15 de julio de 1912. Lunes. Pío Baroja y Antonio Machado acaban de publicar ‘El árbol de la ciencia’ y ‘Campos de Castilla’. Los periódicos son todo guerra mundial y a duras penas se abren hueco en las portadas la polémica por el peso del pan, la exitosa operación de la gentil artista La Fornarina o la fastuosa ceremonia en París por el traslado de los restos mortales del creador de La Marsellesa.
Esos mismos periódicos anunciaban que pagarían cinco pesetas por fotografía publicada de algún asunto de palpitante actualidad. Fotografías como la que encabeza este expediente: la muerte de quien intentó matar por mal de amores.
Reescribimos la Crónica Negra, la traducimos al fiatluxiano y la servimos ribeteada en ficción noir: #Expedientes. Con Barroso-Benavente (no pierdas el hilo a esa firma).
Amores cojos.
Por Barroso-Benavente.
El coñac te hace carraspear. Hace calor y sudas. Hace horas que caminas de un lado a otro de tu habitación, en camiseta interior. Estás desquiciado, joder. No lo entiendes y eso hace que te hierva la sangre. ¿Dónde se ha visto esto? ¿Por qué? Sólo hay una explicación: ella está jugando contigo. Lo sabes. Lo intuyes. Eres inteligente. Mucho. Más que ella. En tus tarjetas de visita lo pone en relieve: Francisco Martínez Vite, Profesor de Instrucción Primaria. ¿Y ella quién es? Nadie, solamente una modistilla de tres al cuarto que juega con tus sentimientos. La conociste semanas atrás cuando fuiste a dar clase a su hermano pequeño en la calle del Prado, y todo al principio eran sonrisas y tonteos. Hasta que pasó lo que pasa siempre. Te abriste. Le ofreciste tu corazón y ella jugó con él. Contigo. Rechazándote. Como todas. Rameras…
Das un nuevo trago y enciendes un cigarro. El calor es sofocante. Joder, parece que vivieras encima de una fundición. Tragas saliva pero tienes la boca seca. Resoplas. Das una calada y te detienes delante de un espejo de cuerpo entero. Otra vez. Esa puta sensación en la boca del estómago. Esas voces dentro de tu cabeza. Esa imagen distorsionada de ti mismo. Ese ser contrahecho parece reírse de ti dando la razón a las que como Fernandita te condenaron a la soledad. Pero no. Sabes que no es más que eso, una imagen, un reflejo. Joder. Eres un genio. Estás por encima del bien y del mal; de la belleza y la fealdad. Eso no deja de ser algo banal. Digno del populacho. Del pueblo analfabeto. De esa vida de la que quieres sacar a Fernandita. Se lo merece. Es un ángel en la tierra. La hermana mayor de uno de tus alumnos. Un alma en pena que se desvive por él. Una madre perfecta para tu prole. Alguien a quien amar como no has amado antes. Esa boca. Esos ojos. Ese cuerpo de mujer recién estrenado a sus diecisiete años…
Alguien pasa por la calle cantando. Te asomas a la ventana abierta de par en par. Un borracho que camina haciendo eses. Tiras la colilla deseando darle y que se prenda fuego. Combustión espontánea. Un milagro lo llamaría esta sociedad analfabeta en la que vives sintiéndote preso. Resoplas. Una campana retumba en la lejanía. Seis veces. Las seis de la mañana y tú desviviéndote por alguien que no lo merece. Joder. La imagen del espejo sigue anclada en tus ojos. ¿Cómo va a querer alguien como ella a un tipo como tú? Alguien solitario y que le dobla la edad. No. No está bien lo que sientes por ella; pero peor aún está que ella trate de rechazarte como lo ha hecho. ¿A ti? ¿Qué pretendía? ¿Qué fue aquello de acompañarte hasta la calle después de la última clase para mandarte a paseo con esa cara de no haber roto un puto plato en la vida? ¿De verdad pensaba que te ibas a dar por vencido tan fácilmente? Estaba mintiendo y lo sabes. Joder, le temblaba la voz cuando te hablaba y no se atrevía a mirarte a los ojos. La razón es muy sencilla. Te quiere tanto o más que tú a ella, y le da vergüenza reconocerlo. No deja de ser una cría. Es normal. Tú eres un hombre de mundo. Tu generación peleó en Cuba y Filipinas. Has visto la miseria y la derrota. El hambre y el miedo en los ojos de aquellos que volvían de ultramar destrozados por la guerra.
