no asustó a nadie, entre otras cosas porque estábamos todos demasiado ocupados intentando matarnos los unos a los otros”.

“Ya están esos dos cafres liados con muertos y sangre, como siempre, si no están rodeados de asesinos degenerados no están contentos”.

 

 

BAMBI (LOS MUERTOS SON MALOS PAGADORES).

CAPÍTULO 11.

Una novela de Luis Gutiérrez Maluenda.

 

HUMPHREY (19).

Aun viernes.

“La Cueva del Country” un viernes a las once de la noche era un hervidero de flecos y botas de cuero. La gente se empujaba con más o menos educación para alcanzar la ubicación deseada y una vez llegados allí se miraban con un cierto desconcierto. Una banda sonora, digna de inmensas extensiones de prados verdes y  vacas paciendo, esperando que algún vaquero las enlazase para marcarlas y las convirtiese en la primera remesa para un lamentable futuro de hamburguesa.

Las bielorrusas se llamaban Jana y Svetlana, tenían los ojos azules y las piernas largas que uno siempre ha imaginado que deben tener las bielorrusas de buena familia. Parecían dispuestas a no perderse ni uno solo de los minutos de la noche, la idea de pasar por un agujero country les pareció “magaviliosia”.

Jana no dejaba de mirar a Enrique Valles con la arrobación que se dedica a un sex simbol acabado de llegar de Hollywood. Svetlana me miraba a mí, con la duda de si sería capaz de aguantar en pie toda la noche. Si a eso añaden que mi amigo Enrique es un tipo notablemente esmirriado y yo, en comparación con él, casi ofrezco prestaciones de atleta, tendrán una  de las razones por las que los hombres creemos que las mujeres son un misterio. El comportamiento de Jana era el habitual de la mayoría de las mujeres delante de Enrique, él las desarma y cautiva con esa sonrisa triste que les llega al centro del lugar donde residen todos los sueños femeninos, esté donde esté ese maravilloso lugar.

Llevábamos alrededor de media hora en el local, me había pasado todo aquel tiempo intercambiando informaciones idiomáticas con Svetlana, yo le tocaba una parte de su cuerpo y ella me decía como se pronunciaba en bielorruso. De hecho nos habíamos trabado en teta, era dificilísimo de pronunciar, pueden creerme.

No olvidaba que una de las razones de que estuviésemos en aquel antro y no en otro, eran mis muertos. La idea era descansar un rato de mis clases de bielorruso y visitar el despacho de Gastón Villaecija. Quería provocarle con la intención que alguna palabra suya aportase luz al embrollo en que se había convertido aquel caso. Desde mi mesa veía un ligero resplandor que se colaba por el hueco de la escalera, lo cual podía significar que el marido de Sara estaba allí. Me disculpé con Svetlana y me levanté, ella sonrió comprensiva, segura de que me dirigía al lavabo.

En el camino me crucé con la rubia que en mi anterior visita me sonrió hasta que encontró algo mejor, y que quizás fuese un travesti. Aquella noche no parecía haber bebido todo lo que podía beber y andaba con relativa corrección, un bamboleo titubeante era el único signo de su estado.

Gastón Villaecija estaba en su despacho, trabajaba en un ordenador portátil. Al entrar, tropecé con el cable del ordenador de sobremesa que estaba desenchufado y por poco no le acierto al canto de la mesa con mis molares.

Me miró con cara de pocos amigos, luego su expresión viró hacia otra de ligero aburrimiento.

-Vaya, Humphrey, esta sí que es una sorpresa, aunque temo que no vaya a resultar agradable. ¿Qué desea, ahora?

-Cambiar algunas impresiones acerca de su esposa, me temo que pueda encontrarse en una situación delicada.

-¿Y eso exactamente qué significa? Disculpe, si me permite voy a cerrar el proceso que tengo activo en el ordenador.

-La policía cree que tiene motivos para considerarla sospechosa del asesinato de Piero Santacroce y María Buisan.

La expresión del hombre mostró el mismo desagrado que si yo le estuviese obligando a olfatearme el culo. Sin embargo, consiguió controlarse, pulsó un par de teclas en su portátil y cerró la tapa con delicadeza.

-Algo de eso me ha contado un policía esta mañana, preferiría que no me obligase a repetirle lo que le he dicho a ellos. En su favor le voy a trasladar una versión resumida de lo que les he dicho: Si no dejan en paz a mi esposa es preferible que tengan una base muy sólida para molestarnos, ya que voy a dedicar mis mejores esfuerzos en crearles a todos ustedes un problema del que les costará salir. ¿He sido lo suficientemente claro?

-Creo que le he entendido, sin embargo me gustaría que me contestase a esto: ¿en alguna ocasión llegó a sospechar de que la relación que existía entre su esposa y María Buisan fuese más allá de la simple amistad?

-Señor Humphrey, lárguese, salga inmediatamente de este local o me veré obligado a avisar al servicio de seguridad para que le echen a patadas. Nadie, entiende usted, nadie tiene derecho a levantar infundios acerca de mi esposa. Ella es, ella es… bien, da igual, usted difícilmente lo entendería.

-Por favor, señor Villaecija, piénselo, solo estoy tratando de…

-Lárguese Humphrey, lárguese ahora que aún está a tiempo de salir bien parado.

La mano del hombre se dirigió al teléfono y yo hacia la salida. Tuve buen cuidado de no volver a tropezar con el cable del ordenador de sobremesa último modelo, que parecía serpentear por el suelo del despacho.

En el local, la música había virado a una balada tristona que hablaba acerca de alguien que en su juventud había peleado contra los indios y había cruzado innumerables praderas antes de convertirse en un cowboy viejo y artrítico. Fue la primera noticia hasta la fecha acerca de la predisposición a la artritis de los cowboys ancianos.

