Sevilla. Septiembre de 1903. Temperaturas de 40 grados. Un crimen incendia del todo aquel infierno. No se habla de otra cosa. Bueno, sí, del río.
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Miguel Molina Moreno, trabajador de la fábrica de gas de la ciudad, asesinó a su cuñado Cayetano Álvarez en la habitación que compartía con él y con su hermana (ahora viuda), Dolores. El muerto, harto de la convivencia en el cuartucho de Pascual de Gayangos 84, anunció que se marchaban. Su mujer se negó a separarse de su hermano y Miguel sacó a la muerte a solventar la cuestión: los hermanos se quedaban, el ferroviario gaditano sobraba. Miguel le mató, Dolores presente, y los dos empaquetaron el cadáver en un baúl y se mudaron a una vivienda cerca del Guadalquivir, entre la Maestranza y la Catedral. Allí Miguel lo descuartizó, Dolores presente, y los dos empaquetaron en sacos los cachos de Cayetano. Miguel pensó, Dolores presente, que irían echando los sacos al río y que el río se los llevaría. Miguel se equivocó, Dolores presente, y el Guadalquivir les descubrió. La justicia les condenó a garrote vil y Miguel, Dolores presente, clamó: “si resucitara, volvería a hacer con él lo mismo”. Dolores asintió, Miguel presente, mientras los cronistas escribían que en el rostro del criminal se leía “la perversidad de sus sentimientos”.
Reescribimos la Crónica Negra, la traducimos al fiatluxiano y la servimos ribeteada en ficción noir: #Expedientes. Con Barroso-Benavente.
Dios salve a la reina.
Por Barroso-Benavente.
Hace días que el Guadalquivir baja revuelto. Con los de hoy, ya son tres los sacos que han aparecido con restos humanos. La gente está inquieta. El suceso es la comidilla de todas las tabernas y patios de vecinos. La conclusión es la misma: hay un Jack El Destripador por la zona y el río es la versión continental del Támesis. Pero no. Esto es Sevilla. España. El clima es bueno. Se llevan la siesta, la procesión y el ayuno en Cuaresma; que eso de la Revolución Industrial, los sindicatos y los derechos de los trabajadores ya hubo bastantes moderneces con la Mano Negra y acabaron como acabaron. Dame pan y dime tonto. Si algo funciona para qué cambiarlo. Y de eso va el tema. Aquí ni Scotland Yard ni criminalística ni pollas. Sólo hace falta un sospechoso unas horas de cuartelillo y él mismo acaba firmando lo que se le ponga delante. Si funcionó en Montjuic, ¿cómo no va a funcionar ahora?
Pero ahí está el problema. No hay ni rastro de sospechosos. Sólo extremidades y una cabeza desfigurada a la que le han saltado los ojos o se los han comido los peces, váyase usted a saber. Con eso ni se puede identificar a la víctima ni se puede trincar a nadie. Pintan bastos y las autoridades están revueltas. Lo primero que se intentó fue lo de siempre. Culpar a los anarquistas o algún desgraciado con pinta de forastero. Nada. No hubo suerte. Los sospechosos habituales estaban comiendo rancho en el patio de la prisión y de caras nuevas tampoco. Es verano. El calor es sofocante y la gente opta por otros destinos más apetecibles. Cuanto más lejos de cincuenta grados a la sombra, mierdas de caballo por las calles y mosquitos a orillas del río, mejor. Así que la cosa está bastante parada.
Y tú que te alegras. Sabes quién es el fiambre por fascículos y quién el asesino. A fin de cuentas tú mismo le reventaste la cabeza de una hostia. Pum. Estalló como una sandía madura. Todo pulpa gelatinosa y sangre. Él mismo se lo había buscado. El pobrecito del que ahora todos se apiadan sin saber siquiera que se llamaba Cayetano Álvarez y que estaba casado con Lolita Molina Moreno. Tu hermana. Sangre de tu sangre. Y él queriendo separarla de ti. Como si la familia fuera algo de quita y pon. Un remiendo al que acudir cuando las cosas van mal y del que desprenderse después. No te jode. La tensión iba en aumento por días. Compartíais habitación los tres. No teníais dónde caeros muertos. Y cada noche el calor del día hacía la estancia más claustrofóbica cuando él pretendía hacer uso del matrimonio y tú teniendo que escuchar cómo ese desgraciado se la tiraba, arrancándole hondos gemidos.
