“El periodo de enfriamiento de este asesino es muy grande, tanto que podemos descartar la hipótesis de la regulación biológica de la fantasía letal por medio de los neurotransmisores que circulan por nuestro cerebro, como en el caso de Max Luminaria. No, ahora no podemos hablar de la acción de la noradrenalina, ni de la dopamina, ni de la serotonina. Habrán tenido su momento, pero no es el caso con el asesino de niñas vestida de rojo”.
Nuevo informe de Juan Enrique Soto, profiler de Fiat Lux, Jefe de la Sección de Análisis de Conducta de la Policía: «Mientras los demás buscan los indicios físicos, yo busco conductas».
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‘La promesa’, Friedrich Dürrenmatt.
Por Juan Enrique Soto.
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El personaje.
Solo puedo comenzar esta crónica con las palabras del personaje fundamental de la obra, que no es, siento decirlo, el asesino, que además es un asesino en serie, sino el policía. El personaje principal de esta enorme novela es el comisario Matthäi, quien, ya anciano, no para de repetir:
-Yo sigo esperando, yo sigo esperando, él vendrá, él vendrá.
Podría haber comenzado con el retrato psicológico del asesino de niñas, vestidas todas de rojo. Es imposible no pensar en Caperucita Roja y en el malvado Lobo Feroz. Acaso no pudo Dürrenmatt eludir el mito infantil; o no quiso hacerlo. La inocencia mancillada por la maldad. La criatura vulnerable e ingenua a merced de la perversión del adulto. Los sueños infantiles destrozados por la cruda realidad adulta. El bien contra el mal. Un asesino de niñas que no es capturado no tanto por su habilidad para cometer el crimen sino porque lo espacia en el tiempo y en el espacio. Entre una muerte y la siguiente pasan años, sin repetir el lugar, y eso siempre despista. El periodo de enfriamiento de este asesino es muy grande, tanto que podemos descartar la hipótesis de la regulación biológica de la fantasía letal por medio de los neurotransmisores que circulan por nuestro cerebro, como en el caso de Max Luminaria. No, ahora no podemos hablar de la acción de la noradrenalina, ni de la dopamina, ni de la serotonina. Habrán tenido su momento, pero no es el caso con el asesino de niñas vestida de rojo.
Claro que juego con ventaja. Me he leído el libro. Aun así, algo se puede decir de Albert, el asesino de niñas, sin destripar la lectura. El asesino en la obra existe porque se nos informa de las niñas muertas aunque ni de lejos sea el protagonista. No hay agresión sexual; por no haber, no hay ni fantasía sexual asociada al asesinato. Simplemente las ha matado. Con una navaja de afeitar. La sangre debía confundirse con sus ropas. No hay mayor actuación con las niñas. Solo el acto de matar. Y si no hay más actos, es que no hay fantasía que convertir en realidad. Es un mandato el que sigue el asesino que mata niñas. Y ese mandato puede provenir de cualquier cosa: un trauma infantil asociado a las niñas vestidas de rojo; una obsesión; un delirio en forma de voces imposibles de ignorar… Que lo descubra el lector.
El verdadero personaje de La promesa, decía, es el comisario Matthäi, que ni siquiera es el investigador titular del caso. Bien es cierto que él comienza la investigación, pero delega en su sucesor porque él debe marcharse a Jordania a cumplir una misión que será su broche de oro a una magnífica carrera profesional. Sin embargo, el comisario Matthäi comienza la investigación de uno de los asesinatos. No solo ha visto el cadáver de la niña, algo a lo que difícilmente puede llegar a acostumbrarse un policía con muchos trienios a la espalda, sino que se ve obligado a informar a los padres de la víctima del suceso.
Con una frase hecha, pronunciada por simple compasión, en la que se afirma que se descubrirá al culpable, Matthäi sentencia el resto de su vida.
-¿Lo promete usted?
-Lo prometo, señora Moser -dijo el comisario deseoso de marcharse.
-¿Por su salvación?
El comisario quedó perplejo.
-Por mi salvación -dijo, finalmente. ¿Qué otra cosa iba a hacer?
-Entonces vaya -ordenó la mujer -. Lo ha jurado por su salvación.
Desde ese momento, el comisario Matthäi se convierte en el eje de la historia. Y más que el propio individuo, su promesa. A él nos lo describen como solitario, puntilloso en el vestir, formal, carente de relaciones, que ni fuma ni bebe, que domina su trabajo de forma dura e implacable, tan odioso como exitoso. Nos informan de que es inteligente, tiene un doctorado en Derecho, sin sentido del humor, un hombre de organización, que mantiene el aparato de la policía como una regla de medir. Tirando de ironía literaria, el perfil nos choca si pensamos en un agente español, pero, si seguimos tirando de estereotipos, nos cuadra que nos digan que es suizo. Un individuo, Matthäi, que se procura un mínimo de desorden para no volverse loco entre tanto control y orden, de precisión relojera y suiza, para más redundancia.
