Filóloga y experta en filología catalana, sección literatura, Anna María Villalonga acaba de publicar con Navona Negra la novela “La mujer de gris”con la que obtuvo el premio Millor Novel.la. en la edición de este año de VLCNegra. Prolífica en el ámbito del relato negro, Anna María, a la que ya sentamos en La Silla Eléctrica de Collbató Negre, desembarca en el territorio Fiat Lux con este cuento que no es lo que parece como descubrirás cuando llegues al final del mismo.
Buen viaje.
Anna María Villalonga: “Las vergüenzas”
Cuando Aldo Pino se apostó en el escondrijo mejor camuflado del parque, aún era muy temprano. Para su ocupación, la semioscuridad representaba un plus. El lugar estaba desierto y hacía un frío intenso. Una niebla sutil, que empezaba a desgajarse en diminutas partículas, se elevaba con pereza desde los parterres húmedos. Aldo Pino, oculto entre árboles frondosos, se estremeció. Eso de llevar las piernas al aire era lo peor, al menos en invierno. Años atrás había probado con otro sistema, el de los pantalones abajo. Parecía más lógico, pero en la práctica resultaba bastante complicado. De acuerdo que le permitía cubrirse las piernas la mayor parte del tiempo, pero también le dificultaba las cosas cuando hacía falta echar a correr. Más de una vez se había visto forzado a huir dando saltos como una rana, con los pantalones en los tobillos, porque la policía o la urbana habían aparecido de golpe sin darle tiempo a recomponer su vestimenta. El sistema gabardina, que usaba ahora, funcionaba mejor. Iba sin pantalones ni calzoncillos, sólo con el calzado, los calcetines, una camiseta y un jersey. Las piernas desnudas, pero cubiertas con la gabardina. Cuando llegaba el momento, abría la parte delantera… et voilà. Podía mostrar las vergüenzas en todo su esplendor. Si por desgracia se imponía largarse, su atuendo no se lo iba a impedir.
A él le gustaba hablar de “vergüenzas”, como si fuera una especie de eufemismo dignificante. Sabía que sonaba un poco antiguo, pero no soportaba las expresiones del tipo enseñar “la polla”, “el paquete”, “el aparato” y cosas así. Le parecía soez. Que fuera un exhibicionista convicto y confeso no significaba que se sintiera cómodo con un lenguaje que, a su entender, no hacía otra cosa más que degradar su forma de vida.
A Aldo Pino, aquella mañana, le pesaba el frío. Ya no era un niño, tuvo que admitir. Se sopló las puntas de los dedos para darse calor y rebuscó en los bolsillos de la gabardina. Maldita sea, se había olvidado los guantes. Pese a todo, esperó con paciencia, cambiando el peso de una pierna a otra como si hiciera ejercicio. Dentro de un rato empezarían a desfilar las cacatúas, un batallón de amas de casa más bien maduritas que cada viernes, a primera hora, iban al mercado. El parque les servía de atajo. Lo cruzaban con sus carros de la compra y así se evitaban un buen rodeo. Algunas iban solas y otras en parejas, parloteando como cotorras. Representaban una clientela fija y segura. Como que llevaban los carros, normalmente no podían escapar demasiado deprisa. Además, las había de una edad respetable, con una agilidad, por decirlo suavemente, más bien escasa. Aunque no podía negar que él prefería a las jóvenes ˗o mejor aún, a las muy jóvenes˗, a aquella hora de la mañana tenía que conformarse. A falta de pan, buenas son tortas.
