Expedientes

Expedientes: La esperanza es lo último que se pierde


 

Acaba de inaugurarse la sede de la ONU, unos días después del nacimiento de ACNUR. En Corea del Norte, Seúl ha sido reconquistada por las tropas comunistas. Ayer murió en Roma el novelista, Nobel de Literatura, Sinclair Lewis. Hoy ha nacido en Córdoba, Argentina, La Mona Jiménez. El puerto de Pajares se ha reabierto después de ocho días cerrado por la nieve. En Barcelona se agasaja la llegada de casi 200 marineros de la VI flota de los Estados Unidos. En las radios suenan Antonio Machín y Nat King Cole.

11 de enero de 1951, jueves. Siete y media de la tarde. Cerca del parque del Oeste, en la calle Écija, un aprendiz de taller de 21 años de edad llamado Ramón Oliva, al que todos llaman Monchito, ha asesinado de dos cuchilladas y 35 golpes con una rasqueta de pintor a la mujer de su jefe, Juana Arribas. Monchito iba a casarse y quería dinero a toda costa, y para conseguirlo mató sin piedad. Nueve días más tarde será detenido en la casa de su novia donde escondía parte del botín: un ajuar de boda que la muerta había bordado para su hijo y un acordeón que el asesino se había comprado con parte del dinero robado, entre otras cosas. Ramón Oliva será condenado a muerte en el mes de mayo de aquel año y será ajusticiado a garrote vil en la prisión provincial de Carabanchel el 21 de marzo de 1952. Dirán que días antes de ser ejecutado dijo a uno de los policías que si le indultaban no volvería a matar porque ahora ya sabía que se puede robar sin matar.

Esos son los hechos y esto que vas a leer es cómo lo hubiera contado Fiat Lux. Reescribimos la Crónica Negra, la traducimos al fiatluxiano y la servimos ribeteada en ficción noir: #Expedientes. Con Barroso-Benavente.

 

 

La esperanza es lo último que se pierde.

Por Barroso-Benavente.

 

La escena es la siguiente. Años 50. Una sala de interrogatorios. Un comisario con cara de pocos amigos, un detenido y tres uniformados. Hace calor. La atmósfera es húmeda y sofocante. Huele a calor y miedo. Sobre todo esto último por parte del fulano que está gimoteando y esposado. No le han puesto una mano encima, aún. Y eso le acojona bastante. Sabe por qué está allí. Le han trincado. Quiso montárselo de puta madre, pero la cosa salió rana. La idea era tremenda. Sencilla. Perfecta. Sólo había que controlar al marido y al hijo de su víctima. Esperar a que se fueran. Saber su rutina y su horario. Sólo eso. Después, aprovechar cualquier excusa para entrar en la casa. Arramplar con todos los billetes que hubiera dentro. Deshacerse de cualquier testigo que pudiera incriminarle y salir por piernas. Joder, no era tan difícil. Llevaba meses con el agua al cuello. Su novia no paraba de presionarle para que se casaran y él sin curro. Ni falta que le hacía. Conocía de sobra a gente que se dedicaba a eso de dar palos y la vida les iba de puta madre. Con ese caramelo delante, ¿quién iba a querer madrugar para subir al andamio? Él desde luego que no.

Así que se puso manos a la obra. Conocía a su objetivo de sobra. Había estado trabajando sin contrato en el taller mecánico del padre de familia. Sabía cuánto dinero manejaban. Incluso podía hacerse una idea aproximada de dónde lo guardaban. Lo difícil era lograr entrar. La mujer era recelosa y desconfiada. Tenía una fortuna en billetes y joyas en su casa y no se lo iba a poner fácil. Necesitaba un señuelo. Sólo faltaba cuál podría ser. Y éste vino solo. Después de varios días de seguimiento, comprobó que el taller mecánico estaba hasta las cejas de trabajo. Perfecto. Con eso bastaría. Sólo faltaba fechar el día. Sospechaba que su Elisa estaba preñada, no se lo había dicho, pero era la única explicación para tanta insistencia por casarse. Tras darle vueltas, decidió que lo harían el día 22. Tampoco se le iba a notar demasiado y la criatura vendría al mundo en un plazo de tiempo razonable. Más que suficiente. Ante todo el honor y el qué dirán.

