Por Luis Vázquez (@balborraz)
La efemérides de la crónica negra española, está salpicada de crímenes espeluznantes. El asesinato ocurrido en la Pensión Padrón forma parte de esa lista maldita pero por alguna oscura razón la noticia apenas tuvo repercusión fuera de la isla. En pleno siglo XXI, es difícil asimilar que en una pensión con inquilinos pueda pasar desapercibido, durante al menos dos años, un cadáver en putrefacción oculto entre los colchones de una habitación; si le añadimos que sobre ellos dormía una pareja y que dicha fonda está situada entre mansiones coloniales, en pleno centro de la turística Santa Cruz de Tenerife, justo enfrente de su elitista Club de Tenis «Tenerife», junto a la línea de tranvía, y a cinco minutos andando de una Comisaría de Policía, la noticia puede rozar el delirio.
Han sido necesarias cuatro manos, las de Ana Joyanes y Francisco Concepción, para abrir las puertas, acoplarse entre el inframundo flotante de la Pensión, y novelar este macabro suceso, precipitando al lector a un viaje por las letrinas del hampa, un pasaporte con visado de tránsito y pernocta en este chicharrero templo del morbo.
El cóctel de personajes es dantesco; entre los asiduos a la Pensión tenemos al Juanmi, un yonqui violento bañado en alcohol y drogas, capaz de sangrar al Conde Drácula; uno de los peores excrementos humanos que se pueden encontrar. No muy lejos suele andar la Toña, la más rastrera de todas las putas imaginables, un engendro agujereado que cuando le aprieta el mono irradia maldad capaz de avivar cualquier fuego. Agustín Garcés, enfermo mental, vagabundo con vicios inconfesables. Esteban Cano, quien a pesar de no pertenecer a los bajos fondos, por una burla del destino dio con sus huesos en esta cloaca, legitimando la frase: «para morir, solo se necesita estar vivo, y para caer en las alcantarillas un simple traspié». Sólo en un vertedero similar puede pasar desapercibido un cadáver en descomposición, una pensión en lúgubre decadencia acaudillada por una sabandija que solo se preocupa de recoger el dinero aprovechando que su propietaria, Doña Emilia, sufre demencia y deambula por la casa con la mirada perdida, y su marido, Paco, padece fotofobia y permanece encerrado a oscuras en el ático.
«¿Cuál es mi habitación?
La que usted vea abierta»
La pensión funciona así, las puertas no tienen cerraduras, los escasos cuartos de baño comunitarios tampoco; la tercera planta no tiene agua ni luz, nadie limpia, pero nunca faltan alimañas capaces de arrebañar cualquier víscera; un ambiente irrespirable que repta por las venas atenazando de miedo la yugular, un nido de cuervos donde el egoísmo, la violencia y la prostitución más deplorables son rutina; un lugar misterioso: «bajo la luz miserable que alumbraba los corredores, los huéspedes se movían como sombras entre las sombras».
A extramuros de este peligroso estercolero, al periodista Samuel Nava le encomiendan investigar lo sucedido; éste, que no duda en hospedarse en la casa de los horrores, ve cómo su olfato de sabueso pierde el rastro, anegado por la hediondez inhalada. Su amigo, el subinspector de policía Baena, no le aporta demasiados datos, y tiene que valerse de la experiencia de la ex detective Elisa Martos para orientar el caso.
La obra, narrada en tercera persona, está estructurada maquinalmente por los autores alternando el baile de fechas entre lo sucedido en el año 2008 hasta el momento del crimen, y los avances en la investigación durante 2010, una vez descubierto el cadáver. El texto exige una lectura atenta de las fechas y la correcta identificación de cada personaje, pues llegan a sucederse situaciones de un personaje en 2008, con otras similares de otro en 2010 y viceversa, poniendo a prueba la avidez lectora. Entre estas oscilaciones se van acentuando los perfiles de cada personaje, mientras van apareciendo indicios que clarifican las vías a investigar. La novela no pierde el interés en ningún momento, quedando siempre algún cabo por atar; es significativa la inquietud con la que Esteban Cano, recluso-bibliotecario del penal Tenerife II y anterior inquilino de la pensión, devora las crónicas que va publicando Samuel Nava. La redacción de los capítulos (Ana los pares y Francisco los impares), está bien resuelta, pasando desapercibido el cambio de pluma. Los argumentos menos convincentes los he encontrado en las referencias a las actuaciones de los cuerpos policiales insulares, más acentuados en los capítulos finales, donde se fundamenta su ineficacia en la resolución del caso, argumentando prejuicios banales. En contraposición ha sido grato tener que recurrir a la Academia Canaria de la Lengua, para comprender algunos términos no recogidos en la RAE: «te dejo vivir en mi goro» / «tenía claro que no debían tomarle la camella» / «echaba de menos el sabor de las raleras que su abuela le daba por las mañanas».
Es loable reconocer a los autores la recuperación de un hecho que permanecía silenciado, una crónica negra que ya hubiera querido firmar Eugenio Suárez para El Caso. Un relato duro, donde pese a no faltar el humor (también negro), «Eso, eso. La última copita. Que la noche es virgen, como yo. Jejejeje –rió la Toña mostrando su boca desdentada», escenifica algunos episodios, donde por la realidad de la Pensión, se pasean de la mano la violencia extrema y el sexo brutal. No hay más que releer ciertas partes, ya sabiendo el desenlace final, para constatar el gran trabajo que ha llevado la estructuración de la novela, descubriendo escenas sobrecogedoras donde antes no existían.
¡Que no nos toque aguantar tanto como somos capaces de resistir, ni conocer las miserias que tenemos al lado de nuestras casas! El caso de La Pensión Padrón; ¡una lectura de la que será difícil salir indemne!
El caso de La Pensión Padrón, Ana Joyanes y Francisco Concepción, La Esfera Cultural