El mejor amigo y compañero de equipo del astro argentino del Juventus se pegó un tiro en la cabeza con 17 años cuando lo perseguía la policía para matarlo.
NAHUEL GALLOTTA (@nahuelgallotta)
La Policía sabe del tipo moreno, ese morocho que se les viene escapando. Lo tienen en el punto de mira, lo buscan hace ya un tiempo. Para ellos es el pandillero que una noche tiroteó la comisaría sexta para ven-gar la muerte del líder de su banda. Es el mismo que, después de otro robo, mató a un policía, con lo que se convirtió en un carta blanca, un ladrón a quien los agentes pueden matar y luego, con toda impunidad, plantarle un arma e informar que se trató de un intenso tiroteo.
El morocho —en la cédula de identidad Darío Coronel, pero le dicen guacho (niño) Cabañas— sabe que no lo espera una detención ni un instituto de menores. Cuestión de vida o muerte. Mató a uno de ellos y lo van a matar.
Es de noche y la persecución es en Ciudadela, al oeste de Buenos Aires. Falta una cuadra para llegar a Fuerte Apache y ahí sabe que no lo atrapan, en los monoblocks se les pierde. Corre hasta la calle Besares y frena; ayuda a sus compañeros a saltar las paredes de una casa. Se da vuelta. Es el último. Quedó solo. Los patrulleros doblan y lo ven de espaldas, tratando de trepar. Está rodeado. De golpe, Cabañas comprende que esta vez no hay posibilidades. Y no lo duda: en el barrio siempre se decía que antes de que la policía mate a un chorro, prefiere matarse él. Entonces saca su pistola, la monta y se pega un tiro en la sien. Es 2001 y tiene diecisiete años.
En la mitología futbolística siempre se creyó, se cree y se creerá que los mejores jugadores, los de mejor pie y mejor dominio, salen de las barriadas. Maradona, Riquelme, el Kun Agüero o Di María, entre otros, fueron en su día villeros, pibes de potrero que sacaron de estas humildes canchitas barriales la técnica que no se aprende en ningún otro lugar del mundo.
Para todo Fuerte Apache, en los mapas oficiales barrio del Ejército de los Andes, uno de los más peligrosos de Buenos Aires, el morocho es aquel pibe que pintaba para crack de la selección nacional; que lograba que técnicos y directivos de club grande fueran a buscarlo a los monoblocks donde vivía. Tenía un socio que estaba siempre detrás de él en la tabla de goleadores. Dicen en el Fuerte que eran un par de trastos.
Arrancaron a jugar juntos desde muy chavales. Los dos nacieron en 1984, vivieron en el Nudo 1 del Fuerte, estuvieron juntos en la escuela y jugaron en el mismo potrero y en muchos de los mismos clubes, empezando por el All Boys. Adentro de la cancha se puteaban, pero afuera eran inseparables. A los 11 años, los llevaron a una prueba en Vélez Sarsfield, el mejor club del momento, que venía de consagrarse campeón de la Copa Intercontinental en Japón ante el Milan. Darío se quedó; su amigo no. Le decían
Carlitos, Tévez de apellido.
“Jugaban juntos y hacían desastres,” recuerda Didí, vecino y técnico en Santa Clara, club de los monoblocks en el que Tévez y Cabañas jugaban los domingos. “Yo quería dar la charla técnica y me decían “No nos rompás las bolas. Vos ponete a tomar mate con las viejas, que el partido lo ganamos nosotros dos solos”. Yo decía que Cabañas podía haber llegado primero que Carlitos. Y mirá donde está Carlitos y mirá dónde está Cabañas”.
En el verano de 2013, cuando Cabañas llevaba doce años muerto, se hizo oficial el traspaso de Carlos Tévez, delantero del Manchester City, previamente del Manchester United, al Juventus de Turín por diez millones de euros.
Unas noches antes de matarse, y con la noticia de Tévez citado para la Selección Sub 17, Cabañas caminaba llorando por el barrio. Didí, lo vio, y se le acercó.
“¿Cómo puede ser?, explicame. Yo no puedo entender cómo ese pelotudo [Tévez] llegó a Primera y a mí me está buscando toda la policía… Me quieren matar, Didí. Si yo jugaba mejor, vos sabés, Didí, cómo jugaba yo. Y mirame cómo estoy. Todo el día con esto”. Señala la bolsita de pegamento, la droga de los pibes más pobres de Buenos Aires. Cuando no aspiraban eso, lo hacían con combustible.
