Nos dijo en el interrogatorio que se lee novela negra por venganza y ahora nos trae un relato veteado de venganzas, y protagonizado, cómo no, por su hijo literario: Ven Cabreira.
Yanet Acosta, que ultima su segunda novela negrogastronómica tras “El chef ha muerto” y que está a punto de estrenarse con una Gastronomía Fatídica en el #07 de Fiat Lux, nos lleva en este relato a Vigo, a su mercado del Calvario y a su antigua Panificadora, entre sabrosas viandas y ricos espirituosos, aunque Cabreira sigue sin sentido del gusto.
Buen viaje.
Yanet Acosta: “A los hombres no les gusta mancharse las manos”
Hacía mucho que Ven Cabreira sobrevivía. En España había trabajo de sobra, pero solo faltaba que alguien pagara. A los jóvenes los pueden ilusionar diciendo que es el principio y que pronto escalarán y empezarán a cobrar. Pero a los viejos, ya no hay quien les mienta. Tras cinco décadas de existencia, que pesan como si fueran 50, el futuro quedó atrás.
Y en eso estaba, cuando reapareció Celso. Fue solo un mensaje escrito en un papel acompañado de un billete de tren de Madrid a Vigo, que ponía: “Ven, Ven. Elsius”.
“Elsius” fue uno de los nombres que usó Celso en varias operaciones del CESID, el Centro Superior de Información de la Defensa, al que ahora llaman CNI, Centro Nacional de Inteligencia. Pero se conocieron antes, cuando entraron en la Organización Contrasubversiva Nacional para infiltrarse como estudiantes universitarios, aunque apestaran a barraca militar.
En los 90 los “jubilaron” del CESID a los dos. Ven tras tantos años de vida castrense no supo hacer otra cosa que lo mismo y siguió trabajando para El Jeta, pero como detective privado. Celso, sin embargo, se lo montó mejor en la vida civil, porque se convirtió en promotor de viviendas, como tantos otros españoles que tenían algo ahorrado y querían prosperar. El boom inmobiliario les dio la razón y a muchos les acompañó la suerte de vender muchas promociones antes de que explotara la burbuja. Celso fue uno de ellos y ahora era un tío con pasta, de los que van por la ciudad quejándose de lo mal que está la economía y el dinero que están perdiendo, es decir, dejando de ganar, mientras dan al claxon de su Porsche todoterreno.
Y así fue cómo lo vio al llegar a la estación de Vigo, en un Cayenne gris. Ven se acercó deseando saber qué se siente sobre la tapicería de un coche de 80.000 euros después de un viaje infernal en butaca de plástico de un tren nocturno sin bar después de la once y media de la noche. Sin embargo, lo único que experimentó fue el rugido del motor cuando Celso aceleró violentamente para continuar su marcha a la vez que tiraba por la ventanilla una cajetilla de tabaco vacía.
Ven se mordió el bigote con los incisivos inferiores mientras se tragaba el insulto y con la habilidad de un vagabundo experimentado recogió la cajetilla del suelo. En su interior, una dirección escrita a mano. El cabrón no dejó ni un cigarrillo, pensó Ven.
Despuntaba la mañana entre piedras húmedas y un chipichipi insistente que nunca llegaba a madurar se le empezaba a calar en los huesos y a pegársele en los zapatos de suela de plástico. El mar a la derecha, gris. A la izquierda, una empinada cuesta gris abarrotada de edificios grises. Ven resoplaba cuando en una vuelta del destino resbaló en la acera mohosa. Las costillas se removieron entre sus kilos de más y de su boca solo salió:
—Me cago en tu puta madre.
Ven se incorporó como pudo y alzó la vista para buscar El Corte Inglés, que es como la rosa de los vientos para cualquier ciudad de provincias. Según la indicación de la cajetilla de tabaco en la misma calle estaba el piso en el que se tenían que encontrar.
A Ven la cantidad adecuada de whisky lo deja en punto muerto y ya lo estaba necesitando para sentir que comenzaba de nuevo la mañana, pero todo estaba cerrado y el dolor de costillas no iba a poder olvidarlo tan pronto. Se arrastró hasta tocar al portero de un lujoso edificio de la calle Venezuela de solo dos pisos por planta. En la intimidad de un apartamento que olía a cerrado desde hacía mucho, Celso le recibió con los brazos abiertos, pero solo habló tras el golpe de la puerta al cerrar.
