Fresco aún su interrogatorio, “leer novela negra es una forma de voyeurismo”, Empar Fernández vuelve a territorio Fiat Lux y lo hace completamente de negro, tal y como advirtió: “Últimamente cada vez que planifico una historia lo hago pensando “en negro” y con un crimen de por medio”.
Empar Fernández: “On line”
El cadáver del chico había quedado atrapado y casi completamente oculto bajo el primer vagón y tardaron en retirarlo más de dos horas. Dos horas interminables durante las cuales apenas sí se podía entrever uno de sus pies calzado con una llamativa deportiva color naranja y oro. Las mismas que estuvo interrumpido el tramo final de la línea 1 – también conocida como la línea roja por el color que la identifica- entre las estaciones de Bellvitge y Santa Eulalia. Durante un rato la voz de una mujer informó a los usuarios de que un problema en una de las estaciones obligaba a interrumpir momentáneamente el servicio.
A su llegada el subinspector Sotelo sonrío como casi siempre. Sarcástico por naturaleza, Vicente Sotelo no acababa de acostumbrarse al uso de eufemismos. “Un problema” hacía referencia por igual a un corte del suministro eléctrico, a una avería en uno de los vehículos, a un asesinato o a lo que ya empezaba a ser habitual, un suicidio. “Un problema” servía para disfrazar la desesperación del acorralado que decide acabar con su vida, la negligencia de un empleado de la compañía o un robo de cobre en una de las estaciones de la red.
Con la llegada del último de los convoyes nocturnos a la estación de Santa Eulalia, la última que prestaba servicio, y la rápida retirada de los viajeros camino de sus casas, la voz desapareció de la línea roja y los empleados se despidieron hasta el día siguiente. Sólo quedaron en el andén de La Torrassa –dirección Bellvitge- los agentes de policía, el juez que debía ordenar el levantamiento del cadáver y el conductor del metro que no conseguía recuperar la compostura.
Los pocos viajeros que esperaban en la estación para acceder a los vagones habían prestado testimonio y habían podido retirarse. Algunos lo hicieron de inmediato, se esfumaron tan solo unas decimas de segundo después de que el frenazo les alertara de la caída del cuerpo a las vías. Echaron a correr escaleras arriba hasta la calle y se volatilizaron antes incluso de que el vehículo se hubiera detenido por completo y el grito de una chica se apagara entre sus labios.
Tras haber superado el ataque de ansiedad que siguió a la caída y posterior arrollamiento del joven, el conductor, Javier Redondo, de 43 años de edad y con 12 de oficio a sus espaldas, había entrado en un estado de aparente catatonía interrumpido únicamente por unos sollozos ahogados y un cabeceo leve como para recolocar y airear el pensamiento. Sentado en uno de los bancos en compañía de una agente que le sostenía una mano como si pudiera desprenderse y caer a sus pies, repetía que había visto al chico cuando ya se precipitaba entre las vías, que había frenado en cuanto lo había advertido y que no había podido hacer otra cosa.
-Yo le juro que si hubiera podido… Yo…
Sotelo ordenó a un agente con cara de sueño que averiguara si había cámaras en la estación y si era así que pidiera inmediatamente las imágenes. Mientras tanto un conductor recién llegado entraba en la cabina y se disponía a desplazar el convoy marcha atrás unos metros ante la imposibilidad de recuperar el cuerpo de ninguna otra forma y tras constatar que el chico había fallecido.
-Muévete, García, muévete. O tú sí que vas a tener un problema-espoleó Sotelo al agente.
Y García se movió. Echó a andar a buen paso hacia el vestíbulo en busca del jefe de estación.
-Mireia ¿Qué tenemos?
La agente de pelo corto y rubio, nariz empinada y ojos color melaza, abrió su libreta y movió la cabeza de uno a otro lado. Había algo desalentador en su gesto y Sotelo no tardó en advertirlo. Resopló.
-Poca cosa, subinspector. Poca cosa.
-Tú dirás-la animó cruzándose de brazos y disponiéndose a escuchar. De no encontrarse en un espacio público hubiera prendido un pitillo.
-Era muy tarde y no faltaba ni una hora para que acabara el servicio. No quedaba mucha gente en los andenes. Ni en uno ni en otro. Y me consta que alguno echó a correr y desapareció. Así lo han declarado los que se quedaron. Que algunas personas se largaron en un suspiro.
-Entendido. Poca gente, cuatro gatos. ¿Y?
