Se anuncia así: “Escritor rompeteclas con varios libros publicados; cinéfilo, lector y viajero vocacional. Corredor pisaparques, amante del jazz y enamorado de la Comunicación”. Súmese a eso Granada, que da mucha envidia, y añádase finalmente, y envíesele mucha suerte y mucha fuerza, capo de Granada Noir que justo debuta estos días en el circuito de “La Ruta Negra”.
Jesús Lens, a modo de invitación a ese prometedor festival, se asoma a este Territorio Fiat Lux con este relato en el que lo que parece no es.
Bienvenido. Larga vida a Granada Noir.
Jesús Lens: «Una sencilla cuestión de ética»
Que una señora de unos cuarenta y cinco años viniera al despacho para pedirme que siguiera a su hijo adolescente durante un fin de semana, ya que quería saber qué hacía por las noches con sus amigos, no era ninguna novedad.
A fin de cuentas, los detectives tenemos una nutrida clientela entre padres agobiados por los excesos nocturnos de sus jóvenes hijos. Malas compañías, alcohol y drogas tientan a los chavales desde que cumplen los catorce años. Antes incluso. Y los padres, cuando empiezan a barruntar que hay algún problema, cuando se dan cuenta de que les falta dinero en la cartera y se conciencian sobre la realidad de unos suspensos que no vienen únicamente porque los profesores le tengan manía, al pedir explicaciones al niño de sus ojos se encuentran frente a un espigado mozalbete de mirada hosca y pocas palabras que, a esas alturas de la película, ya sabe disimular la ingesta de porros metiéndose una raya de coca antes de volver a casa.
Es entonces cuando, sobrepasados por las circunstancias, los padres acuden a un detective. Para que les libre de sus temores, dicen. Para que se los confirme, se temen. Y con razón, la mayor parte de las veces.
Así que, ahí me tienen, el día de marras, dentro de mi coche, esperando a que Manuel Ruiz Llosa, Lolo para sus padres y amigos, salga de su chalecito de los Hotelitos de Belén, el barrio pijo por excelencia de Granada. Recogerá a Elena, su novia de siempre, que vive en la casa de al lado y, juntos, se irán en la moto de él a las inmediaciones del Hipercor, donde hacen botellón con unos amigos todos los sábados por la noche.
Nada nuevo bajo el sol. O bajo la luna, para ser precisos. Un grupo de quinceañeros empapándose en alcohol, poniéndose tibios de ron y de vodka mientras se dedican a contar chistes, reír como subnormales, y dar estrepitosas idas y venidas con sus motos de escape libre y tubarro recortado. Este grupo, al menos, no parecía tirar de otras sustancias aparte de las legalmente despachadas en supermercados y tiendas de alimentación.
De hecho, “mi” Lolo parecía ser un ejemplo para los anuncios de la DGT, bebiendo con moderación y poniéndose el casco cada vez que se subía en la moto. Por cada cubata que Lolo se bebía, sus colegas trasegaban tres.
A eso de la una, tres horas después de llegar al botellón, Elena se acercó a Lolo, le dijo algo al oído y éste, serio y disciplinado, comenzó a despedirse de los colegas. Mira por donde, esa noche iba yo a dormir más de lo que había vaticinado. Y, además, iba a dar una alegría a mis clientes. De ésta, o mucho me equivocaba, o me llevaba una buena propina.
Lolo y Elena estuvieron unos minutos charlando frente a la casa de ella, se despidieron con un piquito y a dormir. Cada uno en su cama. Las mismas luces que se encendieron en la casa, se apagaron minutos después. El silencio de la noche lo había invadió todo de nuevo y los grillos volvían a expresarse con tranquilidad.
Decidí quedarme dentro del coche, aparcado a una prudencial distancia, e ir preparando el informe con el portátil, descargando las fotos desde la cámara digital y redactando las conclusiones mientras aguantaba un rato de plantón. Era posible que Lolo hubiera aparcado a la novia y estuviera esperando a que ésta se durmiera para retomar la noche y volar a sus anchas.
Media hora después, justo cuando me disponía a irme a la cama, con el informe terminado y con Lolo soñando con los angelitos, un coche se acercó a una velocidad anormalmente reducida, aún para estar en una tranquila zona residencial. Pasó por delante de la casa de Lolo y se detuvo unos cincuenta metros más adelante. Nadie bajó del vehículo.
Y fue entonces cuando la cosa empezó a complicarse. Porque cuando vi que era Elena quién salía subrepticiamente de su casa, sin hacer el menor ruido, y, disimuladamente se subía al coche que la esperaba con el motor al ralentí; no pude evitar seguirla y ver en qué desembocaba aquélla inesperada situación.
Ya no estaba cumpliendo con el encargo que me habían hecho. Por mi cuenta y riesgo, estaba siguiendo a Elena, únicamente espoleado por la curiosidad. Además, que la Elena que había salido de casa con nocturnidad y alevosía se parecía poco a la novia de Lolo. Más bien nada. Si ésta era una quinceañera modosita, con el pelo rubio recogido en una sencilla cola de caballo, vestida con pantalón vaquero y camiseta blanca de algodón, la chica que se subió al coche media hora después era una despampanante rubia con la melena suelta, desvestida con una minúscula minifalda negra bien ceñida y un escueto top, tres tallas más estrecho de lo que el generoso busto de Elena parecía necesitar. ¿De dónde había salido, de repente, ese par de tetas?