—¡Qué alegría verte!
Ven se dejó abrazar con una mueca, hasta que se le cayeron unas cuantas palabras:
—Antes no te alegraste tanto.
—Coño, Ven, entiéndelo. Aquí me conoce todo el mundo. Y bastante hago con traerte a este piso. Es de mi cuñado. Hace unos años que vive fuera y yo se lo cuido. Se me ocurrió que podía alojarte aquí antes que estar gastando en un hotel.
—Ya. Tampoco gastaste mucho en el billete del tren.
—En tercera no se levantan sospechas.
—Eso valía en otra época, cuando trabajábamos para el Estado y no teníamos lumbago.
Ven entró a la cocina y abrió el frigorífico. De él salía un cierto tufo a pasado, pero estaba repleto de cosas. Recorrió las dos habitaciones y abrió el armario de una de ellas. Había mucha ropa de hombre con dinero, de los que pagan por marcas “exclusivas” hechas en China. Hizo una medición a ojo y cogió un pantalón. El suyo ya no aguantaba un lamparón más.
—Es de mi cuñado.
Ven continuó buscando en el armario. Encontró varios pares de zapatos y se puso los impermeables de suela de goma. No tenía ganas de volver a caerse. Cuando se miró al espejo, se puso las manos en los bolsillos como si fuera un modelo. Hizo un par de muecas mientras su mano derecha descifraba el tacto de una caja plana de cerillas en el bolsillo. Luego lanzó una mirada a Celso pensando que o su cuñado era idéntico a él o es que le estaba mintiendo y era un piso franco que su amigo usaba con frecuencia.
—Cuéntame para qué me quieres aquí.
—Estoy jodido, Ven. Alguien ha asesinado al teniente de alcalde y yo soy probablemente el último que lo vio con vida. Quizás me detengan en unas horas, pero yo no he hecho nada, joder. Soy un buen tío que ha traído cosas buenas a la ciudad.
Ven exhaló con tranquilidad dentro de su nuevo pantalón intentando mover lo menos posible las doloridas costillas. Los zapatos le quedaban un poco estrechos, pero eran agradables, nada que ver con los de plástico que traía él. Ahora solo le faltaba su White Horse, así que volvió al salón en su busca.
—Ven, escúchame.
—Sí, ibas a decir todo lo bueno que habías hecho.
—En la última urbanización que construí coloqué a cientos de familias a un precio asequible para la época que era.
A Ven siempre le sorprendió esa sensación de benefactor que tenían los constructores en España, la misma que los empresarios que hacen contratos basura y a los que sus empleados deben adorar como dioses.
— ¿Y quién crees que pudo matar al teniente de alcalde?
— Ni idea, Ven. Solo sé que puedo acabar en la cárcel. ¿Qué voy a decirle a mis nietos?
Celso se echó a llorar y Ven se quedó desconcertado ante la reacción. Parecía un hombre derrotado por el miedo de tener demasiado dinero.
Ven abrió la puerta del armario bar de los 70 y encontró lo que buscaba. Su White Horse. Se sirvió solo un dedo de whisky en un vaso opaco por el polvo. El reloj daba las 9 de la mañana.
—Celso, tú no tienes nietos. Que yo recuerde tienes solo un hijo y es gay. ¿Ha adoptado?
—Ven, eres un cabrón.
—¿Cómo le va? ¿Le has vuelto a hablar?
—En mi casa no entran maricones y lo sabes. Así que déjalo ya y hablemos de lo importante.
Para tipos como Celso, los años pesan de más porque cada día tienen que defender una idea antigua que ya no les interesa, pero alguien les dijo que ni las ideas ni la forma de ser pueden cambiar en un “hombre honesto”.
—Bien, pues cuéntame.
Celso bajó la cabeza y no la levantó hasta terminar de contar la única mala inversión que había hecho: La Panificadora. Era una antigua industria, miles de metros en el centro de la ciudad que se podrían convertir en cientos de viviendas. Solo había un problema, el ayuntamiento tenía que autorizarlo. Celso movió sus hilos, pero al alcalde le gustaba más convertirlo en biblioteca. Una gilipollez en estos tiempos que no se lee. Así que a Celso se le ocurrió una estrategia: convertirlo en un lugar peligroso. Por dos duros metió dentro un grupo de okupas que pasaban el rato y montaban fiestas. Tuvieron un incendio y el alcalde se puso nervioso. El teniente de alcalde lo vio con claridad, había que dejar construir. Sólo quería un “colchón” para llevar la propuesta al alcalde y convencerlo. Después de conseguir el dinero, ya solo faltaba dejarlo actuar, pero alguien lo mató antes. Su cuerpo apareció en La Panificadora acuchillado.
