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La cabina. Por Gabi Oca

Barones y baronesas de este zoco literario donde campean el trueque, el diezmo y el saludazo, cegados por el cobarde empecinamiento del alzamurismo trumpiano, van aparcando en los márgenes de su maldita pared a buenos (e incómodos) escritores al tiempo que ceban (a sabiendas) el melasudismo entre los usuarios del zoco a base de servir todos los días los mismos platos. Saben cuál será el resultado pero su miope soberbia les impide dejar de hacerse trampas al solitario.

Esos buenos (e incómodos) escritores tienen (y lo saben) habitación permanente aquí en La Casa, y a uno de ellos le damos hoy la bienvenida.

«¿O acaso no te has dado cuenta de que es mi sangre lo que te estás bebiendo, que me inmolo en cada página?

Es Gabi, Gabriel Oca Fidalgo, que después de recorrer con precisión forense cada pliegue de la cara oculta de la vida comenzó a describirlos, escribirlos y relatarlos con la escrupulosidad del cronista, del corresponsal, del enviado especial. Pruebas hay y son Una Novela Quinqui o Ansiedad. Deberías probarlos. Y mientras te decides, aquí te traemos, así como para abrir boca, este relato.

La Cabina.

Por Gabriel Oca Fidalgo.

«Los pensamientos no se van cuando se les dice que se vayan, no se dejan acompañar hasta la puerta». (Thomas Bernhard).

Me parece que lo primero que voy a contar es que soy medio mestizo: mi madre de León; el viejo de Bo de Ayer, cerquita de Moreda, al lado de Cabaña Quinta, en Asturias mismamente. ¿Que si me mola Asturias? ¡Ya te digo!… Los viajes a Mieres sin ir más lejos: un paseo por la calle del Vicio y salías con billete para el cielo, más camellos que en Egipto, con mil duros ibas listo, y un pedazo de zumbido que no te abrían los ojos con una barra de uñas. ¡Asturias!… Pensando despacio sólo le quitaría la gaita y las madreñas. Y no me digas por qué, pero es que le tengo gato a las madreñas: ¡CLOP-CLOP-CLOP! Y luego que parecen ataúdes, cajones de muerto para los calcos. Pero de lo demás me pone todo, la sidra sin ir más lejos. Te aseguro que es cosa de bajarme del tren y ya tengo metido el olor en las entrañas. ¡No lo puedo explicar de otra manera! Supongo que es el mar, su montaña, o ese cielo entre chungo y nublado. Los paseos por la playa, las cabezadas en el puerto, o la Cuesta del Burro por ejemplo. Y es que estoy hablando de Gijón, por si no te has dado cuenta… ¡A ver si nos compramos una puta enciclopedia!, o un atlas de España con sus mapas cartográficos y toda la pesca. Seguro que en uno detallado encontrabas la Cuesta, saliendo de Cima de Villa, o entrando de espalda si venías del puerto… ¡Con todos los yonquis de la cuenca apelmazados en el bordillo!, y una ristra de cucharas a lo largo del muro que parecía el taller del Uri Geller. Pero tranquilo por eso, que de la Cuesta del Burro ya hablamos ahora en un momento.

Y es que aquí donde me ves resulta que soy un superdotado, una especie de Miguel de la Cuadra Salcedo del caballo. ¿Que por qué? Pues porque he pillado polvo en todos los pueblos del condado, de Madrid hasta Finisterre sin dejarme uno por el camino. Pero mira. De Madrid para abajo ya no, la verdad es que no he pasado siquiera, un par de veces al moro a por bufle, y la vez que me fui a Sevilla a ver al Barça en el 85: la final de la Copa de Europa, ¡que es que no tuvieron cojones a encalomarles ni un penalti a los rumanos! Te juro que no volví a ver un partido hasta que llegó Cruyff y montó el Dream-Team. Pero cuidadín, que no estoy yo aquí para hablar de fútbol. Si quieres fútbol pues te compras el Don Balón y punto, que seguro que te trae un póster del maricón del Beckham, y una entrevista con la otra guarra, la espeispija Victoria-Calatrava, que mira que no es fea la cabrona. ¿Y eso es una mujer? ¡No me jodas! Pero si la pinchas con una aguja y sale volando, con sus tetas de la Firestone. ¡Un pelo de Ava Gardner valía más que todas estas pavas de hoy en día! Y conste que ya lo dijo Sabina, vaticinado por adelantado, que las niñas ya no quieren ser princesas. ¡Qué va hombre, qué va! Lo que quieren las niñas ahora es calcarse a un torero para piarlas luego en las crónicas marcianas. Y los niños poco más o menos de lo mismo: el próximo bujarrón de la casa de la pradera, que le vea España entera afeitándose en gran hermano. ¡Ava Gardner por favor!… Esos pómulos sí que los quería yo de pisapapeles, sólo hay que echar un vistazo a la portada del último libro: bebiéndose la vida, y tirando a talludita, ¡que te juro por mi casta que si tengo una abuela como esa me paso la vida entera sentado en sus rodillas!, la cabeza apoyada en el hombro escuchando quedo los latidos. Di que seguro que se me iba la mano entre medias, con mi punto de gerontofilia. Y al final la tragedia: el viejo que saca la escopeta del armario y me pega dos tiros en la espalda. ¡Por chingarme a la abuelita! ¿Gerontofilia, gerontovicio, incesto gerontofílico? Anda que no me la iba a traer floja…

