Fue interrogado aquí hace dos semanas y ahora vuelve con un relato. De él dijimos que aunque se mueve más en el terror que en el policíaco ha inventado un detective sorprendente y adictivo llamado Tom Z Stone que es como Marlowe pero en zombi.
Es J.E. Álamo, inglés de nacimiento pero valenciano, y comparte lo que bien pudiera ser una precuela de su saga.
J.E. Álamo: “Michelle”
Dios me odia tanto como yo a él y así nos va bien a los dos.
Tom Z. Stone.
Valencia a 14 de febrero, 20..
Querida Michelle,
¿Cómo empiezo esta carta…?
Te he querido mucho, nena.
Ojalá y te lo hubiera dicho cada vez que lo pensaba, pero ya sabes cómo son las cosas: damos por sentado que el otro lo sabe y callamos.
Siento que las cosas no funcionaran y nos tuviéramos que separar, pero ahora sólo recuerdo los momentos buenos y me pregunto si hice bien.
Te he querido más que a nadie.
Queda tonto escribir que te he querido una y otra vez, pero necesito hacerlo.
No sé cómo te va, ni si llegarás a comprender estas líneas. Sin embargo, no pierdo la esperanza.
Hemos compartido mucho, nena. Jamás lo olvidaré.
Si existe un más allá, volveremos a estar juntos.
Ahora, tengo que despedirme.
Te he querido… Te quiero.
Adolfo.
***
Me llamo Tom Z. Stone, soy natural de Gales, Reino Unido, y vivo en Valencia, España. Soy adicto al café, no le hago ascos al tabaco y suelo pegar algún que otro trago; también tengo algunos defectos, pero de eso no voy a hablar.
Soy investigador privado.
Y estoy muerto.
Resucité el día del FR, cuando los muertos volvieron a la vida. No todos, sólo los más recientes.
Hay dos tipos de muertos vivientes: reanimados y terminales.
Yo soy un reanimado: un tipo normal, con aspecto normal, comportamiento normal y angustia descomunal.
Los terminales son los típicos zetas. Los come tripas. Los que gimen y babean. Esos no sufren angustia, babear desahoga mucho.
Un terminal es un reanimado que sufre la Ley del Decaimiento. Tras cuatro años, menos en muchos casos, todos los reanimados estamos condenados a convertirnos en terminales.
A los terminales los encierran o eliminan. Depende de si se han alimentado de alguien o no. Cada vez están más controlados, aunque siempre hay alguno que da la sorpresa.
En resumen: soy un reanimado con futuro terminal.
Fin de las presentaciones.
Hoy tengo un caso.
Estoy con Mati, mi secretaria y ayudante, en una casa de ocho habitaciones, cinco o seis cuartos de baño, jardín con piscina, sauna con jacuzzi… Las puertas estaban abiertas, así que hemos aprovechado para ir pegando un vistazo.
Mati ha ido al interior y yo me he dado un paseo por el jardín. Mati me llamará si ocurre algo, aunque sabe cuidarse; lleva una Smith & Wesson en el bolso, con munición mágnum, que sabe manejar a la perfección.
Mati y yo llevamos juntos algún tiempo. A veces, pienso en ella cuando no está. Quizá más de la cuenta. No debería hacerlo, ella no es una reanimada.
Devuelta al caso.
Esta madrugada, varios vecinos llamaron al 091 porque les pareció oír jaleo. Y si oyeron algo tuvo que ser un buen follón, hay una buena distancia entre casa y casa en esta zona.
La propiedad está a nombre de un tal Adolfo Maragatos y su esposa, Elena Fernández. Nadie ha conseguido contactar con ellos. No cogen el teléfono y tampoco han ido a trabajar. Él es arquitecto, ella pediatra.
Sospechan que puede haber algún terminal metido en el asunto, porque también recibieron varias llamadas denunciando que habían visto a alguien caminando en zigzag y gimiendo. Caben dos posibilidades: puto zeta con hambre o puto borracho cantando. Hubo apuestas entre los del 091 y la versión del borracho se impuso. Pero no se quisieron arriesgar, así que pasaron el aviso a la Brigada de Asuntos FR, y Garrido, el comisario Garrido, me pegó un toque a las seis de la mañana. El tal Maragatos es un pez gordo, con amigos que son peces obesos, así que quiere contar con mi ayuda. Y también quiere compañía; somos amigos.