Didí quiere armar allá, en la esquina, cerquita del córner, un nichito a la memoria del que todo el barrio dice haber sido mejor jugador que Carlitos Tévez.
Por ser paraguayo, y por su cuerpo macizo, y por cómo aguantaba la pelota contra el piso, y por su cara de malo, a Darío lo apodaron Cabañas, en alusión a un delantero grandote, hábil y goleador que tuvo Boca Juniors a comienzos de los 90. Cabañas fue Tévez antes que Tévez. Era el mejor de los siete chicos de 6 años que integraron la primera formación de un equipo ganador, gloriosamente reconocido por el mundo del fútbol infantil: la Categoría 84 de All Boys. Cuando le preguntaron a los chavales quién debía ser el capitán del equipo, todos respondieron lo mismo: Cabañas.
El entrenador era Norberto, el Tano, Propato, que dirigía su club a treinta cuadras de los monoblocks, pero iba por Fuerte Apache con una camioneta arruinada y levantaba lo que su buen ojo de cazatalentos del suburbio le indicaba que sería un gran jugador. Propato vio una tarde a Tévez, que entonces tenía cinco años, pateando unas piedritas en la canchita del complejo habitacional. Vio también a Darío, pateando esas mismas piedritas o tal vez otras, en un lugar donde todos los monoblocks, todas las calles, todos los potreros, todos los nenes, todo es tan igual a todo.
En un club de baby fútbol de Ciudadela, a 30 minutos de distancia del centro de la Ciudad de Buenos Aires, Propato no se cansa de contar anécdotas sobre Cabañas. “Puf, qué jugador… era un monstruo, eh. Todo el ambiente del fútbol hablaba de él. Hasta era mejor que Carlitos. Pero el problema era la conducta”, es lo primero que dice.
Además de llevar y traer a Cabañas, Propato debía conseguirle botines y lograr que regresara con el estómago lleno, la misma tarea que tenía con los demás chicos de Fuerte Apache, incluido Tévez. Los pasaba a buscar en su camioneta estanciera. Cuando la chata no arrancaba, los chicos la empujaban para que Propato, en segunda velocidad, pudiera ponerla en marcha. Su hija también formaba parte del proyecto: a la salida del entrenamiento, ayudaba a algunos de los chicos a hacer la tarea del colegio.
ROBOS VIOLENTOS
“Hubo un momento a los 15 años,” recuerda Propato, “que se peleó con todo el mundo, porque era muy calentón. Yo dirigía Comunicaciones, y un día aparece en la práctica, porque me adoraba, y me dice: “Quiero jugar en Comunicaciones”. “¿Acá?,” respondió Propato. “Tenés tantas chances de ir a Boca, a River, podés jugar en el equipo que vos quieras. ¿Cómo vas a venir a jugar con nosotros? ¿Estás loco?” Cabañas era consciente, pero estaba convencido: “Es que yo quiero venir a jugar acá porque estás vos. Vos sos el único que me puede controlar un poco. Estoy metido en muchos problemas.”
Propato lo entendió, y sintió que si el muchacho repuntaba podía en pocos meses estar otra vez en los mejores clubes. Quedaron en verse al día siguiente, pero Cabañas desapareció. Esa fue la última vez que lo vio.
En Vélez siempre fue el ocho titular. Tenía épocas. A veces andaba bien, y otras desaparecía de los entrenamientos durante semanas. Varias veces técnicos y directivos fueron a buscarlo a un barrio que no pisarían ni locos si no fuese por un pichón de crack. Iban, pero Cabañas siempre se escondía, como si fuesen policías. Hasta que se cansaron. Se dice que una vez robó cosas de un bolso de un compañero, y lo dejaron libre, con el pase para que se buscara otro club. Dicen también que Cabañas se lo tomó en broma. Que ese día se volvió a Fuerte Apache cagándose de la risa. Pero que desde ese día, los robos fueron cada vez más violentos. Y comenzó a consumir muchísimo más. Esa fue la última imagen que dejó en el barrio.
“Yo tengo la imagen de que el pibe era un rejugador. Pero también la del pibe que a los 13 años venía a entrenar con olor a marihuana. Jugaba estando refumado. Una vez tuvo un problema con un pibe más grande del club. Se peleó a las piñas, perdió, y al día siguiente fue a buscarlo con un revólver”, dice Carlos Pérez, otro que podría haber sido Tévez, o Cabañas. Tévez, porque cuando cumplió 13 y se terminó el baby fútbol, pasó junto al crack a Boca, a cambio de diez mil dólares en concepto de pelotas, pecheras y conos. Pero también fue detenido tres veces por robo. Pero no era un carta blanca, así que fue a la cárcel. En la última condena le cayeron cuatro años por un robo de automóvil.
