Pamplonés y pamplonica, y con África en el alma, Carlos Erice aparece en territorio Fiat Lux con este relato intrigante con atmósfera guineana. No contentos con ello, le hemos sometido a nuestro interrogatorio, y mientras procesamos las respuestas dejamos anotados algunos datos de este recolector de premios.
Su bio oficial dice que se licencio en económicas y empresariales y que vivió un tiempo en Sevilla. Dice también que tiene en circulación la novela “Beautiful Rhodesia” y un amplio manojo de relatos y cuentos.
Lo que no dice es que tiene una peña cojonuda en Pamplona, Anaitasuna, donde él y su banda guisan de la hostia. Y tampoco dice, por ejemplo, que días antes de Pamplona Negra tuvo que hacer los recortes más arriesgados que se recuerdan en su Estafeta frente a un ciberataque de unos hackers que decían ser yihadistas.
Carlos Erice, “El rencor siempre tiene buena memoria”
Los niños son crueles. Les gusta reírse del diferente, señalarlo, mofarse de él. Son verdaderos expertos en hacer sufrir al que consideren inferior o distinto.
Disfrutan.
Son sádicos.
Nadie, nadie como ellos para torturar a los demás.
Del diario de R.D.N., localizado entre sus efectos personales.
Número de registro 2013/AS-368
Cuerpo Nacional de Policía
Llueve. A mares. Como si nunca fuera a parar. Y, pese a los años, no terminas de acostumbrarte. No, no terminas.
Aunque allá hubiera épocas en las que caía igual.
O más, incluso, mucho más.
Rodeas la taza de chocolate caliente con tus manos heladas mientras observas la cristalera empañada; figuras con paraguas, figuras con prisas, figuras con bolsas. Algunas luces de Navidad adornan borrosas la plaza.
Desde luego, chica, quién te habrá mandado embarcarte en semejante aventura. En mala hora descubrió tu hija esa página web. Pero qué le vas a hacer, te puede la nostalgia, te puede.
Sí, la nostalgia.
Hace ya más de cuarenta años que abandonaste Santa Isabel, la que desde entonces se llama Malabo. Más de cuarenta. Como tú, muchos otros españoles salieron de Guinea, huyendo de Macías. Pero nunca, nunca conseguiste olvidar aquel cielo, la tierra roja ni la calidez de las gentes de la colonia. Y en tu corazón aún perviven radiantes las sonrisas de los niños bubi.
Ese rincón de las www te ha devuelto tu infancia. Has encontrado un lugar donde personas como tú comparten sus recuerdos.
Que son los tuyos.
Fotografías de la catedral de Santa Isabel, en la plaza de España, donde fuiste bautizada; el puerto viejo; las playas salvajes con los cayucos varados en la arena; los jardines frondosos con sus palmeras y ceibas interminables; vuestros domingos de paella y carrusel deportivo al borde de la piscina del Club Náutico.
Reconoces caras.
Y todos opinan en el foro.
Comentan las imágenes, proponen reencuentros, discuten, preguntan, recuerdan chismes, se lamentan e incluso dejan sus números de teléfono. Tú no puedes ser menos, Isabel, no puedes ser menos. Sorprendentemente, uno de esos desconocidos dice que vive aquí mismo, en la que ha sido tu ciudad desde el 86. En esta tierra verde y lluviosa te habrás cruzado por la calle con cualquier compañero de juegos de tu infancia africana y no habrás sabido reconocerlo.
Será Tino, hijo de Gabriel, el funcionario de Correos, que vivía en la calle Reina Victoria. O Ramón, cuyo padre era interventor en el Banco Hispano Americano y al que echaron del Cine Jardín una Semana Santa al no aguantarse la risa mientras veíamos, una vez más, Quo Vadis. O, tal vez, sea alguno de aquellos jóvenes guardias civiles, tan elegantes y altivos cuando desfilaban por la avenida del General Mola en el día de la Virgen del Pilar. Entre los aplausos de los bubi.