Hasta que la cosa dejó de preocuparte. Hablaste con ella. Te comprendía. No quería poner tierra de por medio entre vosotros. Asunto zanjado. Lo siguiente era montar el numerito. Los llantos. El «ay mi Cayetano se ha marchado sin decirme ná. Qué solos estamos mi hermano Miguelillo y yo sin él. Con lo que le queríamos» y blablabla. Las viejas de la vecindad pegando oreja y hora de cambiar de residencia. Tampoco muy lejos no sea que a alguien le diera por hacer demasiadas preguntas por el camino y en el baúl que llevabais como equipaje lo único que había dentro es el cuerpo de Cayetano y tres manteles envolviéndole la cabeza para que no empapase de sangre el trayecto.
Y con eso ya estaba todo hecho. Sólo faltaba trocearlo. Cuchillo de matarife en mano y hacha para los cortes más profundos. Mangas de la camisa remangadas hasta los codos y a la faena. Cada tajo una liberación. Cada trozo de carne que caía al suelo te hacía sentir más cerca de tu hermana. Y así hasta dejarle mondo y lirondo. Si hasta los brazos parecían puntas de jamón listas para echar al puchero. Después, descansar un poco. Que parece que no pero descuartizar un fiambre da fatiga, y luego había que deshacerse de él. La idea de los sacos vino sola y a dar de comer a las carpas de Guadalquivir. El resto coser y cantar. Un salmorejo para celebrarlo. Un chato de vino y un poco de farándula, para aliviar los pesares de la Loli que se ha quedado sola…
El pero es con lo que no contabais. Un barrendero que ve que tiráis algo al río. Espera a que os larguéis cagando leches de la zona y lo coge. Sorpresa. Cara de pasmo, tartamudeos y cuando logra recomponerse da el aviso a las autoridades. Las cosas empiezan a complicarse a los pocos días. Un periodista recibe el aviso también. Fotos al fiambre. Cuatro sabuesos que empiezan a olisquear sin saber muy bien qué rastro seguir y un juez con ganas de ganarse el pan.
Rueda de reconocimiento de la cabeza. Mucho público y mucha charlatanería. Tú con un nudo en la garganta, pero aparentando malestar por la noticia. La prensa que se hace eco del hallazgo. Nombre del difunto, loas a las autoridades y el acojone es máximo. Dudáis. Qué hacer. Poner tierra de por medio ahora no suena descabellado. Lolita asustada. Tú guardando la compostura. Eres el hermano. Un hombre, joder. Sabes qué hacer y cómo hacerlo. Alguien llama a la puerta de vuestra casa y se acaba el circo. Temblor de piernas. Voz aguda. Los goznes que chirrían un poco y aparece la policía. Grilletes. Resistencia por tu parte. Un golpe en los riñones que obra milagros y te vuelves manso como un cordero. Tú y tu hermana a dependencias policiales. Interrogatorio por separado. El miedo es palpable.
Pese a todo, guardas silencio. No sabes. No opinas. No dices nada. Pero ellos siguen a lo suyo. Sabes que el siguiente paso va a ser doloroso. Y acojona. Aunque acojona más pensar cómo lo estará pasando tu hermana. Se acaba el turno de preguntas. A la celda a reflexionar un poco y hacer memoria. Manta con chinches. Gritos de otros detenidos. Ratas que corretean por las celdas. El paraíso terrenal, vamos.