-Una mujer que acababa de recoger a su hijo en casa de los abuelos se encontraba justo en el otro extremo del andén y casi de espaldas al chico.
-Ya. No vio nada. ¿Me equivoco?
-No, no se equivoca. Una chica que repasaba sus apuntes en un banco, recogía sus cosas y se acercaba a las vías, se examina mañana de Derecho Civil. Iba a lo suyo.
-No vio nada.
Mireia asintió.
-Casi nada. El chico gritó, ella estaba cerca y levantó la cabeza. Lo vio desparecer en las vías. Nada más. Había gente cerca, una o dos personas, pero cuando el chico cayó ya solo se fijó en él. No recuerda nada más.
Vicente Sotelo resopló visiblemente irritado.
-Quedan seis personas más entre los dos andenes, casi todas ellas jóvenes que regresaban del trabajo o de la universidad.
-Alguien habrá que…- sugirió el subinspector.
La agente negó con un gesto que no dejaba lugar a dudas.
-No vieron nada. Ninguno de ellos. Todos leían mensajes, los enviaban o jugaban con el móvil. No vieron nada.
-¿Todos andaban trasteando con el móvil?
-Todos. Desde el primero al último.
-¡Hay que joderse! Que lo comprueben, que traigan todos el móvil a comisaría, seguro que queda algún registro- Sotelo separó los brazos y cabeceó como ciervo en berrea.- ¡Hay que joderse! Nadie ve nada porque todo el mundo anda jodiendo con el puto móvil.
Echó a andar a zancadas y con las manos en los bolsillos en dirección a García que llegaba procedente del vestíbulo y que no parecía traer buenas noticias.
-Ayer mismo se cargaron la cámara. Un encapuchado con gafas de sol que llevaba unos esquís y bajó del último tren. Se quedó rezagado y cuándo ya no quedaba nadie se lió a golpes y la destrozó.
-Quiero esas imágenes, García. Y las quiero ya. Tendremos que identificar a ese hombre.
-Las tengo. Las han grabado en este pen, pero por lo que me han dicho no nos van a ayudar mucho. El hombre iba encapuchado y con gafas de sol. Irreconocible.
-¡Cuánto tarado!
Un agente acababa de saltar a la vía y se apoderaba de la mochila y del móvil del joven. Comprobó la documentación y se acercó al subinspector.
-Donovan Orellana, 17 años de edad, estudiante. Vive en Bellvitge.
-Localiza a la familia y que te acompañe un psicólogo. Lo van a necesitar. Si el juez da su conformidad que retiren el cuerpo.
El agente se alejaba ya cuando Sotelo ordenó:
-Que analicen el móvil. Quiero saber con quién habló esta tarde y que mensajes envió. Quizás podamos pensar en un suicidio.
* * *
-¿Sabes si tu hermano Donovan pasaba por un mal momento? No sé, algún problema sentimental, una depresión… ¿Las cosas le iban bien?
-¡Un mal momento! Mi hermano era un alumno brillante. Estaba acabando el bachillerato con una media de 9, le gustaba estudiar. Quería ser ingeniero aeronáutico ¿sabe? Y tenía posibilidades.
La chica permaneció en silencio unos instantes y Vicente Sotelo aparentó tomar notas. No era necesario, nada que anotar, pero el dolor en el rostro de la chica era tan intenso que no acertó a sostener su mirada. Sentía algo parecido al pudor al asistir a la tragedia ajena y no había conseguido superarlo con el tiempo.
-No, no pasaba por un mal momento, se lo aseguro- contestó la chica humillando la mirada anegada en lágrimas.
Le temblaban las manos y la voz. Había aceptado ser conducida a comisaría mientras la madre de ambos era asistida en el hospital.
-Piensa que estas cosas a veces van por dentro. No siempre se saben.
-Yo lo sabría. Mi hermano estaba contento, quería pasar la selectividad, se estaba preparando. Quería entrar en la universidad y ya tenía el dinero de la matrícula, jugaba en un equipo de futbol, era delantero, era… Ayer volvía de entrenar. Acaban tarde. Siempre cenamos juntos él y yo, mi madre limpia despachos y vuelve de madrugada. Le aseguro que mi hermano no pasaba un mal momento.
-¿Sabes si alguien quería hacerle daño? ¿Alguna enemistad?
Irina María movió la cabeza a derecha e izquierda. Negó con convencimiento y con los labios apretados en un rictus de cólera controlada.