Por eso estás aquí, con la taza entre las manos, porque antesdeayer llegó un mensaje a tu correo hotmail, ese que apenas sabes usar, firmado por un tal Wengé, y que ya te has aprendido de memoria:
Estimada Isabel:
A través de la web que nos une a los nostálgicos de Guinea Ecuatorial, he podido comprobar con agrado que ambos residimos en la misma ciudad. Ya casi abandonando la cincuentena, cada vez siento una mayor añoranza por mi tierra natal, de la que tuve que salir por las trágicas circunstancias políticas y económicas de todos conocidas. Allá quedaron mis posesiones, mis amigos y las tumbas de muchos de mis seres queridos. He rehecho mi vida en España y me la gano honradamente en el sector de la construcción. Pero el deseo de compartir recuerdos con mis paisanos se agudiza. Disculpe mi osadía, pero me haría muy feliz si aceptase compartir conmigo una taza de chocolate, guineano, por supuesto. Este sábado, a las seis, en el Café Iruña, en los porches de la Plaza del Castillo.
Allí estaba, por tanto, escrutando impaciente a través del ventanal, a la espera de ver quién aparecía entre la nube de paraguas. Se había presentado media hora antes de la convenida. No había contado nada en casa. A su hija adolescente le advertía una y otra vez sobre los peligros de contactar con desconocidos a través de esos chats. Por no mencionar la horrible ortografía que empleaban. En cambio, Wengé, con su educada y amable invitación, proponía un escenario radicalmente distinto. ¿O no? Isabel lo encontraba divertido, romántico incluso. Un correo electrónico poco tenía que ver con las cartas perfumadas de su juventud, aquellas ardientes declaraciones de amor, de lenguaje florido y pulcra caligrafía. Pero había producido en ella el mismo cosquilleo ilusionante. Una divorciada de cincuenta y muchísimos años, concentrada en su trabajo y poco dada a salir y a la vida social, no estaba acostumbrada a vivir experiencias tan excitantes.
Recordó a los chicos de su adolescencia, músculos incipientes y bronceados, jugando en la playa o zambulléndose en el mar. Ella siempre procuraba protegerse del sol ecuatorial, con un salacot blanco cubriendo su melena rubia y unas blusas estampadas que escondían su delicada piel pecosa y un cuerpo del que no se sentía especialmente orgullosa.
Adoras las fotos que ves una y otra vez en esa web. Aquella ciudad tuya, en cuyo honor llevas tu nombre. Vuestro estilo de vida, vuestras casas, vuestras calles, vuestros amigos.
Vuestra huida precipitada, poco después de la independencia.
El embajador español informó a tu padre y a los otros de que no se encontraba en condiciones de garantizar la seguridad de los europeos de Fernando Poo. Solo conseguisteis llevaros lo poco que pudisteis meter en tres maletas. Vuestra casita blanca de estilo colonial en Punta Cristina y el Mercedes color crema se quedaron allá, para siempre, pegados a la nostalgia.
Menos de cinco minutos para las seis. Que no se te note nerviosa. Supones que él también se estará preguntando si te conoce, si habrás cambiado mucho en estos años. Él habrá engordado y perdido pelo, claro. ¿Lo reconocerás? O lo que es peor, ¿fuisteis amigos entonces y ahora no sabrás recordarlo? Sois más o menos de la misma edad, y casi todos los españoles de allá os tratabais. Deberías acordarte. Sí. Pero ha pasado el tiempo, mucho, demasiado.
No te hagas ilusiones. Solo es un hombre con el que vas a tener muchísimos recuerdos comunes y cientos de cosas de las que charlar. Melancolía compartida por la tierra añorada, por la juventud perdida, por el futuro no vivido.
Nada de afanes románticos, no me seas tonta.
Pero hoy, por si acaso, estrenas ropa y has pasado por la peluquería. Tienes que vencer a las canas si pretendes seguir pareciendo rubia.
Vibra el móvil. Qué oportuno. Tu hija. Un mensaje de texto. A ver si puedes recogerla a la salida del cine. Buena excusa si no te encuentras cómoda con ese hombre. Veamos si eres capaz de contestar a la cría con otro mensaje.
Sin darte cuenta, una figura se ha plantado junto a tu mesa. No has oído la puerta ni sus pasos hacia ti.
—¿Isabel? Soy Wengé.
Sobresaltada, levantas la vista. El teléfono móvil se te escurre.
Ahí está.
Es él.
¡Y cómo ha cambiado!
¡Está tremendamente guapo!
Mientras sus manos apretaban con fuerza y odio, un carrusel de imágenes giró por su mente.
Los insultos de los niños blancos, que no le dejaban jugar con ellos.
Sus desaires, sus humillaciones.
Pero, sobre todo, el desprecio de aquella niña rubia, que le había parecido un ángel de belén la primera vez que la vio.
Y que después se portó con él como el más cruel de los demonios.