Tiene una novela negra en busca de editor y ultima un proyecto que bebe de Keruac, King y Foster Wallace. Ignacio Barroso Benavente, madrileño licenciado en ciencias químicas, pasa de lector adicto de Fiat Lux a #Cómplice en #WebFiatLux con este relato inquietante y rotundo.
Su expediente se completa, de momento, con un libro coral de relatos de género negro titulado “Daños colaterales”, y con colaboraciones en revistas como “El despertar de los muertos”, “Katarsis”, “Vulture” o “Calibre 38”.
Ahora ingresa en la banda, con la intención de quedarse; su tarjeta de presentación es esta.
Ignacio Barroso Benavente: “Game Over”
– Bien. Te seré sincero- dice una voz frente a ti. Estás sentado ante una mesa de camping. Una luz halógena te ciega. Alrededor todo es negrura. Unas cuerdas de esparto te atan de pies y manos a una incómoda silla de plástico blanco-. No es nada personal. Son las reglas del juego. Has jodido a la persona equivocada, y ahora has de pagar por ello.
Entornas los ojos. La boca te duele. Mueves la mandíbula inferior. Cruje. Desistes. El dolor se extiende por tu cara desde la barbilla hasta el oído derecho. Escupes. Un cuajarón de aspecto rojizo y denso cae a escasos metros del horizonte de oscuridad en que muere la luz de la lámpara. ¿Qué está pasando aquí?, piensas. Al otro lado de la mesa alguien baraja unas cartas. Mentalmente acaricias los naipes. Demasiados años acodado a mesas similares, deslucidas y gastadas, en interminables timbas. Póquer. Blackjack. Daba igual. Le dabas a cualquier vicio con una baraja de por medio. El recuerdo acude a ti con la fuerza de un fogonazo. Un disparo a quemarropa de tu propia memoria. Una partida. Un local. Altas horas de la madrugada. Olor a humo de puro, sudor y whisky. Una atmósfera cargada. Aire conspirador. Un billar americano en un rincón. Humedades en las paredes. Suelo de cemento. Un mueble bar. Una camarera que quitaba el hipo. Ropa corta y escasa. Unos labios pintados de rojo-putón. Una melenita rubia cayendo sobre unos hombros blancos y desnudos. Una sonrisa seductora. Cuatro hombres comportándose como monos-pajilleros o púberes-pajilleros. Tú entre ellos. El que organizaba todo, aún no había llegado. Un tal Ignatiev o algo así. Un nombre ruso que sonaba a chiste. Tiempo libre para conocer a los contrincantes. Momento para estudiarles. Vicios. Virtudes. Defectos. Lenguaje corporal. Cualquier mierda que te permitiera desplumarles en un visto y no visto. La jugada perfecta. Salir de allí con unos cuantos billetes de quinientos euros en la americana, y, quién sabe, tal vez con la camarera-cañón colgando del brazo. Un trofeo más en una noche redonda.
– ¿Sabes por qué estás aquí?- pregunta la voz del otro lado del cono de luz.
Callas. Una mano que no ves venir golpea tu nuca. Plash. Un encendedor de gasolina prende un puro. El humo se acerca a ti como si tu lado de la mesa fuera un sumidero.
– Te lo preguntaré una vez más- una pausa para dar una larga chupada al puro. La brasa prende en la oscuridad que rodea a tu interlocutor-, y esta vez quiero que me respondas. Si no, ya sabes lo que pasa. Lenguaje básico. Morse de mano y nuca. Silencio-hostia-dolor-pregunta. Así hasta que colabores. ¿Sabes por qué estás aquí?