Pero me parece que ya estoy escuchando a la hinchada merengue, berreando como un corrillo de verduleras, ¡por meterme con el Beckham! ¿Pues sabéis qué os digo? ¡Qué yo anaquero lo que me sale de los santísimos cojones! Lo primero porque seguro que esto no me lo publica nadie. Y si publicar me lo publican, pues ya os podéis imaginar entonces todas las mamadas que podéis hacerme los catequistas del Madrid. ¡Visca el Barça!

“¡Será faltoso este payaso!”

“¿Faltoso? ¡A mascarla!, ¡ladrones! ¡Con todas las ligas chorizadas por decreto! ¡Iros de guateque al Valle de los Caídos, a pulirle el mármol al caudillo! ¡Que ya se pasaron los tiempos del Nodo colega!”

¿Que se me va la pinza dices? En eso tienes más razón que un santo. Pero tranquilo por eso que no estoy tan colgao como parece, que sé muy bien dónde lo habíamos dejado: entrando en Cima de Villa con los aromas del puerto, la Cuesta del Burro a la derecha.

Allí lo habíamos dejado, o de eso te estaba hablando. Y allí dejé a una lumi a la puerta de un garito que daba ruina, hace una pila tacos, cuando rugían los ochenta. Veinte años que tenía la niña, coleguita de León y más fina que el coral la Carmelita. Por la noche se lo hacía en el club, luciendo el tipo con un vestido profiláctico. Pero antes, el día que cuadraba, cogíamos por la tarde y nos íbamos de caza por la playa. La pava se levantaba a los puretas después de controlar que llevaban sus talegos, los metía en un portal y los empotraba en una esquina, empezaba a comerles el rabo y les pulía los bolsillos en mitad de la faena. Aunque ese día no anduvo tan fina. El tío se coscó del asunto y la ligó por las muñecas, unas voces que se oían desde la acera. Al final tuve que entrar y estamparle el careto en los buzones, se fue al suelo redondo y salimos de espuelas. No paramos hasta el parque, después cogimos por la senda y cuando abrí la billetera casi me caigo de culo: ¡ochenta y pico talegos que llevaba el pureta!, ¡y envueltos en una factura de Corberó! Te aseguro que me quedé más frío que una cubitera. Luego cogimos un taxi y nos fuimos a Perlora, a casa de un menda que pulía farla por arrobas, primo lejano de la pava para más señas. La verdad es que fue un desfase de los gordos… de empalme hasta la noche siguiente sin descanso, un pico detrás de otro sin una grana de caballo, ¡incapaces de salir a la calle a pillar un poco de polvo! Así hasta que quedamos fundidos. Y te aseguro que es por estas cosas por lo que le cogí tanto gato a la farlopa, ¡una tiña con el tiempo que hoy en día no puedo ni verla! Sólo que en aquella época me metía lo que fuera, por la vena contundente y sin problema.

Llegamos a Gijón encendidos, al borde de la catatonia, todos los plomos de la cabeza fundidos, ¡que es que podrían haberme amputado los brazos a lo vivo! Después cogimos pista por la playa y subimos a Cima de Villa. Un desfase conmigo que no podía con el pellejo, colgado del guindo por completo, soltando chispas al contacto con la cabeza llena de interferencias. La pava en cambio se fue directa al club como si nada, cinco minutos después y ya estaba a la puerta currándose la plaza, me pasó cuatro verdes en palanca y luego nos despedimos. Allí lo dejamos ese día. Y ya podrás creerme si te digo que no volví a verla el pelo a la pobre Carmelita… Que si estaba en un centro fue la última noticia, por las bravas se la había llevado su familia. Después nada, ¡pero nada de nada! Algo que apunto para dejar las cosas claras, colegas de León como te digo, de corrernos por aquí la mala vida. Luego nos encontramos en Gijón y nos curramos estos líos: inspectores de sanidad por los portales, tanteándole la alforja a los puriles. En fin, que por acusar casi que pueden acusarme de todo, de todo lo que quieras imaginar menos de hacérmelo de chulo, un macró que le dicen en la calle, un mariconazo con el pescuezo cargado de collares. Te juro por mis muelas que no hay cosa más rastrera en esta vida.