—Bueno, alguna coartada tendrás.
—Esa noche cené con él. Le llevé una bolsa con dinero y fui el último que lo vio.
—Y el dinero, ¿ha aparecido?
Celso movió la cabeza.
—Pero estoy cogido por los huevos. No puedo decir que el móvil fue un robo porque cómo justifico yo el chantaje. Y además tengo otro problema.
—¿Otro más?
—Sí, la pasta me la prestó el ruso. Yo se la iba a devolver crecida, pero ahora no sé cómo voy a hacerlo. Hay que buscar el dinero.
Ven tragó otro dedo de whisky.
—¿Pero cuánto era? ¿No te da con el coche?
Celso empezó a lloriquear.
—Mi coche es lo primero que voy a perder. Hoy tengo que dárselo. Pero quiere más, porque le prometí beneficios. Tienes que buscar al que mató al teniente de alcalde, porque seguro que fue el que se quedó con la pasta.
La cosa no era fácil porque ¿a quién no le apetecería matar a un politicucho y acusar a un empresario de ello y encima quedarse con un buen fajo? Seguro que habían miles de sospechosos en toda la ciudad.
—Haré lo que pueda.
Celso asintió y le pasó un sobre.
—Tu adelanto. Prefiero gastar lo poco líquido que me queda contigo.
Ven lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta mientras escuchaba:
—Si pillas mañana al criminal, te doy el doble de lo que tienes ahí.
El detective se removió en el asiento antes de levantarse intentando simular que su esqueleto le respondía con la misma exactitud de años atrás y que el dolor de las costillas ya no existía. Pero el bufido delataba no solo su problema físico sino su repugnancia hacia frases estúpidas como la que acababa de escuchar.
—Por cierto, toma las llaves y hazte cargo de que prefiero que no nos vean juntos. Quiero acabar ya con esta pesadilla.
Ven ni se despidió ni miró hacia atrás cuando salió por la puerta del piso. Él también iba a acabar pronto. Los casos que no se desvelan en el momento en el que se cometen, se enquistan y se pervierten en la memoria.
Bajó a la calle sabiendo que lo primero, como siempre, es visitar la escena del crimen. La Panificadora es una mole que desde cualquier punto de la ciudad se distingue perfectamente, así que giró y bajó una calle. Al volver a girar, entró en el primer bar que vio y pidió un café con un chorrito de whisky y una tapa cualquiera.
Lo que más le gustaba del bar era quien atendía, un tipo con tan pocas palabras como él. Esos son los bares que siempre añora en Madrid, donde, por el contrario, el camarero no para de hablar como si fuera parte de su trabajo.
Mientras chupaba a sorbitos el café, el del bar se fue a la cocina. Ven aprovechó para abrir el sobre y contar el dinero. Le pareció que faltaban algunos billetes para redondear la cifra. El tipo del bar volvió con una tapa de patatas con calamar.
Ven engulló la tapa sin decir nada ni sentir nada. Seguía sin tener sentido del gusto. Así que con que estuviera caliente ya le valía, pese a que el aspecto era el de estar hecho hacía varios días. Apartó la vista del plato para llevarla al Faro de Vigo, que aunque también estaba pasado (era del día anterior), le valía de sobra. La mitad estaba dedicada al caso que a él también le ocupaba. El periódico incriminaba a los okupas y no decía ni media palabra de Celso. Leyó con calma la biografía del muerto. Insulsa, como la tapa de patatas con calamares. Antes de ser político trabajaba en un banco.
Ven pagó y se marchó sin gastar ni una sola palabra en todo el proceso. De camino encontró un supermercado, donde compró una botella de White Horse sin hablar con la cajera.
La mole de La Panificadora ocupaba varias calles. La puerta principal estaba cerrada y un precinto de la policía la rodeaba. Al mirar la cinta de plástico con la impresión de “Policía” le vino a la cabeza cuánto tiempo estaría allí, olvidada o cuánto tiempo pasaría hasta que se la llevara alguien. Ven empujó la puerta y parte del precinto se vino abajo. Desde el otro lado escuchó la voz temblorosa de alguien.