Ahora mismo estás tan borracho que no sabes si en verdad combatiste o no es más que otra de tus invenciones. Tal vez el hombre del espejo viniera de allí. De Baler. De San Juan y El Caney. Tal vez no sea más que un héroe de guerra mutilado por los enemigos de la patria. Razón de más para que Fernandita y otras tantas hubieran cedido a tus deseos. Perdiste años de tu juventud luchando porque el Imperio no se desintegrara. Porque todo fuera como había sido siempre. Pero no. No eres nadie para ellas. Tal vez habría sido mejor morir allí. Dejar esta mierda de mundo para quien la quiera. Igual habría dado que lo hicieras combatiendo al enemigo para salvar a tus compañeros o de enfermedad. El resultado habría sido el mismo. Los libros de Historia hablarían de ti. No como ahora. Un simple profesor de instrucción primaria que persigue a las hermanas de sus alumnos como un sátiro…
Tus manos tiemblan cuando coges la botella de coñac para servirte otra copa. Lo necesitas. Las penas mejor ahogarlas en alcohol. Un trago. Los ojos se te inundan de lágrimas. Otro sorbo. Otro cigarrillo de picadura. Una calada larga como paso previo a la densa humareda en la que se pierde todo. El hombre del espejo. Fernandita. Las otras. Tus miedos. Todo. Eres un genio, joder. La vida no te trata como debería. Si la gente de verdad supiera quién eres, cuál es tu potencial…
Te detienes en seco en mitad de la habitación. El sudor corre por tu cara. Tienes la ropa pegada al cuerpo y el pelo apelmazado en la frente. ¡Claro! Cómo no se te habrá ocurrido antes. Eso es. Demostrar al mundo quién eres. Hay veces que es necesario dar un pequeño paso al frente para destacar entre la mediocridad que te rodea. Das una última calada y te acercas a la mesilla. Ahí tienes todo lo que necesitas. Papel y lápiz. Coges tu viejo revólver y compruebas que está cargado. Sonríes y lo vuelves a guardar. El tiempo apremia. Esperas que la bebida no haga que tu pulso tiemble demasiado a la hora de escribir lo que tienes que escribir. La prueba de tu valía. No va a ser más que una mera representación de algo trágico, pero quieres llevar todo atado y bien atado. Para en el futuro, quizá con los años, recordar el día de hoy y reír entre carcajadas de aquello que una vez hiciste por amor.
Primera hora de la mañana. No has dormido nada. Estás ansioso. Todo está ensayado. Perfectamente engarzada cada parte del plan. Lo repasas mentalmente una vez más mientras te acercas al taller donde trabaja Fernandita. Es la hora de la verdad.
Entras y la buscas con la mirada. Allí está. Cortando un retal de tela mientras sujeta un manojo de alfileres con los labios. Esos labios que en breve podrás besar para siempre. La llamas. Te ignora, o tal vez no te ha oído. Te acercas a ella sintiendo las miradas extrañadas de sus compañeras. Mejor. Así tendrás testigos de tu gran conquista.
Llegas a su altura. Finges estar afligido y le dices atropelladamente que su madre ha enfermado y el médico te lo ha pintado todo muy negro. En estado de shock te pregunta que qué tiene. Mierda. No contabas con este detalle. Coges aire y la agarras del brazo, repitiendo muy despacio, mirándola fijamente a los ojos, que su madre está muy enferma. Ya habrá tiempo de ponerle nombre a la dolencia, aunque sabes que ésta es tu jugada maestra y no va a ser necesario recurrir a la ciencia médica una vez que hayas dado el siguiente paso.