Creo que eran las doce de la noche más o menos, de empalme como estaba y hecho polvo hasta los huesos: sin sobar, sin jalar, ¡el perico!, la pila de Rohipnoles que me había fumado y el par que me había comido con los nervios. Con todo esto de por medio no podía estar más clara la receta. Me iba a fundir los cuatro verdes en caballo y me iba a meter en el ataúd como un vampiro, ¡a sornar dos días seguidos! Cuando estuve en equilibrio me fui directo a la Cuesta y allí me hice con lo mío, una papela de caballo que me hicieron los Gemelos. Y a éstos sí que volví a verles con el tiempo, casi que todos los inviernos, la última vez puliendo por bolsitas en el bar que había al lado de los ALSAS, el cartel de cerrado por defunción colgando de la espalda. Así es como estaban los Gemelos la última vez que me crucé con ellos. Lo tenía todo listo además, la cuchara y la chuta las llevaba siempre encima y la Carmela me había sacado un poco de vinagre del garito. Y conste que podría haberme puesto allí mismo, ahí estaba toda la peña con el culo enquistado en el muro, inclinados sobre la cuchara buscando en el fondo su futuro: el gabinete astrológico al completo disolviendo en el cuenco su destino. El caso es que pillé de camino para casa y con estas que empezó a bordarse la tragedia, la noche de un día de invierno en el que volví a nacer a la vida…

Vivía en Calderón de la Barca de aquella, allí pasaba parte del invierno en casa de mi abuela, tirando por la avenida Castilla y cogiendo a la derecha. Enfrente de un cuartel que acabó rindiendo las armas por aquella época. Lo recuerdo porque luego iba a ensayar allí un montón de peña, cantidad de grupos que se ahorraban la renta. Y te aseguro que tengo motivos para recordarlo, es por eso que voy a tomarme la licencia de coger otro desvío, ya volveremos de aquí a un rato con la Cuesta. ¿O no te has dado cuenta todavía de que paso un mazo del control cronológico?, ¿qué me la trae floja el argumento-nudo-desenlace? ¡Esas cosas son para los profesionales!, los que viven de esto porque se lo han ganado a pulso y los capullos del superventas con sus horteradas de vergüenza.

¡El argumento!, y que si el hilo narrativo lo primero. Pues anda que no me la gozo yo con estos quiebros que me pego, mis cambios de rumbo según sopla el viento de la memoria. Aparte de que no sé hacerlo de otra manera, que se me va la pinza con los recuerdos, ¡que es que empiezo de paseo por Mieres y acabo de culo y sin frenos! Y aquí estamos otra vez recordando, Calderón de la Barca, los cuarteles reformados, cuando se juntaba allí todos los grupos y largaban las tejas al suelo de los guitarrazos que pegaban. Fue un día temprano por la mañana, de mono para más inri y orbayando como estaba. Salí a la calle temblando y al pasar al lado resulta que empieza a sonar el Highway Star a toda pastilla, que es que parecía que tenían a los Purple secuestrados allí dentro. No sé, pero fue como un acto reflejo: crucé la puerta, atravesé el patio y me planté en el cuarto donde estaban ensayando. Como las ratas que seguían al flautista, así me llevó la música a su guarida. Y allí estaban los pavos destrozando las guitarras, cuatro pirris de mi quinta calcando el tema de los Purple. Me quedé plantado escuchando y luego me rompí las manos aplaudiendo; los tíos devolvieron el gesto y te aseguro que fue cosa de verles el careto y saltarme la espita por reflejo. Supongo que es cosa del instinto, que nos reconocemos como los vampiros: los párpados a media asta a pesar de la tromba de decibelios, una mano que vuela por aquí para rascarse la tocha y ese pigmento que le da a la piel el caballo con el tiempo. De manera que un poco de palique y ya iba todo por su sitio, me crucé de brazos esmirriado como estaba y empecé a temblar sobre el bordillo. ¡Así es la cosa con el caballo! Cuando estás de mono te llevas al Tercio entero por delante pero luego resulta que le invitas a un pico un tío que no conoces de nada, porque te ha entrado el punto samaritano y vas cargado hasta las cachas. Y estos iban, ¡saltaba a la vista! De la que vieron el pavo que tenía aparcaron las guitarras y me hicieron un hueco en la esquina, sacaron una bolsa del bujío y me invitaron a un chute que me puso en sintonía. Te juro que estuve a punto de besarles los calcos, plantado de rodillas en el suelo como al Cristo de los gitanos. Después se colgaron las guitarras y atacaron con Black Sabbath: ¡el puto Supernaut que no veas tú cómo sonaba!

