El autor de este artículo se llama Ion Arretxe. Ha fallecido hoy. Era guionista, dibujante, director artístico y escritor. El 26 de noviembre de 1985 fue detenido en Rentería en una operación de la Guardia Civil en la que también fue arrestado Mikel Zabaltza cuyo cadáver apareció 20 días más tarde en las aguas del río Bidasoa. Arretxe fue acusado de pertenencia a ETA, se le aplicó la ley antiterrorista y fue trasladado a las dependencias del cuartel de Intxaurrondo donde fue torturado y donde conoció al ex guardia civil Enrique Rodríguez Galindo, condenado a 71 años de cárcel por el caso Lasa-Zabala. Diez días después de su detención, Arretxe quedó en libertad sin cargos.
Aquel escalofriante episodio lo recordó años después en el libro “Intxaurrondo. La sombra del nogal”. En base a él, en mayo de 2015 redactó en exclusiva para Fiat Lux el siguiente artículo.
EL DÍA QUE CONOCÍ A GALINDO EN INTXAURRONDO
Ion Arretxe
Intxaurrondo es un popular barrio de Donostia que discurre en paralelo a la carretera de Irún y a las vías del tren, y que ha ido creciendo, trepando por tortuosas y empinadas cuestas, hasta llenar de casas los terrenos que lo rodean.
En un extremo del barrio, muy cerca de la autopista, surgió como de la nada una barriada de ladrillo y hormigón. A simple vista podría parecer una de tantas colmenas que crecieron en aquellos años a las afueras de las ciudades. Pero la valla que lo rodea, las garitas de vigilancia y un pequeño helipuerto, delatan su carácter militar.
Es el famoso cuartel de Intxaurrondo, sede de la 513 Comandancia de la Guardia Civil, desde donde el comandante Enrique Rodríguez Galindo dirigió la lucha contra ETA.
La madrugada del 26 de Noviembre de 1985 fuimos detenidos, cada uno en su casa, Mikel Zabaltza, su novia, su primo, y yo.
Aunque yo no los conocía de nada, ni siquiera de vista, la Guardia Civil nos detuvo bajo la acusación de pertenecer al mismo comando de ETA militar.
La mañana del día anterior, ETA había matado cerca del Puerto de Pasajes a dos soldados de la Comandancia de Marina. Y por la noche, en la misma zona, a un guardia civil.
Por aquel entonces yo tenía 21 años y era estudiante de Bellas Artes en la Universidad del País Vasco.
Como cada noche, estaba durmiendo en casa de mis padres, un piso de un barrio obrero de Rentería, donde vivía con ellos y con otros cinco hermanos, todos más jóvenes que yo.
A las 3 de la madrugada tiraron abajo la puerta de casa, y entre gritos, insultos, y órdenes confusas, me sacaron de la cama, me invitaron a vestirme, y me ordenaron que les acompañara.
“¿Es usted Ion Arretxe?”, me preguntó el que dirigía la operación. “Vístase inmediatamente porque tiene que acompañarnos al cuartel Intxaurrondo, a comprobar unas cosas”.
Es difícil precisar los tenebrosos pensamientos que las palabras “cuartel de Intxaurrondo” despertaron en mi mente. Pero un sudor helado y una tristeza infinita se adueñaron de mi ánimo y todavía me asaltan cada vez que lo recuerdo.
Tenían a toda mi familia arrinconada en el pequeño salón, y los mantenían a raya encañonándolos con sus armas y amedrentándolos con amenazas y soeces insultos.
A mi padre, un hombre alto y fuerte, lo habían inmovilizado entre varios y lo sujetaban en el suelo, pisoteado, humillado, con una bota en el cuello y varias rodillas sobre la espalda.
Casi en volandas, me sacaron a la calle. Habían tapado con esparadrapo las mirillas de los vecinos.
El camino desde mi casa hasta la plazoleta en la que habían aparcado sus vehículos estaba lleno de guardias.
Me empujaron al asiento de atrás de un coche camuflado, y me cubrieron la cabeza con una capucha. “Te vas a cagar, hijo de puta, te vas a cagar…”, me decían. Y también: “¿Dónde están ahora tus amigos del comando?”
El coche arrancó con toda la comitiva.
Durante aquel terrorífico viaje no dejaron de insultarme, de darme bofetadas, y de golpearme en las sienes con los nudillos de la mano.
No sé a dónde me llevaban. Pero a Intxaurrondo, que está a cinco o seis kilómetros de Rentería, hacía tiempo que teníamos que haber llegado.
Cambiaron nuestro turismo por un todoterreno y, llegados a un punto, dejamos la carretera y cogimos una pista de montaña. El coche traqueteaba y yo temblaba de miedo.
Me sacaron del vehículo. Había un grupo de gente con linternas y luces frontales esperándonos en el monte. Aunque la capucha que me cubría la cabeza no me permitía ver del todo, dejaba pasar algo de luz a través de su tupida tela.
Me embutieron en dos sacos de plástico duro, de los que se usan para sacar escombros, que estaban abiertos por los dos lados. Uno de cintura para abajo, como si fuera un faldón. Y el otro por arriba, como una camisa de fuerza.
Me envolvieron con cinta de embalar, como a una momia, cuidando que mis manos quedaran libres entre los dos sacos.
