Manuel Barea vuelve al combate.
Con una nueva novela muy jimthompsoniana recién terminada y deseosa de guerra, el escritor sevillano ganador del primer Premio Valencia de Novela Negra con “Vertedero” (Ed Lengua de Trapo), cómplice fiatluxero desde el principio, comparte este intenso y brutal relato negro perpetrado con mucho eco de su irrupción fulgurante y agitadora en el panorama del género negro.
No ha matado, que se sepa, a ningún vecino ni amigo, pero vuelve a apuntar intenciones en esta secuencia negracriminal con escalofrío final que deja enrocada en este tablero literaria antes de partir a su Triana mágica y cofrade.
Manuel Barea: “Enséñale a tus hijas la diferencia entre papelera y váter”
Veintiséis de diciembre de dos mil nueve. Alfarería ciento veinticuatro, segundo be. La vecina del segundo be es hija y viuda de guardias civiles. Beneficiaria de las pensiones extraordinarias a personas incluidas en alguno de los regímenes del sistema de la seguridad social y familiares del Cuerpo. Nadie es perfecto. No va a poder lavarse la cara ni los dientes, no va a poder ejecutar su ritual matutino diario. No al completo. Abre el grifo del lavabo y tose. Ella no, el grifo. De él no sale más que aire expectorado. Pasa a peinarse con el gesto torcido, contempla el lavabo ladeando la cara, sus cabellos se desprenden. Son apagados y violeta. Vuelan hacia el alféizar de la ventana y caen. Llueven sobre un gato que mira al cielo desde el centro del patio interior, es un korat rodeado de drácenas. Cuando a las once la vecina del segundo be vuelve de hacer la compra, el korat está acostado en una alfombra y el hijo de los vecinos del tercero be se hiela el culo en la taza del váter mientras ojea varias páginas del legendario cómic de Marvel Civil War; al terminar tira de la cadena y no pasa nada. En el tercero be habrá chistes a cargo de ambos padres sobre las dimensiones de lo que descansa en el fondo de la taza justo antes de que se acerque la hora del almuerzo, cuando la vecina del segundo be abre el grifo de la cocina y brota un chorro de mierda precedido de un estruendo y el desprendimiento de una pieza metálica. La vecina del segundo be siente náuseas y el desayuno yendo y viniendo en su pecho como un yoyó, con la mano en la boca vacía una botella de litro y medio de agua mineral dentro del fregadero hasta que todo se licúa y se filtra por el desagüe menos algunos tropezones de gran tamaño. El mayor de ellos tiene el aspecto de un dedo humano hecho de plastilina. Al mismo tiempo una caseta para almacenamiento exterior de materiales vuela en pedazos. El simulacro, lo llaman. La caseta sería el equivalente experimental de un Mercury Milan rojo. Carlos y Mateo y Álvaro Sánchez son trillizos hasta que Álvaro desaparece la noche antes de Nochebuena tras la fría puerta roja de un Mercury Milan. Ahora tan solo son Carlos y Mateo Sánchez, mellizos se supone, que después del fogonazo se yerguen sobre la maleza y se deshacen de las gafas de plástico transparente y los auriculares que regalan en Pull & Bear con compras superiores a cien euros mientras observan los restos calcinados y residuos de tela asfáltica humeante que descienden planeando a cámara lenta con una sonrisa en los labios. No recogen nada, se dirigen al arcén del kilómetro cincuentaiocho de la e cinco, a unos quinientos metros, bajo los pinos piñoneros, y arrancan, exactamente igual que miles de personas en ese instante, entre ellas el conductor del Mercury Milan rojo, que cuatro horas y cuarenta y seis minutos después aparca el coche en la acera frente al ciento veinticuatro de Alfarería, detrás de la furgoneta del servicio de fontanería al que ha llamado la vecina del segundo be. Son ya las seis y cuarenta de la tarde, media hora después uno de los fontaneros aprieta el timbre del tercero a. Los vecinos del tercero a se acaban de mudar, residen ahí desde septiembre. Son, por orden cronológico descendente, Fernando Ruiz (treintainueve), Paula Valverde (treintaiséis), Paula Ruiz (ocho) y Manuela Ruiz (seis). La puerta la abre Fernando Ruiz porque en el momento en que suena el timbre intenta arreglar el pomo del armario para abrigos de la entrada, así que es él quien también oye por boca del fontanero que la bajante está atascada y que la razón probablemente sea que alguno de los habitantes del tercero a ha tirado algo por el váter que obstruye la tubería de desagüe. Entonces Fernando Ruiz piensa en su hija pequeña Manuela. La ve arrojando al váter alguna Barbie o un peluche sin cabeza y tirando de la cadena. Luego se ve a él mismo asistiendo a todas las reuniones que ha tenido con la nueva profesora de primaria de Manuela, las cinco en lo que va de mes. Ella ya incluso lo invita al café. Sin embargo, Fernando Ruiz es incapaz de asociar la conducta claramente