Niegas con la cabeza. La respuesta parece gustarle. Suena una carcajada seca. En el fondo tienes huevos cabrón, añade. Es el primer atisbo de tacto humano o simpatía que recibes en horas. No sabes cómo interpretarlo. Todo ha sucedido demasiado rápido. Muchos sucesos como para poder asimilarlos. Una buena mano de cartas. Un botín sustancioso. Fin de la timba. Vuelta a casa. Un semáforo. Un todoterreno negro. Cristales tintados. Conductor con aspecto de mercenario eslavo. Ventanillas bajadas. Música estridente. Dos tíos que salen por las puertas traseras. Una pistola brillando bajo la luz de las farolas. Pánico. Un estúpido intento de salir de allí a toda velocidad. Tu coche calándose. Uno de los matones abriendo la puerta del copiloto. El frío cañón de un arma apoyada en tu mejilla. Tus esfínteres vaciándose. Muecas de desagrado. Tú ruborizado como un puto colegial. Mirada lastimera. La puerta del conductor abriéndose. Un golpe experto en un lado de tu cabeza. Krav Maga. MMA. O alguna mierda de esas; el caso es que pierdes el conocimiento. Fin de la función. Una noche que apuntaba maneras se ha trasformado en un profundo sueño del que despiertas más tarde en la situación en la que te encuentras. El misterioso hombre que habla entre sombras y el esbirro que te sacude por la espalda como compañía.
– Bueno, te aclararé un poco las cosas- vuelve a decir entre dos caladas de puro-. Digamos que… No. Así no. Suena demasiado a película. Empecemos de nuevo. Dicen de ti que eres un jugador, ¿es cierto?- antes de que termine la pregunta asientes. El método Rehén de Pavlov parece empezar a dar resultados-. De acuerdo. En ese caso, hagámoslo a tu manera.
Dicho esto, aparta la lámpara. Su rostro sigue ente sombras. Lo único que puedes ver son una camisa negra remangada hasta los codos, una corbata plateada y la parafernalia típica de gente con la que no te gustaría encontrarte en un callejón a oscuras: reloj de tamaño descomunal, una esclava de oro del tamaño de un brazalete y un par de solitarios en los dedos índice y corazón de una mano. La otra sostiene una baraja de cartas. Española, compruebas al ver un as de oros en uno de los extremos del mazo.
– Dicen de ti- sigue diciendo. Su voz suena mecánica. Aburrida.- que eres bueno en lo que haces. Nosotros- al pronunciar esta palabras la brasa del puro baila describiendo una circunferencia- no creemos en el azar. Ya me entiendes. Sólo creemos en dos tipos de personas: los pardillos a los que desplumamos, y los listillos a los que primero desplumamos y después damos pasaporte.
Sigue hablando pero sus palabras retumban en tu cabeza, carentes de sentido. Tragas saliva. Las manos te sudan. Por primera vez piensas en que la verdadera pregunta que deberías hacerte es ¿qué van a hacer conmigo? El dónde estés, o dónde acabes, es algo que pasa a un segundo plano.
– ¿A qué tipo de persona perteneces?- pregunta dejando el mazo de cartas en la mesa, junto a un objeto metálico en el que aún no te habías fijado: un cortapuros.
Respiras profundamente. Tratas de mantener la calma. La luz arranca amenazadoras sombras al filo del cortapuros. Carraspeas. Un estúpido intento de aclararte la garganta. Tienes la boca seca como un cadáver en mitad del desierto.
– Tranquilo- dice en un tono conciliador-. Ya te lo he dicho antes. No es nada personal. Sólo algo rutinario. Un experimento. Unos dicen algo sobre ti. Nosotros pensamos lo contrario. Esta noche has podido tener suerte con las cartas. Puedes haber jugado con ciertas ayudas: cartas marcadas, algún espejo colocado estratégicamente mientras esperabais a que quien partía el bacalao en la timba apareciese. No sé. Hay infinitas partidas de cartas posibles, y otras infinitas maneras de hacer trampas- una pausa. Una calada al puro. La brasa incandescente perfila durante unos segundos un rostro de facciones marcadas y arrugas de expresión, rodeando unas ojeras profundas-. Pero bueno, empecemos con una apuesta floja. Saco una carta por ti y otra por mí de esta baraja- dos toques con el dedo índice sobre el mazo de cartas, toc toc, para dar más énfasis a lo que dice-. Si sacas la carta más alta, bien por ti. Se podría decir que eres un tipo con suerte en esto del azar, así que seguiríamos con el juego hasta el momento en que tu racha acabase. Si gano yo, mala suerte para ti. Yo gano. Tú pierdes. ¿Me sigues?