—¿Quién anda ahí?
—Ven Cabreira, detective privado.
—Non podo abri-la porta.
—Voy por detrás…
—¿Pra qué?
Ven se lo pensó. Si le decía que quería ver el edificio le diría que no, así que miró la botella que acababa de comprar y dijo lo primero que se le ocurrió:
—Para tomar un whisky.
—Pois se non queda outra…
Ven rodeó el amplio perímetro del muro que rodeaba el imponente edificio de hormigón que ocupa un área de 7.000 metros cuadrados. Se comenzó a construir en los años 20 y se amplió en sucesivos años hasta que la cerraron en 1980 con una suspensión de pagos y un lío de sociedades que se hicieron propietarias del suculento espacio que ocupaba hasta que Celso se quedó con todo el pastel, que por cierto, estaba envenenado.
Después de rodear toda la calle Falperra y dejar atrás los abandonados locales comerciales, Ven subió una cuesta. Casi al otro lado, encontró la puerta, medio camuflada entre edificios abandonados y un bosque de hiedra. Ven silbó y la puerta se abrió. Al otro lado un hombre con la cara arrasada por el mar, el sol y el tiempo, de párpados tan caídos como sus pantalones. Ven le tendió la mano y se volvió a presentar.
—Yo soy Lobo y conste que le dejo entrar porque me parece buena persona.
—Usted también lo parece. ¿Lleva mucho aquí?
—Desde esta mañana. Me pidieron vigilar todo esto, por si acaso. Y aquí estoy.
—Me refiero viviendo por aquí.
—Ah, sí. Yo soy del barrio y conozco esto desde que lo hicieron. Era una gran industria, sí. La primera automática y la primera en hacer panes individuales, los japoneses.
Ven sacó la botella y el hombre se perdió por una calle empedrada. Al rato volvió con un vaso. Lo llenaron dos veces. Un trago para cada uno, en silencio. Y Lobo empezó a hablar.
—Esto antes era outra cosa. ¿Sabe usted? Los niños venían a jugar aquí, entraban por esta misma puerta. Era una industria importante. Hacían el pan del ejército. A mí me gustaba ver la silla que se movía entre un lugar y otro para controlar la producción. Aún quedan algunas cosas.
Ven volvió a rellenar los vasos en silencio y cada uno tomó su trago.
—Es una pena que se quedara abandonado. Era una buena industria, sí señor. Y bonita, que daba gusto pasear por ella.
—Es impresionante solo por fuera.
—Pues por dentro ni le cuento, lo que pasa es que el abandono se la está comiendo. ¿Quiere verla?
Primero vieron los silos desde abajo y después pasaron a una nave medio inundada en la que aún se podían ver restos de la maquinaria. Más tarde salieron a la calle empedrada de nuevo y bajo las cerchas de lo que antes fue un pasadizo cubierto imaginó a esos niños de otra época. Así llegaron hasta el módulo en el que se había producido el incendio y donde solo hacía unas horas habían hallado el cadáver del teniente de alcalde. En los aledaños aún se conservaban intactas algunas de las pertenencias de los okupas, como un billar. También quedaban rastros de lo que había sido una improvisada lareira para cocinar. Desperdicios, botellas de cristal y bolsas de plástico. Una violeta llamó su atención. Era de un material distinto, de rafia. Era una de esas que se venden ahora en las tiendas para reutilizar. Unas letras serigrafiadas se podían descifrar fácilmente: “Mercado del Calvario”.
Ven se quedó pensando en cómo había llegado esa bolsa hasta allí. Estaba claro que alguien la había introducido y que no hacía mucho por lo nueva que estaba.
—Y ya ve, es una pena. Todo esto aquí pudriéndose. Y ahora esto de la muerte.
Después de otro paseo y de varios tragos más de whisky, Ven se despidió de Lobo como si fueran viejos amigos y le dejó lo que quedaba de White Horse.
—Ata outra, amigo.
