Santiago Álvarez, siempre junto a su detective Mejías, vive en un sin vivir: anda de bolos presentando su novela ‘La ciudad de la memoria’ y está terminando de perfilar la programación de Valencia Negra.
Un no parar que le hemos alterado notablemente sentándole en nuestra sala de interrogatorios (permanezcan atentos a sus pantallas), después de haberle asaltado en Pamplona Negra, y forzándole (sin mucha tortura, la verdad) a pasarnos este relato sobre una de las primeras andanzas de Mejías.
¡Buen provecho!
Santiago Álvarez: “Un caso difícil”
Cuando Vicente Mejías llegó a la escena del crimen se dio cuenta de que se la habían vuelto a jugar. Allí ya estaba todo el mundo. Los policías le franquearon el paso tras exigirle su documentación, aunque le conocían de sobra, y bromearon sobre su anticuada gabardina. Tras consultar en recepción, y camino hacia la habitación 122, se cruzó en la escalera con el forense, que murmuró algo sobre la falta de puntualidad y sus consecuencias. Me los están tocando a dos manos, pensó Mejías.
Una vez arriba, entre los flashes del fotógrafo y los agentes que revoloteaban en busca de pruebas, estaba el inspector Ramírez en mangas de camisa. Fumaba un Ducados que se sacó de la boca cuando vio llegar al detective privado. Exhaló una bocanada de humo y sonrió, entrecerrando los ojos.
-Un caso difícil, ¿verdad? -dijo Ramírez.
-Y tú no ayudas -respondió Mejías-. ¿Por qué no has preferido llamarme después del entierro?
Ramírez se encogió de hombros y Mejías dirigió la mirada hacia la cama. Al menos el muerto había tenido el detalle de quedarse a esperarlo; el maldito muerto que le había contratado. Se pasó la mano por el pelo, miró de reojo a Ramírez y luego otra vez al cadáver. Aquello había empezado como un caso de infidelidad conyugal, pero ahora se había convertido en asesinato. Al pobre tipo lo habían rajado desde el esternón hasta la ingle, y las vísceras se encontraban depositadas a su lado sobre el colchón, en un ordenado montón sanguinolento. Un caso difícil, claro. Mejías sacó un caramelo de menta del bolsillo, y tiró al suelo el papel que lo envolvía.
-¿Cuál es tu opinión, Mejías? ¿Suicidio, tal vez?
El detective ahogó una protesta y se aproximó hasta el cadáver.
-¿Puedo echar un vistazo? -preguntó.
-Claro, claro, nosotros ya estábamos terminando.
Mejías rodeó la cama, mientras los agentes cerraban sus maletines de muestras e instrumental y salían de la habitación. Junto a la cabecera, el detective se inclinó a escasa distancia de la cara del difunto.
-Verás, Mejías -prosiguió Ramírez-. Claro que sabíamos que te había encargado un trabajito. Tenía una de tus tarjetas, y eso que no eres muy popular que digamos. ¿Sabes lo que había escrito por atrás? -Sacó la tarjeta y leyó- “Último recurso. No parece competente. Que al menos sea barato.” Parecía conocerte bien.
El detective no pareció escucharle. Se separó del muerto, extrajo un pañuelo de la gabardina, y con él en la mano abrió los cajones de la mesilla.
-El caso es que pensaba llamarte antes, entiéndeme. Pero ya sabes que el asesinato es un tomate muy gordo. El forense, el juez, los testigos, las pruebas, un procedimiento complejo. Lo comprendes, ¿verdad?
Ramírez creyó oír un gruñido ausente del detective; Mejías contemplaba ensimismado el fondo vacío del segundo cajón.
-No pretendo sermonearte, Vicente -continuó Ramírez-. Aprecio mucho tu interés, pero tus funciones acaban aquí. Es absurdo que sigas pretendiendo jugar a polis y cacos.
