…”Los federales se lo llevaron para interrogarle y le atizaron de lo lindo hasta que le sacaron una confesión. Luego el juicio, la prensa que ya lo había condenado de antemano, la sentencia final, las apelaciones a la Corte Suprema, todas ellas desestimadas, y las peticiones de indulto, todas ellas fallidas, al Gobernador del Estado. Y así durante catorce largos años. El corredor de la muerte no es un lugar tan malo una vez te acostumbras, piensa Wilson Carrasco…”.
Relato carcelario y fronterizo para el estreno por estos territorios del periodista y abogado José Antequera, director de la revista GURB y con tres novelas en su expediente: “La extraña querella del señor Villa”, “Montenegro y su venganza” y “El lacayo del diablo”.
Nos vamos a Louisiana.
José Antequera: “El último día de Wilson Carrasco”
Wilson Carrasco, recluso número 141 de la Penitenciaría Estatal de Louisiana, parroquia de West Feliciana, lleva catorce años en el corredor de la muerte, a la espera de ser ajusticiado y ejecutado según las buenas leyes federales, por un crimen que, según dice, no cometió. Su celda es austera y desangelada como la sala quirúrgica de un hospital: una estantería con algunos libros (entre ellos la Biblia), una cama plegable y estrecha, un pequeño retrete, un plato de ducha y una mesa vacía con el retrato de una mujer de tez morena que sonríe y sostiene a un bebé. Un ventanuco saetero con tres barrotes da al enmudecido patio trasero de la prisión, donde cuatro presos negros vestidos con monos de color butano murmullan y botan la pelota de baloncesto y juegan de mala gana bajo la canasta.
Como tantos otros, Wilson Carrasco llegó a Estados Unidos en busca de un sueño imposible. Salió de Guadalupe sin nada y se irá de este mundo sin nada. La vida es un viaje infructuoso. Entró ilegalmente en el país a través de la frontera tejana, una noche fría y árida de noviembre. El Río Bravo rugía como un monstruo enloquecido y él, como no sabía nadar, se procuró un flotador que abrochó a su pecho para no ahogarse. José y Andrés, sus dos primos, se lanzaron al agua primero y empezaron a vadear la corriente no sin dificultad. Nunca podrá olvidar cómo le castañeteaban los dientes de miedo y de frío apenas un segundo antes de arrojarse al agua. Dios sabe que en el último momento estuvo a punto de darse media vuelta y volverse para casa, pero lo que le esperaba en Méjico lindo y querido, el hambre, esa casa llena de ratas, esa casa en la que malvivía con su mujer, con su hijo recién nacido y sus cinco hermanos, las calles llenas de jóvenes drogados, de borrachos, el cártel, las peleas, la santería y la chota con sus porras violentas, todo ese inframundo salvaje, todo ese infierno etílico, era casi peor que la muerte.
Wilson Carrasco braceó como pudo y tragó agua y pidió auxilio en medio de la noche. Aún no sabe cómo pudo salir con vida del Río Bravo y aún se pregunta por qué sus dos primos, que sabían nadar como ágiles delfines, se ahogaron sin remedio. Cosas del destino, se dice Wilson Carrasco mientras se mira al espejo y se retuerce en la silla de la barbería y las esposas le oprimen las muñecas y los tobillos y un funcionario negro de anchas espaldas y labios gruesos le va atusando la barba con la minuciosidad de un alfarero, el último afeitado de su vida, estoy bien chingado, quién me lo iba a decir a mí, Virgen de Guadalupe.
Exhausto, sin rumbo fijo, Wilson Carrasco anduvo por el desierto, entre los aullidos de los coyotes y el silbido de la traicionera cascabel, clavándose las espinas de los cactus en las manos, sufriendo las llagas en los pies, temiendo que en cualquier momento se lanzara sobre él una patrulla fronteriza. Había escuchado historias terribles sobre cómo se las gastaban los polis yanquis. Las palizas, las humillaciones, el confinamiento. Pero él, nunca supo cómo ni por qué, tuvo mucha suerte, consiguió entrar en el país. Deambuló con documentación falsa de una ciudad a otra (Fresno, San Diego, Los Ángeles, San Francisco) de un hostal a otro, de un trabajo a otro, de un patrón a otro. Cuando conseguía reunir unos cuantos dólares se los enviaba a su mujer y ella le mandaba alguna foto reciente del bebé. No se puede decir que Wilson Carrasco llevara una vida fácil con los gringos, pero menos era nada. Trabajó recogiendo naranjas, vendiendo hamburguesas, llenando depósitos en gasolineras, conduciendo camiones, porteando leña en los aserraderos. Todo iba más o menos bien, o mejor dicho, todo iba no demasiado mal, hasta que se cruzó aquella joven india en su camino. El infortunio lo sorprendió jugando al billar con unos amigos en un bar de carretera de Tucson, uno de esos antros con asientos forrados en piel de vaca, mucha música country y cabezas de ganado colgadas de las paredes. La chica y sus amigas entraron en el local y se sentaron en los taburetes de la barra. Sonreían y murmuraban entre ellas, como diciéndose picardías por lo bajini, como tratando de provocarle. Wilson cogió la cerveza, se alejó del billar y se acercó a la joven. Ojos grandes y negros, pómulos gruesos y frescos, sonrisa tibia como una brisa marina. No tendría más de dieciocho, suficiente para un mexicano maltratado por la vida que hacía meses no estaba con una mujer. Charlaron un buen rato, congeniaron y tomaron unas cervezas más, hasta que la chica empezó a marearse. Para entonces las amigas de la muchacha jugaban al billar, muy amistosamente, con los compañeros de Wilson, así que él decidió pasar al ataque, compró una botella de whisky, la cogió del brazo cortésmente y salieron a tomar el fresco bajo la noche estrellada. La chica se sentó en la escalera del bar, se tambaleó de un lado a otro, sonrió lasciva y desvaídamente y luego, sin que Wilson supiera por qué, se levantó, se sacudió el polvo de la falda con dificultad, lo miró con ternura y lo besó. Siguieron tomando licor durante un buen rato hasta que terminaron en la parte trasera de la camioneta. Wilson perdió la noción del tiempo y ambos se abrazaron y se quedaron dormidos.