El detective salió siguiendo la calle hacia arriba, internándose en lo que quedaba del barrio de Falperra. En el lado que le quedaba por ver, descubrió que algunas de las viviendas de antiguos trabajadores aún seguían ocupadas pese a su estado ruinoso. En una de las calles, un coche alojaba a un par de chicos de 16 años que se metían algo por la nariz. Escuchaban a todo volumen a Camarón y reían a carcajadas. Desde lejos le pareció ver otra bolsa violeta de rafia igual que la anterior. Decidió no llamar su atención y dio media vuelta en dirección al puerto.
A medida que se alejaba de Falperra encontraba otra cara de la ciudad que estaba, por cierto, de espaldas al mar. En la Plaza de la Constitución se tomó un vino blanco como el que se toma un vaso de agua refrescante. Siguió por la calle de los cestos y volvió a subir. Intentaba entender el contraste entre la honestidad y la humildad de los edificios sencillos de piedra habitados por gentes sencillas y los edificios que ocupaban algunas de las principales calles míticas de la ciudad. Quizás estuviera en los catalanes, quienes vinieron a la ciudad al socaire del puerto para desarrollar la industria y dejar la impronta burguesa. Lejos quedaron ya los ochenta y la movida musical de jóvenes rebeldes. Ahora gran parte de ellos visten de Armani y Adolfo Domínguez y trabajan en la banca y en la administración pública. Excepto los punkies de La Panificadora, de los que Ven no ha visto ni rastro.
Entre paseos y pensamientos, se encontró con uno de esos lugares que sabía que le iban a gustar. Los que guardan el sabor y el olor de los años y que Ven imaginaba porque oler, lo que se dice oler, hacía mucho que no podía.
En Casa Eligio se pidió otro vino y algo de comer. Un hombre de pocas palabras con el que entenderse a la perfección. Al rato, le sacó un plato humeante de un guiso de lomo de cerdo llamado raxo y en ese momento le jodió no poder saborearlo. Lo engulló con otro vaso de vino mientras escuchaba a otros paisanos comentar en la barra el crimen del teniente de alcalde.
—Él no era cosa buena.
—Dicen que se había encargado de dejar a todo el mundo en la calle en el banco. Y claro, al final salió él, con la diferencia de que se pudo colocar rapidito en el Ayuntamiento.
—Home, putadas habrá hecho y se las habrán devuelto. Pero tampoco era para dejarlo fileteado como sardina para empanada.
Ven pidió más pan para mojar la salsa y otro vino para pasarlo. Pagó y se marchó. En la primera parada de taxis que encontró tomó uno y pidió que le llevaran al Mercado del Calvario. Era una intuición, pero en eso se basaba su trabajo. El olfato que le faltaba para la comida siempre lo tuvo para resolver casos: las bolsas de rafia no las regalan y los okupas no suelen comprarlas y menos los drogatas.
—Vamos para allá. ¿Está de vacaciones por aquí? O Calvario era una zona obrera de la parroquia de Lavadores, pero ahora es outra cosa. Tiene su calle peatonal y tiendas. Ah y si tiene que comprar medicamentos, allí tiene la farmacia más barata de España.
Ven movía el bigote y miraba por la ventana, pero el taxista no dejaba de hablar, así que le soltó:
—¿Usted no es gallego?
—Claro que sí. De Xinzo, donde as patacas.
—Ah.
—¿Por qué lo dice?
—Es usted muy hablador…
El taxista sonrió triunfante.
— ¿Y usted de dónde es?
Ven se lo pensó un rato, hacía tiempo que no hacía memoria de su pasado.
—Mi padre era gallego, mi madre asturiana, pero nací en Canarias y de ellos ya casi ni me acuerdo. Llevo toda la vida en Madrid.
—¿Canario? ¡Quién lo diría! Aquí se puede bajar. Un poco más adelante llega al mercado.
Ven pagó con la sensación de haber despertado de una pesadilla y el dolor de la costilla al salir del taxi remató la carrera.
La planta del mercado ya no recordaba al pasado en el que fue construido, esos gloriosos años 20. Las remodelaciones habían hecho de él algo más estándar, pero a Ven le gustó la entrada. En el pasillo central de la construcción se sucedían una tras otra varias pescaderías, todas surtidas de lo mejor y atendidas todas ellas por mujeres. Ven paseó deteniendo los ojos en un plano rodaballo cuya piel parecía de la misma dureza que la de una serpiente.
—Este está muy bueno para la plancha, señor.
Ven señaló a un trío de peces con aspecto húmedo y ojos llorosos.