No. No le sigues. Da igual. Tu interlocutor te lo aclara sin necesidad de que se lo pidas.
– Si yo gano, como en todas las apuestas, puedes hacer dos cosas: resignarte a perder, o tratar de subir el listón. Aumentar la cuantía en juego y tratar de recuperar lo perdido- da una calada. Te escuecen las muñecas. Sientes las piernas doloridas, incómodas y tumefactas-. ¿Empezamos?
Asientes. El jugador que llevas dentro sale a flote. El tipejo asustadizo de manos sudorosas y mentón bailarín ha muerto. Has vuelto. Es tu momento. Tu mente busca apuestas que te permitan salir de ésta sin problemas. De una pieza. Sin tener que pasar por un cirujano que te recomponga medio cuerpo.
Tus ojos buscan cualquier defecto en las cartas. Cualquier detalle que pasaría desapercibido para un inexperto: una heterogeneidad en la composición, una esquina más endeble que el resto y que se dobla, o un poco de tinta que se corre sobre el filo, pero que en tu caso podría encargarse de decantar la balanza del juego en tu favor. Lamentablemente no es el caso. Te enfrentas a una puta baraja virgen. No hay nada que puedas hacer. Simplemente dejar pasarlas sobre el tablero de la mesa y esperar a que la suerte esté de tu lado. De lo contrario tienes una ligera sospecha de que las pérdidas de la noche van a ser algo más que la tapicería de cuero de tu coche y la ventanilla que ha sido atomizada sobre el asiento del copiloto.
Más tarde. Aunque no lo ves, el rostro del hombre que tienes sentado frente a ti es un poema. Cinco manos consecutivas. Diez cartas enfrentadas. Y en todos y cada uno de los casos, siempre el valor más alto ha resultado caer de tu lado. Un tipo afortunado. Con gesto aliviado suspiras cuando le ves recoger la baraja y dejarla a un lado, junto al cortapuros. La mano de los anillos desaparece, emitiendo a continuación un sonido áspero al acariciar un mentón sin afeitar. Ahora es tu interlocutor quien suspira. Hace rato que el puro se ha apagado. Las palmas de las manos te sudan. ¿Qué va a pasar ahora?, te preguntas. El miedo poco a poco vuelve a brotar en tu cabeza. Escenas de películas: la cabeza de un caballo en la cama de un productor de Hollywood. Una pelea a cuchilladas en una sauna. Cuerdas de piano cortando cuellos. Clichés cinematográficos nada halagüeños. Tragas saliva. La mano de los anillos vuelve a posarse sobre la mesa. Tu compañero de juego parece ausente. Se pone en pie. Comienza a caminar por la habitación a oscuras. Sus suelas retumban a tu alrededor. Una voz que no reconoces habla en un idioma desconocido. La pista lingüística te la dan un par de palabras sueltas que suenan a algo parecido a da y niet. Ruso, rumano, o algo parecido piensas. La conversación se prolonga unos minutos. Después tu compañero vuelve a ocupar su lugar: medio cuerpo visible bajo la luz y la cara a oscuras. Entre los dos deja un revólver. Lo miras con atención. En parte fantaseando con cogerlo, liarte a tiros como un héroe de película americana y huir de donde quiera que estés dejando a tu paso ríos de sangre como en un film de Tarantino. Y en parte temiendo que el final esté cerca. Una bala en la cabeza. Una zanja y adiós muy buenas. Pasto de gusanos. Un cadáver anónimo que a nadie importa. Aquí no hay programas de televisión dedicados a la búsqueda de crímenes imperfectos ni profesionales tan eficientes que en media hora de programa resuelven cuatro asesinatos, les da tiempo a detener al culpable y para el final del episodio salir a cenar con la directora del laboratorio forense responsable de encontrar la pista necesaria para dar con tu asesino.