Teniendo fecha para las nupcias sólo era cuestión de recortar un par de flecos sueltos. Asegurarse que ni el marido ni el hijo de la señora de la casa iban a importunar. Y para eso nada mejor que un mocoso que jugaba con una lata atada a un palo. «¿Conoces al señor Rafael Quiroga y su hijo? Soy un amigo suyo y quiero darles una sorpresa. Si vigilas y si viene gritas, te doy dos duros». Y asunto resuelto. Vía libre.

Siguiente punto a considerar. ¿Cómo entrar? La primera intentona no le había salido bien. Aquella misma mañana había probado que le abrieran la puerta con la excusa de un paquete urgente. Pera nada. No había colado. Ahora tocaba atacar con algo más duro. Mientras subía las escaleras, se despeinó un poco y se abrió la camisa  arrancándose un par de botones. Llamó a la puerta. Desde dentro preguntó que quién era. Poniendo voz de asustado empezó a soltar la milonga. «Necesito llamar urgentemente al señor Rafael. Vengo del taller. Una desgracia, señora. Una desgracia. Por favor, ábrame la puerta. Necesitamos contactar con él. Ha salido y no tenemos manera de avisarle…». «No está en estos momentos». «Ya, ya lo sé señora. Pero necesito un teléfono. Siento importunarla, pero ya le digo que es una urgencia. Ha habido un contratiempo grave y…» Clac, clac. La puerta abriéndose. Paso despejado para hacer lo que ha ido a hacer allí…

– Y una vez dentro, ¿qué pasó?- pregunta el comisario con voz ronca, de fumador empedernido.

Ramon-Oliva-001El detenido, Ramón Oliva Márquez, alias El Monchito, le mira con cara de no entender. El comisario enciende un Celtas y da una calada. Cuando le trincaron en casa de su novia los agentes le dijeron que parecía retrasado. Él no lo creyó. Más de un delincuente se ha hecho pasar por tonto con tal de librarse de las culpas. Pero ese muchacho o es un buen actor o simplemente es gilipollas.

– Que mataste a la señora de la casa, doña Juana Arribas. Mataste a una persona inocente, escoria…

– Tenía que hacerlo- musita el detenido entre sollozos-. No podía dejar testigos. Sólo quería dinero para casarme y comprarme un acordeón para tocar música. Eso y un bocadillo de jamón porque era tarde y tenía hambre.

Los uniformados que están detrás de él se ríen. La mueca de su cara parece decir algo así como «qué gracioso es el jodío». Pero el comisario no está de humor. Conoce el resto de los hechos. Robo con un muerto de por medio. La mujer trató de defenderse y él primero la golpeó y luego la rebanó el pescuezo. Para ser retrasado sabía muy bien lo que hacía. Pero por otro lado, basta mirarle para darse cuenta de que el desgraciado no está muy en su sano juicio. Es un media hostia con pinta de que le falte un hervor. Medio enano y de mirada perdida. Por momentos teme que si le aprietan un poco las tuercas como suelen hacer se les ponga a babear. Sabe que lo tiene jodido. Muy jodido. No le salva del garrote ni la madre que lo parió. La víctima o el marido tienen contactos con gente de arriba y las presiones no han tardado en aparecer. Algo ejemplar. Un escarmiento a la lacra de maleantes que parece asediar Madrid. La prensa ya está comprada y se encargará de pregonar a los cuatro vientos la eficacia de la labor policial.

Pero aun así, hay algo que no le acaba de cuadrar. Da una calada y apaga el Celtas en un cenicero repleto de colillas.

– Monchito, ¿puedo llamarte Monchito?- pregunta, atusándose el bigote- ¿Sabes por qué estás aquí?

El aludido se frota las manos. Los grilletes tiemblan emitiendo un tintineo agudo. Clincclincclinc.

– Porque he matado y matar está mal- responde, sin atreverse a mirarle a los ojos.

De nuevo, los policías se carcajean. El comisario los fulmina con la mirada. Ellos callan, esforzándose por contenerse.

