El Diario de... 1

El Diario de un banquillo. Por Graziella Moreno.

En un banquillo hay pena, dolor, tragedia, venganza, odio, ruina… Por un banquillo pasa la maldad y la justicia, la vida y la muerte, el castigo y el perdón.

Sensaciones y sentimientos que vive en primera persona la jueza y novelista Graziella Moreno, y que serán la base, pertinentemente ficcionada, de este Diario de un banquillo que hoy inauguramos con una historia tremenda y terrible.

Lean, lean.

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El Diario de un banquillo.

Por Graziella Moreno.

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El mechero.

Rebeca sube las escaleras de su casa cargada con tres bolsas llenas de comida. Ha dejado dos garrafas en la entrada, bajo los buzones, para recogerlas luego; si David estuviera de humor podría bajar a buscarlas y le ahorraría dos viajes, pero eso no lo sabrá hasta que lo vea. Cuando ha salido a comprar, él todavía roncaba ruidosamente en el sofá.

Está contenta porque hoy ha cobrado las horas que ha trabajado este mes cuidando a una señora mayor que vive en la misma calle. No es mucho, pero junto con lo que saca haciendo de canguro, van tirando. David ya ha agotado el desempleo y cobra una ayuda que ella no ha visto ni de lejos. Pero hoy tiene que ser un buen día, se dice con una sonrisa cansada, mientras resopla para llegar a su piso que es el último de la finca sin ascensor en la que viven desde que se casaron hace veinte años. En el supermercado se ha encontrado a Rogelio, el dueño del bar de la esquina y le ha regalado un mechero con el nombre del local que ha guardado en su bolso, casi sin darle las gracias. Es amable con ella, aunque no es que hablen a menudo. Hasta hace unos meses, David y Rogelio trapicheaban con droga, pero tuvieron una pelotera en la que volaron vasos y botellas, y desde entonces, que ella sepa, no han vuelto a verse.

La escalera es estrecha, siempre necesitada de una mano de pintura. No está demasiado iluminada y la barandilla se balancea peligrosamente. Se detiene en un rellano para recuperar el resuello y recuerda el día de su boda; David le dijo que la subiría en brazos, pero se cansó al llegar al tramo donde está ahora. Ya en su piso, los dos jadeaban entre risas, eran jóvenes y estaban viviendo una historia de amor como en las películas que a ella tanto le gustaban. Tenían veintidós años y estaba embarazada del chico más guapo del barrio, el que hacía suspirar a todas con su pinta de macarra, su chaqueta de imitación de cuero y su tupé negro. El que fumaba poniendo cara de malo y robaba las motos para revender las piezas, del que se decía que se metía coca, pero que sus ojos azules, como los de un bebé, hacían que a Rebeca le temblasen las piernas cuando la miraba. No le importó cuando su padre le zurró con el cinturón al enterarse de que andaba con él, ni que su madre le dijera que le iba a arruinar la vida, a su niña, a la que había puesto ese nombre por aquella película tan bonita en la que una chica pobre se casaba con un rico viudo dueño de una casa y un jardín preciosos, al que su primera mujer le había destrozado la vida. No los escuchó, David era su hombre y ella, la única que podía hacerle feliz; sus otras novias no habían salido bien paradas, pero Rebeca era diferente, o al menos así se sentía. David era un rebelde, un incomprendido y necesitaba la dulzura que sólo ella podía darle.

El embarazo la llenó de alegría, ahora serían una familia y todo les iría bien. Él no encajó muy bien la noticia al principio y tras gritarle que “qué coño hacía que no se tomaba la pastilla”, le arreó un bofetón que le cruzó la cara y la insultó hasta hacerla llorar. Ella se lo perdonó porque era normal que estuviera nervioso, y porque le quería. A veces a su padre se le escapaba la mano con su madre y tampoco era para darle tanta importancia. Se casaron en el juzgado, aunque a ella le hubiese gustado una boda en la iglesia del barrio con un vestido blanco de cola larga. Tuvo que conformarse con uno mucho más sencillo, bien ancho, porque ya estaba de siete meses.

Cambia las bolsas de mano y reinicia el ascenso. “Igual me riñe porque he comprado demasiado”, piensa con una cierta angustia. Pero en la nevera sólo hay cervezas y embutido a punto de caducar. En el siguiente tramo, escucha cerrar la puerta de la vecina de enfrente, Reme.

