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China: los pueblos del SIDA

“Caían como hojas de los árboles”, cuenta una testigo de la epidemia de SIDA que asoló el país en los años 90 por la venta ilegal de sangre y transfusiones contaminadas y que ha supuesto uno de sus mayores escándalos de salud pública.

Por Ana Fuentes.

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El “cabeza sangrienta” o comerciante de sangre recorría los campos de la aldea Ding montado en su motocarro. Al llegar a la parcela donde estaba el campesino arando la tierra, montaba su tenderete de extracción casera (bolsas, agujas y vías que reutilizaba una y otra vez) y le ofrecía al labriego unos 50 yuanes (unos 7euros). El hambriento campesino se tumbaba directamente en sobre la tierra y le ofrecía sus venas. “Si el comerciante le sacaba demasiada sangre, el campesino se mareaba tanto que no podía seguir trabajando ni regresar a casa, por lo que el comprador le levantaba las piernas y se las sacudía para que la sangre le llegara de nuevo a la cabeza. Cuando se sentía mejor, volvía a remover la tierra con el azadón o regresaba a casa dando bandazos por el camino”, cuenta Yan Lianke, autor de una novela sobre el drama de unos 100.000 infectados por las malas praxis en la venta de sangre y transfusiones en centros ilegales desde 1987 hasta finales de los 90.

En los años 90, Yan Lianke no había oído hablar en su vida del SIDA. Un día recibió en su casa un sobre anónimo con documentación sobre una enfermedad que estaba esquilmando su provincia natal, Henan, una de las más pobres de China. Años más tarde, se decidió a acompañar a un amigo periodista a una de las aldeas que aparecían en aquella información sin remitente. Allí le contaron historias espeluznantes sobre la “enfermedad de la fiebre”, como todavía se la conoce en algunas zonas rurales, que “se le clavaron en el corazón como una pinza”.  Yan decidió ficcionar lo ocurrido en su novela El sueño de la aldea Ding (Ding Zhuang Meng, 2006), prohibida en China.

“Extiende tu brazo. Muestra tu vena. Cierra el puño. Y ganas 50 yuanes” era uno de los eslóganes populares en este comercio de oro rojo. En sus cuerpos los campesinos vieron la fuente de ingresos que no encontraban en la tierra seca, asolada por la sequía recurrente. Algunos vendieron cada día hasta perder el sentido. Primero, para comer, pero pronto porque querían comprarse un champú o mejores zapatos, escapar de la miseria vital. Los comerciantes se hicieron construir casas de varias plantas, circulaban en buenos coches, casaban a sus hijos con familias pudientes sin preocuparse por la dote.

A los aldeanos con miedo a vender sangre por si eso les debilitaba para trabajar se les presentó otra opción: acudir directamente a su centro de salud para vender plasma. En las clínicas les aseguraron que volverían a transfundirles la sangre una vez extraído el plasma. Lo que los pacientes no sabían era que todo se había almacenado en contenedores comunes, con lo que cualquier virus se propagaría de forma instantánea. Para obtener más ingresos, los propios hospitales animaban a la gente a someterse a transfusiones innecesarias.

Las autoridades locales sabían lo que estaba ocurriendo. No se opusieron al frenesí. La economía de los condados se desarrollaba, cumpliendo las directrices del Partido Comunista, y los gobernantes podían ponerse medallas con sus superiores en Pekín.

Durante unos años las noticias no llegaron a la capital, pero a finales de los años 90 el gobierno era plenamente consciente de que una enfermedad siniestra estaba azotando Henan, Shanxi y Anhui (en el centro del país). Desde Zhong Nan Hai, La Moncloa china,  se trató de poner freno a la debacle introduciendo restricciones al comercio de sangre y prohibiendo el uso de instrumental no esterilizado. En 2004 se implantó un programa por el que empezaron a distribuir medicamentos antirretrovirales en algunas aldeas, a realizar análisis y a otorgar ayudas a los niños huérfanos y familias afectadas. En muchos casos ya era tarde.

Paralelamente, el gobierno chino adoptó su estrategia más habitual para gestionar las crisis de reputación: cerrarse en banda. “Se trata de uno de los mayores escándalos de salud pública de la historia china, y sin embargo las autoridades nunca han dado explicaciones abiertas sobre lo que ocurrió”, aseguran los activistas de Aizhixing, una ONG pequinesa que trabaja con las víctimas y que lleva años sufriendo el acoso de las autoridades.