Como el propio Tévez ha declarado en más de una ocasión, el destino previsible de muchos muchachos villeros es el de acabar drogado, en la cárcel o muerto. A él lo salvo el fútbol. Pero a Cabañas no.
LA LEYENDA DE LOS BACKSTREET
Debajo del Nudo 1 de Fuerte Apache hay un quiosquito y una remisería (un servicio de taxi fuera del circuito regular). Enfrente, unos banquitos y una cancha de tierra con arcos sin redes. Desde principios de los 90, allí se juntaban unos tipos que llevaban ropa ancha, suelta, camisetas de la NBA, zapatillas galácticas, viseras. Lo de la ropa ancha, además de ser moda, servía para que no se notasen las pistolas. Se hacían llamar los Backstreet Boys como la megavendedora boyband americana.
Hoy los Backstreet son pura leyenda. De casi veinticinco jóvenes, viven cuatro. Los demás pasaron a engrosar la lista de muertos por enfrentamientos con la policía o bandas rivales, suicidios, la bala fatídica de la ruleta rusa, fallecimientos en cárceles o accidentes automovilísticos. Hubo un internado en un psiquiátrico de México y otros pocos están en prisión, cumpliendo largas condenas. Sin embargo, con más de cien asesinatos atribuidos, en su día eran la banda más pesada de las treinta pandillas que operaban en el barrio, con las que se disputaban el poder a tiros. Siete de cada diez detenidos eran menores y portaban armas. Cada vez que la policía mataba a un Backstreet se generaba un clima de guerra, y en venganza, los pandilleros tiroteaban la comisaría sexta, la del barrio. A los velatorios iban armados hasta los dientes, pegando tiros al aire, como despedida al muerto. Su líder, un tal Joselo, viajaba robando bancos por todo el país y llegó a fugarse de una cárcel de Tucumán.
Cuando fueron desapareciendo los Backstreet grandes, quedaron los jóvenes. Y las armas. Así se inició una nueva generación de chicos, entre ellos Cabañas, que se criaron idolatrando al que robó camiones blindados, al que tomó rehenes y salió en la televisión, o al que mató a un policía. En Fuerte Apache, los próceres no son las glorias patrias como Belgrano o San Martín, sino los ladrones. Los ídolos como Tévez, lo son hasta los 12 o 13 años. Después, ya no.
Cabañas tenía diez, once años, y era el único nene de su edad al que los Backstreet dejaban quedarse con ellos, pese al código pandillero de mantener la actividad delictiva y sus preparativos alejados de los niños. Era su carisma, su chispa, su personalidad la que lograba ese permiso. Y lo escuchaba y lo veía todo. Era la mascotita de la banda: lo mimaban, lo mandaban a comprar cervezas o cigarrillos, le daban dinero para golosinas. Los pibes grandes tienen esa imagen grabada: ellos fumando marihuana, pensando qué ir a robar más tarde, y a Cabañas yéndose con el bolsito a entrenar, y ellos lo animaban a seguir jugando al fútbol y llegar a Primera para poder comprarse una casa e irse del barrio. Cuando no entrenaba estaba con ellos. Su madre se había ido a Paraguay con sus hermanos, y a él lo había dejado con su padre, que lo golpeaba y tenía problemas con el alcohol. Por eso, el guacho Cabañas prefería estar en la calle.
Como todo pibe que tuvo necesidades, con el dinero de los primeros robos a pequeños comercios o supermercados chinos, iba a comprar conjuntos deportivos y zapatillas Nike. Es lo suyo en el barrio. Tener. Mostrar. Aparentar. Ocultar la pobreza tras un par de zapatillas. Ello implica seguridad, confianza hasta para encarar a una mujer. Pero Cabañas compartía. O se las ingeniaba para que todos los chicos de su barrio se privaran de la menor cantidad de cosas. Caminando por Fuerte Apache, se frenaba en los kioscos que había nenitos, se sacaba dinero de los bolsillos y compraba cosas para que comieran. Jugando en Vélez, a los compañeros que venían a entrenar desde barrios como el suyo, haciendo combinación de colectivos o trenes, les daba para el remís. Y en los días de práctica en el predio de entrenamientos de Vélez, a veinte cuadras del Fuerte, sus amigos esperaban escondidos sobre la Avenida Juan B Justo. En algún momento el guacho iba a patear a propósito el balón para afuera, y más tarde, en los potreros, se iba a jugar con una pelota que los pibes no veían más que por la televisión.