Me costó un rato localizar a Svetlana. La tapaba un tipo enorme que le estaba enseñando como se pronuncia beso en castellano. Mientras, ella luchaba con los botones de la bragueta de unos pantalones especialmente diseñados para perseguir indios y saltar de vaca en vaca. Mediahostia y Jana debían haberse largado en busca del cobijo de una buena cama, es la especialidad de mi amigo, en cuanto cree que me tiene enfocado con mi pareja, se dedica a lo suyo. El tipo enorme debía haber llegado algo más tarde. Y algo me decía que no era el pope de su pueblo.

Si tenía alguna duda de lo que debía hacer, en aquel preciso instante se disipó. Marqué el número del móvil de Maruchi.

-Sí, dígame.

Su voz ronca me reconfortó, sabía que siempre podría contar con ella, en cualquier momento, bajo cualquier circunstancia.

-Maruchi, soy Humphrey, escucha.

-Muérete, Humphrey.

-Estoy en un apuro, nena.

-Bueno, pues muérete apurado entonces.

-Solo cinco segundos de tu tiempo, son negocios.

-¿Qué quieres?

-¿Tienes por aquí a los Pinzones?

-Sí, están por aquí.

-Mándamelos a La Cueva del Country, que me busquen dentro. -Le di la dirección.

Los Pinzones son dos hermanos que Maruchi usa como rompe pelotas cuando prevé que en su local puede haber movida. Me refiero a  cosas como la llegada de una flota al puerto de Barcelona, una convocatoria pacifista antiglobalización, de esas que acaban con el mobiliario urbano hecho mierda y los hospitales llenos, o una huelga de funcionarios, cosas así.

Los fulanos en cuestión son dos moles que parecen el producto del mestizaje entre un babuino mentalmente deprimido y una ex beldad en los albores de la menopausia precoz, anormalmente desarrollados. Comenzaron su carrera en el Camp Nou, se pasaban el partido deambulando por los pasillos hasta que oían el fragor de alguna batalla campal, entonces salían a lo suyo. O sea repartir leches, sin preocuparse demasiado de quien las recibía. Más tarde, cuando el entonces presidente Núñez atomizó a los Boixos Nois por todo el campo para evitar ese tipo de actuaciones, y vieron que la juerga se acababa, se apuntaron a Las Brigadas Blanquiazules. Y siguieron a lo suyo, repartir leches sin fijarse demasiado en quien las recibía. Su único trabajo conocido era el de espurios guardianes del orden en “El Reposo del Guerrero” y un par más de locales del mismo ramo, aunque lamentablemente algún otro debían tener. Casi con toda seguridad sin cotizar a la Seguridad Social. Pero yo en aquel momento los necesitaba.

Tardaron media hora en llegar, por aquel entonces Svetlana y el tipo enorme de la bragueta abotonada casi habían derribado una mesa tratando de alcanzar una postura más cómoda para continuar sus clases de idiomas.

Pinzones Uno fue el primero que me vio, sacudió la manga de Pinzones Dos, quien estaba calibrando las posibilidades de clavarle el codo en los riñones a  alguien, y señaló en mi dirección. Se acercaron empujando a todo aquel que se encontrase en el camino más corto hacia mi ubicación.

-¿Pasa, Humphrey, que dice La Maruchi que andas apurao por aquí?

-Aja. Tengo doscientos euros para cada uno si me montáis una de seria en este tugurio.

Pinzones Dos, me miró. Se giró hacia su hermano. Me señaló con la cabeza y sentenció con admiración:

-Otia tú, si al final el cabronazo del Humphrey nos va a resultar un tío guay.

Pinzones Uno, me miró, dio una ojeada al local y dijo:

-Trescientos pa ca uno y aquí no quea tocho sobre tocho.

No había duda, él era el empresario de la familia y le gustaba que la gente lo supiese.

-De acuerdo, trescientos. Si no os importa, comenzad por aquella pareja de allí, el tipo ese grande que se está morreando a la rubia, procurad no hacerle daño a nadie, a la rubia menos.

-Joer, Humphrey, eso ni se dice, ¡Vamos nosotros a hacerle daño a  alguien! Anda tú, vamos al tajo.

El tipo enorme que besaba a Svetlana dejó de besarla en cuanto empezó a volar, sin saber demasiado bien que había pasado, por encima de las demás parejas y aterrizó en la pista de baile, destrozando la fila de bailarines que habían comenzado a dibujar un paso especialmente meritorio. Me acerqué a Svetlana, le puse un billete de cincuenta euros en la mano y le recomendé que se largase en taxi a su casa, palmeándole ligeramente el trasero.

En unos pocos segundos, el tintineo del cristal roto y los gritos de las mujeres alcanzaron el nivel necesario para que la música fuera un simple susurro. Yo me refugié en un rincón desde el que veía pasar a tipos pegándose, mujeres gritando y sillas volando. La rubia que me hizo morritos antes de enamorarse de otro, andaba cabalgando en la espalda de un vaquero fornido, intentaba arañarle en los ojos antes de que el vaquero pudiese descabalgarla. Decididamente debía ser un travesti, ya que ni siquiera gritaba.

Lo que estaba esperando, finalmente sucedió, Gastón Villaecija bajó corriendo por la escalera y se dirigió hacia la barra, le señaló al camarero la puerta de salida dándole instrucciones y se quedó allí parapetado mientras el camarero intentaba abrirse paso hacia el exterior. Salí de mi escondite y alcancé la escalera sin mayores contratiempos que un mordisco en una pantorrilla, que alguien con los sentidos alborotados había considerado justo infringirme.

Cuando bajé de nuevo la escalera llevaba amorosamente acunado entre mis brazos el ordenador portátil que había visto en la mesa de Gastón Villaecija. El ordenador de sobremesa último modelo con su pantalla de plasma seguía curiosamente desconectado.

Antes de abandonar el local di un último vistazo, los Pinzones estaban en el centro de un amasijo de cuerpos enzarzados en una extraña coreografía y movían manos y piernas como arietes. La impresión era que se lo estaban pasando en grande.