Precisamente lo que ocurre en La promesa es una lucha contra ese orden aplastante, obsesivo, que condiciona la vida pública y la privada, la organización social y la moralidad individual. Porque La promesa es una novela acerca de la rebelión. La rebelión encarnada en un policía que renuncia, no solo a su futuro profesional, sino a su propia cordura con tal de cumplir el juramento hecho. La profesionalidad llevada a su máximo extremo. Una rebelión que es renuncia a la derrota.
Todos los policías que nos hemos dedicado a la investigación guardamos en nuestras más profundas entrañas algún caso que no hemos podido resolver. Puede que incluso hayamos estado muy cerca de esclarecerlo. Albergamos la seguridad de saber quién fue el culpable; cómo cometió el hecho; por qué lo hizo. Sin embargo, nunca pudimos probarlo. No habrá jornada en que, pensado en nuestra profesión, no nos acordemos del caso aquél. Y se nos amarga el día. Matthäi, el personaje, es uno de esos policías y cobra realidad por ello. Le otorgo piel y huesos, sangre y bilis recorriendo sus circuitos naturales. Le concedo cicatrices, visibles unas, por debajo de la epidermis otras, a la altura del corazón. O del estómago.
“Oí una voz desde el cielo”, afirmará el asesino de niñas vestidas de rojo. La voz que Matthäi escucha proviene de su interior. Y le ha matado en vida.
La pertinente y supuesta detención y el interrogatorio subsiguiente.
Por desgracia, el hecho de que los asesinatos hayan ocurrido distanciados en los años y en el espacio, unido a que se realizan fundamentalmente en áreas rurales, con pocos testigos y nula presencia de cámaras de seguridad u otros medios técnicos tan apreciados en estos días, complicaría bastante la posibilidad de conseguir pistas que olfatear y seguir. Sin embargo, el carácter impulsivo de los actos del agresor seguramente provocaría, tarde o temprano, algún error fatal. Es de desear que ocurra lo antes posible. Cada niña asesinada no dejaría de ser un fracaso de las instituciones que velan por la seguridad de los ciudadanos. Siendo así que, cometido un nuevo hecho, la presencia de indicios físicos en los que sustentar la acusación sería notable y la investigación no llevaría más tiempo que el registro pertinente del domicilio y la incautación y posterior análisis, con resultado positivo, de la navaja de afeitar empleada para cercenar las vidas de las niñas.
Un interrogatorio así, con un asesino cuya causa homicida es debida a un trastorno psicopatológico acompañado de cierta cortedad mental, no suele conllevar demasiadas dificultades, siempre que el interrogador no se confíe ni subestime al detenido y se emplee con la sensibilidad que una mente débil de este tipo, criminalmente hablando, merece.
Estos asesinos acaban confesando con relativa rapidez pues no sienten el freno de la responsabilidad. La razón para matar suele ser la misma que la que les lleva a confesar: su delirio.
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El autor de La promesa, Friedrich Dürrenmatt.
Friedrich Dürrenmatt fue un dramaturgo suizo que escribía en lengua alemana. De mente inquieta, además buscaba expresarse a través de las artes plásticas. Hijo de un pastor protestante, estudió teología y filosofía, de ahí que las cuestiones morales sean el elemento integrador de su obra. “Escribo conociendo lo absurdo de este mundo, pero sin desesperar”, decía, reflejando en una sencilla frase un ideario difícil de mantener estable si no se cuenta con una poderosa personalidad. Como en La promesa, Dürrenmatt mezcla en su obra lo grotesco con lo moral, dándole ese punto de rebelión que todo suizo debe llevar dentro para no sucumbir al exceso de orden, permitírseme el sarcasmo.
La promesa fue un encargo para una película, que se plasmó en el celuloide con El cebo, de Ladislao Vajda, en 1958. Pero Dürrenmatt quiso ir más lejos. Lo logró con cierta crueldad, mucha ironía y un toque de la desesperación de la que afirmaba huir.
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El veredicto hipotético.
La estrategia, sin duda alguna, del abogado defensor de Albert, el asesino de niñas vestidas de rojo, sería declararle inimputable debido a su falta de desarrollo mental y a la presencia de una psicosis que domina su voluntad. La acostumbrada y legal fórmula del “no sabía lo que hacía ni quería hacerlo” sería el argumento de las vistas previas. Con mucha probabilidad, Albert no sería juzgado porque su debilidad mental impediría un juicio justo, esa misma justicia que les faltó a las niñas. Albert sería declarado inimputable. Su presumible condena de cárcel, no obstante, sería sustituida, después de los informes psiquiátricos pertinentes, por una medida de seguridad: el internamiento en establecimiento sanitario. Allí, Albert sería confinado, y tratado, a la espera de que sus condiciones permitieran un juicio cabal, aunque dado su trastorno, tan intermitente que aparece después de varios años, mucho nos tememos que envejecerá entre las acolchadas paredes de un centro sanitario con rejas en las ventanas y un servicio de emergencia provisto de camisas de fuerza.