Libreria, Relatos

David González: “Ragged Blue”


Un tipo a seguir, es de los nuestros. Ya has podido leer aquí algunos de sus Poemas Negros, hoy se viste de relato y rescatamos este Ragged Blue. Es un tipo a seguir, decía. y lo vas a comprobar en cuanto termines de leer estas líneas.


RAGGED BLUE

Por David González.

 

Aquella noche íbamos de Artane hasta el culo, y más arriba todavía (sobre todo el Dimas), y si al llegar nos llegamos a cruzar con alguien, con quien fuera, fijo que habríamos terminado liándonos a hostias con él. Tan fijo como que me llamo David. Y más conociendo al Dimas. Había que andarse al loro con él. Muy al loro. Era un tío chungo. Peligroso. Más cerrado que una navaja abierta. Fíjate cómo sería que una vez fue a buscar a su hermano al punto, puso el cazo y le dijo:

 La panoja que hayas sacado, venga.

Su hermano era un macarrilla barato que tenía a tres o cuatro lumis poniendo el coño para él: lumiascas de las más tiradas, de las de mil el polvo y quinientas la mamada.

Oye, Dimas, tío, mira, no seas así, joder, es que…

Que nada. Que no me cuentes tu mi vida, que ya me la sé de memoria. Pásame la guita o voy ahora mismo al queo y cojo a tu vieja y me la follo viva. No le va a quedar ningún agujero sano. Hasta por las orejas, se la voy a meter.

El Dimas era merchero. Y a los mercheros no los traga ni dios. Ni los payos ni los gitanos. Nadie. Van por la vida por el medio. Como los condenados. Además, el Dimas siempre iba del palo con todo el mundo, hasta con los colegas.

Aquella noche, ya digo, todo iba de puta, de putísima madre, hasta que llegamos a la plazoleta de la fábrica de Tabacos. Entonces se jodieron las cosas: el Dimas se quedó con la estatua.

No es exactamente una estatua. Es un busto. De bronce. Está colocado sobre un pedestal de mármol. El pedestal está dentro de un jardín en miniatura. En el jardincito, clavado en la tierra por medio de una estaca de madera, hay un cartel que pone: NO PISAR EL CÉSPED. Pero el césped no se ve por ninguna parte. Sólo tierra, y esparcidas entre la tierra, mogollón de chutas. En el pedestal, una placa de forma cuadrada dice:

ARTURO GARCÍA

(1920-1975)

ESCRITOR Y PERIODISTA

Nadie se merece que le pongan, no digo ya una estatua, sino un busto, o su nombre a una calle, o cualquier otra chorrada por el estilo. Y menos que nadie, claro, los escritores. Ninguno de ellos ha hecho nada por la Humanidad. Sólo gente como Fleming, el de la penicilina, se merece una cosa así. Y tampoco. Pero bueno, a lo que iba, el caso es que el Dimas vio el busto y se fue directo a por él.

– ¡EH, TÚ, TÍO! -le gritó-. ¿QUÉ TE PASA? ¿NO FUISTE A LA ESCUELA O QUÉ? ¿NO TE ENSEÑARON NADA ALLÍ? ¿QUÉ PONE AHÍ, A VER?

Todavía me estoy preguntando cómo se las arregló para leer el letrero del jardín desde tan lejos. Todavía me lo pregunto, sí, aunque no es algo que me sorprenda mucho. De Artane he visto rollos de lo más alucinante. Una vez vi a un enano. Se había subido a los pies de mi cama. Me sacaba la lengua y me hacía cortes de manga. Me levanté, fui a la cocina, agarré uno de esos cuchillos de cortar la carne, volví y me puse a perseguir al enano por toda la habitación, lanzándole viajes con el cuchillo. Destrocé el colchón, el papel de las paredes, los muebles, me corté en una mano y encima no pude matarlo. Se me escapó por la ventana. Y eso que estaba cerrada.

El busto del escritor achantó la mui. Es lo de siempre: los escritores mucho hablar, mucho vacilar y muchas pollas en vinagre, pero cuando llega la hora de la verdad y se dan de morros con uno de sus personajes y tienen que dar la cara, entonces se cagan por las patas abajo, se jiñan enteros. Son unas mariconas.