A dos esquinas de la Cueva del Country escuché las sirenas de varios coches patrulla. El aire era cálido pero agradable, era una buena hora para andar pacíficamente por la calle, solo lamentaba no tener una bolsa adecuada para transportar el portátil. Recordaba la marca libre de polvo sobre la mesa de Gabriel Porreras, una marca de aproximadamente dos palmos de ancho por palmo y medio de profundo, más o menos las medidas del portátil que tenía en mis manos.

Estaba satisfecho de los resultados de aquella noche, especialmente si no me acordaba de Svetlana morreándose con el tipo enorme. Paré un taxi y le di la dirección de mi casa. Al entrar en el vehículo, le saludé efusivamente como muestra de solidaridad hacia la clase trabajadora nocturna. El tipo mostró el mismo grado de sociabilidad que una medusa en aguas frías.

Pero me llevó a casa.

Bambi.700

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HUMPHREY (20).

Llegué recién estrenada la madrugada. Cariño estaba tumbada en el suelo frente a la puerta de entrada. En cuanto me vio, se levantó y, sin moverse del lugar, giró el cuerpo de forma que no le viese la cara. Es su forma de demostrar que durante horas añoraba mi presencia y su paseo. Le acaricié el lomo y la besé en el hocico, no trató de impedírmelo pero siguió sin mirarme, únicamente un movimiento leve de cola mostraba su satisfacción.

El ordenador portátil que me acompaño en la huida de La Cueva del Country reposaba sobre la mesa de mi salón. Si mis sospechas eran ciertas, robarlo no tendría la menor importancia. Haber sido el principal sospechoso del origen de la trifulca, que con toda seguridad habría acabado con la Cueva del Country para una buena temporada, tampoco.

Si por el contrario el ordenador pertenecía a Gastón Villaecija y en sus ficheros encontraba una serie de hojas de cálculo con la contabilidad de sus empresas, algo me decía que iba a tener problemas. Recé para que no estuviera protegido por una clave de acceso que me obligase a compartir mi delito con un informático capaz de reventarla.

La pantalla mostró un cursor parpadeante en un recuadro, el mensaje decía introducir clave de acceso. Aquello no iba por el camino que yo deseaba. Pulsé la tecla de validar, al fin y al cabo algo tenía que hacer. La pantalla se abrió al menú de iconos del usuario. Alguien había hecho saltar la clave de acceso antes de que yo lo intentase. Uno de los iconos proclamaba: Informes.

Y allí estaban los informes de mí ex colega Gabriel Porreras. Ante mí tenía la razón por la cual el archivador metálico del muerto solo contenía polvo en su interior. Porreras era un tipo metódico, puntilloso en su trabajo, había estado siguiendo a Sara Villaecija desde hacía casi dos meses, había ido reflejando en su informe todas y cada una de las acciones de la mujer, día a día.

Sara había visitado la pequeña villa de las estribaciones de la Serra de Collcerola en cinco ocasiones, dos acompañada de Piero Santacroce. Las otras tres ocasiones acompañada de Piero Santacroce y de María Buisan, al parecer no se había aburrido en ninguna de las cinco ocasiones. En el informe se mencionaba testimonio fotográfico adjunto, aunque yo no fui capaz de encontrarlo. Probablemente mi colega no consideró necesario archivarlo en el ordenador, bajo un punto de vista ético eso era lo correcto. No se reflejaba ningún otro episodio erótico en la vida de Sara Villaecija durante aquellos dos meses. Lo que podría indicar que bajo un punto de vista sexual, era una mujer fiel. Aunque no necesariamente a su marido.

Con los nuevos datos en la mano, casi podía asegurar que no era Sara Villaecija la culpable de aquellas muertes. Ahora pensaba que no debería alejarme de su ámbito familiar para encontrar al culpable. Ella no tenía motivos para asesinar por celos a Piero y María, ya que habitualmente les acompañaba en sus juegos amorosos. Y sus visitas a la villa acompañada únicamente por Piero hacían suponer que entre ellos se admitía cualquier combinación.

A la luz de la información que mostraba el portátil, Gastón Villaecija tenía motivos sobrados para desear vengarme del trío, aunque solo lo hizo en las personas de Piero y María –tal vez por culparles a ellos del comportamiento de su esposa-. Con esta teoría quedarían explicadas las dos primeras muertes. La muerte de Gabriel Porreras era lógica una vez cometido el doble crimen. Mi colega, con aquellos datos en la mano, poco tardaría en llegar a la conclusión de que el responsable de la muerte de la pareja era su cliente, no era de descartar que hubiese caído en la tentación  de chantajearle. Cualquiera de las dos circunstancias era motivo suficiente para que quien acabara de asesinar a dos personas no tuviese reparos en acabar con la vida de una tercera, especialmente si representaba un evidente peligro para su seguridad.

“Magnifico, Humphrey, ahora dime muchacho ¿por qué demonios tuvo que matar a Gabino Vaz?”. Tengo una cierta debilidad de preguntarme a mí mismo cuestiones que soy incapaz de responder.

Eran las dos de la madrugada, en la terraza de enfrente brillaban dos puntas de cigarrillos, una al lado de la otra, muy juntas. Supongo que fue al verme que mi vecina encendió la luz. Dos mujeres desnudas fumando a la luz de la luna son más que suficientes para llenarme de expectativas. Mi vecina levantó la mano y me saludó. Su compañera me miró con curiosidad, luego se acercó a ella y la besó en los labios. Mientras lo hacía levantó el dedo medio en mi dirección manteniendo el resto de dedos cerrados, su otra mano avanzó lentamente hacia la entrepierna de la muchacha del guante, pude oír su risa mientras la acariciaba.

Motivo más que suficiente para que mis expectativas se diluyesen en el vacío de la desilusión.

Permanecí unos momentos mirándolas. La mujer que acompañaba a mi vecina, en un par de ocasiones me miró como si quisiese escupirme, lo cual me llamó la atención. Normalmente eso solo les sucede a la gente que me conoce.

Me fui a dormir, cuando apagué la luz oí como Cariño se tumbaba a los pies de la cama y bufaba satisfecha. Mis pecados estaban siendo perdonados.

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BAMBI (19).

