Por Ricardo Bosque (@ricardo_bosque)
Borde: coloquialmente, dícese de la persona esquinada, antipática o impertinente.
Que, a finales del pasado año, Salamandra -una de las editoriales de referencia en España-, se decidiera a lanzar un sello específico dedicado al género negro fue, sin duda, una gran noticia para los aficionados al mismo. Que al frente de dicha colección fuera a estar Anik Lapointe, garantía de que las cosas se iban a hacer muy bien.
Con los tres primeros títulos, la editora puso sus ojos en la literatura norteamericana, ofreciendo al lector Galveston, que suponía el debut en la novela del guionista Nic Pizzolatto; La entrega, la última de Dennis Lehane en lanzamiento simultáneo con el estreno de su adaptación cinematográfica; y la sorprendente La mujer de un solo hombre, de la reciente y desgraciadamente fallecida A. S. A, Harrison.
El cuarto título de la colección supone un cambio de aires en la vida de la editorial así como en la de su protagonista, que se ve obligado a cambiar su amada, meridional y cálida Roma por la escandalosamente norteña, fría y desconocida Aosta, en el corazón de los Alpes italianos.
Se trata de Pista negra, tercera novela firmada por Antonio Manzini y primera de una serie protagonizada por el subjefe -no te refieras a él como comisario, es capaz de lanzarte una dentellada rabiosa- Rocco Schiavone.
Schiavone tiene unos cuarenta y cinco años y sueña con poder retirarse, dentro de diez, a una casa en la Provenza, una casa rodeada por varias hectáreas de terreno que le permitan sentirse aislado de sus congéneres. Porque sociable, sociable, lo que se dice sociable… Bueno, con las mujeres sí, pero eso es otra historia.
Claro, una casa así cuesta cuatro millones de euros, y esa pasta no la gana un comisario -perdón, Rocco: subjefe- en toda su carrera policial a no ser que se disponga de algún sobresueldo procedente de actividades no demasiado plausibles por no decir absolutamente ilegales.
Pues bien, el bueno de Rocco, como consecuencia de un encontronazo con el hijo de un destacado político, es desterrado al Valle de Aosta, lo que acentuará su proverbial mala leche sobre todo con aquello que tenga que ver con el frío, la nieve y el provincianismo autóctono. En ese idílico entorno, Schiavone, abrigado con su inseparable y elegante loden y calzado con sus carísimos Clarks resulta -entre anoraks, pantalones térmicos y botas tamaño hormigonera- discreto como un pulpo en un garaje. Aun diría más: discreto como un Jaguar en el garaje de Ana Mato.
Y cuatro meses después de su llegada al valle, su primer caso que, dado el escenario disponible, no podía ser otro que el hallazgo de un cadáver en la estación de esquí de Champoluc literalmente triturado por una máquina pisanieves.
Rocco, siempre arrogante con todos en general y con los nativos en particular, deberá moverse entre profesores de esquí, propietarias de refugios de montaña o dependientas de tiendas de artículos deportivos para resolver un caso aparentemente complejo, con pocos indicios -es lo que tienen los cuerpos despanzurrados, que muchas pistas no es que dejen-, pero que el lector avezado no tendrá demasiadas dificultades en ir acotando, aunque solo sea porque se trata de un escenario muy cerrado en el que hay poco entre lo que elegir para confeccionar la lista de sospechosos habituales. Pero es que la calidad indudable de la novela no reside en la propia dificultad del caso a resolver sino en esa visión ácida, humorística, que se desprende de las observaciones de nuestro hombre en la montaña; en la posibilidad de ir descubriendo su complejo y arisco carácter; y, sobre todo, en el modo en que se vislumbra cómo se van tejiendo las relaciones que todo hombre -incluso Schiavone- necesita establecer con sus semejantes o, al menos, con algunos pocos y selectos de sus semejantes. Y llegados aquí, debemos destacar a los otros tres personajes que, con el paso de las páginas -y, supongo, con el avanzar de la serie- se van a convertir en el póquer de ases que el autor tiene en sus manos: el policía Italo Pierron, tan corruptible y observador como su jefe; el forense Fumagalli, siempre dispuesto como suele suceder en la profesión -al menos en la visión literaria de la misma- a hacer gala de un brillante humor negro; y el juez Baldi, con el que Rocco no empezará precisamente bien pero…
Parafraseando a Franklin Delano Roosevelt al referirse al dictador nicaragüense Anastasio Somoza, Rocco Schiavone tal vez sea un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta.
Y que lo siga siendo por mucho tiempo.
“Pista negra”, Antonio Manzini, Trad.: Teresa Clave Lledó, Salamandra Black
*NOTA: entrevista con Antonio Manzini en el número #07 de Fiat Lux.