Juan Enrique Soto es policía. No un policía cualquiera: es el jefe de la Sección de Análisis de Conducta, “el brazo psíquico de la ley”, los profilers. Él fue el encargado de crear esa unidad que es clave en las investigaciones de los delitos más horrendos: crímenes en serie, violadores en serie…
Nacido en Frankfurt y criado en Vallecas, Juan Enrique Soto primero se hizo psicólogo y después policía, y entre lo uno y lo otro, y desde siempre, escritor: novelas como “El silencio entre las palabras” o “La barca voladora”; y ensayos como recién publicado y de incuestionable interés y actualidad: “Humillación y agonía. Análisis conductual de las decapitaciones de Estado Islámico”.
Con todo ese bagaje desembarca en este territorio Fiat Lux firmando este potente y angustioso relato negro.
Juan Enrique Soto: “Reina de corazones”
Me duele el pecho de reprimir la lástima. Ni a mí misma guardo el secreto del porqué busqué lascivia con la que llenar mi vida y mi desastre. A él lo encontré olvidado en un oscuro rincón, bebiendo. Apenas distinguía en las sombras su rostro, que resultó ser hermoso y cruel. Yo le encontré, sí, pero él me llevó a su antojo. Hubo sexo doloroso y me dominó la mente y la entrepierna, descargando en mí su frustración y su joven bestialidad. No hubo palabras. Él leía mi vacío y actuaba. Yo no era yo, no era nadie, no era nada.
Tal cual llegó, le perdí, sin saber siquiera si su nombre era verdadero ni el verdadero color de sus ojos.
Desnuda y sucia dormí sin soñar.
Han pasado casi cuatro meses. Que estuvo en la cárcel, me dijo, pero no el porqué. Yo callé. No me importaba. Sí, sí me importaba pero no decía nada. Deseaba su castigo, su fuerza; que me amara.
Se llamaba Stephen, me dijo. Me enamoré de su nombre, de sus besos y de sus tirones de pelo, de sus bofetadas y de sus acometidas de fuego.
Traía las manos manchadas de sangre. Y las ropas. La mirada perdida y una sonrisa falsa, hermética y cínica que me helaron el alma. No me atrevía preguntar y le lavé llorando. Tenía el sexo también ensangrentado y corrupto el fondo de sus ojos oscuros.
Soltaba podridas carcajadas y me dejó hacer como si de un pelele se tratase. Durmió y murmuró en sueños, pero nada entendí. Le arropé con mi cuerpo y mis brazos. Le acuné con mis escalofríos.
Hoy me ha llevado con él de compras. Vestidos, joyas, flores. Él se ha comprado un coche rápido y rojo. Habla poco. Hasta me ha cogido de la mano y yo, temerosa, osé reposar mi cabeza levemente en su hombro. No se retiró, pero habla tan poco. Hemos paseado por la playa como dos novios. No sabía cómo sentirme. Me agarraba con fuerza a su brazo cuando nos cruzábamos con otros para que envidiaran mi fortuna.
Hacía mucho frío. Las hojas caídas de los árboles me recordaban mi debilidad. No importaba. Sé que hoy ha sido el día más feliz de mi vida. Pero habla tan poco y no sé nada de él. Sólo sé que Stephen es alguien nacido de la muerte y que ha vuelto para vivir en mí, cubriendo cualquier mínima sensación de libertad con un tupido tapiz de grosería y fascinante deshumanización.
He deseado tanto su destrucción y, al mismo tiempo, deseo que jamás se marche. Ya no añoro ser lo que era, pues ahora no soy nada, salvo él, que me es y me vive. Somos ahora todo secretos de alcoba y de espíritu. Secreto en mi pecho su rostro; secreto su miembro en mi interior. Secretos. Secreta su mente.
Una botella de güisqui vacía en la moqueta y su aliento en mi garganta y en mi sexo, en mi destino escurridizo.
Procuré construir murallas y él las hizo suyas castigándome hasta hacerme perder el sentido, el orgullo y la dignidad.
¿Qué me sucede que no soy capaz de despreciarle? ¿Por qué tantas ansias de degollar su respiración?¿Por qué no hundir su cuchillo en mis entrañas y acabar de una vez? Mi vida sin alma. Mi vida sin bien. Mi no vida. ¿Por qué se retrasa tanto? ¡Qué alto suena la música! ¡Calla, cerebro! ¡Le oigo llegar! ¡Es él! ¡Stephen, amor mío!
Me apuntó con su pistola. Sus ojos negros eran fríos como la muerte en soledad. Puso el cañón del arma en mi frente y yo mis manos en su pecho agitado.
¡Hazlo, por Dios! -supliqué.
Él no decía nada. Jamás lo hacía. ¿Cómo era su voz?
Entonces, se echó a llorar. No le comprendí. Le estreché entre mis brazos como a un niño indefenso. Temblaba, se encogía y sollozaba, desaparecía su cuerpo entre convulsiones y le arañé, gritándole, la espalda, llorando sobre la sangre que manaba ridícula. Le golpeé con los puños y lloró aún más y yo volvía a gritarle y a golpearle.
¡Maldito perro! -grité.
Soñé con él, como cada noche. Pero esta vez fue distinto. Stephen me hacía el amor. Sus caricias me provocaban escalofríos. Me llamaba “ángel mío” y besaba mis pechos.