Tras dejar a Humphrey fui a la Agencia. Llegué justo en el momento en que Mercedes se preparaba para marchar, el momento justo para pedirle que viniese conmigo a casa, le dije que mis ratones querían conocerla, que si quería podíamos pasar el fin de semana los cinco juntos, ella, yo y mis tres ratones.

-No, Bambi, perdona pero no quiero venir a tu casa, a mí los ratones me asustan. Además tu casa no me gusta.

Cuando una mujer me rechaza no me gusta que me compadezcan, pero en aquel momento creo que le hubiese hecho pucheros al verdugo de Enrique VIII, bajé la cara moviendo afirmativamente la cabeza.

La voz de Mercedes contenía una sonrisa cuando me preguntó:

-¿No sería mejor que vinieses tú a mi casa?

Quise besarla en aquel mismo momento, demorarme en sus labios el tiempo necesario para creer que lo que estaba pasando era cierto. Me rechazó suavemente mientras me decía:

-¿Nos vamos?

Su casa era un piso pequeño, un sobre ático en el barrio de Pueblo Nuevo con dos grandes ventanas que permitían ver la Sagrada Familia y adivinar el parque de atracciones del Tibidabo. Cuando entramos me dijo:

-Este es el salón, aquella puerta da a la cocina, a través de este pasillo se va al aseo y a mi habitación. Supongo que ya la verás. Ahora dime Bambi ¿por qué estás tan ansioso por hacer el amor conmigo?

Podía inventarme una historia increíble o responder la verdad, y ya que a mí la verdad me parecía increíble, opté por ella.

-La primera vez que te vi, cuando entré en la Agencia a pedirle trabajo a Humphrey, pensé que eras el sueño erótico de cualquier hombre.

Mercedes levantó un dedo interrumpiéndome, luego se quitó los zapatos, dando una pequeña patada, que tras un corto vuelo aterrizaron a los pies de un sofá cubierto con una funda floreada. Una de esas fundas con encanto, siempre que a uno le gusten las fundas de sofá.

-Sigue -dijo.

-Luego, cuando dejaste de mirarme mal y hable contigo, pensé que eras una criatura dulce y sensible.

La minifalda de Mercedes bajó lentamente y quedó arrugada a sus pies, llevaba unas bragas de color negro, sin adornos.

-Sigue, por favor -dijo.

-Durante un tiempo soñé contigo, convencido de que para mí eras una quimera, algo que no alcanzaría, pero me consideré afortunado de tenerte cerca.

Mercedes suspiró y se sacó el jersey tirando de él por la cabeza. Un sujetador negro dejaba adivinar unas tetas que parecían tan rotundas como yo las había imaginado en tantas ocasiones.

-Sigue -dijo.

-Cuando viniste a casa, a cuidarme, no supe qué pensar, quise creer que tal vez pudieses sentir algo por mí.

Las manos de Mercedes se cruzaron tras la espalda, el sujetador cayó tras un ligero titubeo. ¡Dios santo!

-Sigue, dijo.

-Cuando me abrazaste en la cama supe que estaba enamorado de ti, y no me importaba lo que pudieses pensar, aquello era una cosa mía, algo que estaba dispuesto a soportar yo solo si era necesario.

Las bragas negras se deslizaron por las caderas de Mercedes y fueron a hacerle compañía a la minifalda que no se había movido de su sitio en el suelo, debía estar tan fascinada como yo.

-Sigue -dijo Mercedes.

-Creo que aquel momento, cuando me abrazaste, es algo que llevaré conmigo siempre, es por eso que siento ese deseo loco de hacer el amor contigo.

-¿Quieres que te enseñe mi habitación?, -dijo Mercedes.

Disculpen, soy un hombre discreto, permítanme que no les cuente el resto.

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HUMPHREY (21).

Dormí hasta el mediodía. Desperté pensando en el ordenador portátil que reposaba sobre la mesa de mi salón y en las implicaciones de la información que contenía. Un cadáver de cinco días sobre un tejado recalentado olería mejor que aquel embrollo.

Llamé a Jareño y le pedí que viniese a casa. Maldijo en tres tonos de voz distintos en cuanto supo la forma en que había conseguido el ordenador portátil, pero  dijo que se ponía en camino hacia mi casa.

Jareño entró enseñándome los dientes en un remedo poco exitoso de sonrisa cordial. El pelo alborotado le confería el aspecto de la persona que ha salido de  casa con prisa y no ha tenido tiempo para peinarse.

-Enséñame eso que me has contado hace un momento.

Tras media hora de estudiar el contenido del ordenador, Jareño me miró como a la clase de bicho que al cruzar ante El Creador, hace que Este se pregunte: ¿Yo hice esto?.

-Verás Humphrey, gracias a tu intuición ahora sabemos con un grado de fiabilidad notable quién es el autor de esos asesinatos. Y gracias a tu innata indisciplina y falta de rigor, tenemos una prueba que no podemos usar. La forma en que ha sido conseguida, la inhabilita.

-Jareño, pero si estámás claro que el agua, cualquier juez lo entenderá así.

-Cualquier juez lo entenderá así, y el abogado más lerdo conseguirá que no tenga en cuenta la prueba por vicio en el procedimiento. Estamos más cerca que antes, ahora sabemos a quién tenemos que apretar, y le apretaremos, pero no podemos hacer más que eso. Déjame que utilice tu teléfono.

Las instrucciones de Jareño fueron claras: de forma inmediata se debía localizar a Gastón Villaecija, trasladarlo a las dependencias policiales y retenerlo hasta su llegada. Quería interrogarlo personalmente.

 Jareño marchó prometiéndome que me tendría informado y mirándome con expresión de víctima de las malas compañías. Llamé a Bambi al teléfono móvil de la empresa. No contestaba.

Yo estaba nervioso y necesitaba hablar con alguien de todo aquel asunto. Cariño siempre es una alternativa, pero le debía un paseo y hablarle a mi perra en mitad del barrio me pareció poco apropiado, así que intenté interiorizar mis preocupaciones y recuperarlas en un momento más oportuno. De cualquier forma lo mejor que podía hacer era esperar las noticias de Jareño.

