Más vale cogerse el primer avión
El caníbal cena un delicado filete de nalga infantil después de un largo día de trabajo. El detective borracho (y bastante inútil) persigue luniherido a un efebo-actor y se caga en los muertos del asesino al que lleva diez años sin lograr atrapar. Una frágil adolescente proto-emo dibuja pollas muy artísticas y le busca la ruina al de Educación Física. El voluntarioso aprendiz de chulo (y descuartizador ocasional) ejerce de devoto papá divorciado y acaba trabajando en una inmobiliaria…
Pese a lo que pueda colegirse de su ubicación temporoespacial, que nadie espere de Te quiero porque me das de comer un ejercicio realista o nostálgico, ni un peán al uso al Carabanchel de los 80 y 90. Mucho más inteligente y novedoso el artefacto que eso. Este barrio tiene el alma inquieta, cierto, pero no como el gorrión del tango; más bien (como cualquier infierno que se precie), tiene las mandíbulas de su propio Cerbero. Tiene de todo el barrio: leyendas urbanas, virginales jugadores de baloncesto trocados en guerreros, un hipermercado de la droga llamado la Jauja; una Julita justiciera dispuesta a todo para vengarse (cetme mediante) del que le ha jodido la vida; un curita melifluo y pederasta finalmente purificado por el fuego; un mafioso balcánico con sus cohortes de machacas como orcos; prostitutas de varias edades, nacionalidades y condiciones, oficiales u oficiosas… Tiene maltratadores, homófobos, xenófobos, chamarileros carcelarios. Y una banda de rock que va a pegar fuerte. Tiene hasta su microcosmos en forma de instituto de secundaria, que reúne (amén de a los capullos habituales) a matones de patio, a solitarios, almas desesperadas y a moralistas-sadomasoquistas. La maltratada existencia del barrio transcurre entre el asco (el hastío no procede por estos lares), el miedo y la delgadísima pero contumaz esperanza, siempre defraudada, de que las cosas sean de otra manera. En el fondo y en la superficie, la delincuencia perenne y cotidiana que ni los ínclitos ciudadanos de las patrullas vecinales se libran de ejercer. Para abstraerse hay que bajar del todo la persiana, o hacer humo, mucho humo. Y para librarse, hay que coger el primer avión.
El Carabanchel de la novela de Llorente es, por encima de lo demás, (y esta es su gigante originalidad) el gran espejo cóncavo del Esperpento valleinclaniano: por sus calles pululan personajes de nombres que parecen de novela de Dickens, versión castiza. Tienen todos un poco de fantoches. El autor intenta rescatar a los que puede. Entre ellos, brilla con luz propia su hijo predilecto, el prolífico (y hasta finamente artístico) psicópata (y médico, para más inri) Max Luminaria, el Asesino de la Moneda (de veinte duros, es lo suyo).
Si los tiros fueran de policiaca, Luminaria sería el epicentro del cuento, pero aquí, bajo la agencia tutelar del esperpento, es el leitmotiv y el elemento comparador junto a la que se despliega, en amplio y frondoso abanico, esta humanidad que baraja los abundantes registros de lo absurdo, lo ridículo, lo delirante, lo lamentable y lo cruel, en progresión hasta lo sádico. Y es que, en el trasunto literario de este barrio, el que no corre, vuela: como en un Jardín de las Delicias plantado en medio de nuestro páramo madrileño, el que no tiene una flor en el culo, tiene cabeza de pájaro de mal agüero o de ave de rapiña, cabalga en pelotas a lomos de un cerdo o copula con denuedo detrás de un matorral: cada cual conjuga las variantes dentro de sus modestas posibilidades y rango de acción. Lo más suave que se puede decir es lo del shakespeariano duendecillo Puck, qué necios son estos mortales. El abordaje es lógico, porque, entrecerrando un poco los ojos, lo grotesco (y lo criminal) anda o puede andar por doquier: los macarras del parque, la cajera del supermercado, el jugador de mus o el chaval que se busca la vida viven junto al yonqui, al capo salvajemente violento o al asesino desalmado. A veces no tienen por qué irles demasiado a la zaga Pueden casi adelantarlos.
Llorente teje sus hilos con tranquilidad y sin hacer aspavientos, sin prisas ni pausas, socarronamente, con aire (parece) despreocupado y (generalmente) con una buena dosis de neutra coña, otras de humor ácido: es un escritor en pleno uso de sus facultades retóricas. Nada es, en apariencia, desgarrador, ni conmovedor siquiera. Como mucho, se cuelan breves y engañosas las notas de un piano que alguien teclea de noche. No se dan puntadas sin hilo, empero; pero tampoco hacen falta los arrebatos: sobra con hablar desde la coloquialidad, que el autor maneja con excelente tino, a través de dos interlocutores que van construyendo a su modo los anales de la vida y milagros del barrio.
Cada puñado de oraciones, sabiamente estructuradas, (la puntuación no es en absoluto, pese a lo que hayan oído, poco convencional) desgrana una viñeta de este oscuro retablo burlesco de irresistible lectura, cuyo hilván atraviesa sin marrar las páginas. En singular y simultánea cofradía, todo fluye a buen ritmo hacia quién sabe dónde (o sí sabemos hacia dónde), como el Manzanares y sus detritos. Y se remata el cuento, como no podía ser de otro modo, con una rocambolesca apoteosis final y un genial guiño (a fuerza ahorcan) de resistencia. En runrún, el ruido estático de los textos impersonales (titulares de prensa, recetas de cocina, títulos de éxitos televisivos), definiciones y enumeraciones nos han ido advirtiendo que son solo parcialmente relevantes los tiempos y (casi) los lugares: la farsa sigue igual, y las máquinas (atronadoras) siguen levantando el dolorido asfalto. Llorente, que es hombre con tablas en lo escénico, sabe bien cuál es este tinglado del pequeño (gran) teatro del mundo. Y se puede representar en el barrio en el que uno más ha vivido.
Entonces, ¿es negra la novela?
Y por qué me lo pregunta. No se ha enterado usted de nada.
“Te quiero porque me das de comer”, David Llorente, Editorial AlRevés