Y la cosa sigue. Hasta que deciden hacer un interrogatorio conjunto. Por fin ves a Lola. Tiene mal aspecto, pero no hay evidencias de que le hayan puesto una mano encima. Suspiras aliviado. Tu papel de hermano mayor y hombre bragado vuelve. Preguntas. Más preguntas. Ella callada. Tímida. Mirando a la mesa sin atreverse casi a respirar. Tú, en cambio, todo lo contrario. Muchos golpes sobre el tablero de pino sin pulir. Muchos yo, yo y yo. Y al final cantas. Te has venido arriba y ahora no hay vuelta atrás. Sí. Le destrocé la cabeza con un martillo. Esperé a que estuviera dormido. Sí. Montamos el cuento de que se había marchado y nos cambiamos de domicilio. Sí. Le saqué los ojos porque era bizco y pensé que así nadie le reconocería. Sí. Lo premedité. Sí. Quería separarnos a mi hermana y a mí. No. Eso no lo iba a tolerar. Y tu momento épico. Casi de héroe cuando la pobre Dolores no aguanta más y rompe a llorar: «Lolita, sé fuerte. Tienes que hacer como yo, que no me importa lo pasado ni ir al patíbulo. Si resucitara de entre los muertos, volvería a matarle otra vez». Silencio incómodo. Violento. Tú, con la cabeza erguida. Orgulloso. Los policías mirándote serios. Mostachos manchados de nicotina. Rostros curtidos a la intemperie. Ninguno dice nada. Parecen estar masticando lo que acabas de decir. Después del careo, cada mochuelo a su olivo y tú y tu hermana a vuestras celdas.
Las vecinas de vuestra antigua residencia viven su minuto de fama. Destripan con pelos y señales vuestro día a día. Las broncas. Los gritos. Los golpes. Lolita chillando que ya estaba bien. Vamos, que lo que iba a ser un asunto de visto y no visto te acaba por estallar en la cara. Tu futuro pinta negro y el de ella también. Manda cojones que por no separaros montarais este chocho y ahora vayáis a acabar así.
El tiempo pasa y la sentencia llega. Garrote para los dos. Casi sientes el aliento del verdugo en la nuca. No sabes cómo reaccionar. La muerte va de serie con el nacimiento. Tal vez la cosa se os fuera un poco de las manos. Podríais haberlo montado de otra manera y vuestra suerte habría sido otra. Quitarle de en medio y dejar que se secara al sol como la cecina en un descampado. En fin, a lo hecho pecho y el gaznate para el funcionario de turno. Pero de eso, al final te quedas solo. El rey Alfonso XIII termina por conmutar la pena de muerte a Lolita por cadena perpetua. No sabes qué es peor, aunque irte para el otro barrio sin sentimiento de culpa porque ella pague a medias los servicios de Caronte contigo te hace ir ligero de equipaje.
Y mientras ella pinta palos verticales en su celda por cada día que pasa, tú inviertes tu tiempo en afrontar lo que está por venir. Algunos compañeros te cuentan cosas que te ponen los pelos de punta de gente que tarda más de dos horas en morir. Que se revientan los ojos. Que vieron cómo a uno al final le tuvieron que meter un tiro de gracia porque no la cascaba ni a la de tres. Vamos, un panorama muy halagüeño.
Y sin comerlo ni beberlo te acabas de comer un año a la sombra. Joder cómo pasa el tiempo. Estás a finales de 1904 y la ciudad está engalanada. La Virgen de los reyes va a ser coronada. No sabes ni qué significa eso. Tampoco has sido muy devoto. El misal y el rosario nunca te llamaron. El caso es que en la víspera de la fiesta un carcelero golpea los barrotes de tu celda. Te temes lo peor. Le miras, agazapado en el suelo. Un ovillo de nervios. Sonríe. Su gesto es aceitoso, como de malo de folletín. Te aguanta la mirada unos segundos y te suelta lo que tenía para ti. El rey, por mediación de un cardenal del que no te suena el nombre, acaba de conmutarte a ti también la pena de muerte. Como Lolita os pudriréis en la cárcel, pero moriréis de viejos no descoyuntados en el patio de la prisión.
Temiendo que todo sea una broma macabra te pones en pie y observas el real decreto. Te sientes vivo. La flojera de los últimos días ha desaparecido. Respiras hondo. Hinchas el pecho y cierras los ojos. No eres consciente de lo que estás diciendo, hasta que lo dices con tono solemne: «Dios salve a la reina». Aunque quien haya firmado tu conmutación de pena haya sido el rey, pero la verdad es que eso de Dios salve a la reina tiene más gancho. De todas formas, no te preocupes. Tienes toda una vida entre rejas por delante para darle vueltas al eslogan y quizá con el tiempo hasta acabes cambiándolo. Feliz estancia.