Calderón de la Barca ya digo, allí vivía mi abuela y allí pasaba parte del invierno buscándome la vida. Así hasta que le botó la dueña de aquella casa tan bonita, con el sol entrando a raudales por las ventanas. Ese sol de Asturias que te viene a cucharadas pero que le bañaba el quel entero cuando llegaba. Y el parque, la playa, el Molinón, el Rastro. Apretujado todo en el mapa a tiro de piedra, Cima de Villa sin ir más lejos y el Piles justo al lado. Y un patio de vecinos que alucinas, una especie de terraza justo enfrente del portal, de perlas para las señoras del ganchillo que se plantaban en corro con la silla de tijera a paliquear. Pero todo se acaba en la vida, al menos lo bueno. Después se fue a vivir a un quel que daba ruina y allí se fue apagando como una vela. Puedo apuntar que tenía ochenta y cuatro berejes en ese momento, pero no es menos cierto que aquella casa fue su tumba concertada. Murió un día de verano y ni siquiera fui al entierro. La muerte de mi novia estaba demasiado tierna en el recuerdo y no quería ver una lápida ni de lejos. Había tenido de sobra con ese camposanto, un cementerio diminuto en un pueblo perdido en las montañas. La enterraron en tierra batida, la fosa abierta a mis pies como una boca que gritaba, su hermano y alguien que ya no recuerdo paleando la tierra sobre el ataúd que la recibía. Y era como un lamento a cada palada que caía, con la tierra que llegaba…

Recuerdos, palabras. ¡Palabras y palabras! Y es que tengo el corazón cargado de recuerdos, la cabeza llena de palabras, repletos de anécdotas los bolsillos. Pero hay un problema con esto: por más que mire hacia atrás no logró fijar un momento que no esté ligado con la droga. Son como reminiscencias muy canijas, bocetos que se deshacen en las manos. No pueden competir con la otra vida ni de lejos. Mis recuerdos, las anécdotas, ¡y fantasmas! Mis recuerdos en ampollas de veinte miligramos, las anécdotas sintetizadas hasta la base pura. Así es como tengo los recuerdos, ¡cristales puros enquistados en el alma! Sólo tengo que echarlos en la cuchara y disolverlos, destilar su fluido y plasmarlo en la pantalla. Así es como puedo escanciar estos folios que te brindo. ¿O acaso no te has dado cuenta de que es mi sangre lo que te estás bebiendo, que me inmolo en cada página? ¡Mi sangre con noventa octanos de rock&roll! Que es que hay días en los que podría meter el pijo en un enchufe y darle luz a toda España. Lástima que luego vengan los otros, esos días-extraños en los que paso hasta de levantarme de la cama. ¡De qué cojones iba a escribir si no! ¿Del almendro en primavera, que florece que da gusto? ¿Y que si me asomo a la ventana y te peino mi princesa tu melena como el heno con mis uñas de merchero? ¡Pues mira! De las flores resulta que puedo hablar un poco si quiero. Un día tuve que chutarme con el agua del florero y se me llenó el brazo de ronchones, del pescuezo a la muñeca. Y no te creas que vacilo, que provoco, que exagero. Al fin y al cabo nadie me empujó a la vida que llevé, igual que no me sujeta nadie ahora para que abandone la que llevo. Es el pasado que sigue por ahí amagado en las esquinas, gruñendo como un perro rabioso dispuesto a saltarme a la garganta. Los pensamientos, los recuerdos, las anécdotas, los fantasmas. Borboteando de continuo en esta cabeza mía que es pura neurastenia.

¡El destino! Pero del destino ya hablamos hace un momento, que lo bordó Celine cuando dijo lo que dijo: “el destino es de lo malo lo peor, la zancadilla perpetua y en círculo.”  Pero al loro con esto, que el otro día vi a un pavo en una película, más chulo que el Farruquito, anaquerando por su boquita: “El destino es la religión de los débiles.” Y luego por supuesto apuntillaba el maricón: “¡Yo hago mi propio destino!” Era un señorón del medievo, con su capa de terciopelo, ¡más colorao encima que el Tutankamon! Di que luego estaba el resto de la tropa, rugiendo al otro lado de los muros, hacinados en el abono con los sobacos llenos de bubones. ¡Esos pasaban del destino!… Jodían y comían y cagaban, ¡espantando la peste con sortilegios! Lo malo es que sigue funcionando la estirpe, de esos pavos que se crean su destino, ahora más que nunca si lo piensas: cerebros-estanco que no se han saltado un stop en la puta vida, cruzando siempre en verde, mirando con cuidado, ni una locura en el registro, ¡que es que se van a la tumba sin enterarse de que la vida te mastica hasta que te deja sin esencia y te escupe en la letrina! Así es la vida coleguita: unas muelas que trituran…

Pero a fuerza de ser sincero tengo que reconocer que no sé si quiero volver a la Cuesta de nuevo, después de este paseo por el camposanto, ¡los nichos de la memoria! Aunque tendré que hacerlo de alguna manera, la cosa tiene su fruto y por más que me pese estuvieron a punto de regalarme una lápida ese día. Para mí que ya tenía el epitafio concertado.