– Parece ser que eres un tipo con suerte- dice, encendiéndose otro puro-. Juguemos a algo más serio. La ruleta rusa. El mecanismo es sencillo, creo que no hará falta que te diga cómo va esto. Si sigues con suerte tú ganas. Yo pierdo. Fin del asunto. No hay más tela que cortar. Habrás ganado tu libertad- su voz suena excitada-. Si pierdes, pues ya sabes lo que toca: da recuerdos a los compañeros muertos en Dubrovnik de mi parte- una calada. La brasa alumbra unos ojos fríos con las pupilas dilatadas.
Tragas saliva. Miras primero al círculo naranja que tienes delante de ti. Después al revólver.
– Está bien, soltadle- protestas en lengua eslava-. Da!
Alguien te desata por la espalda. El riego sanguíneo vuelve a circular en tus manos. Sientes un escozor extraño en los dedos, como si miles de alfileres invisibles te pinchasen a la vez. Abres y cierras los puños varias veces. No te han soltado los pies. Esbozas una sonrisa sarcástica. No todo iba a ser perfecto, piensas. Vuelves a mirar el revólver.
– No juegues a hacerte el hombre. Hay solo una bala dentro del tambor- te aclara en un tono de voz neutro, casi conciliador-. Estás perdido en mitad de la nada. Rodeado de hombres armados, aunque no los veas- tan pronto como dice esto, el sonido de varias armas automáticas amartillándose resuena en la sala. Ese sonido frío, con ecos metálicos, te estremece-. Si intentas algo que se salga del orden establecido en este juego, no creo que llegues muy lejos.
Cierras los ojos y aprietas las mandíbulas. La mayor apuesta de tu vida está a punto de empezar.
Tu acompañante coge el arma. Da una calada. Expulsa el humo lentamente. Aprieta el gatillo. Clic. La bala aún no ha hecho su entrada estelar. Suspira. Deja el arma en la mesa. Tu turno, dice. La coges con pulso tembloroso. Su tacto es frío y seductor, como la piel de una serpiente. Apoyas el cañón en la sien derecha. Cuentas mentalmente hasta tres. Coges aire. El tambor comienza a girar. El tiempo se detiene. Clic. No puedes sofocar una exclamación de júbilo. Sin poder contener el temblor que recorre tu cuerpo la devuelves en la mesa. Agarras con fuerza los reposabrazos de la silla. Excitado. En pleno subidón de adrenalina. Dos intentos fallidos. Seis posibilidades. El momento de la verdad se acerca. Calculas mentalmente probabilidades. Casos favorables entre caso posibles. Porcentajes. Datos empíricos que te ayuden a intuir hacia donde se va a decantar la balanza de la fortuna. Peso. Excentricidades en el tambor al girar dado su desequilibrio. Olor a muerte. Aceite para armas. Acero pavonado. Cara o cruz de una moneda. Suerte. Azar. Tu respiración agitada. Casi un jadeo. Caronte esperando con su barca en mitad de las sombras que inundan la habitación.
Lo que pasa a continuación lo hace en cuestión de segundos. Una explosión en uno de los extremos de la habitación. Gritos. Voces. ¡Policía! Tiren las armas al suelo. Órdenes. Disparos. Humo. Tú tendido en el suelo, de costado. Al primer tiro te has dejado caer. La lámpara también ha caído. Desde tu posición lo único que ves son botas corriendo. Dos o tres charcos de sangre. Un par de cuerpos sin vida. Los fogonazos de las armas y los casquillos cayendo como hojas en otoño. Cierras los ojos. Te proteges la cabeza. Y esperas el desenlace.
A los pocos minutos todo ha terminado. Zona controlada, dice una voz. Unos potentes focos alumbran la estancia. Entornas los párpados. Te sientes aturdido y asustado. Tu suerte parece haber cambiado. Fin del juego. Game Over. Sigues con vida. El único inconveniente es cómo podrás explicar a los compañeros que han tomado la sala al asalto por qué estabas allí, y, lo que es más difícil de explicar aún, cómo coño vas a justificar que el cadáver que tienes en frente, con un agujero de bala entre las cejas, tenga delante, sobre la mesa, un revólver con tus huellas dactilares.