Entonces, comenzó a hablar de la noche, del silencio de la oscuridad, de manos heladas sobre frágiles cuellos, sobre dentelladas en corazones de niños, de la mirada fascinante de la víctima ante el asesino. Me relataba su vida como el feto a su madre a través de un cordón. Me hablaba sobre el indecente camino hacia la traición, sobre el riesgo de la inmortalidad, perdiéndose su mirada en una estúpida sonrisa.
Y desperté. Me declaré culpable y me condené a ser la otra mujer, la que no vive, la que no muere, la fiera despreciada, maltratada, que no puede regresar al pasado, la que no posee tiempo, ni ser, ni la madre que la parió.
Era admirable como el lobo herido de muerte. Era admirable como ese momento que antecede a la oscuridad perpetua. Sólo que Stephen nunca muere. Y yo le pertenezco. Usurpó mi lugar y no me arrepiento en absoluto.
Interpreta un papel tormentoso en nuestra alcoba y lo disfraza de nido de espíritus traviesos y vivos. Susurra amores inconquistables y yo le río carcomiéndome la desesperanza y la frustración. Lloro.
¡Buen viaje, otoño! Me imagino un amanecer en mi alma, pero no escapo de la medianoche. Es mi religión.
Tengo demonios mortales en el pensamiento. Escucho el mar y golpeo teclas en mi piano. Lo tenía olvidado. Pero siempre son las mismas notas. Repito y repito. Repito y repito en un trance turbador.
¡Buen viaje, otoño! -digo a nadie.
Eco desesperado y moribundo. ¡He de acabar con esto!
Adivino una alucinación mientras comienza a llover. Tengo una cuchilla de afeitar bailando entre mis dedos. Siento el ritmo de mi sangre en su filo. ¡Buen viaje, otoño! Detrás de los ojos se encuentra la muerte entre tinieblas silbando como la flauta del peregrino.
Juego con la cuchilla sobre mi cuerpo desnudo.
Quisiera castigarle, pero sólo sé improvisar que le amo y sin amarle no puedo escapar de este infierno que es esta cama nuestra.
Acabé arañando con el filo agudo en el cristal mojado, allá donde se reflejaban mis ojos gastados de tanto llorar, derramando lágrimas estúpidas sobre mi rostro hermoso.
Stephen no ha regresado. Ya son tres días. ¡Me vuelvo loca! Me siento como una cloaca, un grito revuelto en sangre, como una cascada de nostalgia infantil, un huracán desvaneciéndose.
¡Cuánta paz! -me digo, me siento.
Soy como una isla abandonada y desierta, como el lamento del oboe, como la respiración de un bebé dormido, como el sexo fácil, como el artista hambriento y desilusionado.
Después, soy los tambores y las trompetas, el Barroco o los dragones, una francesita sensual, la reina de corazones. Mas no poseo interior. Soy el monte yermo, luna de hiel, depresión. Y me diluyo en mis piernas depiladas, en una seducción sudorosa e indomable que no se calma con el placer que buscan mis manos. Retorno frenético arrepentido mientras ensueño su regreso.
Salpico las hojas con gotas de mi propia sangre. Sale de mi boca. Stephen me ató a una silla y dio círculos a mi alrededor como un perro rabioso.
¡Sostenla! -ordenó colocándome la cuchilla de afeitar entre los dientes, vertical.
Se cansaba mi mandíbula y me cortaba los labios. Él seguía dando vueltas. Yo lloraba y temblaba.
Empezó a hablar de la muerte, del infierno, de pieles desgarradas y de súplicas, de sacerdotes que blasfeman, de doncellas aterradas, de gemidos de animales agonizando.
Le ardía la mente y apretaba los puños. Me golpeó en el mentón. La cuchilla penetró por entre mis dientes rompiéndose y desgarrando los labios, la lengua y las encías. El grito quedó ahogado en esputos. Me desmayaba mientras él me besaba alocado. No era él, ni yo el monstruo.
Perdía el sentido y el dolor. Me tumbó en el suelo, se arrodilló y apoyó su rostro en mi vientre. Respiraba como una bestia. Quedé inconsciente. No sé cuanto tiempo. Estaba desnuda, sucio el pecho y la cara de sangre, el sexo de semen. Stephen yacía acurrucado en un rincón, desnudo y meciéndose.
Babeando, susurraba melodías antiguas, siseaba crímenes horrendos. Tenía yo su cuchillo en mi mano. Me arrastré hasta él y le tiré del pelo. Me mostraba su cuello. Sus venas palpitantes me llamaban. Ahogándose, se reía sin soltar sus rodillas. Quería clavárselo, pero mi brazo en alto era de hierro y no podía doblarlo. Él seguía riendo como un demente.
Me ardía la boca y el corazón, los recuerdos y las confesiones, el espíritu.
Harto de mi juego estúpido y cobarde, Stephen me arrebató el cuchillo agarrándolo por la hoja, sin pestañear, gozando con el corte. Me empujó. No deseé defenderme, no deseé vivir. Sólo la destrucción total del alma, sólo dormir por fin.
Le supliqué con mis manos, con mi aliento, con desesperación, con mis heridas abiertas. Hundió el cuchillo y no me dolió porque fue en su propio costado. Y lo hizo despacio, sonriendo como un jilipollas, hasta la empuñadura, rasgando después hacia el otro costado. Salió tanto calor de él, tanto hedor y entrañas, tanta perdición.
Le abracé, le apreté, sujeté sus manos, rogándole, amándole, despreciándole. Me bebí su sangre y su vida, su monstruosidad y, por fin, me bebí su descanso y el mío.