—Esos son gallos, señor.
Con la panza arriba y el hígado fuera estaban cuatro rapes de los que Ven desvió los ojos. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que ningún establecimiento tenía cartel, pero en el que se había detenido lucía una bolsa de rafia serigrafiada de color violeta en la que se leía: Dolores M. Mercado del Calvario.
—¿Usted es Dolores?
—Jajaja, no, señor, esa era mi madre. Pero el negocio va de madres a hijas. Por lo menos hasta ahora. Fíjese usted que yo pensé que ya nadie querría seguir en el mío, pero mi hija con la crisis ha tenido que volver al oficio de su madre.
Ven paseó la vista buscando a la chica y se quedó con su rostro grabado centímetro a centímetro en su mente, también de los rizos que se le escapaban del sombrero y que prometían desencadenar una melena seductora que quizás acariciara un ansiado canalillo pecoso. La pescadera continuó:
—Es una chica muy brillante.
—Caramba, ¿y no encontró trabajo?
—Tenía un buen puesto en un banco, pero la despidieron.
—Vaya, qué pena. ¿Trabajaba en el banco del que luego fue teniente de alcalde?
—Sí, señor. Él mismo la despidió como a muchos otros. Y mira cómo ha acabado, rebanado por los hippies esos de La Panificadora.
—Sí, eso dice el periódico. Por cierto, ¿y cómo es que son todas mujeres en todas las plazas de pescado?
La pescadera rió, subió los hombros y contestó sin mucha convicción:
—Será porque a los hombres no les gusta mancharse las manos.
Ven se decidió por el rodaballo. La señora se lo fileteó con decisión. Y aunque Ven soñaba con ver las manos de esa señora pegándose con la piel del rodaballo, ella resuelta le explicó que no hacía falta quitarla si iba a ir a la plancha. Ven siguió preguntándole por recetas y pescados, hasta que ya se decidió a marcharse. Cuando se alejaba con su rodaballo, la mujer lo llamó:
—Oiga, venga. Quiero hacerle un regalo —y le tendió una de sus bolsas de rafia—. Así vuelve si le gusta. Son para nuestros clientes especiales.
Ven sonrió aceptando la coquetería aunque con los ojos de la mente puestos más en la hija que en la madre.
Al salir a la calle se dejó llevar por la pendiente. Calculaba que su piso estaría más abajo. Pero irremediablemente empezó a dar alguna vuelta sobre sí mismo. Cansado paró en un bar y se pidió una Estrella Galicia bien fría. En una de sus paredes colgaba un cartel de un Festival de Música que comenzaba esa misma noche. Los parroquianos del bar hablaban de los grupos que a Ven no le sonaban para nada. Solo escuchó música cuando enamoraba con Lupe y se dedicaban canciones por la radio. Después de que ella murió, nunca volvió a sentir interés en ir ni siquiera a un concierto. Pero el de esta noche no se lo iba a perder, porque seguro que los okupas de La Panificadora tampoco.
Después de dejar al rodaballo en la nevera del piso-refugio que le había dejado Celso, se decidió a ir al Festival. Empezó a dar vueltas sobre sí mismo buscando una parada, pero después de fracasar vio un taxi al que levantó la mano. En unos segundos llegó manso a sus pies. Cuando abrió la puerta reconoció al instante a quien le había llevado hasta El Calvario.
—Home, cómo le va. ¿Compró bien en el mercado? Seguro que sí, yo soy muy de ir al Froiz, pero el pescado lo compro siempre en la plaza, claro que a mí me pilla más cerca…Por cierto, ¿adónde va?
—Al Festival de Música que se hace en la playa.
—Ah, sí. No se pierde usted una, oiga. Pues para allá vamos, aunque dicen que si llueve se tiene que anular.
De pronto Ven se dio cuenta de que no sabía cómo identificar a los okupas excepto si llevaban cresta, algo que podría ser un error porque empezaba a verse con asiduidad entre profesiones liberales como la de diseñadores gráficos, pintores, directores de cine y cocineros. Así que se lanzó a pedir ayuda:
—Le voy a ser sincero, voy en busca de unos okupas que son sospechosos de asesinar al teniente de alcalde.
—¡Carallo!¿Es usted policía?
—No, detective privado.