-Mire.
La chica manipuló su móvil y se lo mostró. En la pantalla un mensaje de whatsapp emitido justo a la misma hora, quizás justo en el instante previo. Unos segundos más tarde Donovan había dejado de existir. El mensaje aparecía bajo el epígrafe Donovan.
Pon la pizza en el horno, llego en 10 minutos. Estoy muerto de hambre.
A continuación la respuesta breve de Irina María Orellana que probablemente su hermano no pudo leer:
OK, crack
Ciertamente no parecía el mensaje enviado por un presunto suicida. ¡Muerto de hambre! La vida nunca acababa de sorprenderle. Quizás justo en aquel momento, mientras enviaba el mensaje o esperaba la respuesta de Irina, alguien le empujó al paso del metro. Probablemente el mismo que se ocupó de destrozar la cámara la noche anterior.
Y ni una puta pista.
-¿Reconoces a este hombre?
Sotelo le tendió una imagen obtenida de la cámara de vigilancia de la estación. En ella un hombre delgado, de piel blanca y de estatura media que se cubría con la capucha de la sudadera y usaba unas enormes gafas de sol espejeantes alzaba un par de esquís en dirección al objetivo. El subinspector creía distinguir en su rostro una mueca que recordaba a una sonrisa. Instantes después la cámara saltaba por los aires y las imágenes desaparecían.
La chica negó.
-¿No recuerdas haberlo visto antes?
-No. Aunque quizás… No sé. ¿Creen que pudo ser él? ¿Que pudo…?
-Este hombre se cargó la cámara de la estación el día anterior. Pero no necesariamente está relacionado con… Quizás simplemente es un gamberro, un vándalo. Pero por el momento es lo único que tenemos.
Irina María Orellana permaneció derrumbada en la silla unos instantes.
-Bien. Creo que puedes irte. Cuando concluyan la autopsia os entregaran el cuerpo. Y en cuanto tengamos más información os la haremos llegar- prometió por prometer.
La chica se puso en pie. Sollozaba cuando abandonó el despacho y se alejó pasillo adelante. Una agente le salió al paso y la acompañó hasta la salida. No acertó a despedirse.
Mireia Bordas, la agente que estuvo la noche anterior en el escenario del fallecimiento de Donovan, entró en el despacho de Sotelo tras pedir permiso.
-Pasa, pasa. ¿Alguna novedad?
-Sí, pero no servirá de mucho.
-Tú dirás.
-Hemos comprobado todos los móviles, lo que dijeron era cierto. Todos los que quedaron en el andén hacían uso del móvil cuando se produjo la caída. Todos. Parece lógico que no vieran si alguien pudo empujarle, si el chico sufrió un desmayo o si voluntariamente se arrojó a las vías.
-¡Putos móviles! Si alguien me jura años atrás que en un andén con 10 o más personas nadie ve nada, te aseguro que…
-Eso no es todo.
-Sorpréndeme.
-Hemos analizado también el móvil del conductor. Es probable que no mienta. Seguro que no vio nada. Cuando se dio cuenta era demasiado tarde. Quizás no hubiera cambiado nada. Probablemente aunque hubiera frenado antes…
-No me jodas. ¿Estaba hablando por el móvil cuando…?
La agente asintió.
-Había dejado a su hijo pequeño con fiebre en casa de una hermana. Su mujer es enfermera y tenía turno de noche. Necesitaba saber cómo seguía. Apenas hablo unos 20 segundos. Nada. Unos instantes. Sin embargo…
-¡Me cago en todo lo que se menea, Mireia! ¿Nos hemos vuelto locos?
* * *
El forense no halló en el cadáver signos de que Donovan Orellana hubiera sufrido un desfallecimiento. El informe era claro: muerte por lesiones múltiples causantes de fallo multiorgánico incompatible con la vida.
Sotelo no consiguió que nadie reconociera al encapuchado ni recordara haberlo visto merodeando en el andén. Ni sus amigos en el instituto, ni los jugadores de su equipo, ni el entrenador ni la chica con la que acababa de iniciar una relación. Nadie. Los agentes vestidos de civil destacados en los días posteriores en la estación de La Torrassa tampoco lograron identificar al hombre.
Un callejón sin salida, un posible crimen perfecto.
Un joven asesinado. Un hombre, el conductor del metro, destrozado para el resto de su vida y, oficialmente, un caso por resolver.
Un caso frío.