Bajamos andando por la Avinguda del Paralel hasta la esquina de la Ronda de San Antonio, allí un perro enorme hizo intención de venir a presentarle sus respetos a Cariño, luego lo pensó mejor y fue a levantar la pata en el neumático de un utilitario. Fue una falta de tacto absolutamente innecesaria y mi perra y yo nos alejamos dignamente. Nos detuvimos ante la carta de un restaurante nuevo, publicitaban comida imaginativa a precios extravagantes, aunque también podía ser comida extravagante a precios imaginativos. No nos sedujo.

No había desayunado y ahora, que con el paseo me iba abandonando la adrenalina, sentía deseos de tomar algo. Entramos en una cafetería en la que los perros son bien recibidos y le pedí una naranjada natural a la camarera, una pelirroja veterana que estaba intercambiando confidencias con un parroquiano para quien la veteranía de la pelirroja debía ser un mérito, ya que lo estaba haciendo lo mejor que sabía. La pelirroja desapareció en el rincón donde está la cocina y el aspirante a su rojo pelo se trasladó a un taburete desde el cual podía seguir charlando con ella. Al cabo de diez minutos ellos seguían hablando y yo seguía esperando mi naranjada natural, de vez en cuando oía la risa de ella. Una risa algo estridente que contenía una vaga promesa de sudores compartidos sobre una cama revuelta. Casi sin darme cuenta, comencé a murmurar que el día de su boda me presentaría en la iglesia y le pegaría fuego a la cola de su vestido, luego asesinaría al novio y a los testigos, violaría a las damas de honor y… no llegué a más. Ante mí tenía una naranjada recién exprimida que me acababa de traer la pelirroja. Le sonreí agradecido.

Al cabo de media hora más de paseo regresamos a casa, preparé para mí una tortilla de espárragos, pan con tomate y jamón, a Cariño le preparé su pienso con aceite de oliva añadido. Va bien para el pelo. Yo afortunadamente no muestro síntomas de calvicie y no necesito comer esas cosas.

Por la tarde visité a García, quería ver de primera mano su estado de salud, y de paso comentar con él los últimos acontecimientos.

El ex sargento me recibió con su misma expresión adusta de siempre, el episodio con El Pesadilla no parecía haber dejado en su estado de ánimo el menor poso y si lo había hecho su expresión no lo denotaba.

-Pasa Humphrey, mi mujer ha ido a casa de una amiga. Me viene bien tu compañía, ya notaba a echar en falta a alguien que me jodiese la marrana. ¿Cómo va todo por la Agencia? Mañana pensaba llamar para decirte que el lunes, como mucho el martes, estaré allí. Estoy totalmente recuperado y aquí me aburro, de vez en cuando me viene a ver algún viejo, vecinos, ya sabes, y entonces aun es peor.

-¿Viejos de qué edad, García?

-De la mía, mamarracho, ¿estas satisfecho?

-Del todo, gracias.

Le conté a García  lo que había ocurrido en los dos últimos días. Me escuchó con la atención que siempre pone en cualquier caso en que se haya violentado la ley.

-¿Cómo es ese tal Gastón?

-Un tipo convencional, en su estilo. Un hombre de negocios, decidido, emprendedor, tranquilo hasta que le molestas. Muy educado sin embargo, supongo que tú le definirías como relamido, uno de esos tipos que para insultar a alguien llamándole capullo, le llaman glande.

-Ya. ¿Dices que es rico?

-Por lo que parece, mucho.

-Bueno, pues ya podéis esperar una batería de abogados acusando a todo el cuerpo de policía y a la Agencia Humphrey y Cunqueiro Asociados, de todo lo malo que ha ocurrido en este país desde el asesinato de Gregorio Marañón.

-Gregorio Marañón murió de muerte natural, loco.

-No investigaron lo suficiente, Humphrey, apenas hay muertes naturales en el mundo.

-Hoy estás ocurrente.

-Es el aburrimiento, muñeco.

Desde la funda prendida a mi cinturón las notas de “Para Elisa” sonaron en mi móvil. Era Jareño, tenía noticias, noticias extrañas, inesperadas. Gastón Villaecija había desaparecido, su esposa hacía más de veinticuatro horas que no le veía. Le esperaba a dormir y no se presentó, tampoco a desayunar ni a almorzar, no había dado señales de vida en todo este tiempo, lo cual era impensable en Gastón. Según su esposa era un tipo considerado, muy cuidadoso con los protocolos hogareños, algo así era la primera vez que ocurría en casi veinte años de matrimonio, y estaba preocupada. Se había dado orden de búsqueda y esperaba poder decirme algo en poco tiempo.

Cuando se lo comenté a García, dijo:

-Puede haberse asustado al sentirse descubierto, y a estas horas ya está volando hacia un país en que no exista tratado de extradición con España. O quizás ha encontrado a la mujer de su vida y ha marchado con ella a tomar un café a Jamaica. Vete a saber amigo mío, también podría ser que tus conclusiones estuviesen equivocadas y en este momento tenga más problemas de los que tenemos tu y yo.

-¿Tú crees?

-No. Yo creo que es culpable, solo digo lo que podría ser. De cualquier manera ya te he dicho que el lunes me reincorporo, lo que sea ya lo solucionaremos.

-Con tu modestia habitual.

-Eso es, con mi modestia habitual.

-¿No me dices nada de “El Pesadilla”?.

-¿Cómo qué?

-¿Te llegó a ver?

-Tan claro como a su peor alucinación.

-¿Iba armado?

-Claro, hasta llegó a disparar, sin embargo no tuvo tiempo de levantar el arma, fue un disparo al suelo. Y si no te importa preferiría dejar el tema, cuanto menos sepas mejor para todos, especialmente para ti.

Dejé a García esperando la llegada de su esposa. Yo quería descansar, pensar en el giro que habían tomado los últimos acontecimientos. O mejor todavía, dejar de pensar en todo el asunto aunque fuera momentáneamente. Tal vez ese fuese el único camino para acabar de verlo claro.