—¡Carallo! Mi mujer no se lo va a creer cuando le diga que he visto a un detective privado. Solo salen en las películas.
—¿Cree que los encontraré por allí?
—Pues que quiere que le diga, nunca los vi. Son mala gente y la entrada para el festival no es una carallada, por lo menos los 30 euros cuesta. Además, van estrellas Michelin a cocinar y todo.
Ven Cabreira se removió en el asiento, sintiendo de nuevo el dolor de la costilla. El taxista se dirigió a la entrada del Festival y las pintas no eran las esperadas. Nada de crestas ni de pinchos. Las primeras gotas empezaban a caer y el taxista le animó a esperar en otro lugar.
—Mire, como no se sabe si va a llover o no, qué le parece si esperamos en otro lugar cerca. Yo ya me iba para casa y eso de acompañar a un detective. Bueno, además, podemos tomar unas xouvas de San Juan, en fin. Que esos 30 euros pueden emplearse en outra cousa, digo yo.
A Ven le pareció muy buena idea y según llegaban al nuevo destino del cielo cayeron relámpagos sin tregua y después una lluvia torrencial, por la que el taxista se disculpó.
—Pues ya lo siento, que para una vez que viene usted a Galicia a investigar.
Bajo una carpa, un grupo de mesas corridas albergaba a la gente del pueblo, ni indies ni propietarios de chalets en la costa, solo gente que vivía allí de siempre y que comía empanada, churrasco y xouvas para festejar la virgen del Carmen. Ven se fue directo a la botella del vino y su nuevo compañero a las xouvas. Se sentaron con el resto y empezaron a comer. Al poco rato comenzó a tocar la orquesta que animaba la fiesta. Afuera seguía lloviendo a raudales. De pronto la carpa se abrió para dejar pasar a un grupo con perro y rastas. Entre ellos, la chica del mercado con sus rizos, ahora sí, sueltos sobre los hombros, aunque empapados por la lluvia.
Los chavales empezaron a bailar divertidos. Pasaron las horas, los bailes y los vinos. Y la chica salió con sus amigos de la carpa. Ven, detrás. A distancia la vio separarse del grupo. Unos iban por el camino de la playa. Ella hacia la carretera. Allí se metió en un Porsche todoterreno gris que arrancó elegantemente poniéndose de una a mil revoluciones sin sobresalto para deslizarse por la carretera en dirección a Bayona.
Ven volvió a la carpa a por su taxista.
—Nos vamos. Lléveme a la T4.
—¿Al aeropuerto?
—A la otra terminal, ya me entiende —dijo Ven enseñándole la caja plana de cerillas que había encontrado en el pantalón del cuñado.
En 15 minutos estaban allí. En el párking pocos coches, entre ellos uno alquilado y entre los clientes de la barra del bar, el amigo Celso dejándose mimar por una azafata.
—Hola, Celso.
—¿Cómo me has encontrado?
—Demasiado predecible. Vengo a por mi pasta y a salvarte la vida. Deja de hacer tratos con el ruso si no quieres acabar fileteado como el politicucho.
—¿Ha sido él?
—¿Tiene ahora tu coche y mejor gusto para las mujeres que tú?
—La madre que lo parió.
—Mañana mismo cede La Panificadora al ayuntamiento para que lo conviertan en una obra social donde reinsertar chavales como los que se quedaron con la pasta del muerto. No irán a por ti, porque tú le dirás al ruso que si hace algún juego, envías directo a su chica al trullo, la punkie del mercado del Calvario.
—¿Carmiña? ¿Pero qué dices? A ella fue a la que pagué para que metiera a los okupas.
—Pues eso. Te la jugaron bien. Tienes motivos para meterla en el trullo, era una okupa y además resentida con el teniente de alcalde porque la echó cuando trabajaba con él. Si todo sigue su curso, culparán a unos yonkies de Falperra, que ahora tienen parte de la pasta del muerto. Y ahora dame mi pasta que me piro de aquí. La humedad me está matando.
—La madre que te parió, Ven. ¿Estás seguro de todo eso?
—El dinero se lo diste en dos bolsas de la pescadería de la chavala en El Mercado del Calvario, ¿verdad?
—Sí, es mi pescadería. Allí la conocí a ella antes de encargarle el trabajito de los okupas.