La segunda sorpresa de la noche vino cuando el coche, al que seguía a una prudencial distancia, tras recorrer unos veinte kilómetros en dirección a la costa, dejó la autovía para detenerse frente a la antigua Venta de las Angustias, cuyos flamantes neones rojos y verdes no dejaban lugar a la duda acerca de la carne que servían ahora.
Esperé dentro del coche un tiempo prudencial, repasé el micrófono y la mini cámara y entré en “Las Quitapenas.” ¿Qué decir de aquél infame tugurio? Las casas de putas tiradas, como los restaurantes chinos, son todas iguales. La misma penumbra, el mismo ambiente cargado e irrespirable, la misma infame música pachanguera y las mismas sudamericanas y africanas medio desnudas, pululando con una supuesta expresión libidinosa y lujuriosa en sus caras. Lo que no alcanzaba a entender era qué pintaba Elena en todo esto. Y lo iba a descubrir.
Me acerqué a la barra, me senté en una banqueta y pedí un ron con coca cola. Al minuto siguiente, una quitapenas de ébano puro me pedía que la invitara a una copa. Le dije que nanay a la morenaza, que se alejó con cara de pocos amigos tras regalarme una profunda mirada, mitad de odio, mitad de desprecio.
Le alargué veinte euros al barman y le pregunté que si no había producto nacional, que para follar con mulatas prefería ir a Santo Domingo. No dijo nada. Únicamente frotó el índice con el pulgar de su mano derecha, trazando pequeños círculos. Cuestión de pasta, quería decir.
Sonreí con suficiencia y asentí, dejando asomar la Visa Oro al abrir la cartera.
-Que sea Ibérico del bueno, amigo. Y nada de gallina vieja, que no he venido a tomar caldo.
-Lola, acompaña al caballero a la tres.
Y en la tres estaba, efectivamente, Elena. Me había arriesgado lo mío, pero no quise dar a entender que buscaba a una persona concreta y, la verdad, no parecía que el Quitapenas pudiera albergar a muchas Elenas entre sus decadentes paredes.
-Nenita, aquí te dejo en la compañía de este amable señor. Trátalo con el cariño que tú sabes – se despidió Lola mientras le guiñaba a Elena un ojo.
La miré detenidamente. Sonreía. Estaba cómodamente tumbada en la cama, en ropa interior, hojeando una revista. No vi en sus ojos ningún atisbo de temor o duda. Tampoco percibí, a priori, síntomas de que estuviera drogada. No sabía qué hacer ni qué decir, ahí plantado, de pie, junto a la puerta cerrada a mis espaldas.
¿Qué estaba haciendo allí? Quizá había esperado encontrar a Elena atada y amordazada, suplicando ayuda con sus ojos inundados en lágrimas, presa del pánico. Y en vez de ello, me encontraba a ese pedazo de mujer, excitante hasta el dolor que, con su mirada, me invitaba a acercarme a ella.
Por eso, cuando, con una voz melosa y sugerente me preguntó qué quería que hiciéramos, le respondí que me ponía en sus manos. Que confiaba en ella ciegamente.
Sabia decisión. La novia de Lolo sabía lo que se hacía. Nunca había disfrutado tanto en la cama como con aquélla pequeña zorra posadolescente. En menos de una hora me había exprimido como a una naranja. Me había sacado todo el jugo que llevaba dentro. Eso sí, cuando me dijeron lo que me iba a costar haberme follado a Elena, la sonrisa de satisfacción que tenía al salir de la habitación se me congeló en la cara.
El lunes siguiente cité a los padres de Lolo y les entregué el informe acerca de las andanzas de su hijo. Al leerlo, sonrieron aliviados. Y me dieron, como esperaba, una suculenta propina. Siempre son mejor recibidas las buenas noticias que las malas.
Sin poder evitarlo, les pregunté acerca de la novia de su hijo. Me dijeron que era una chica estupenda, hija de unos buenos amigos suyos, el padre abogado y la madre decoradora de interiores. Que era como de la familia, una estudiante brillante y que estaban encantados de que Lolo saliera con ella. Que no bebía, ni fumaba, que era muy responsable y que, para la edad que tenía, era muy madura.
Esa noche, antes de irme a dormir, repasé el dossier que había preparado sobre Elena. Porque, ante todo, uno es un profesional y, durante nuestro encuentro, me había empleado a fondo con la cámara. Y el micro había captado todo lo que pasó en la habitación número tres de “Las Quitapenas”.
Había estado haciendo cuentas. Al precio que cotizaba Elena, con otras cuatro horas que disfrutara de ella, mis ahorros habrían volado. Pero no podía quitármela de la cabeza. Tenía que volver a gozar de ella. Necesitaba sentirla otra vez lamiéndome todo el cuerpo y necesitaba volver a penetrarla con ímpetu y frenesí.
La maldita cuestión no me dejaba conciliar el sueño. ¿Cuál sería la manera más correcta de usar ese dossier para conseguir acostarme gratis con Elena, no una, sino muchas noches, sin que corriera riesgo mi integridad física? A fin de cuentas, nadie me había contratado para vigilar a Elena y tenía derecho a amortizar los gastos y los riesgos en que había incurrido al seguirla hasta “Las Quitapenas”… ¿o no?