Mati acaba de aparecer con una carta que ha encontrado dentro de la casa. Me la entrega sin decir palabra. Es breve y no tardo en leerla. No hace falta que le pregunte si la ha leído, le brillan los ojos, así que sí, la ha leído. No sé si he comentado que a veces es tierna…
—Vaya, parece que nuestro amigo tenía una amante con la que había roto, aunque… –Me detengo, perplejo–. ¿Dónde estaba? —pregunto, sujetando el papel con dos dedos. Está arrugado y lleno de manchas oscuras y pegajosas. Mala cosa, parece sangre.
—En el salón —replica ella, haciendo un mohín con los labios—. Me costó una barbaridad abrir la mano para que la soltara.
—¿Una mano? ¿Quién está ahí dentro?
Me mira como si yo fuera gilipollas.
—Ahí dentro no hay nadie. He registrado la casa y esta vacía. Te lo he dicho bien claro: la carta la tenía una mano y eso es lo único que hay ahí dentro, una mano.
—Muy graciosa.
–No creas, es que a ti te hace gracia cualquier cosa. ¡Ah! También hay un dedo; de mujer…
–¿Hablas en serio?
–Diría que sí. Ve tú mismo y lo compruebas, jefe; yo voy a darme una vuelta, es bonito este sitio.
Cuando llego al salón, la mano está y, también, parte del antebrazo y unas manchas de sangre seca sobre una alfombra de aspecto carísimo y un salón destrozado como si hubiera pasado un ciclón por él… o un terminal con hambre. El dedo, largo y con manicura francesa, reposa en un rincón. Parece un gusano de boca roja y blanca.
Oigo llegar a un coche. A los pocos minutos, Garrido se reúne conmigo en el salón y apenas me gruñe un “¿Qué hay?”. Tengo malas noticias y lo sabe.
—¿Es él? —farfulla Garrido, tirándose del bigote. Tiene la vista clavada en la mano, como si su presencia le ofendiera.
—Bueno, es la mano de un hombre, lleva un anillo con un sello que tiene las iniciales A y M, que coinciden con Adolfo Maragatos, y además, agarraba una carta escrita y firmada por él mismo.
Le entrego la carta y me encojo de hombros. No hay mucho misterio en este asunto. Enciendo un pitillo reprimiendo las ganas de pegarle un viaje a la petaca que llevo siempre en el bolsillo de la chaqueta. Garrido no aprueba que beba en el trabajo así que me aguanto. Si tengo algún amigo desde que volví de entre los muertos, ése es Garrido.
Ahora, después de leer la carta, está mirando a su alrededor con aire perplejo.
—Vale, muy bonita la carta… ¿Qué cojones ha pasado aquí? ¿Y dónde está la mujer y lo que falta de él? —pregunta al fin. Está nervioso y le entiendo, convendría encontrar el cuerpo antes de que lo haga otro, queda mal en las noticias y da una imagen pésima de los reanimados.
–Ahí, en el rincón, hay una muestra de la mujer; o digo yo que será ella. Siempre podéis tomarle la huella digital.
–La puta madre –resopla Garrido.
—Me parece que el amigo Adolfo estaba escribiendo una carta y se lo cargaron. Debía estar solo, porque la carta iba dirigida a otra mujer; no iba a escribirla con su esposa presente. Quizás ella estuviera durmiendo y acudió al oír el follón. No sé. Ha sido un terminal o un orangután muy cabreado. Me quedo con el terminal, si tengo que elegir. Andará por ahí, comiendo. No creo que esté lejos, ya sabes que no son muy listos. Lo mejor sería que tu gente lo encontrara rápido antes de que lo haga algún vecino.
Garrido se mete las manos en los bolsillos, pensativo. Finalmente asiente con la cabeza y saca el transmisor que lleva colgado del cinturón.