Tras la boda, él encontró trabajo de mecánico y cuando nació Jonathan, ella se sintió la mujer más feliz del mundo. Su hijo tenía los ojos de su padre y éste traía dinero a casa. Volvía tarde, oliendo a alcohol, a tabaco y en ocasiones, a algún perfume barato, pero ella no decía nada. Él se reía de ella diciéndole que tenía el culo gordo, que se le caían las tetas y que ya no servía ni para follar. Ella se aguantaba las ganas de llorar y cuando estaba sola se miraba en el espejo, odiando su cuerpo por no ser como antes, esbelto, con una cintura que podía rodearse con las manos, y un culo firme como a él le gustaba.

-Hola Rebeca, vas muy cargada, niña-  la saluda Reme cuando llega a su altura.

Ella levanta la vista y la mira, esbozando una sonrisa. A pesar del tiempo que hace que son vecinas, siempre la llama “niña”. Su vecina acaba de cumplir los setenta y está en mejor forma que ella, sobre todo desde que su marido murió después de haber pasado años sin poder salir a la calle por un parkinson furibundo.

-Cuando vas a la compra ya se sabe, acabas con el carro lleno sin darte cuenta.

-Y que lo digas- asiente la otra-. Por eso salgo cada día, me pesan las piernas ¿sabes niña? Tengo que cuidarme, porque si no lo hago yo…- frunce los labios y eleva la mirada al techo. La observa y baja el tono de voz-. ¿Y tú cómo andas? Hace días que no te veo, pero…- deja la frase sin acabar y la mira con compasión, entrecerrando los párpados que se llenan de una telaraña de arrugas.

Rebeca sabe que se refiere a los gritos y los ruidos que se oyen a través de las finas paredes. Gritos de su marido y gritos de dolor de ella, ruidos de rotura de cristales y de puertas reventadas, durante meses, durante años, que consiguieron que al cumplir los dieciocho, su hijo, el sol de su vida, marchase de casa, harto de aguantar a su padre, harto de despreciarla a ella por dejarse tratar como una basura, para dedicarse a su pasión, los piercings y los tatuajes. Hace mucho que no sabe nada de él, pero le echa de menos todos los días. De vez en cuando mira las fotos de cuando era pequeño y por unos momentos, retrocede a esa época en la que todavía creía que podía ser feliz.

Aparta la mirada, turbada, y responde:

-No hemos coincidido, todo bien- y coge de nuevo las bolsas para seguir subiendo.

Reme ve en sus ojos que es inútil seguir hablando y con un suspiro se aparta y la deja pasar.

-Ya nos veremos niña. Cuídate mucho- dice a su espalda mientras inicia el descenso con precaución.

-Hasta luego- murmura Rebeca sin poder evitar que sus ojos se llenen de lágrimas, y parpadea para no dejarlas salir. Lágrimas de tristeza y de rabia, de no saber darle la vuelta a su vida, como hacía su madre con los calcetines de su padre cuando los zurcía, cosía los rotos y quedaban como nuevos. Ella ya está rota por dentro pero sospecha que no hay un zurcido para ella.

Llega a la puerta de casa y abre con las llaves. No se oye nada. Quizá sigue durmiendo. “Ojalá” se dice a sí misma, así podrá colocarlo todo y meterse en la cocina, su reino, donde escucha la radio y se siente protegida. El resto de la casa es territorio de él, y de sus cervezas, de su tabaco, y de lo que tenga para meterse. Contiene la respiración mientras entra con sigilo y accede a la cocina que está a su izquierda. Cierra la puerta y con toda la rapidez de la que es capaz, guarda las cosas en la nevera y en los armarios. Cuando acaba, suspira satisfecha. “Ahora sí que da gusto” se dice con las manos en las caderas. Al menos tienen para unos cuantos días.

Abre la puerta despacio y escucha. Silencio. Debería ir hasta su cuarto para quitarse los zapatos y cambiarse. Hace bastante que ella duerme en la habitación de su hijo y David lo hace donde le viene en gana. Ya no está gorda, al contrario, ha perdido demasiado peso, ahora todo le cuelga, pero no la ha vuelto a tocar como no sea para arrearle una paliza cuando está demasiado borracho o demasiado frustrado consigo mismo, con todo, con el mundo. Camina de puntillas por el pasillo, largo y oscuro. Su marido habrá bajado las persianas porque a esas horas debería estar entrando la luz del sol y tiene que caminar a tientas. Busca el pomo, lo hace girar con cuidado para que no chirríe y pulsa el interruptor. Se queda paralizada.

-¿Dónde coño estabas?- gruñe su marido incorporándose de la cama en la que está tumbado.