Se sentía en baja forma. Le escocían los ojos y notaba el estómago un poco revuelto. Tal vez se debiera a la desagradable pesadilla de aquella noche, que le había impedido descansar en condiciones. Por más que lo intentaba, no lograba fijar las imágenes, pero tampoco podía desprenderse de una insistente sensación de ansiedad. Veía algo oscuro, una suerte de peligro inconcreto que acechaba agazapado al final de un largo túnel. Apretó los párpados, tratando de recordar. Nada. No recuperó ninguna otra visión, pero tampoco consiguió sentirse mejor. Desvió la vista a la derecha, por encima de las copas de los árboles. Entre la bruma, distinguió el cercano edificio de la Comisaría Central. También tenía delito exhibirse allí mismo. Los polis le conocían a la perfección y a menudo le utilizaban como cabeza de turco cuando se producía algún incidente, tuviera él la culpa o no. Continuar allí entrañaba un riesgo, ahora que ya no podía correr tan deprisa como antes, pero aquel parque, con diferencia, era el mejor de la ciudad. No sólo para esconderse, a causa de su poblada vegetación, sino también porque contaba con un considerable tráfico de chicas guapas, alocadas y jóvenes. Algunas, se relamía, muy jóvenes. En los alrededores se alzaba un enorme centro comercial. Un paraíso de regalos de Navidad, rebajas de enero y de verano y ofertas de todas clases. Lo más de lo más de la fiebre consumista, la compra compulsiva y el gasto sin control.
A pesar del frío, para Aldo Pino el otoño y el invierno representaban, de largo, la mejor época del año. En especial, las últimas horas de los viernes y los sábados. Las muchachas apuraban hasta el cierre de las tiendas y abandonaban el centro comercial cuando las sombras ya se habían enseñoreado del parque y de la ciudad. Entonces era su momento. Gabardina abierta y ya. La niebla se convertía en su cómplice, una calina helada, con olor a salitre, que llegaba del mar. La cercanía de las playas revestía el ambiente, para su solaz y satisfacción, de una bruma casi opaca, porosa y fantasmal.
Lucía Ramírez se puso el abrigo, se calzó el gorro y bajó la puerta metálica de la perfumería con un golpe seco. Le resultaba menos costoso que hacerlo despacio, porque la puerta pesaba bastante y ella era poquita cosa. Había conseguido el trabajo un par de meses antes, en contra de los deseos de su madre, que estaba empeñada en que no dejara de estudiar. Hija, sin un título no eres nadie, le insistía la mujer un día sí y el otro también, acaba al menos la secundaria, que luego te arrepentirás.
Lucía no lo veía así. Odiaba estudiar. Aborrecía los libros y las clases, la hacían sentirse incómoda, fuera de lugar. En cambio, el trabajo en la tienda de perfumes, una conocida franquicia ubicada en el pasillo más concurrido de aquel moderno centro comercial, parecía hecho a su medida. Atender a las clientas, darles a probar las delicadas fragancias, aconsejarlas, envolver cuidadosamente los paquetes, colocarles un lazo de color, dorado o plateado… Allí sí que estaba bien. Cada mañana se ponía guapa y se encaminaba a la tienda como si fuera a una fiesta. No le importaba salir tarde ni tener que trabajar los sábados o, en fechas especiales, incluso los domingos. Se sentía realizada y feliz, dijera su madre lo que dijera. No todo el mundo había nacido para ser médico o abogado. Ella no tenía ningún interés en ir a la Universidad.
Saludó con la cabeza al guardia de seguridad y salió del edificio, prácticamente vacío. La mayoría de comercios ya habían echado la persiana abajo, pero ella se había demorado un poco con una rubia platino que no acababa de decidirse. Que si Chanel, que si Dior. ¡Cómo se notaba que le sobraba el dinero! Eso también le gustaba. El trato con personas refinadas, tan alejadas del barrio maloliente y superpoblado donde ella vivía que bien podrían proceder de otro planeta del sistema solar.
Caminó calle abajo. La avenida estaba casi desierta y una brumosa condensación salina lo envolvía todo. Los golpecitos de sus tacones resonaban en el silencio. A pesar de la oscuridad, decidió atravesar el parque. Solía hacerlo casi siempre. Si evitaba bordearlo, ganaba por lo menos diez o doce minutos. La boca de metro se hallaba justo en el lado opuesto del centro comercial. Con el frío que hacía, valía la pena intentar llegar a casa lo antes posible. Sacó el iPod del bolso, se hundió los auriculares en las orejas y, a paso rápido, se internó en uno de los senderos de tierra, que serpenteaban casi ocultos entre los árboles de hoja perenne y las farolas de raquítica iluminación.