El detective levantó la cabeza, como disparado por un resorte. Se agachó hasta sacar de debajo de la cama una papelera casi vacía, en la que se amontonaban algunos papeles arrugados.
-En serio, Mejías, deberías dejarlo ya. Y eso también lo hemos mirado, que lo sepas. Los polis de verdad, los profesionales, hacen bien su trabajo. Nos hemos llevado casi la mitad de esta habitación. Hasta trocitos de papel higiénico húmedos, por si el puto psicópata se sonó las narices entre tajo y tajo. Tenemos huellas, muestras de cabello, piel, sangre, etcétera, etcétera. Compararemos estos datos con la mujer, con su amante, en fin, aparecerá el que lo hizo. Esos dos ya están detenidos, y tienen muchas papeletas. Y si no, recurriremos a nuestra base de datos de majaras, que tan buen resultado suele darnos. Y si no… -Se detuvo, observando al detective privado que le ignoraba con tenacidad, mientras en cuclillas contemplaba uno a uno los fragmentos de papel-.
-Mírate, Vicente -dijo Ramírez, soltando volutas de humo en la habitación-. Como un niño que acaba de leer a Sherlock Holmes. Déjalo ya. Búscate un trabajo, uno en el que te paguen, cualquier cosa honrada. La policía tiene ahora medios. Esto no es una novela: se trata analizar pruebas en un laboratorio, de detectores de infrarrojos, tecnologías de la información, yo que sé, de una nueva ciencia. El tiempo de los tipos como tú ya quedó atrás y no te quieres enterar. Cuanto antes lo aceptes será mucho mejor, porque nadie te lo va a decir más claro que yo, que en el fondo solo quiero ayudarte. Si sigues así, en unos años será demasiado tarde y acabarás en cualquier esquina, suplicando que te dejen jugar a tu juego de perdedor. Déjalo ya, Mejías.
-Casi he terminado -contestó el detective y, alargando la mano hacia Ramírez, le arrebató la tarjeta de visita que había leído antes.
-Te la regalo, no es relevante; así no te verás involucrado en esto. Pero que sea la última vez.
Mejías escrutó la tarjeta durante unos instantes, sin mostrar ninguna emoción. Cambió de postura y caminó hasta la ventana, mientras una fina línea de dientes se ensanchaba entre sus labios.
-Deberías liberar a la mujer y al amante -dijo el detective-. Pero ya.
-Estás sonado. Creo que ya es hora de que te marches de aquí.
-¿Quieres que te cuente algo del asesino? Nació en Jaén, en el 52, hijo de Jorge y Virginia.
-Déjate de chorradas.
-Dice vivir en la calle Cádiz, por la zona de Ruzafa, aunque yo lo comprobaría. Su nombre es Jaime Páez Maldonado. Toma, su puto DNI.
Mejías extendió ante las narices de Ramírez una fotocopia doblada por la mitad. El inspector pasaba su mirada del papel al detective privado, sin decidirse a creer.
-Está bien, te lo explicaré -dijo Mejías, ante el pasmo de Ramírez-, aunque te advierto que estas cosas pierden su interés cuando las explicas. Parecen banales.
Sacó de su bolsillo otro caramelo de menta y se lo introdujo en la boca, al tiempo que arrugaba el papel de celofán con meticulosidad.
-Seguro que os disteis cuenta de un tonto detalle: el difunto lleva puestas unas gafas. Pero unas de vista cansada; para ver de cerca, vamos. Estaba leyendo algo cuando le interrumpieron. Lo lógico es mirar en los cajones y en la papelera, y en esta última encontré los fragmentos de dos notas, escritas con caligrafías diferentes. Curioso, ¿verdad? Una era una carta en la que se citaba a la mujer del muerto para que acudiera al hotel. La otra era una lista de la compra de un psicópata asesino: cuchillos de cocina, bisturís, ácido, cuerdas. Lo típico.
Se giró para comprobar que Ramírez seguía escuchando. Éste ya no fumaba, y le miraba con cólera e interés.