Aquella noche valoré si llamar a Maruchi, a Svetlana, o a Vanesa. La primera seguía de uñas conmigo, y si bien tenía la excusa de liquidar mi deuda con ella por el trabajo de los Pinzones, temía que un rato con Maruchi resultara tan agradable como una charla con un asesino de niños. Respecto a Svetlana, debería llevarla a algún lugar donde estuviese prohibida la entrada a los tipos altos y fuertes. Eso era difícil, desgraciadamente están por todos los sitios. Vanesa, bueno, ella era quizás… Me dormí.

Fue la mejor opción.

Aquel domingo lo dediqué a escuchar música, básicamente Misas Solemnes, por lo de las fiestas de guardar, y algo de Illinois Jacquet como contrapunto, comenté con Cariño los acontecimientos mundiales, la llevé a un lugar solitario de la montaña para que corriese, comí alguna de las especialidades culinarias que yo mismo cocino. O sea comí mal. Vi en televisión como un tipo incapaz de lavarse la cara sin meterse el dedo pulgar en un ojo, pontificaba acerca de la solución a los problemas del terrorismo. El entrevistador se pasó el rato contemplándole con genuino interés mientras contenía un bostezo. Leí en el suplemento dominical de un periódico que la temperatura de la corteza terrestre estaba aumentando de forma imparable, debido a la contaminación, al efecto invernadero y un par más de maravillas. Teniendo en cuenta la frecuencia con que anunciaban este aumento de temperatura, los países deprimidos estaban de enhorabuena, en poco tiempo podrían aliviar sus depauperadas economías ahorrando energía, para freír un huevo solo haría falta que el cabeza de familia se sentase en el suelo y esperase el tiempo necesario. No sería mucho.

Un domingo relajante, encantador.

Pensé poco en Gastón Villaecija y los muertos.

Tampoco me sirvió de gran cosa.

El lunes sería un día mejor. Al menos esa era mi esperanza. Mis esperanzas y la realidad, en general, muestran incompatibilidades concluyentes. Y en este caso no iba a ser diferente.

Los próximos acontecimientos se encargarían de demostrármelo.

Antes de retirarme a dormir, ni siquiera me molesté en mirar quien fumaba desnuda en la terraza vecina. No pude recordar si cuando la acompañaba su amiga también usaba el guante de encaje.

Me fui a la cama.

Tardé en dormirme.

El sosiego no acaba de sentarme bien.

Quizás, si me acostumbrase…

No soñé nada.

bambi2

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HUMPHREY (22).

El lunes, García no vino a trabajar. Cuando yo llegué a la Agencia, la mesa de Mercedes, en recepción, estaba vacía, y pensé que estaría en el tocador. En cuestión de segundos efectivamente salió de allí. A través de la puerta en el momento de cerrarse, creí ver a Bambi, lo cual teniendo en cuenta el cursillo de autodefensa en caso de mobbing y acoso sexual en el trabajo que había recibido Mercedes en Comisiones Obreras, era del todo imposible.

-Buenos días Mercedes, ¿ha aparecido Bambi?

-Buenos días jefe. Si, estaba aquí hace un momento, tengo un recado para usted.

-De acuerdo, deja que recoja una cosa de mi mesa y ahora me lo pasas.

Entré en mi despacho. Observé atentamente durante quince segundos a una voluta caprichosa de humo que desde una chimenea vecina se desenroscaba perezosamente entre la contaminación más densa que ella, luego salí a recepción. Bambi estudiaba con plena dedicación un mazo de papeles como si en su vida hubiese cometido un acto impuro, el muy cabrón.

-Buenos días Bambi. Ya estoy por ti Mercedes, ¿qué recado es ese?

-Le ha llamado la señorita Vanesa Cuenca, dice que debe ir a verla esta misma mañana, que se trata de algo importante y urgente.

-Bueno, pues tendremos que ir a verla. Bambi, creo que será mejor que vengas conmigo, es una mujer muy atractiva, creo que te gustará conocerla.

 Si no fuese porque soy consciente de lo mucho que Mercedes cuida a sus uñas, hubiese jurado que el chirrido que escuché lo producían las uñas de Mercedes deslizándose por el cristal de su mesa. Imposible, claro, debió ser un gato, siempre he sospechado que en nuestro edificio hay gatos en estado semi salvaje. Me hice el firme propósito de hablar con el portero a este respecto.

Bambi y yo nos dirigimos a la Ronda de San Antonio. La puerta de la agencia de préstamos rápidos estaba cerrada, me extrañó, pero alguien me enseñó en alguna ocasión que los timbres se inventaron para ocasiones como esta. Llamé al timbre y esperamos durante alrededor de veinte segundos hasta oír como descorrían el cerrojo.

Apareció la cara de Vanesa, mostraba una sonrisa pálida y sus ojos hicieron un intento muy gracioso de desplazarse hacia abajo, como si pretendiesen ver sus zapatos sin dejar de mirarnos a nosotros. Vanesa estaba preciosa, vestía la misma mini falda de cuero negro que en otras ocasiones, -aunque también es posible que las comprase en serie al fabricante-, y una blusa blanca que le ceñía los pechos con avaricia.

Dio dos pasos atrás y entramos. Escuché la puerta cerrarse a nuestras espaldas, Bambi dio dos pasos rápidos hacia delante y sentí el frío contacto de algo metálico que se apoyaba en mi occipucio. Una voz que casi sonó dulce me dijo:

-Hola hijo de puta.

Las comisuras de la blanda boca de Gastón Villaecija estaban orladas de saliva, los labios parecían haber aumentado de grosor en las últimas horas. El resultado era repulsivo, casi me hizo olvidar que lo que se apoyaba en mi cogote era una pistola; a juzgar por la distancia a que la vi, mirando de reojo, una pistola grande con un gran silenciador enroscado a su cañón. Mal tiempo con tendencia a empeorar según todos los indicios.

-Veo que viene acompañado, nos presentará supongo.