Aldo Pino la vio aparecer, como casi cada día. Flaca y pequeña, con un andar airoso y una cabellera rojiza que solía flotar al viento. Hoy no. Hoy sólo le sobresalían algunos mechones escarlata por debajo de un gorro de lana oscura, embutido hasta las cejas. Como que era viernes, Aldo Pino había esperado todo el día al cierre de las tiendas, haciendo frente a la inclemencia del invierno y contentándose con descubrir las vergüenzas, sin demasiado entusiasmo, ante las cacatúas de la mañana y ante algunas abuelas temerarias, cuidadoras de nietos, que paseaban los cochecitos por la tarde, mientras había luz. Suerte que al mediodía se había metido una sopa bien caliente entre pecho y espalda. También se había preparado un termo de café hirviendo, con un buen chorreón de coñac, para poder soportar el resto del día. Por desgracia, aquel viernes había resultado un fracaso. Pocas chicas cruzando el parque. Tal vez hacía demasiado frío incluso para comprar.
Sin embargo, allí estaba ella ahora. Tan liviana como de costumbre, casi levitando sobre la tierra húmeda, la música en las orejas y el bolso en bandolera. Una chiquita de cara animosa, con ropa barata pero moderna, intentando aparentar una edad y un estatus que no le pertenecían, que no eran los suyos. Aldo Pino calaba enseguida a las personas. El exhibicionismo comportaba muchas horas de espera y de observación. Qué curioso. En cierta manera, el exhibicionismo también te convertía en un voyeur, aunque pareciera contradictorio. El caso es que Aldo Pino había aprendido a identificar a la gente, a clasificarla. Pasarte el día detrás de un árbol es lo que tiene. Te enseña un montón de cosas sobre la humanidad.
Siguió a la joven con la mirada, desde la distancia. Le gustaba mucho. Inconscientemente, se agarró los dos extremos de la gabardina, dispuesto a actuar. Pero estaba lejos y de lado. Ella no podría verle desde allí. Una vez ya lo había intentado, hacía un par de semanas, pero en el momento cumbre aparecieron dos tipos de la urbana y se tuvo que largar. Hoy, en cambio, iba a tener suerte. Seguro. Avanzó unos pasos tratando de silenciar el ruido de sus zapatos sobre las hojas secas. Qué frío, joder. Las vergüenzas se le iban a congelar. Continuó adelante con extrema cautela. Lo mejor sería girar a la izquierda, rodear el pipicán e irrumpir en medio del sendero por donde caminaba la chica. Cuando se hallara justo delante de ella, se abriría la gabardina y a mostrar. Ella no podría evitarlo. Aunque fuera un visto y no visto, tendría que mirar.
Aldo Pino suspiró. Con eso, hoy se daría por satisfecho. Luego volvería corriendo a casa. Aquel maldito invierno era imposible de soportar.
Lucía hundió las manos en los bolsillos del abrigo mientras Adele se quejaba plañideramente en sus oídos. Never mind, I’ll find someone like you, I wish nothing but the best for you, too. Le castañetearon los dientes y le pareció que toda la humedad del parque se le había instalado dentro. Apretó el paso, ansiosa de perderse en el calor pegajoso del metro. En verano le molestaba el gentío de los vagones y de los andenes, el olor acre a sudor y a humanidad, pero ahora estaba deseando llegar.
Seguramente fueron la prisa y la música las que le impidieron percibir lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Cuando quiso darse cuenta, alguien había emergido de entre los árboles, un hombre de manos grandes que, con un tirón brusco, la arrastró hacia la vegetación. Lucía perdió el mundo de vista. El desconocido la empujó y la hizo caer de espaldas. Sintió que su cabeza rebotaba secamente y que la tierra dura se le clavaba en los omóplatos, en las vértebras. El individuo, casi invisible a causa de la niebla, le arrancó a trozos, con violencia, los leggings elásticos.
Lucía sólo pudo emitir un grito corto, ahogado, casi imperceptible. Un grito triste, de niña asustada. Luego, el individuo le tapó la boca con su gran manaza izquierda y, con la derecha, le destrozó las bragas.