amoral de su hija con su innegable ineptitud como padre y la tendencia de su mujer a consentir todos y cada uno de sus caprichos aleatorios. Por mucho que Mercedes González, la profesora de primaria de Manuela Ruiz, intenta hacérselo ver, sustituyendo ciertas tardes de corrección de exámenes y preparación de meriendas y batidos y clases de equitación (con descansos para fumar en el baño e inmiscuirse a través de Facebook en la vida de otras profesoras y antiguas compañeras de promoción) por reuniones de menos de una hora entre cafés de máquina y frases sutiles sobre el comportamiento deficiente de su hija menor dentro de una de las deprimentes aulas con mesas y sillas verdosas en miniatura del enésimo colegio concertado a las afueras, Fernando Ruiz sorbe del vaso de plástico marrón sin prestar demasiada atención al ruido blanco que emana de la boca de la profesora acompañado del movimiento enérgico de brazos y manos en lugar de palabras propiamente dichas, tan solo matando el tiempo, esperando a que pase rápido y llegue al fin el momento en que pueda decirle a su hija que es hora de irse, recorrer el aparcamiento hasta el Qashqai y volver al sofá de su casa recién comprada y reformada después de cuarenta minutos de trayecto y encontrar dónde dejar el coche, por supuesto, una operación que en la última reunión cuesta más esfuerzo y tiempo del normal, pero que parece ser lo de menos tras toparse por primera vez en años con Juan Barroso, un antiguo amigo del instituto. Cada uno pregunta al otro qué tal le va, y ambos mienten. Fernando Ruiz porque dice que está muy liado pero contento y omite que siente que cada día en su vida es como hundirse en arenas movedizas y que esa sensación es la principal causa de que noche tras noche el número de vasos de vodka que ingiere después de que todos se hayan ido a la cama aumente de forma exponencial, y Juan Barroso porque dice que le va bien en su trabajo como técnico en una empresa de mensajería cuando lo que ocurre es que le va bien eliminando a personas a cambio de dinero. Luego la conversación gira hacia el contexto navideño, Fernando Ruiz habla sobre su familia y una mudanza y grita algo a su hija que corre de un lado a otro de la acera, y Juan Barroso dice que vive solo, pero me va bien, dice, y añade que no le importa, que en Nochebuena comerá algo y verá alguna peli mala en la tele hasta quedarse dormido. Entonces Fernando Ruiz, que nunca ha dejado del todo de sentirse imbuido de una cierta cualidad moral extraordinaria que lo situaría varios puntos por encima del resto de allegados en una improbable competición de valores éticos y que empezó a desarrollarse activamente en la universidad, insiste en acoger al solitario y por tanto infeliz Juan Barroso en su casa para la cena de Nochebuena. Aproximadamente veinticuatro horas antes de esa cena Juan Barroso dispara desde una posición segura su ce zeta setentaicinco con silenciador a la cabeza de Álvaro Sánchez, mete el cuerpo en su Mercury Milan y cobra ocho mil por ello. Utiliza un porcentaje mínimo de las ganancias para comprar a la mañana siguiente una cocina de juguete con trece accesorios y una Nancy Riza y Peina. Esa noche conoce al resto de la Familia Ruiz Valverde, Fernando Ruiz le pregunta por esa mochila cargada y él responde con regalos para las niñas, felicita a Paula Valverde por la deliciosa cena, agradece el detalle de la invitación varias veces, y se marcha (no sin antes escabullirse hacia el cuarto de baño junto al salón y tirar por el váter algunos de los restos de Álvaro Sánchez) de Alfarería ciento veinticuatro, adonde vuelve en la tarde del veintiséis de diciembre un poco antes de que la vecina del segundo be observe cómo dos fontaneros vomitan simultáneamente en el suelo de su cocina al descubrir dentro de la tubería fragmentos de un brazo y algo similar a costillas de cerdo troceadas, Fernando Ruiz comparta sus sospechas sobre el atasco de la bajante con el operario que acaba de llamar a su puerta (una frase que encuentra de forma inesperada como respuesta la contundente afirmación de que un padre debería enseñar a sus hijas la diferencia entre una papelera y un váter) y de recibir una llamada al móvil. En ese momento apaga el motor y responde:
—Aquí El Contacto.
Al otro extremo de la línea alguien habla en nombre del tipo del encargo de Álvaro Sánchez, un pez gordo bien situado, y le aconseja que mire por el retrovisor. Cuelga y sigue la advertencia. Varios metros atrás, las caras de los mellizos Sánchez, si es que ahora se les puede llamar así, aparecen tras el cristal delantero de un Fiesta del noventainueve estacionado en zona para minusválidos. Suspira. De repente tiene en la mano derecha una ce zeta setentaicinco con silenciador. Quita el seguro y abre la fría puerta roja de su Mercury Milan.