-Bambi, te presento al señor Gastón Villaecija, él es mi ayudante, señor Villaecija.

-Encantado señor Bambi, lamento comunicarle que hoy no es su día de suerte.

-Ya, ya.  -Bambi parecía no tomárselo demasiado a pecho. Son las ventajas de estar acostumbrado a que te rompan la cara cada dos por tres.

-Humphrey, yo… -Vanesa parecía tener dificultades para no romper en llanto.

-Túcalla, puta.  -Gastón, a pesar del exabrupto parecía estar disfrutando de la situación.

-Bueno, señor Villaecija, supongo que ahora nos explicará el motivo de esta encantadora reunión.

-Usted lo ha estropeado todo, Humphrey. Yo lo había dejado todo muy bien atado. Usted ha tenido que venir a estropearlo, ha arruinado mi vida, mi felicidad, y eso es algo que no le puedo perdonar. Espero que me comprenda.

El tipo me pedía comprensión, o sea que no tenía motivo para preocuparme, solo estaba allí encarando a un loco que esperaba el mejor momento para dispararme y mandarme directo a los amorosos brazos de Caronte. Respiré aliviado.

-¿Por qué los mató, Gastón?

-¿A quién?

-A todos.

-A Piero Santacroce, y a María Buisan por depravados.

-Pero su esposa estaba tan involucrada como ellos.

-Cállese, Humphrey. Usted que sabe.

La cara de aquel loco tomó una expresión casi mística cuando afirmó:

-Sara es una gran mujer, ella nunca hubiese hecho lo que hizo si aquellos dos no la hubiesen corrompido. Su corrupción fue algo temporal, desapareciendo el motivo desaparecería la corrupción que la había apresado, por eso tuve que matarlos, Luego me di cuenta que el detective sabía demasiado, que no tardaría en ligar sus muertes con lo que él había averiguado y por tanto conmigo, así que tuve que matarle. No me gustó hacerlo, sin embargo era necesario, yo no podía ir a la cárcel, Sara me necesitaba.

-¿Y Gabino Vaz, que hizo para merecer la muerte?

Los labios gruesos de Gastón Villecija, temblequearon y un riachuelo de saliva se deslizó por su barbilla desde la comisura izquierda de su boca; se frotó la barbilla con gesto pensativo, luego afirmó:

-Nada, no hizo nada, fue una muerte estratégica, un plan genial por mi parte. Pensé que si moría, la policía ligaría su muerte con las otras dos, descubrirían fácilmente que las balas habían salido de la misma arma, y eso apartaría cualquier sospecha sobre mi persona, haría recaer los móviles de las dos primeras muertes sobre algún turbio aspecto del negocio que manejaba Santacroce. Estoy seguro que acerté en mis planteamientos, la policía ya había dejado de molestarme, Sara y yo estábamos fuera  de la línea de sus investigaciones. Fue usted que lo estropeó, usted es el culpable de las muertes que se puedan producir a partir de este momento.

-¿Piensa matarnos a todos?

-Claro, claro, ¿qué otra cosa podría hacer?  -Su expresión y el tono de su voz mostraban una cierta pesadumbre por el hecho de tener que explicarnos algo tan evidente.

-¿Y cree que saldrá bien librado?

-No, creo que no, pero los culpables de mi desgracia habrán pagado sus culpas, es el único consuelo que me queda en este momento. .

-Ellos dos no tienen nada que ver con su desgracia, déjelos ir.

-No, no puede ser. Aunque mis posibilidades sean escasas, yo intentaré salir bien de esto. Si ellos hablan no sería posible, yo debo procurar salir bien de esto para cuidar de Sara. Ella se lo merece todo, todo ¿entiende?

-Su mujer es una zorra, loco de las narices, a estas horas se debe estar follando al repartidor de butano en su propia cama, y le regalará uno de sus pijamas de seda para que tenga un recuerdo.  -Vanesa no parecía dispuesta a  morir sin dejar clara cuál era su opinión acerca de todo el asunto y especialmente de Sara Villaecija.

El brazo de Gastón Villaecija se movió trazando un arco hasta impactar contra la cara de Vanesa, la mano que aferraba la pistola sonó fuerte contra la nariz de la chica. A partir de aquel momento, todo el mundo pareció lanzarse a una danza de ritmo rápido, un suceso se encadenaba con el otro sin que hubiese tiempo para pensar.

Un chorro de sangre fluyó con fuerza de la nariz de Vanesa, a pesar de que su cabeza fue lanzada hacia atrás por la fuerza del impacto su blusa recibió la mayor  parte del chorro de sangre, y una gran mancha carmesí empezó a extenderse por su pecho.

 Bambi murmuró: ¡cuánta sangre! Y se desmayó.

El cuerpo de Bambi, al caer sobre el piso hizo un ruido sordo parecido al que haría un saco de harina chocando contra el piso del camión al que le habían arrojado. El loco de la pistola dejó de mirar a Vanesa y giró la cabeza para ver cuál era la causa del ruido que oía delante de él.

Vanesa se lanzó con los dientes por delante hacia la mano de la pistola y se prendió de ella. El tipo aulló de dolor y dejó caer la pistola que rebotó contra el suelo disparándose, fue un plop sordo que no asustó a nadie, entre otras cosas porque estábamos todos demasiado ocupados intentando matarnos los unos a los otros.

Todos no, Bambi seguía desmayado.

Recogí la pistola y la balanceé un par de veces en mi mano, estudiando la mejor manera de dejar sin sentido a Gastón Villaecija golpeando su cabeza con la culata, lo había visto hacer en las películas y era facilísimo. Me acerqué a Gastón que intentaba desprender los dientes de Vanesa de su muñeca y le golpeé con la pistola. O bien yo soy muy torpe en estos menesteres o la cosa no es tan fácil como en las películas, porque le di entre la oreja y la mandíbula. Bueno, al menos el tipo cayó al suelo aullando con verdadero sentimiento, la oreja comenzó a hincharse a un ritmo trepidante, la mandíbula aguantaba mejor.