En 2005 el por entonces primer ministro chino Wen Jiabao, famoso por adoptar la cara amable del régimen y desplazarse a zonas afectadas por catástrofes, visitó una de las aldeas del SIDA y se reunió con los enfermos. Un encuentro estrictamente vigilado y formateado que desató la ira de muchas víctimas. “Yo quería verle y que nos escuchara, pero un policía me agarró por el pelo y me estampó contra el suelo”, declaró una mujer al diario japonés Asahi Shimbun. A 11 pacientes que esperaban la llegada del político junto a la carretera se los llevaron antes de que apareciese el coche oficial. Una de ellas estuvo detenida casi un mes sin cargos.

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china-671090_960_720Calvario judicial

Sólo por venta de sangre o transfusiones ilegales se estima que unas 100.000 personas contrajeron VIH durante la década de los 90. Al menos 10.000 seropositivos han muerto desde entonces, según cálculos de Chen Bingzhong, un ex funcionario de Sanidad octogenario que en 2010 llegó a escribirle una carta al entonces presidente Hu Jintao para pedirle responsabilidades.

Hasta la fecha, ningún cargo público ha sido multado ni condenado por alentar o conocer los hechos. “¿Cómo es posible que no se haya juzgado a ningún gobernante y que este escándalo no haya llegado a las más altas instancias judiciales?”, se preguntan en Aizhixing. Y ellos mismos se responden: “Porque es una regla no escrita en China que los juzgados tienen prohibido aceptar a trámite demandas de seropositivos infectados por transfusiones contaminadas”.

¿Qué les queda a las víctimas? Primero, agotar todas las instancias legales. Los infectados por transfusiones en un hospital suelen tener más voluntad de reclamar porque sienten que todo les ha venido dado. Pero muchas no saben leer ni escribir y tiran la toalla al comprobar que en sus comarcas los juzgados desestiman sus demandas. Los que pueden permitírselo y no sufren amenazas o presiones, contactan con ONGs y con la prensa, que tiene poco margen de acción dado el nivel de censura. Al final, el último recurso es convertirse en peticionarios.

La del peticionario es una figura histórica en China. Desde la época imperial se le llama así al ciudadano que acude a la capital reclamando justicia al gobierno central. Los casos más habituales son los de corrupción, expropiación forzosa de tierras o abusos como una negligencia médica de este calibre. Los peticionarios rara vez son escuchados, se caracterizan por su indefensión y, en algunos casos, por los malos tratos a los que les someten las autoridades. Durante los grandes acontecimientos públicos en los que el gobierno quiere mostrar poderío y progreso, como por ejemplo los Juegos Olímpicos de 2008 o los aniversarios del Partido Comunista, la consigna es eliminar sistemáticamente a esos manifestantes de las calles.

“Los 30 años de apertura y reformas en China [el país empezó a liberalizar su economía de forma oficial en 1978] son al mismo tiempo los 30 años de propagación del VIH”, reza un informe de la asociación Aizhixing. “A muchos peticionarios se les devuelve a sus pueblos, se les confina a arresto domiciliario, o bien se les encierra en hoteles o directamente se les mete en prisión”.

La prisión puede ser clandestina, en las llamadas cárceles negras: fábricas, habitaciones en la planta baja de los hoteles o pisos que el gobierno mantiene a estos efectos. La ONG Chinese Human Rights Defenders (CHRD) publicó en octubre de 2014 el informe “Te golpearemos hasta la muerte con impunidad”, en el que recoge miles de abusos a ciudadanos en los últimos cinco años en cientos de prisiones ilegales en Pekín y 11 provincias del país. Los testimonios son demoledores: palizas, negación de alimento y agua, vejaciones. Algunas personas han llegado a estar encerradas durante seis años sin derecho a juicio.

