Filólogo, violinista, escritor y #Secuaz (no necesariamente en ese orden), Benito Olmo (Cádiz) ha hecho un alto por navidad en sus reseñas y en los remates de su próxima novela para disparar este relato inquietante.
Antes de leerlo puedes echar un vistazo a las novelas que regaló a los inquilinos y habitantes de #WebFiatLux y anotar algunas pistas de sus dos libros ya publicados: “Caraballo” y “Mil cosas que no te dije antes de perderte”. Este 2015 publicará nueva novela: “Un asesino en el Gran Teatro Falla”.
Benito Olmo: “El hombre muerto”
El Hombre Muerto se aproximó despacio, acercó su rostro al mío y susurró palabras de odio y de dolor. Y yo me cagué de miedo.
Aquello no podía ser, me dije. Le había visto caer con mis propios ojos. Había sido mi mano la que empuñó la pistola con la que le provoqué en medio del estómago aquel agujero por el que debía haber escapado su alma en dirección a donde quiera que la esperasen.
El Hombre Muerto me miró con curiosidad, como si acabase de adivinar lo que estaba pensando, y en sus labios se dibujó una sonrisa cruel. La sonrisa no tardó en convertirse en una carcajada en toda regla que, sin saber por qué, me recordó al graznido de un millón de gaviotas furiosas. Solos en aquella habitación, El Hombre Muerto reía y yo lloraba, observando alternativamente a mi agresor y al muñón sanguinolento que hasta hacía unos minutos había sido mi mano derecha. Ni siquiera reparé en que la mancha oscura sobre la que estaba sentado era cada vez más amplia, sin poder dejar de preguntarme una y otra vez a qué demonios esperaba El Hombre Muerto para acabar conmigo.
Sin previo aviso, El Hombre Muerto dejó de reír y me sacudió una bofetada que me hizo voltear la cabeza. Volvió a hablar, esta vez a gritos, pero fui incapaz de escucharle. Tan sólo podía pensar en aquel guantazo, tan consistente que podía sentir cada uno de los dedos de El Hombre Muerto marcados en mi mejilla. Aquello terminó de convencerme de algo a lo que llevaba un rato dándole vueltas: aquel no era El Hombre Muerto, sino más bien El Hombre Que Debía Estar Muerto.
Incapaz de enfrentarme a la realidad, desvié la mirada hacia el lugar en el que descansaba mi mano derecha, aferrada con fuerza a la pistola que de tantos apuros me había sacado. El Hombre Que Debía Estar Muerto siguió la dirección de mis ojos y, al reparar en mi extremidad cercenada, alzó las cejas de forma interrogativa, como si le sorprendiera verla todavía allí. En dos zancadas recorrió la distancia que le separaba de ella y, con una técnica digna de un futbolista practicando un libre directo, la mandó al otro lado de la habitación de un puntapié.
Por un momento jugueteé con la posibilidad de que la pistola se disparase accidentalmente debido a la fuerza del impacto, una carambola propia de los dibujos animados que veía cuando era un chiquillo, pero no sucedió nada de eso. En mi inconsciencia, deseé con todas mis fuerzas que mi mano inerte volviera a la vida, aunque fuera durante una fracción de segundo, y abriera fuego contra El Hombre Que Debía Estar Muerto por segunda vez, esperando que en aquella ocasión lograse completar la misión para la que había sido contratado.
El Hombre Que Debía Estar Muerto se volvió hacia mí y alzó poco a poco el machete ensangrentado, del tamaño de un bate de beisbol, con el que me había convertido en un tullido para el resto de mi vida, si bien en aquel instante el concepto el resto de mi vida no tenía visos de ser un periodo demasiado largo. Una sonrisa sádica volvió a contraer su rostro mientras se acercaba a mí de nuevo y, cuando estuvo lo suficientemente cerca, apoyó la punta del machete a un lado de mi cuello mientras volvía a pronunciar palabras a las que apenas presté atención. Sin saber muy bien por qué, me pregunté si El Hombre Que Debía Estar Muerto pretendía nombrarme caballero o algo así.
Creo que la sonrisa que acudió a mi rostro terminó de descolocar a El Hombre Que Debía Estar Muerto, pues al instante se quedó en silencio y muy quieto, con la sonrisa petrificada en los labios, puede que preguntándose qué demonios era aquello que parecía hacerme tanta gracia. Al poco volvió a hablar, esta vez para despedirse, y deslizó la hoja del machete por mi cuello con delicadeza, sin hacer apenas esfuerzo, lo que provocó que el filo del arma se hundiera en mi garganta con un generoso tajo. La sangre que ya había comenzado a oscurecerse y a secarse en el filo del machete se manchó con un nuevo acceso de sangre procedente de mi garganta.
Y entonces me convertí en El Hombre Muerto.