A GABRIEL EL ANSIOSO,

QUE FALLECIÓ EN UNA NOCHE DE HORROR

VICTIMA DE UNA CABINA.

QUE DIOS LO COJA CONFESADO

Y SE LO JALLEN LOS GUSANOS.

Y aquí estamos ahora, saliendo de Cima de Villa con la papela ardiendo en el bolso, cerquita del quel como digo, diez minutos a mi paso y ya hubiese estado en casa tranquilo. ¡Con las ganas que tenía de meterme en la piltra!, chapar el ataúd y sornar dos días seguidos. Lástima que no sea uno el dueño de sus instintos. El ansia es una mala consejera y en la viñeta siguiente ya estaba pillando pista por la playa, de la que vi la primera fuente cargué la chuta de agua y me metí en la cabina como un tiro. La historia se puso en marcha con esto y ahora que lo veo con el tiempo no puedo dejar de preguntarme quién me agarra por la chupa cuando estoy a punto de entrar en la tumba.

Era la primera cabina que encontrabas en la playa, a la altura del club marítimo. Había más a lo largo del paseo, pero recuerdo que ésta tenía dos hojas en la puerta que abrían empujando hacia dentro. ¡Te aseguro que eso fue lo que me salvó! Eso y el Ángel de la Guarda, que le tenía al pobre currando todo el día sin descanso. ¡Quién cojones me iba a ligar por la chupa si no!

El resto fue un visto y no visto, pero con dos partes bien marcadas: la primera en la que me quedé tieso con el pico y la segunda cuando me despertaron los cabezas rapadas.

¡Diez minutos joder! Pero allí estaba en la cabina como si nada, igualito que López Vázquez en la pesadilla de Mercero: un ataúd acristalado para exponer el esqueleto. Saqué el armamento y lo posé en la bandeja: la chuta y la cuchara, el bote de vinagre, la papela y una navaja, una cheira raquítica, un baldeo para el polvo, pero que me venía de perlas para abrir los portales. En la calle paralela al paseo de la playa tenía un par de ellos controlados, con unos sótanos de pegada para entrar a ponerte un pico sin problema. ¡Y allí estaba en la cabina zingando como un payaso!

Me lo hice de ligero, pipeando por la ventana no fuera a llegar la madera por la espalda. Y eso que no había ritmo a esas horas, tranquilo por esa zona. Aunque también es verdad que una vez me crucé a dos travelos a las tres de la mañana, como rebotados de un cómic de Anarcoma, ¡unas plataformas en los tachines que pegaban con la peluca en la farola! Te juro que me partí el eje allí mismo, diquelando como un lacorro en el desfile de los cabezudos, apoyado contra un coche porque me escurría de la risa. Algo que no era para menos con el barojis que hacía, el pingo de lentejuelas y las medias escarlata, y una sombra en el careto como el Brutus de Popeye. ¡Dos pavos gansos que no veas!, ¡las manos como palas!, y con un pedazo de bolso de esos que llevan las paisanas a la playa, que seguro que llevaban dentro la recortada. ¡Pero mira! Un poco de palique por aquí y al final van y me invitan a un disparo de perico, en aquel coche que resulta que era su oficina, acurrucados en el asiento trasero de perlas para la foto. Así hasta que va uno y me enseña las domingas: unos colifloros enquistados en su pecho de forzudo; me agarra el nabo con soltura y me suelta el plato del día: “¡Por dos mil te hago un francés que resucitas!” Lo de resucitar no estaba mal, porque la verdad es que iba con un puesto de caballo que me quedaba dormido. Pero de resucitar nada, ni con la coca siquiera: un poco de sabor en la garganta y punto. Total que abrí la puerta y les dije lo que había. “Qué va colega qué va. A mí ese rollo no me va. Y digo que no me va lo de chivar apoquinando. Yo lo que chingo me lo chingo por amor, ¡por lujuria o por venganza!” Estaba en el raca todavía, vacilando con mi ciego de caballo. Me echaron un vistazo con el gesto torcido y tuve que salir de ligero por consejo del instinto. ¡Y no te rías colega!, dos maromos a lo bestia, trabados que daba miedo, con su musculatura de gimnasio y sus peras de pasteleo, lencería a lo Marqués de Sade y maquillaje a calderos. Lo justo para soltarme un guantazo y dejarme medio muerto en la acera.

Recuerdos, anécdotas, ¡putos recuerdos y putas anécdotas! ¡En mi puta vida y en mi puto destino! Mi destino en la cabina de momento, apaleado hasta la muerte por los hooligans de Auschwitz. Y ya podrás imaginar lo que hubiese dado por tener un 38 en ese momento, vaciarles el tambor en el careto y esparcirles los sesos por el suelo.