En todo caso a la ciencia forense llegado el caso, ironizas viéndola salir a toda prisa del taller hacia su casa. Te despides de sus compañeras con una sonrisa de galán de folletín y la sigues en la distancia.
Está realmente preciosa. Los nervios le han conferido una agilidad a su cuerpo y sus andares…
Aprietas el paso. Estáis llegando a su portal y no puedes dejar que entre en su casa. Todo se iría a la mierda. Sabes que el resultado será el mismo, pero mejor evitar interferencias. La cosa tiene que fluir según lo has planeado.
– ¡Fernanda!- gritas, haciendo aspavientos para llamar su atención- Espérame, por favor.
Confundida se encoge de hombros y se detiene. ¡Qué hermosa es! Llegas a su altura. La agarras una vez más del brazo. Sientes su carne tierna y tibia bajo la ropa de trabajo.
– Tengo algo que decirte antes de entrar en tu casa- dices con voz nerviosa.
Fernandita te escucha con los ojos desencajados por el pánico y la boca abierta. Perfecto. En ese estado será más fácil decirle lo que quieres decirle. Carraspeas y te armas de valor.
– ¿Aceptas mi cariño, si o no?- preguntas al fin con una voz demasiado cavernosa, nada que ver con la ternura que pretendías.
La joven acaba de olerse la tostada. Te fulmina con la mirada, sabiendo que todo ha sido una mentira. Pero aún así no monta ningún escándalo que llame la atención de las autoridades. Tu jugada maestra da sus frutos. Finalmente ha caído en tus redes amorosas. Sabías que decir que su madre estaba próxima a la muerte haría que viera lo que tú querías que viera. La vida es efímera. Todos tenemos fecha de caducidad, y qué mejor compañero que tú para…
– Sabe que no, señor Martínez- responde interrumpiendo tus pensamientos-. Se lo he dicho una y mil veces. ¡No!
Dicho esto, se dispone a entrar en el portal airada. Palpas el bolsillo del pantalón. Ahí está tu revólver. No querías llegar a este punto, pero no te deja otra alternativa. Tiras de ella y le apuntas con el revólver a la frente. Tiene que comprender de una vez que si no es tuya, no será de nadie. Aunque el arma está descargada y todo sea parte de una escenificación que parece sacada de una tragedia griega. Todo es ficción. El tambor no tiene cartuchos dentro. O tal vez sí…
La idea surca tu cabeza al mismo tiempo en que empezáis a forcejear. Tiene fuerza. Jadea por el esfuerzo y te sientes excitado al sentir su aliento en tu cara. De pronto una detonación la hace salir despedida hacia atrás y caer al suelo con un gesto de pánico en la cara.
– No, no. Mierda, no. ¿Por qué?- gimes, alejándote a toda prisa-. La he matado. No tenía que salir así. No. El arma tendría que estar descargada. Sólo quería demostrarla que soy un hombre capaz de todo por el amor de la mujer de la que estoy enamorado…
Sin ser consciente de ello llegas a una tienda cercana. Tu aspecto asusta al tendero, que no duda en ofrecerte una silla y un vaso de agua para que te calmes.
– Vengo horrorizado de lo que acabo de ver- dices tras dar un sorbo con la mirada perdida en las baldosas del suelo.
– Díganos, ¿qué ha visto?- pregunta el dependiente deseoso de que le pongas al corriente.
Esbozas una sonrisa cansada y sin mediar palabra alguna apoyas el cañón del revólver aún caliente en tu sien. Suspiras y tras decir que la mataste por amor aprietas el gatillo. Pum. Final del cuento de hadas…
… lástima que más que una historia de amor lo vuestro pareciera una fábula y ahora es cuando viene la moraleja. Fernandita no murió. Sólo resultó herida y siguió con su vida. En cambio tú…
Justicia poética podríamos llamarlo.