Se sienta y la mira con esos ojos azules que han dejado de ser de bebé para transformarse en los de un animal enjaulado, inyectados en sangre, desconfiados, bajo un ceño siempre fruncido. Ha perdido bastante pelo, mechones grises y descuidados se arremolinan sobre sus orejas. Los excesos le han pasado factura en su rostro y en su cuerpo en el que una barriga incipiente tensa la sucia camiseta azul con la S de Superman que ha conocido días mejores.

Rebeca se queda muda, de pie, sin saber qué contestar.

-Joder- él rebusca encima de la cama y localiza el paquete de tabaco, saca un cigarrillo y se lo pone en la boca-. ¿Y la mierda de mechero?- levanta las sábanas y deshace todo, tirando la almohada al suelo. Ella recuerda que esta mañana, antes de salir lo ha dejado todo bien colocado, sin arrugas, como le enseñó su madre.

-Yo no tengo mechero, ya lo sabes-contesta con sequedad.

Al instante se arrepiente de sus palabras, han sonado demasiado atrevidas para ser suyas. Pero ya es demasiado tarde. A él tampoco le han sonado propias de ella, por lo que alza la cabeza y la mira, sorprendido:

-¿De qué vas? Será mala leches, la puta…- se levanta y se acerca a ella-. A ver si nos sujetamos esa lengua, que ya sabes que te toca recibir – sus labios se curvan en una sonrisa de anticipación que deja ver sus dientes manchados de nicotina-. ¿De dónde vienes?- repite y en un solo movimiento le arranca el bolso del hombro y mete la mano dentro.

Rebeca abre la boca para protestar, pero la prudencia le dice que se quede quieta y le deje hacer. Arde en deseos de dar media vuelta y correr hacia la cocina, pero aguanta.

-¿Y esto, puta?- triunfante, él sostiene en su mano el mechero que le ha dado Rogelio, lee el nombre del bar y sus ojos se inflaman- ¿Te lo ha dado ese cabrón? ¿Te lo has follado?- se acerca a ella y le escupe la saliva en la cara-. Pues sí que ha sido una mierda de polvo si te paga con esto.

Con la mano libre le da una bofetada y le coge del pelo, echándole la cabeza hacia atrás. Ella se retuerce, intentando liberarse pero no puede. Muerta de pánico, mientras él sigue gritando, encoge la pierna y le da con la rodilla a la altura de la ingle y por un instante, él abre su mano y al sentirse liberada, le atiza una patada, esta vez sí, en la entrepierna y la suelta del todo. Llorando, sale al pasillo y corre hacia la puerta, pero él la sigue, con una mano en sus partes y la alcanza antes de que pueda abrirla. La tira al suelo, la arrastra hasta la cocina y se queda mirándola, encogido, sudando y con una expresión de dolor en su cara.

-Ahora voy a matarte puta, te voy a dar la paliza más grande de tu vida- se desabrocha el cinturón y se lo enrolla en una de las manos, esbozando una sonrisa demente.

Rebeca llora y suplica, a pesar de que sabe que no surtirá efecto. Retrocede hasta el mueble de la cocina, se incorpora como puede y consigue asir el cuchillo de cortar el pan. Se da la vuelta y se enfrenta a él que en un primer momento se sorprende y luego se echa a reír a carcajadas:

-¡Joder! ¡Mira la puta ésta! ¿Qué te crees, que me das miedo?

Ella siente que ha llegado al límite; por su cabeza pasan una sucesión de imágenes: el día de su boda, su hijo cuando nació, la mirada de compasión de su vecina, su madre víctima como ella de su propia vida, la cama que había hecho con tanto cuidado esa mañana, ahora deshecha…Se abalanza sobre él, cuchillo en mano, ya no importa nada, no le importa a nadie. Pero le fallan las fuerzas, no acierta a clavárselo y él se lo quita y se lo hunde en el estómago.

Incrédula, se mira, ve el mango de madera en su cuerpo y la sangre que poco a poco mancha su vestido. Se desliza hasta el suelo y su mirada queda clavada en el techo. Él jadea, la observa con los ojos desorbitados y todavía con el cinturón en la mano, sale corriendo de la casa.

Todo queda en silencio, “qué paz” piensa ella mientras la vida se le escapa. Quizá ahora podrá ver el jardín de aquélla película que tanto le gustaba a su madre, aquélla de donde sacó su nombre, para su niña, la que tenía que haber sido feliz, como una princesa de cuento de hadas.

 

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    Miguel Oros dice: 24 mayo, 2016 a 19:50

    Fantastico fantastico!!!!!!

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