– Eso es- responde, armándose de paciencia. Detesta casos así. Prefiere un detenido bragado, experimentado, al que presionar, no a un jodido perturbado como el que tiene delante-. ¿Y qué pasa a los que matan?

Sus palabras quedan en el aire entremezcladas con el humo del cigarrillo que acaba de encenderse.

– Sé que está mal. Yo solo quería casarme con mi Elisa el día 22. Estamos a día 20. ¿Cree que podremos casarnos? ¿Podré salir de aquí a tiempo? Sólo quería dinero. Un bocadillo y un acordeón- enmudece unos segundos. Sus ojos brillan con un aspecto febril-. Si me dejan salir de aquí, prometo no volver a matar a nadie. Devolveré el dinero. Lo prometo. Todo. El del bocadillo y el acordeón también. Prometo devolverlo todo…

Una mirada fría del comisario evita las carcajadas. Respira hondo y mira a los de uniforme.

– Bajadle al calabozo. Tengo que hacer unas gestiones- dice al fin.

– Puedo devolver todo el dinero. Diré a la señora que lo siento…

– Venga, vamos para abajo. A ver qué podemos hacer por ti- le interrumpe uno de los policías, levantándole casi a pulso por las axilas.

– Devolveré el dinero, lo prometo. Sólo quiero casarme con mi Elisa. No importa cuándo. Pero quiero casarme con ella. Ser felices. Cantarle canciones mientras toco el acordeón. Seremos felices…

Meses más tarde. El día ha llegado. Es temprano. El sol aún no ha salido del todo. El Monchito viste ropa normal y corriente. Anda, otra vez, escaso de efectivo. Pero la cita es ineludible. Ha pasado toda la noche en la capilla. Rezando y llorando.  Tiene el estómago vacío pero aun así la tensión del momento le hace tener ganas de vomitar. Le acompañan dos hombres y un sacerdote. Busca entre la gente y ella aún no ha llegado. «Cosas de novias, siempre llegan tarde», piensa. Intenta tragar saliva, al tiempo que las piernas le tiemblan. Es un jodido nudo de nervios. Se arrodilla ante un hombre que le enseña un crucifijo y le hace la señal de la cruz. Después, se sienta a esperar en un banco incómodo. Sigue temblando. Entre la gente ve al comisario de la sala de interrogatorios y le parece reconocer a alguno de los policías. Han podido venir al fin. Sonríe y les saluda con un gesto. Un tipo que parece tener prisa mira el reloj y da dos toques con la uña de un dedo índice manchado de tinta sobre la esfera. Otro asiente. La espera no puede dilatarse más. «Esta Elisa», murmura. Pero no hay tiempo para más. Un individuo al que le apesta el aliento a coñac le sujeta de pies y manos al asiento y le pasa dos pletinas metálicas por debajo del mentón. Las cierra con un tornillo pasador en el lado izquierdo. El Monchito empieza a asimilar lo que está por pasar, pero no pierde la esperanza. Se oye un ruido mecánico. Media vuelta. Le cuesta respirar. Vuelta completa. Los ojos le escuecen y siente que se le va la cabeza por momentos. Pero ahí está ella. Al fin ha llegado. Preciosa. Vestida de blanco como él quería, pese al embarazo y todo. A la mierda el qué dirán. Otra media vuelta. Todo empieza a volverse turbio. La segunda vuelta se termina. Clac.

El cuerpo del Monchito se convulsiona en el garrote. El verdugo no ha andado fino. Los dos médicos, el de la cárcel de Carabanchel y el forense se miran contrariados. Sienten lástima por ese desgraciado. El tiempo pasa. Su rostro empieza a ponerse púrpura. Al fin muere. Certifican la defunción. Uno de los policías ve asomar de uno de sus bolsillos un papel. Lo coge. Es una quiniela. Contrariado, mira a un compañero. Éste le aclara las cosas. «Decía que necesitaba dinero y que hoy iba a ser un gran día. Ya sabes, la esperanza es lo último que se pierde y de eso, el pájaro este andaba sobrado».

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