—Pues tu ex-pescadera se pasea en tu ex-coche con tu ex-amigo ruso. Cambia de juego por primera vez en tu vida. Les desconcertará y te dejarán no solo en paz sino que incluso puede que ganes el aprecio de ser un “hombre bueno que hace cosas buenas por el pueblo”.
—Coño, qué buena idea, Ven. Así a lo mejor me puedo hasta presentar a alcalde.
Ven movió el bigote por no contestar y acompañó a Celso al párking. Del fondo de la guantera del coche alquilado sacó un fajo. Contó los billetes y quitó tres diciendo:
—Aquí tienes lo tuyo. Solo te descuento el pantalón y los zapatos de mi cuñado porque veo que no se los vas a devolver.
—No cambias, gallego.
—¿Te llevo a algún lado?
—Ni de coña, Celso, que me descuentas la gasolina. Tengo un taxi esperándome.
Ven volvió a su taxi, le dio 100 euros y en unos cuantos minutos ya estaba en el apartamento de la novena planta. Allí hizo el rodaballo a la plancha y se lo comió masticando cada pensamiento.
Con las primeras luces rosáceas del alba, Ven se bañó, se afeitó y se buscó lo mejor que le quedaba del armario del supuesto cuñado de Celso. Cogió la bolsa de rafia y volvió al mercado.
La heredera de Dolores M. limpiaba sardinas. Con delicadeza quitaba las espinas y las tripas y las abría como un librito en dos.
—Buenos días, señor. Me alegro de verlo de vuelta. ¿Quiere unas sardinas para hacer empanada?
Ven carraspeó.
—¿Y la niña?
Ella miró a un lado y a otro.
—No está. Le he dado unos días libres.
Ven se quedó inmóvil mirando cómo la mujer le mostraba a modo de amenaza la punta fría del cuchillo por encima del cuerpo semirrígido de la sardina.
—Ha hecho bien la niña en marcharse, pena que haya sido con el ruso.
La mujer empuñó con más fuerza el cuchillo. Ven no quitaba los ojos de sus manos. Estaban arañadas y enrojecidas, como si hubieran luchado con un besugo de 70 kilos.
—¿El ruso? Solo es un buen cliente.
Después de un incómodo silencio en el que ambos se entendieron, Ven dio media vuelta y solo reaccionó al escuchar:
—¿Va a decir algo?
Ven al girar vio se fijó en sus ojos enrojecidos y el temblor del miedo del labio inferior.
—Sí, que el rodaballo estaba cojonudo.
El tren de Madrid a Vigo era como una muerte lenta aunque se fuera en primera, así que Ven se dirigió adonde mejor se puede pasar el rato, al bar. No se le iba de la cabeza aquella frase que tenía grabada a fuego desde que se la dijo su propia madre: “¡Qué no hará una madre por sus hijos!”.
—Me pone un White Horse.
—No tengo, pero hay otra marca –masculló el tipo vestido con el uniforme azul de Renfe mostrándole una minúscula botellita de color verde.
—Una cerveza entonces—pidió Ven.
El barman tiró de la anilla de un minúsculo bote de cerveza y le sirvió un dedo de líquido con cuatro o cinco de espuma en un vaso de plástico.
—Son dos euros.
—Joder, como para emborracharse en el tren.
El camarero salió de su apatía para mirar a Ven y sonreírle.
—Y que lo diga, amigo.
—Será por eso que por aquí paran poco los viajeros —dijo Ven mirando el desolado vagón.
—No crea. Estuve trabajando en el bar del AVE a Sevilla con los mismos precios y aquello era un no parar. Los pasajeros siempre se ven en el bar y se toman sus copas y se echan sus risas. Pero es que son del sur, y son muy distintos. Yo creo que es porque comen con más sal, las frituras y todo eso, ¿sabe usted?
—Usted no será de Xinzo, ¿verdad?
—¡Claro que sí! ¡Donde as patacas! ¿Cómo lo sabe?
Ven terminó de servirse la cerveza medio caliente en el vaso de plástico y volvió a echar un vistazo. Dos clientes tristes se acercaron a pedir café y té. A su lado se acodó una chica. Un piercing en la nariz, otro en la lengua y una cascada de pelo rizado. Pidió un gin tonic y pagó los 5 euros sin rechistar con uno de los billetes de cien que sacó del bolsillo. Sonrió y dio el primer trago sin ni siquiera fijarse que a su lado estaba Ven Cabreira.