-Pues bien, las caligrafías son muy diferentes y características, por lo que una muestra ayudaría a resolver la identidad de los autores -continuó Mejías-. La primera la encontré en recepción. Fue sencillo comprobar quien se había hospedado aquí últimamente. Ahí tienes una copia de su registro de entrada. Alguien tan al loro como tú recordará a aquel asesino de los setenta, de iniciales JPM. ¿No, verdad? Lo suponía. Pues bien, el tipo salió hace poco tras cumplir treinta años. Rehabilitado, decían. Ya. La segunda muestra estaba en mi tarjeta, la escritura pequeña e inclinada hacia la derecha de mi cliente. La carta era en realidad un borrador; debió mandar el original a su mujer el día anterior, haciéndose pasar por su amante, y la citó a la misma hora que apareció JPM. Mi cliente había escogido la habitación en la que vivía JPM desde hacía meses. Qué mala suerte. En recepción me dijeron que JPM había salido el fin de semana. A ver un familiar, a recoger algo que escondió hace tres décadas, a matar un par de tipos, qué sé yo. El caso es que vuelve y se encuentra con otro en su territorio. Qué va a hacer, pues cargárselo, claro. El pobre diablo estaría releyendo la carta que envió a su mujer, deseando que no acudiera a la cita para ponerle los cuernos. Y llaman a la puerta. Y sale nuestro amigo con las gafas puestas y la mirada vidriosa de pena. Una presa fácil para JPM. Así que se lo carga, pero a su estilo. Y luego llegas tú a recoger tus pruebas. JPM ignora lo del adulterio y todo eso, pero sabe que la policía es estúpida y que para pillarlo tendrán que estrujarse mucho el coco y correr. O a lo mejor no le importa, al fin y al cabo está mal de la cabeza. Qué te parece.
En el silencio de la habitación, Ramírez sudaba copiosamente. Mejías sacó otro caramelo de menta de su bolsillo y se lo metió en la boca. Volvió a tirar el papel al suelo.
-No pretendo sermonearte, Ramírez, créeme que no, aunque tengo la tentación de hacerlo después del circo que has montado hoy. Me has llamado tarde, les has dicho a los polis de abajo que me pongan en dificultades, le has contado al forense que soy un impresentable, y luego me vienes con esa falsa modestia de chico bueno y condescendiente que quiere apartarme del mal camino. Hasta me has llamado un par de veces por mi nombre de pila, no creas que no me he dado cuenta. Olvídalo, yo sólo soy un detective privado; hago mi trabajo lo mejor que puedo, eso es más de lo que nunca haréis vosotros. Estáis tan obsesionados con vuestros maletines, con vuestro quimicefa criminal, que olvidáis lo obvio. Os acercáis tanto a las cosas que sólo veis los detalles, y acumuláis pruebas que luego no podéis usar. Espero un poco más de respeto en adelante, Ramírez. Yo no soy tan malo en lo mío y tú, desde luego, no eres tan bueno en lo tuyo.
Una vez en la calle, lo recibió una fina lluvia que oscurecía el cielo. La gabardina tenía sus momentos. Y él también. Se preguntó cuánto tardaría Ramírez en descubrir el montón de mentiras que le había soltado arriba. El asesino era sin duda el amante de la mujer, las pruebas lo corroborarían, claro, pero Ramírez atravesaría entre tanto momentos de angustiosa inferioridad. Quizás lo entendiera todo al comprobar que JPM era un turista, que nunca se había alojado en ese hotel, que sólo era un papel que Mejías llevaba encima. El detective mantenía sus bolsillos llenos de fotocopias, caramelos y trucos. No había otra forma de salir airoso en estos días.
Se arrebujó un poco más en su gabardina, y cruzó rápidamente la calle pisando un par de charcos. Hoy era un buen día, sí señor. Lástima que hubiera vuelto a trabajar gratis.