El resto vino volando, un fundido en negro igualito que en el cine. Y es que no escarmentamos ni a patadas, sabiendo como sabía que no podía ponérmelo de golpe: hecho polvo como estaba, desfasado por la coca, sin jalar en dos días con la tralla que llevaba. Sólo que ahí estaba el ansia que domina nuestras vidas. A la que estuve listo busqué una vena y lo metí de lleno: cuatro verdes pero bien enchufados a cañón. Se fundió la luz de inmediato y me fui al suelo redondo. Eso por decir algo, porque la verdad es que no te enteras de nada, te cortan la luz y se acabó: una casa vacía con la muerte rondando en la azotea. Así hasta que despierta el duende que llevas dentro y te da la corriente de nuevo.

La vuelta a la luz en cambio fue del todo elocuente. Cuando desperté o me despertaron tenía a cuatro pavos rodeando la cabina, rugiendo como fieras con su ciego de pastillas. En cuanto a mí sólo puedo decir que tuve suerte en la caída: me quedé frito en el suelo haciendo peso en la puerta y eso es lo que me había salvado. Y ahí estaban ahora los monstruos, cuatro pavos gansos como armarios, trabados en puro músculo para darle cera a la peña; las chupas de aviador y los pantalones de pitillo, las botas del ejército y la cabeza rapada como un cepillo, ¡rodeando la cabina como pollos sin cabeza y enseñando los colmillos! Recuerdo que uno llevaba un cachi en la mano agarrándolo por el culo; el que estaba al lado se arrancó una cadena de la cintura y empezó a meter latigazos en la mampara. Dos viajes a lo bestia y ya había esmerilado la cristalera. Me revolví por instinto dejando la puerta libre por un segundo y casi me cuesta la vida; el pavo que tenía enfrente aprovechó para meter la pierna pero me lancé como un tiro manteniéndola cerrada. Y allí estaba yo con la postura, empotrado en el medio como un travesaño, el cuerpo haciendo peso en la puerta con los pies clavados en el panel que tenía a la espalda. Iba a ser cosa de un pispás el desalojo, cuatro cargas a lo bestia y catacrok con la bisagra, un suspiro que me sacasen arrastras para matarme allí mismo con su vena sanguinaria. Pero ahí seguía el Ángel por suerte, el instinto ante la muerte empujando por las bravas cuando es lo único que queda. Desde el suelo como estaba empecé a estirar el brazo y me puse a palpar con la mano por encima de la bandeja, ligué el baldeo tanteando y con estas que se lo hundí en la pierna apurándolo hasta el mango, justo por encima de la rodilla con un viaje de carnicero. Un baldeo ruinas desde luego, pero con una hoja de Albacete que cortaba que no veas, ¡que es que le entró hasta el premio para sorpresa de mí mismo! Y no me digas cómo fue, pero así es como ocurrió. Supongo que un forense podría darte más detalles al respecto, hablarte un poco del tema y los músculos que tenemos por esa zona. Yo sólo puedo contar lo que veo, el cuadro que me quedó en el recuerdo. El tío sacó la pierna de volao y salté a chapar como un resorte; apoyé las manos en la puerta con todo mi peso y seguí haciendo fuerza como si me fuese la vida en ello: un tablón atravesado que les puso de los nervios.

¡En la puta vida la había visto tan cerca! Allí estaban los cuatro en plena licantropía, envistiendo la cabina con todo lo que tenían: patadas, puñetazos y juramentos, cargando con el hombro a puro huevo y con la cadena abriendo brecha por el medio. Y el otro plantado delante, inclinado ante la puerta agarrándose la pierna con sus ansias de venganza: ¡unos gritos que pegaba el hijoputa que podía verle el fondo de las entrañas! Así hasta que se pone a girar en círculo como una alimaña, se arranca la cheira de golpe y la estampa en el suelo: ¡un chorrazo de sangre que no sé cómo no quedó muerto allí mismo! Pero tranquilo por eso, que el tío se gira ligero y la emprende por la acera hacia la playa, la pata arrastras con la avería perdiendo fuel por el camino; se acerca a la barandilla agarra una papelera y en menos de lo que tardo en contarlo ya la había arrancado de cuajo. Fue un chispazo del instinto lo que tuve en un momento, descarga en el hipotálamo que me puso en marcha de inmediato. Cuando le vi con la papelera en la mano abrí una de las hojas de golpe y salí de frente sin dudarlo. Y eso que les tenía esperando delante, dibujando la barrera con formato de media luna. El caso es que me colé por el medio y un segundo después ya sacaba pólvora de los tachines, el cadenazo en la espalda me ligó de lleno pero al ver el taxi que se acercaba aminorando enfilé directo a su encuentro. Puedes imaginar el cuadro por un momento, con aquella acera interminable y los bugas que pasaban como balas. Un patadón en la pierna me hizo trastabillar pero pasé con un tumbo entre dos coches aparcados, el que venía de frente no me calcó de milagro y supongo que el taxi terminó de parar en ese momento. Cuando lo tuve enfrente salté por encima del capó y me colé dentro con el mismo movimiento. Te aseguro que fue un cuerpo de ventaja, lo justo para ver cómo se venían encima mientras echaba el seguro: ¡los tres en una piña con el careto desencajado! El tío pisó a fondo sin pensarlo pero todavía tuvimos tiempo de sentir el clap-clap-clap de las manos en el maletero. Salió quemando goma sin reparos y se llevó un patadón de aquí te espero.