“Lo que más me impresionó de toda esta situación [de las víctimas del comercio de sangre] fueron las dificultades de la existencia, y las tinieblas y debilidades de condición humana”, relata Yan Lianke.  A raíz de lo que escribió sobre los pueblos del SIDA se ha convertido en un proscrito en su país, pero no ha querido exiliarse. Otros no han soportado la presión o no les ha quedado más remedio que hacer la maleta. Es el caso de velar Wang Yang Hai, médico y activista, fundador de Aizhixing, Se marchó de Pekín en 2012 con los nervios destrozados. “Echo mucho de menos poder trabajar en China, pese a todo”, me confiesa por teléfono desde Connecticut, Estados Unidos.

El término oficial, recogido en la Ley china, para referirse a un enfermo de SIDA, es “persona peligrosa”. Al desamparo legal de víctimas y activistas se suma el desconocimiento del resto. El SIDA/VIH sigue siendo uno de los grandes tabúes en China. En 2001, un informe oficial apuntaba que sólo el 20% de la población (unos 260 millones de 1.360 millones) sabía lo que era el SIDA. Existen unos 780.000 seropositivos, según datos de 2012, pero la mitad no tiene ni idea. “No sabemos dónde están”, explicaba el director de cine Gu Changwei, muy implicado con el tema, a un periodista británico hace un par de años. Las ONG relatan que en 2012 se diagnosticaron casi 69.000 casos nuevos. Muchos contagios provienen del sexo con prostitutas; que en el sur abundan los contagios entre drogodependientes que comparten agujas; y que los contactos entre hombres homosexuales están aumentando considerablemente en los últimos años. De hecho muchos gays prescinden de preservativos porque creen que el virus solamente lo portan los extranjeros. Pero es complicado trabajar con el colectivo de seropositivos porque es muy heterogéneo y muchos no se atreven a reconocer su enfermedad.

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Parias

Los enfermos que salen del armario tienen además que lidiar con el ostracismo social. El pasado diciembre, 200 habitantes de una aldea en Sichuán, el sur oeste del país, firmaron un manifiesto para que las autoridades se llevaran a un niño de ocho años enfermo de VIH, según el diario Global Times. Uno de los firmantes era el propio abuelo de Kun Kun (seudónimo del muchacho), un granjero de cerdos que llevaba cuidando de él varios años. La madre del crío, que contrajo VIH cuando estaba embarazada, desapareció. El padrastro se desentendió y dejó de pasarle una manutención al abuelo. Kun Kun no tiene permiso para entrar en la escuela del pueblo y se pasa el día vagando por las calles.  “A los vecinos les da pena, no es más que un niño inocente. Pero eso del SIDA nos da demasiado miedo”, se justificaba el jefe local del Partido en un portal de noticias oficial.

El caso agitó el debate en Internet. Circularon fotos del Kun Kun, mensajes de repudia a sus vecinos. Las autoridades todavía no se lo han llevado a una institución en la capital, como pide su abuelo, pero han accedido a costear su tratamiento médico.

Porque al contrario de lo que pudiera pensarse en un país que se define como “socialista” o “comunista”, en China las medicinas no son gratis. Una enfermedad grave puede suponer la ruina para una familia. La tasa de ahorro es llamativamente alta, entre otras cosas, porque la gente necesita un colchón por si le falla la salud. En algunas provincias se administran antirretrovirales gratis a los enfermos, pero muchos son medicamentos que en Occidente han dejado de recetarse por sus efectos secundarios. También existen programas para tratar a los seropositivos con medicina tradicional china. “En comparación con la medicina occidental, que tiene muchos efectos secundarios y es demasiado cara, el coste de la medicina tradicional china para el tratamiento del VIH/SIDA es relativamente bajo y comporta menos efectos secundarios. Los doctores aseguran que la terapia con hierbas protege y aumenta la inmunidad de los pacientes”, rezaba una nota de propaganda oficial publicada en 2005.

Wang Ping He tiene 30 años y se infectó con sólo 12 años cuando sus padres le llevaron al hospital para una operación de tórax. Cuando salió de quirófano no sabía que estaba enfermo. Volvió al colegio pero empezó a tener fiebre “durante meses” y algunas mañanas no era ni siquiera capaz de abrir los ojos. Un tribunal de su comarca le concedió una indemnización de 8.000 euros, pero sigue peleando por acceso gratuito a tratamiento. Lo peor, le relataba a un diario británico, es la inmensa soledad. “Estoy solo todo el día. Veo la televisión. Todo el mundo sabe que soy portador del virus y nadie quiere estar conmigo”.

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