A la mañana siguiente el horror empezó a cebarse, como un coyote se ceba con un conejo, con el pobre Wilson Carrasco. La cabeza le dolía como si le hubiera pasado un tren por encima y la chica estaba a su lado, inmóvil, petrificada, inerte. Puso la mano en su hombro desnudo y la zarandeó varias veces tratando de despertarla. Su piel era un témpano de hielo. Al agitarla, la cabeza de la chica se movió de un lado a otro, sin vida, descolgada y fuera del tronco, y un chorro de sangre joven empezó a brotar de su cuello abierto en canal y a inundar la furgoneta. Wilson Carrasco lanzó un alarido de terror y salió despavorido en busca de ayuda. Nadie le creyó. ¿Quién iba a creer a un espalda mojada sin documentación, a un clandestino con antecedentes penales en su país? Los federales se lo llevaron para interrogarle y le atizaron de lo lindo hasta que le sacaron una confesión. Luego el juicio, la prensa que ya lo había condenado de antemano, la sentencia final, las apelaciones a la Corte Suprema, todas ellas desestimadas, y las peticiones de indulto, todas ellas fallidas, al Gobernador del Estado. Y así durante catorce largos años. El corredor de la muerte no es un lugar tan malo una vez te acostumbras, piensa Wilson Carrasco, maldita chocolatina, se ha pegado al papel, ni en mi última hora voy a poder disfrutar de lo que me gusta, mañana el bromuro de vecuronio, que detiene la respiración, y el cloruro de potasio, para el corazón; ojalá no duela, pero seguro que duele, el pentotal te duerme, espero no me pase como a ese gigantón portorriqueño, diez pinchazos en la vena para qué, mucho dolor y mucha agonía, y luego para nada, a la celda otra vez.
El padre Joseph Sterling, titular de la prisión, pasa a las ocho y media por la celda de Wilson Carrasco, que se confiesa entre lágrimas y sigue diciendo que él no lo hizo, que no mató a la chica, que tienen que creerle. Pero ya es demasiado tarde. La pena de muerte es una maquinaria ciega e imparable, cuando se pone en marcha nadie, ni el mismísimo Dios que descendiera del cielo, podría detenerla. La pena de muerte es la culminación perfecta de la mala burocracia humana. Arrodillado frente al padre Sterling, que baja la cabeza en perfecto acto de contrición, Wilson Carrasco va musitando unas oraciones entrecortadas, mientras tiembla como un conejo asustado y llora aferrándose con fuerza a las piernas del sacerdote. El párroco le da la extremaunción y sale en silencio de la celda, cuya puerta emite un chirriar quejumbroso. A las diez en punto última revisión médica con el doctor Grant. A las once cena ligera. Y a las doce, el recluso número 141 de la Penitenciaría Estatal de Louisiana, parroquia de West Feliciana, convenientemente esposado de pies y manos, camina ya, escoltado por dos funcionarios, por el corredor de la muerte. Sus compañeros le saludan y él arrastra las cadenas pesadamente hasta la sala de ejecuciones. Veinte o treinta personas a lo sumo esperan sentadas al otro lado del cristal, ningún familiar, todos se olvidaron de él hace tiempo, pero sí los padres de la víctima, ojos llenos de odio, a los que Wilson quiere decirles tantas cosas. Los auxiliares lo tumban en la camilla, lo atan con las correas, le ajustan la inyección letal y lo dejan solo en la cabina. Sonidos extraños, voces amortiguadas al otro lado de la pared. Miedo, terror, corazón desbocado. Una especie de motorcillo suave se pone en funcionamiento y el líquido viscoso de los tubos y goteros empieza a descender de nivel y Wilson mira hacia el techo como buscando un cielo, un techo de una radiante y blanca palidez, y un sueño lo invade poco a poco y enseguida una luz inmensa, infinita, lo ciega y lo eleva, lo ciega y lo acoge, lo ciega, lo ciega, lo ciega…
Un día después de estos nefastos acontecimientos, el conductor de furgonetas Pedro Ramírez, mejicano de treinta y cuatro años afincado en la ciudad de Tucson, Arizona, bebe su séptima cerveza Guinness Stout en la habitación de un viejo hostal junto a la Carretera Interestatal 19. La CBS da un popular talk show que Ramírez sigue fielmente cada noche cuando llega de trabajar cansado y hambriento. El mejicano tiene los pies encima de la mesa y eructa a cada trago de cerveza. Esta noche se siente inquieto, nervioso, con más remordimientos de los habituales, y no deja de mirar el collar con motivos aztecas que tiene en la mano, el collar de aquella chica tan bella que fue su presa más fácil. Su compatriota y amigo dormía borracho en la furgoneta y ella estaba allí, a su lado, como una princesa durmiente, con aquel vestido blanco de gasa, ofrecida como un sacrificio sencillo, cómodo, rutinario. Le colocó el anestésico en la nariz, la ultrajó a placer y le rebanó el cuello. Así de sencillo. Ahora, Pedro Ramírez, mareado por la Guinness, se encamina al dormitorio, enciende la lámpara de la mesita de noche y se desploma en la cama odiándose a sí mismo. El viento fresco del desierto entra por la ventana zarandeando la cortina. Y con él un espíritu doliente y feroz que, ya liberado, llega para hacer justicia.