Lucía apenas pudo moverse. Tampoco fue capaz de respirar en el momento en que el hombre, resoplando como un cerdo y con una embestida animal, se metió en su interior.
Aldo Pino caminaba con cuidado por encima de la hojarasca. Intentaba no hacer ruido. Tenía la vista fija en la chica, pero a veces se veía obligado a mirar bajo sus pies. No quería tropezar con los troncos y las raíces que sobresalían del suelo. La luz anémica de las farolas, resultado de la proverbial cicatería del Ayuntamiento, le molestó. Normalmente le servía de aliada, pero esta noche no. Esta noche necesitaba avanzar deprisa. Si no, la chica se le volvería a escapar. Un poquito más de claridad no habría estado mal, joder.
Mientras tanteaba donde colocaba los pies, ya bastante cerca del camino, un sonido sordo le llamó la atención. Alzó la vista. Al principio, no comprendió lo que estaba ocurriendo. Le pareció demasiado rápido, demasiado increíble, demasiado irreal. Luego, como una arcada, le sobrevino el recuerdo de la pesadilla que le había torturado la noche anterior. Y el peligro agazapado en las sombras adquirió de pronto una consistencia palpable, de monstruo descomunal. Entonces le llegó aquel grito seco e inútil, de niñita perdida. Y sí, lo entendió.
Casi no había distinguido al hombre antes de que empujara a la chica hacia el interior de la vegetación. Pero percibió que era grande, muy grande. Y también que su pelo, engominado y muy blanco, relucía como un faro entre la porosa humedad de la calina del mar.
Supo por la tele que se llamaba Lucía Ramírez. Trabajaba en una de las perfumerías de diseño del centro comercial. Tenía diecisiete años. Y ahora se encontraba en coma profundo, en estado crítico, en la Unidad de Vigilancia Intensiva del hospital. Un golpe seco en la base del cráneo le había producido una severísima hemorragia cerebral. El pronóstico, según manifestaba el presentador del telediario, era muy grave. Los médicos no se mostraban nada optimistas. Lucía Ramírez podía morir en cualquier momento o, en el mejor de los casos, quedarse así para siempre, como un vegetal.
Aldo Pino pensó que ése no era el mejor de los casos. Quedarse así… Como la princesa del cuento. Una bella durmiente de guedejas rojas… Con los ojos cerrados. Inmóvil, yerta. Para siempre. Se le removían las tripas. Qué triste, qué mal.
Por lo menos, sentía la tranquilidad de haber hecho lo correcto. Nadie podía pedirle más. Y eso que no era fácil, dada su condición. Los policías le tenían más que fichado. Sabían que se pasaba las horas en el parque con las vergüenzas al aire, casi cada día. Y sin embargo, él se portó. Aunque tuvo que actuar con inteligencia, sin precipitación.
Después de oír el grito de la chica, había sentido la perentoria necesidad de correr hacía ella. La visión de aquel gigante de pelo blanco le había causado escalofríos. Enseguida tuvo claro que aquello no podía acabar bien. Se echó las manos a la cabeza, intentando reflexionar. Durante unos largos instantes, deambuló de un lado para otro como una fiera enjaulada, hollando con sus pasos el césped quemado por el frío. ¿Qué podía hacer? Aquel hombre era el doble de alto que él. Y el doble de ancho. Físicamente, la batalla estaba perdida. Además, los minutos pasaban.
De repente, lo vio surgir a toda prisa de entre los arbustos, echando una ojeada en derredor. Aldo Pino se agachó, a pesar de que la noche ya se había adueñado del lugar. Casi no se distinguía nada, sólo la cabeza blanca de aquel individuo, brillando entre la niebla y la oscuridad. Sería por la gomina. Llevaba mucha. El tipejo lanzó una última mirada por encima de su hombro y luego, casi corriendo, desapareció.