Una imagen que se me ha fijado en el recuerdo, la viñeta congelada en el retrovisor mientras iba acelerando: los tres saltando en el bordillo con el otro en medio de la carretera agarrándose la pierna con las manos.

¿Qué cómo pude salir ileso?, ¿atravesar la barrera de la muerte con tan sólo un cadenazo? Su colocón en parte, la desesperación y el miedo Y por supuesto que ese taxista al que llevaré siempre en el recuerdo. Porque de la sobredosis, la sobredosis en sí, de ésa igual cojo y te cuento un poco más tarde. Al fin y al cabo tengo tres en el registro así que ya ves si no estoy puesto en la materia. Otra cosa es el quedarte frito como me quedé esa noche en la cabina, chutes con peligro que te dejan en el sitio lo mismo cinco minutos que una hora, ¡y de los que sales luego por las buenas sin pasar por el quirófano! Vamos, que tengo tantas de esas acumuladas en la memoria que las voy apartando a manotadas para hacerle sitio a las neuronas.

El epílogo se bordó allí mismo además, con el buga zumbando como una flecha por la avenida, una inyección de cero a cien que nos puso al final del paseo en dos segundos. En cuanto a la conversación que tuvimos supongo que te la puedes imaginar, yo al menos tengo que improvisar porque no estaba en condiciones de conservarla.

-¡Pero bueno pero bueno pero bueno!…

-¡Hostias tío sácame de aquí de volao!

-¿Pero qué te pasó? ¡Por favor por favor por favor!… ¡Y espera a ver si no me han cogido la matrícula!… ¡A mí no me metas en problemas!…

-¡Cagüen dios qué van a coger! ¡Esos hijos de puta no saben ni leer!

Acabé con la cabeza entre las manos, luego me apoyé en el respaldo y nos miramos. Había llegado el momento de confesarse.

-Mira compañero… Te juro por mi santa madre que no tengo un duro… ¡Pero déjame en casa por lo que más quieras!

Me miró y soltó un bufido. Había atravesado la avenida de Castilla y avanzábamos por la carretera entre el Piles y el parque. Después se acercó hasta el Molinón, giró en redondo en los aparcamientos y me llevó hasta la mismísima puerta del queli: el número 6 en Calderón de la Barca. La emisora canturreaba ahora su letanía pero paró justo enfrente y bajamos sincronizados. Allí estaba lo que faltaba, el patadón le había chafado un piloto trasero y se cagó hasta en los muertos de Franco.

-¿Y esto? ¿Quién me lo paga ahora esto?

Le miré, no sabía lo que decir. Aunque tuve tiempo de pensar en las pintas que tenía: el careto con la noche de empalme y la chupa remangada todavía, el brazo acribillado de pinchazos con un churrete de sangre desde el codo a la muñeca.

-Dime. ¿Eh? ¡Todo el piloto enterito!

-Yo sólo puedo darte las gracias… ¡Lo primero porque esto que has hecho no se paga con nada!

Intenté bajarme la manga con disimulo pero no hubo manera con el tembleque: un vistazo al brazo que le puso los ojos encendidos. Luego empezó menear la cabeza y montó con un portazo que levantó una bandada de murciélagos. No tuve más remedio que acercarme a la ventanilla.

-Lo siento tío, de verdad… ¡Pero que te conste que me has salvado la vida! Ten lo en cuenta algún día…

Me talló con la mirada el amigo. Después, sin más, aquel brote de lástima se abrió paso en sus facciones y pude ver cómo empezaba a brillarle la piedad en el fondo de los ojos: un semblante de compasión que me dio pena de mí mismo. En la salida me hizo un gesto ambiguo con la cabeza, plantó las manos en el volante y dobló en redondo para coger la avenida. Era un tío joven, delgadito, chupa de cuero corriente y vaqueros desteñidos. ¡Un pavo que se estaba ganando los garbanzos! Me bajé la manga despacio y el cielo de Asturias rompió a llover en ese momento, como si estuviese llorando por todos los pecados, como si quisiera purificarme las llagas de los brazos. Levanté la cabeza para recibir su caricia y entré en casa con lo puesto. Gijón. Asturias. Una noche de invierno en la que volví a nacer de nuevo.