– ¡TE LO ESTOY DICIENDO A TI, POLLABOBA! – le gritó el Dimas.

Pero Arturo García no parecía darse por aludido. Se limitó a mirarnos fijamente. Ni pestañeaba, el tío. El Dimas le agarró por el nudo de la corbata.

– ¿QUÉ TE PASA, CAPULLO? ¿TE HA COMIDO LAS OREJAS EL DEMONIO O ME ESTÁS VACILANDO? ¡DI! ¿ME ESTÁS VACILANDO?

Arturo siguió achantado, como si aquella historia no fuera con él. El Dimas le soltó y le arreó un par de guantazos, uno a cada lado de la cara. El Dimas era muy fino currándose. Se cubrió, esperando una posible reacción por parte del escritor, pero al ver que no había ninguna, hizo un amago con la izquierda y le metió con la derecha. Le pegó con toda la fuerza que pudo. Le enganchó de lleno en el centro de la cara. En toda la tocha. Pudimos oír nítidamente el crujido que hizo el tabique nasal al romperse. Salía sangre a dar por un tubo. A chorros.

– ¿A QUE AHORA YA SE TE QUITARON LAS GANAS DE VACILARME, EH? ¿A QUE SÍ?

– TÍO, PASA YA. PASA DE ÉL. ¿NO ESTÁS VIENDO QUE ES UN RILADO?

Pero el Dimas no me hizo ni puto caso. Ya no controlaba lo que se dice una mierda.

– ¡VENGA, MARICONA, DEFIÉNDETE! ¡DEFIÉNDETE, JODER!

Al otro lado de la calle se encendió una luz. Se abrió una ventana. Una mujer se asomó.

– ¿QUÉ ES LO QUE ESTÁ PASANDO AHÍ ABAJO? NO SON HORAS ESTAS PARA PONERSE A GRITAR. HAY GENTE DURMIENDO. HAY GENTE QUE MAÑANA TIENE QUE MADRUGAR.

Era la viuda del escritor y periodista. Una pureta. Yo sólo la conocía de vista, de cuando era pequeño y paraba por aquí con los de mi calle, en un kiosco que había.

El Dimas amagó con la derecha, abajo, a la barriga, y luego le solmenó un hostión tremendo con la izquierda. El puño se estampó contra los morros del escritor. Le partió los labios, los piños, más sangre.

La viuda seguía suplicando:

– ¿PERO POR QUÉ LE ESTÁIS PEGANDO AL MI HOMBRE? ¿QUÉ OS HIZO ÉL? ¡SI NUNCA SE METE CON NADIE, EL POBRE!

El Dimas sí. Seguía trabajándole el careto al periodista. Le abrió una brecha en la ceja izquierda. A partir de ese momento procuró que todos sus golpes se estrellaran en esa brecha.

La viuda del escritor y periodista no esperó a ver más. Se apartó de la ventana, dejándola abierta.

– ¡NIEVES, HIJA, LEVÁNTATE DE LA CAMA! ¡DATE PRISA! LLAMA A LA POLICÍA, AL 091. QUE VENGAN LO MÁS RÁPIDO QUE PUEDAN, QUE HAY AQUÍ UNOS GAMBERROS QUE LE ESTÁN PEGANDO UNA PALIZA A TU PADRE. ¡NOS LO VAN A DESGRACIAR PARA TODA LA VIDA! ¡NOS LO VAN A MATAR!

Cogí al Dimas por un brazo.

– Tío, venga, hay que abrirse. Me parece que han avisado a la madera.

– ¿VISTE QUÉ TÍO MÁS HIJOPUTA? -me gritó, señalando con la cabeza al escritor-. ¿LO VISTE? ¡ME HA PUESTO PERDIDO DE SANGRE!

Y justo después de decir eso perdió el conocimiento y cayó al suelo. De repente. Como un juguete al que se le terminaron las pilas. Como un muñeco al que se le acabó la cuerda.

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