Aldo Pino se estremeció de la cabeza a los pies. ¿Qué habría sido de la chiquita? Pensó en acercarse, pero rápidamente lo descartó. Imposible. No podía arriesgarse a que encontraran sus huellas cerca de ella. Era como gritar directamente a los polis: ¡Venid a buscarme, que he sido yo! Un delincuente sexual que pululaba por los alrededores les solucionaría la papeleta. Y, sin embargo, él jamás haría una cosa así. Aldo Pino sólo disfrutaba cuando le contemplaban. Lo suyo era la emoción de causar revuelo, de ahuyentar casi infantilmente a las víctimas. Se satisfacía mostrándose a distancia, pero el contacto carnal no tenía nada que ver con él. También por ese motivo no podía permitir que le pillaran. Ya había estado en la cárcel, ya sabía lo que significaba. A duras penas conseguía respirar cuando recordaba las vejaciones, la violencia, el dolor. Un exhibicionista entre rejas era como un conejo entre las fauces de un león. La presa más fácil que podía existir.
No. Decididamente no. No iba a exponerse de esa forma, no iba a tentar a la suerte. Se mesó los cabellos, tratando de tomar una decisión. Lo más prudente sería dar un aviso anónimo. Desestimó su móvil, podrían localizar la llamada. Así que se metió en un bar. Un local algo mugriento, con poca luz. El camarero limpiaba unos vasos tras la barra y dos hombres bebían y charlaban en un rincón. Los tres le miraron de arriba abajo cuando entró.
Tal vez debería buscar un sitio que no estuviera tan cerca, intuyó él. Pero enseguida recordó a la muchacha. ¿Y si estaba malherida? No, no podía perder más tiempo. No.
˗ ¿Tienen teléfono fijo? ˗inquirió con voz indecisa˗ Es para una llamada urgente.
El barman cabeceó, sin dejar de observarle. Aldo Pino miró hacia abajo, a su propio cuerpo. Se aseguró de llevar bien abrochada la gabardina, aunque no estaba seguro de si, por debajo de los faldones, se le veía algún fragmento de pierna. No, eran manías suyas. Estaba bien tapado. Aún así, se apretó aún más el cinturón. El hombre del bar le acercó un teléfono lleno de dedadas.
˗ Aquí tiene.
˗ Gracias.
Marcó el 112. Le respondieron enseguida, no tuvo que esperar. Sin identificarse ni extenderse en detalles, expuso lo ocurrido y dio la localización exacta del lugar donde podrían encontrar a la chiquita que había sido atacada. Luego, devolvió el sucio aparato.
˗Ya está.
Con la satisfacción del deber cumplido, salió de nuevo a la calle. Se quedó en los alrededores del parque hasta que oyó las sirenas. En esta ocasión, la cercanía de la comisaria había resultado providencial.
Después de ver la noticia en la tele, se acostó. Estaba agotado, pero no pudo dormir. La imagen de la joven Lucía acudía a su retina sin descanso. El gorrito de lana, el bolso cruzado sobre el pecho, los pasitos elásticos, como de pájaro, en el sendero de tierra. La chica que quería ser otra persona. Qué pocas oportunidades le había dado la vida. Menuda mierda.
A las cuatro de la madrugada, harto de dar vueltas, Aldo Pino se levantó. La casa estaba helada. Se embutió en una sudadera vieja, que casi no le cabía sobre el pijama, y se aposentó frente al televisor, con una cerveza en la mano. Bebió un par de sorbos y se calmó un poco. A ver si conseguía relajarse, joder. Cuando empezaba a notar en los ojos el agradable cosquilleo del sueño, unos golpes insistentes, duros como martillazos, le llegaron desde el recibidor. El susto casi lo mata. Le pareció que todo el edificio iba a derrumbarse, pero lo único que se vino abajo fue su puerta. Se puso en pie de un salto, sin saber qué hacer. La botella de cerveza se estrelló a sus pies, rota en mil pedazos. ¿Qué coño…?
Alguien, en tono inapelable, vociferó:
˗ ¡Aldo Pino! ¡Policía!
˗ ¿Policía? Pero… ¿qué ocurre? ¿Qué quieren?
˗ ¿Te llamas Aldo Pino?