—Soy Garrido, —ladra sin más preámbulos—. Montad un perímetro alrededor de la zona y registradlo todo palmo a palmo. Buscamos un zeta, eh, terminal, un terminal. Cogedlo. –Me mira de soslayo–. Si podéis, con vida, pero sin arriesgarse.
Traducido: metedle un tiro.
–Asunto resuelto, –comento en voz alta–. Habrá que averiguar quién es el terminal y comunicarlo.
–En cuanto lo pillemos…
—Hombres —nos interrumpe una voz con el sarcasmo como plato del día–. Os mean encima y os preguntáis si llueve limonada.
Mati nos contempla desde la puerta del salón con una sonrisa.
Me gusta esta mujer, en el sentido más amplio de la palabra, pero a veces tiene la virtud de ponerme nervioso. Me enciendo un cigarrillo y en un descuido de Garrido, que no le quita ojo a Mati, le pego un buen trago a la petaca.
—No estaba escribiendo la carta —dice Mati, sorteando una silla destrozada que hay en suelo—. Si os molestarais en mirar la fecha, veríais que lo hizo días atrás.
—Jod…
Me hace callar con un ademán poco elegante.
—¿Sabéis qué es esto? —pregunta levantando algo en la mano, que se parece sospechosamente a un sobre—. Un sobre con matasellos de hace tres días. Lo he encontrado tirado entre los arbustos del jardín, va dirigido al doctor Sebastián Valbuena del Centro FR, y me jugaría vuestras pelotas a que es el sobre que llevaba la carta.
—Ya está bien, coño —interviene Garrido. La mención a sus pelotas no parece haberle gustado.
–Me llamo Mati, no coño –sisea ella.
—¿Qué importancia puede tener la carta? —Garrido ha adquirido un interesante color rojo—. ¿Qué más dará cuándo la ha escrito? —pregunta, volviéndose hacia mí.
Mati aprieta los labios y entrecierra los ojos. Conozco esa expresión, el comisario y yo estamos a punto de ser enviados a la mierda.
—Déjala hablar, Garrido —digo.
—He hecho un par de llamadas desde la cabina que hay en la calle —continúa Mati después de haber reducido un cigarrillo a cenizas de dos precisas caladas—. Y he averiguado varias cosas. Una —y levanta un dedo—: el que contrajo con Elena García, no fue el primer matrimonio de Adolfo Matoses. Su anterior esposa, de la que se había divorciado hace un año, falleció hace poco; una semana antes del FR, a causa de una leucemia. Se llamaba Bisset, Michelle Bisset ¿Os suena el nombre? Dos: durante el FR, Michelle volvió, pero con las facultades mentales muy deterioradas. Vamos, que era una terminal. Tres: la internaron en el Centro FR. Cuatro: los investigadores del Centro FR alientan a los familiares y amigos de los terminales a que mantengan el contacto con ellos. Es parte de la terapia, aunque por lo que me han dicho, no está teniendo demasiado éxito. Y cinco: Adolfo Matoses era el único familiar conocido de la pobre Michelle, y, aunque fuera su ex-marido, el hombre accedió a enviarle una carta por recomendación del médico que la atendía, el tal Valbuena. ¡Y es la misma carta que hemos encontrado e iba en este sobre!
Mati agita cinco dedos mientras nos dedica una gran sonrisa triunfal.
Transcurren diez segundos, luego veinte y el comisario y yo acabamos por mirarnos con perplejidad. Luego nos volvemos hacia Mati. Ella nos devuelve la mirada y la expresión triunfal que adornaba su rostro va desapareciendo.
—¿Es que no lo veis? —nos pregunta con un deje de desesperación.
Negamos lentamente con la cabeza.
—Señorrr —masculla, mirando al cielo—. Vamos a ver, a Michelle le leyeron la carta en el Centro FR, supongo que lo harían varias veces como parte de la terapia del tal Valbuena, y la pobre desgraciada acabó por captar algo. Entonces se escapó, me lo han confirmado, —aclara ante mi expresión dubitativa—, y vino hasta aquí para reunirse con el autor de esa maravillosa carta. El hombre con el que se casó, al que había amado más que a nadie. Y debo añadir que se trajo la carta con ella. Por si no os habíais dado cuenta —añade con recochineo.