Bambi seguía plácidamente desmayado.

Vanesa, aprovechando que Gastón bastante trabajo tenía con el dolor de su oreja amoratada, se lanzó sobre su cara con el loable propósito de arrancarle los ojos a tirones, la falda de cuero negro se había arrebujado alrededor de sus caderas mientras ceñía con sus piernas la cintura del loco. Aquel día llevaba bragas. Y seguía sangrando.

Me acerqué a la pareja de baile que formaban Vanesa y Gastón, tirando del pelo de la chica conseguí apartarla lo suficiente para poder golpearle de nuevo a él, en esta ocasión le dejé sin sentido. Todo es cuestión de practicar lo suficiente, si continuaba tratando con tipos como Gastón Villaecija podría convertirme en un verdadero experto desmayando a la gente.

Luego llamamos a la policía, llegaron justo cuando Bambi comenzaba a recobrar el conocimiento.

Aquella noche, tras una larga declaración en comisaría y un breve paseo con Cariño, me acosté sin cenar y dormí profundamente gracias a la acción de una de esas pastillas que garantizan descanso a cambio de unos pocos euros y una ligera sensación de desconcierto a la mañana siguiente. Solo me desperté en una ocasión con el recuerdo de que algo frío y metálico se apoyaba en mi nuca. De nuevo me acogí al milagro de la química.

De lo siguiente que recuerdo, lo más destacable es un rayo de sol, en el que flotaban unas partículas de polvo ciudadano gozando de la buena vida, que se colaba por una rendija de la persiana y jugueteaba alrededor de mis ojos. Recuerdo eso, y que  mi despertador me informaba que por mucho que corriese, aquel día de nuevo llegaría tarde a la Agencia.

Eran las once de la mañana.

Un sol de verano anunciaba sudores y agobio a los ciudadanos de nuestra ciudad, la primavera esta próxima a finalizar, el verano nos acechaba.

Gastón Villaecija ya era historia.

Sus cuatro víctimas, más.

.

HUMPHREY (23).

Desde el rellano de la escalera pude escuchar la voz de Billy Ray que peroraba acerca del magnífico negocio que podría representar una sucursal de nuestra Agencia en Ourense. Apoyé la espalda en la pared y esperé a que Billy Ray acabase de decir tonterías. No quería iniciar nuestro reencuentro con una agresión. Otra voz, estámás ronca se unió a la de Billy Ray, el Sargento García le decía a mi socio:

-¿Y de que íbamos a vivir en Orense, tío listo?

-Manda carallo, García, ¿pero tú te crees que solo hay movida en Barcelona?, la de oportunidades de negocio que hay por allí arriba. Yo me comprometo a encontrar un par o tres de chapucillas para forrarnos, meu rei.

-Para acabar en la cárcel querrás decir.

-Bueno, pues eso también puede ser, pero tu fíate de Billy Ray hombre de Dios, tú ya sabes que yo para esas cosas me pinto solo.

-Para meterte en líos y que los demás te saquemos de ellos es para lo que  te pintas solo, tu, aprendiz de mafioso de los cojones.

-Ya estamos faltando al respeto, ya me voy cagar en las bruixas condenadas, García.

Dejé el refugió que me ofrecía la pared. Respiré hondo. Me apetecía un baño de normalidad, y allí adentro mi normalidad me estaba esperando. Y a gritos.

-Buenos días, colegas.

Sobre la mesa de Mercedes, que se lo pasaba en grande escuchando a los dos contendientes, una teta gallega de proporciones dantescas, envuelta en un papel encerado de color amarillento, presidía el debate.

-Hola, Humphrey, ¡Que alegría verte, rapaz!, seguro que me añorabas, pues ya estoy aquí, hombre. Te he traído una teta gallega más grande aun que la de la anduriña, la tienes sobre tu mesa, para el troglodita del Sargento le he traído una botella de orujo de miel, a ver si se le endulza el carácter, aunque lo que le tendría que haber traído es matarratas del que usan en el pueblo para  cargarse a todos los bichos dañinos que se meten en los hórreos. A quien no le he traído nada es al ciervo. Oye zagal ¿por qué te llama ciervo, el Sargento?

Bambi, parecía bastante recuperado y por la expresión de su cara se estaba divirtiendo a la espera de ver algo de sangre para poder desmayarse.

-Oye Humphrey, Jareño ya me ha puesto al corriente de cómo acabó el asunto de los asesinatos. Felicidades, has estado brillante.  -A García le encanta interrumpir a Billy Ray y no estaba dispuesto a perder la ocasión.

-¡Pero qué asesinatos decís vosotros! Yo me vuelvo a Orense con las putas vacas, voy pasarme todo el día ordeñando vacas; ya están esos dos cafres liados con muertos y sangre, como siempre, si no están rodeados de asesinos degenerados no están contentos. Mercedes, anduriña, hazme el favor, ves mandarme un billete de avión para Ourense, que estos dos hacen peste a muerto.

Mercedes reía y de cuando en cuando miraba lánguidamente a Bambi que le devolvía miradas encendidas.

-Bien, ya estamos todos, vamos a celebrarlo trabajando un poco, Mercedes ahora voy a prepararte las notas para que factures a nombre de Angelines Manjón, procuraremos que no le salga barato ¿eh?

De súbito, García recordó algo, se dirigió a Mercedes y le preguntó:

-Oye chica ¿y del tío aquel que era impotente y solo sabía hablar del arte conceptual que se ha hecho, probó con la Viagra?

Mercedes enrojeció y murmuró algo poco audible.

Bambi, levantó la cabeza con cara de sorpresa, luego su expresión viró al entendimiento repentino. Y sonrió.

Yo entré en mi despacho, ahora que tenía que hacerlo dudé acerca de si aquel era el momento más oportuno para preparar la nota de facturación para Angelines Manjón. De hecho le había prometido a Vanesa que pasaría por su casa a ver como tenía la fractura de la nariz.

Algo me preocupaba ¿cómo diablos se besa a una mujer que tiene la nariz rota?

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