˗ Sí, bueno, pero… yo…
˗ Aldo Pino, te vienes con nosotros. Estás detenido.
Lo que sucedió después sí que fue una pesadilla en toda la regla. Los policías, sin dejar de gritarle, tiraron de sus brazos y le colocaron las esposas. Sintió que lo empujaban bruscamente y oyó que mencionaban el nombre de Lucía. Percibió palabras como violador, degenerado y cabrón. Bajaron la escalera, ellos insultándole, él a trompicones, y lo metieron en un coche con la sirena en el techo. Las primeras luces del alba despuntaban a lo lejos. Aún no había tráfico. El vehículo, rodando en el silencio, atravesó rápidamente la ciudad.
Él intentaba explicarse, pero no le escuchaban. Repetía como un mantra: yo no he hecho nada, soy inocente, qué quieren de mí. Si es por esa chica, se equivocan del todo. He sido yo quien les ha dado el aviso, no quería que le pasara nada, pobrecilla. Soy inocente, lo he visto todo, sé quién ha sido, sé cómo es. Puedo describirlo, les puedo decir cómo es.
El poli que se sentaba a su lado le dio un golpe en la oreja con la mano abierta. Tan fuerte, que a él le pareció que algo se había desprendido dentro de su cabeza.
˗Cállate, cabrón. Ya se te ha acabado enseñar la polla por ahí, pervertido de mierda.
Aldo Pino comenzó a lloriquear. Continuaba farfullando.
˗No he sido yo, no he sido yo. Puedo describir al culpable, puedo describirlo.
˗No vas a engañarnos, asqueroso. Nadie te va a creer. Todo el mundo te ha visto mil veces en el parque. Todo el mundo.
˗Sí, eso no lo niego. Pero a la chica yo no le he hecho nada. Al contrario, yo les he llamado a ustedes, yo he llamado al 112 desde un bar. Seguro que allí me recuerdan.
˗Claro que te recuerdan. Y recuerdan tu gabardina y los pelos de tus piernas, cabrón.
No le volvieron a dar conversación. No le dijeron nada. Al llegar, más empujones, más insultos y la entrada por la puerta grande en la Comisaría Central. Aldo Pino gemía, aterrorizado, pero se propuso no perder el último resquicio de esperanza. Los análisis científicos podrían demostrar que él jamás se había acercado a la muchacha. No encontrarían en ella ningún rastro de él. Ni piel, ni semen, ni un pelo siquiera. Nada. Intentó respirar profundamente. Sí, eso le salvaría. Seguro. Quizás le encerraban unos cuantos días por exhibicionismo, pero la violación de Lucía no se la podrían endosar.
Le sentaron en un banco y le hicieron esperar un rato larguísimo. Las esposas le apretaban. Quería pedir que se las aflojaran, pero no se atrevió. Cuando la luz del nuevo día ya se colaba decididamente a través de los cristales de las ventanas, el agente que le había golpeado se materializó ante él.
˗Venga, levanta, que te espera un día guapo, cabrón. Ahora vamos a ver al inspector García. Después, ya verás lo divertido que es estar aquí.
Intentó volver a respirar profundamente. Si un inspector le interrogaba, tal vez podría explicarse mejor. Después, con las pruebas científicas, todo se aclararía definitivamente. Se levantó sin ayuda, un poco más animado. El policía le guió por un largo pasillo y empujó la puerta del último despacho de la derecha.
˗Entra ˗le ordenó.
Y Aldo Pino, con un suspiro esperanzado, entró.
El imponente inspector García le miraba sonriendo desde el otro lado de la mesa, sentado en su butaca de piel, echado hacia atrás. Sostenía entre las manos una taza de café.
Aldo Pino no dijo nada, no habló, no respiró. La saliva de su boca formó un grumo sólido en el interior de su garganta, imposible de tragar.
˗Siéntese.
Aldo Pino no lo hizo. ¿Para qué? Sabía que estaba irremediablemente perdido. Lo supo en cuanto entró. Justo cuando descubrió el pelo blanco del inspector García, bañado en gomina, reverberando como un destello de nieve contra el sol matinal.