BOLSITA DE PEGAMENTO
Esteban, uno de los Backstreet que quedaron vivos, lleva por encima del tobillo izquierdo un tatuaje con el nombre de Cabañas. Hablaban mucho. Cabañas lo escuchaba, lo admiraba, lo veía como un hermano mayor. Esteban formó una banda de rap llamada F.A! que grabó varios discos, y hoy sigue viviendo de la música. Recuerda que el guacho lo alentaba, “tu música re va, es la piola, un día la vas a pegar. Aparte vos ya tenés un hijo, y le tenés que dar todo”. Recuerda que una noche se cruzó con el guacho caminando por los monoblocks y le dijo: “Cabañas, te tenés que rescatar. La policía está matando a todos los pibes, el próximo podés ser vos. ¿Cuándo te vas a dejar de joder con todo esto?” Cabañas, sentado en un cordón de la vereda, mirándolo a Esteban parado, le dijo: “Es que yo nací chorro y me voy a morir siendo chorro”.
Otro ex Backstreet, Marcelo, se acuerda perfectamente del guacho: “En dos años hizo desastres. Fue un pibe al que le gustó el primer robo, y bueno, después nadie le pudo parar… Le daba la sangre para robar cualquier cosa, pero le faltó un compañero de robos que lo guiara, para hacer las cosas bien y no terminar como terminó, solo, matándose para que no lo matara la policía. Iba muy drogado a robar”.
Pino Hernández, coordinador de las inferiores de Vélez, lo ve desde otro ángulo: “Hubiera sido el ocho de la Selección. Era muy peleador, pero te defendía eh, defendía a los compañeros, pero a veces no se medía. Después se encontró con amigos que lo llevaron por el mal camino y a eso no lo pudo superar. Creo que si hubiese tenido una buena familia, alguien que lo contenga en su casa, hubiese tenido otro final. Nosotros, a los chicos como él los tenemos dos horas por día en el club, el resto del día se la pasan en sus barrios”.
En 2001, Cabañas, con su característico look de anillos y cadenas de oro, andaba siempre con la pistola en una mano y la bolsita de pegamento en la otra. Una vez, manejando una moto por las calles de los monoblocks, un perro callejero lo corrió, y de un tarascón le pinchó la cubierta de atrás. Cabañas frenó, apagó la moto, sacó la pistola y lo mató de un tiro. Por la única razón que dejaba su uniforme era por el fútbol en su barrio. Cuando escuchaba el ruido de una pelota picando en la tierra de los potreros, dejaba todo a un costado y se ponía a jugar.
UN CEMENTERIO DE POBRES
Hace calor en el distrito de Tres de Febrero. Es un día cualquiera de septiembre en un cementerio público del Conurbano, en el que hay feo olor. Aquí descansan todos los pobres de Buenos Aires. En el casillero 57, de la fila 10, está la tumba de Cabañas. La foto lo muestra contento, con el pelo bien peinado y cortito, prolijo. Alrededor hay rosarios, mensajes de amigos, botellas, cigarrillos de tabaco y de mariguana. Aquí lo despidieron a los tiros. Aquí llegó un micro de amigos para darle el último adiós, tan alejado de lo que pudo ser y no fue. Aquí descansa. Desde aquí ve todo. Ve que en Europa, la Juventus de Carlitos Tévez se queda fuera de la Champions ante el Galatasaray. Perdió faltando cinco minutos para el final. Aunque su amigo de pibes ya es el máximo goleador del calcio.
Igual, si Cabañas hubiera estado, a lo mejor, habría entrado por la derecha, dando indicaciones a sus compañeros, como lo hacía cuando jugaba en All Boys, con la camiseta blanca y negra, igual a la de la Juve. Habría recibido la pelota del enganche, por la izquierda, y Tévez habría puteado porque otra vez estaba solo por la derecha. Y Cabañas con la pelota en los pies. Y Cabañas con todo el potrero encima, definiría a un costado del palo, con un toque suave, con un pase a la red, para que la pelota entrara despacio. Y luego habría buscado a Carlitos, con el que pateaba piedritas descalzo en Fuerte Apache y decían ser mejores amigos, para darle un abrazo como se daban jugando en la 84 de All Boys. Habría sido, pero no, no salió, no pudo ser.
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