Cuando entré en el quel, mi abuela ya estaba sornando. De todas maneras me acerqué a su cuarto y estuve un rato observándola en silencio, con el corazón desbocado justo al lado de su lecho. Un silencioso suplicio hasta que se me hizo insoportable el diapasón de los latidos, la habitación en penumbra y la luz que entraba por la ventana recortando su figura. Antes de salir la puse un beso en la frente pero el contacto de los labios la trajo de vuelta, apartó el velo del sueño entre suspiros y me dijo que me había dejado mil pesetas en la cocina. Fue como una puñalada en la conciencia, se me encogió el alma como un higo y me metí en el ataúd sin pensarlo.

Debo reconocer en este punto que no formaban los taxistas un gremio de mi agrado, en la mayoría de los casos tenían asumido el rol de serenos justicieros y en su nudo con la madera habían metido preso a más de un colega. Lo cierto es que ese pavo me había salvado el pellejo y esto viene a confirmar que las cosas se escapan a veces a lo que parecen. Una lección que he aprendido con el tiempo, cuarenta tacos a cuestas para llegar a estas conclusiones: que no se puede generalizar por más que lo desees, y que las cosas no son blancas o negras por mucho que te empeñes. La vida sin ir más lejos se pierde en el bosque gris que media entre los dos puntos y es en esa zona de sombra donde seguimos dando palos de ciego.

Al día siguiente me levanté molido, un dolor en la espalda que no me tenía derecho. En el espejo del servicio pude ver el latigazo y comprobé que tenía un morado de la hostia a lo largo de la espalda. Me quedaba una ampolla de Buprex por suerte, una caja que guardaba en palanca por si se torcía la cosa. Sólo que tenía un problema esa mañana: al quitarme la camiseta saltaron a la vista las secuelas de la coca y por más que apreté los puños allí no salió una vena ni de coña. Los brazos acribillados por completo, entumecidos como si fueran neumáticos, ni una vena en condiciones donde meter la aguja con criterio. Y mira que tengo unas venas que alucinas, ¡pero así son éstas putas cuando se mosquean! Que no vacilaba Burroughs cuando decía lo que decía: que huían de la aguja enterrándose en la carne, pegándose al hueso para escapar del acero, ¡barrenando como lombrices a la fuga! El resto es pornográfico. Eché el pestillo a la burda y llené la bañera con agua caliente, metí las piernas en el caldo y esperé a que se dilatase una vena, me puse la ampolla buceando y con el vicio que tenía me quedé justo como estaba.

En la calle las cosas no iban mejor además, cuando salí llovía con justicia y tuve que coger pista por debajo de las terrazas. Y luego que tardé un huevo en hacerme la minuta: seis botellas de JB que levanté en tres súper diferentes, pateando de un lado para otro buscando el hueco en la intentona. Las pulí en un garito que me pillaba todo y todavía tuve que volver a casa a pertrecharme en condiciones. Eso sí, cuando subí a Cima de Villa iba con un pincho metido en la manga de la chupa y ya podrás imaginar cómo vigilaba las esquinas, una paranoia conmigo que ya veía a los cabezones apareciendo al descuido, ¡armados con bates y cadenas para esparcirme en cachos por el suelo! Pero así es la vida por desgracia. En la Cuesta del Burro le pillé el material a dos mercheros y cogí camino por la playa. Me puse un pico en el tigre de un bar y luego me tiré un rato meditando en la barra, la Voz de Asturias abierto por la mitad para que me dejasen tranquilo. Aunque no había mucho que pensar… Con el patio revuelto lo mejor era hilar por lo fino y esa noche ya estaba en el tren con camino de vuelta. Era lo que había, una retirada necesaria. La paranoia me comía por dentro y no estaba dispuesto a darme de morros con esos majaras.

Una cosa te aseguro no obstante. Y te la aseguro en esta época en la que tiene que ser todo tan correcto, tan aséptico, tan mediático: ¡el siglo de la tolerancia y el diálogo! A estos pavos los plantaba de rodillas al borde de una zanja, ¡sacaba la fusca de la chupa y les vaciaba el cargador en la espalda! Y ya sé que me estoy contradiciendo, que hace un rato te decía que no se puede generalizar y todo eso. Pero es que en esta vida siempre encontramos la excepción que confirma la regla. Y a este tipo de excepciones sólo puedes colgarlas del pescuezo con una cuerda, ¡del pescuezo hasta que mueran!

Y conste en el acta que sólo digo lo que pienso. Y digo lo que pienso porque pienso lo que digo: la única justicia que hay en esta vida es la Justicia Salomónica y ésa sólo puedes tomarla por tu mano sin andarte con milongas.

Se levanta la sesión por este día. Apunta lo que veas que te sirve y que tengas paz en esta vida…

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