—Mati, —le digo decepcionado—, eso suena muy romántico, pero dudo mucho que una terminal sea capaz de…
—Si te molestas en mirar en los arbustos donde he encontrado el sobre, los del fondo del jardín al lado de los árboles, verás un bonito cadáver. Juraría que es el de Elena García y le faltan algunos pedacitos.
—¡La hostia! —exclamamos Garrido y yo a coro. Mati parece un gato que se acaba de zampar un ratón—. ¿Y Maragato? ¿También…?
Mati niega con la cabeza.
–Solo ella. De él, ni rastro.
La noticia hace que el comisario Garrido coja de nuevo su transmisor y dé un par de órdenes. Luego, sale a toda prisa, murmurando algo sobre las mujeres que se pasan de listas, que espero que Mati no haya oído. Parece que no porque me sonríe muy ufana.
—De acuerdo, —concedo, haciéndole una reverencia—. Lo has hecho muy bien, pero podías haber dicho antes lo del cuerpo de la mujer en lugar de soltarnos toda esa historia. Con suerte encontraremos el de Maragatos por aquí cerca y asunto arreglado. ¡Que me aspen si entiendo cómo llegó ella hasta aquí!
—Coño, jefe, serás un tipo muy listo para algunas cosas, pero para otras eres un zoquete.
—Aguanta, preciosa, —digo, después de pensarlo un poco—. Lo que estás diciendo es que Michelle conservaba una chispa de lucidez, lo bastante para venir hasta aquí con la carta. Luego le pudo el instinto de cualquier desgastado y se los cargó. Imagino que estará dando buena cuenta del marido. Una historia trágica como muchas otras. Dará que hablar unos días. ¿Qué tal?
—En una cosa tienes razón, sí que fue un instinto el que se impuso, pero uno que está por encima de la necesidad de alimentarse, al menos en una mujer enamorada: los celos. Cuando Michelle llegó con la carta de amor, su único vínculo con la realidad, ¿qué fue lo que se encontró? ¡A su hombre con la otra! ¡La que ocupó su sitio cuando se divorciaron! —Mati entorna los ojos—. Hizo lo que cualquier mujer en su lugar: vengarse.
—¿Me estás diciendo que se los cargó por despecho? —suelto después de dejarme caer en lo que queda de un sofá.
—No, no se los cargó. Se la cargó a ella. A él le castigó —dice con una sonrisa dulce y paciente señalando la mano—. Y no tengo pruebas, pero me jugaría lo que quieras a que se lo llevó. Ahora estarán juntos, como dos tortolitos.
Me pongo en pie y prendo un cigarrillo.
—Venga, —me anima Mati—. Corre a hablar con Garrido.
—Creo que no, —replico negando lentamente con la cabeza—. Mira, esto suena a… No, no te cabrees, Mati, yo te creo. Sin embargo, piénsalo bien, suena bastante absurdo. No seré yo el que le vaya con algo así a Garrido. ¿De qué serviría? Sus hombres acabarán por encontrarla. La eliminarán. Fin de la historia.
—¡Joder, Tom, él aún puede estar vivo!
Niego con la cabeza.
—¿No has leído la carta? —sisea con rabia—. Él la quería. Vamos, aún podemos salvarle.
Vuelvo a negar con la cabeza.
—Piensa un poco, con las heridas que ha sufrido –señalo la mano tirada en el suelo–, seguro que Maragato está fiambre. Deja que esa desgraciada disfrute de sus últimos momentos con su hombre.
Tiento la petaca para ver si el alcohol deshace la extraña sensación que tengo en el pecho. Apenas queda para un trago corto.
–A fin de cuentas él le dijo que estarían juntos para siempre, ¿no? –murmuro. Mati no responde.
Me enciendo un pitillo. Cuando salimos fuera, oímos gritos y disparos en la parte trasera de la casa.
Nos largamos deprisa, sin decir palabra. Cada uno en lo suyo. Yo algo triste y Mati con la expresión perdida.
Tengo que comprarme una petaca más grande.