Me tumbaron boca abajo. Yo me retorcía como un cocodrilo atrapado en una trampa y lanzaba coletazos a diestro y siniestro. Ellos reían.
“Pegadme un tiro, pero no me dejéis morir aquí!”, gritaba enloquecido porque pensaba que me iban a abandonar a mi suerte en aquel lugar tan siniestro y tan frío. “Primero nos aclaras unas dudas, y luego ya te mataremos”, dijo uno de ellos. Y también: “Grita, grita… Que aquí no se oyen ni los gritos ni los tiros”.
Me arrastraron por el barro hasta la orilla de un río.
“¿Tú ya sabes lo que es esto, no? Pues cuando quieras hablar, sacas la cabeza”. Y sin darme tiempo a nada, me agarró fuerte de los pelos y me metió la cabeza en el agua.
Yo hacía fuerza hacia arriba, para escapar de la muerte. Pero ellos se habían echado sobre mí y me empujaban con rabia contra las piedras del fondo. Cuando les parecía, me tiraban del pelo y de la capucha, y me sacaban del agua.
“¿Dónde están las armas y los explosivos? ¿Quiénes son los otros del comando?” Yo cogía todo el aire que podía y gritaba como un desesperado: “¡Yo no soy de ETA! ¡No soy de ETA!”.Y otra vez adentro.
Las veinte primeras aguadillas aún tenía fuerzas para gritar. Después, sólo para vomitar. Y al final, no tenía fuerzas para nada.
Me incorporaron un momento para que uno de ellos me mirara, en plan muy técnico y profesional, las uñas de las manos. Según supe después, su amoratamiento les indicaba el grado de mi asfixia y si podían seguir torturándome.
“¡Tú mataste al guardia del otro día!” Y otra vez al agua.
En aquel trance, lo único que podía mover eran mi imaginación y mi pensamiento. Sentía las neuronas girar dentro del cráneo. “Este horror tiene que acabar alguna vez… Tal vez con la muerte”, pensaba yo.
El cerebro, con la falta de oxígeno, se había ido esponjando, aumentando de tamaño como un bizcocho en el horno. Todavía había sitio, cada vez menos, para que girasen mis neuronas y mis atropellados pensamientos. Pero la masa encefálica se había dilatado de tal manera que ocupaba casi toda la cavidad craneal. Las neuronas no tenían sitio para moverse y, poco a poco, se iban deteniendo.
Y yo, feliz. Con la sonrisa estúpida de los ahogados. Y yo feliz porque sentía que ya había muerto.
Me sacaron del agua. El aire de la noche me devolvió a la vida.
Me arrancaron la capucha, vomité todo el agua que había tragado y me desmayé.
Llegamos a Intxaurrondo con las primeras luces del día. Me llevaban a rastras. Yo iba medio muerto, de miedo y de frío, con los pantalones empapados y enredados en los tobillos.
El guardia civil de la puerta dijo: “¡Joder, cómo le traéis a éste!”
Me desnudaron, me pincharon varias inyecciones para reanimarme y me comunicaron oficialmente la aplicación de la Ley Antiterrorista.
“¿Tú sabes de qué va esta ley?”, me preguntó uno que se jactaba de pertenecer al GAL. “Estos son tus derechos”, dijo mientras me enseñaba el protocolo que se lee a los detenidos. “Pero como te hemos aplicado la Ley Antiterrorista…”, rompió el papel, ris, ras. “A partir de ahora, ya no tienes ninguno. ¿Alguna duda?”
Con papel de periódico me hicieron un cucurucho muy grande y me lo encasquetaron en la cabeza.
Alguien importante entró en la estancia. Lo noté enseguida. Tal vez por el silencio que se produjo a su alrededor, o por la manera servil con la que le recibieron.
Se puso frente a mí… Me quitó el capirote…
“¿Tú sabes quién soy yo?”, me preguntó. “Sí. Usted es Galindo”.
“¿Me estáis haciendo algún seguimiento los de tu comando, o qué?”
“No, nada de eso”. “Entonces, ¿por qué me conoces?”
“Lo conozco de verlo en la tele…”
Me agarró de los huevos y me los retorció.
“Aquí te hemos traído para que nos cuentes cosas… Así que no nos hagas perder el tiempo y vete hablando, chaval… porque si no, te retorceré los cojones hasta reventártelos”.
Me apretó los testículos y me dejó doblado. Volvió a colocarme el cucurucho y se marchó.
Así fue como conocí en persona al tantas veces laureado comandante Galindo.
Los tres días que pasé en el cuartel de Intxaurrondo no estuve en ningún calabozo.
Me tuvieron en un piso, sentado en una silla, sin poder dormir. Por la noche, un guardia me zarandeaba y me echaba agua en la cara cada vez que me vencía el sueño. Desde donde yo estaba, oía la televisión de los otros pisos y a los hijos de los guardias bajando por la escalera camino del colegio. Y en mitad de un interrogatorio, podía aparecer la mujer de uno de ellos para resolver cualquier cuestión doméstica.
Con las manos esposadas a la espalda, me cubrían la cabeza con bolsas de plástico hasta que perdía el conocimiento.
También probé el agua en la bañera de aquel piso, esta vez envuelto en una manta y embalado como un fardo con la misma cinta adhesiva que usaron en el monte.
Me trasladaron a Madrid, a la Dirección General de la Guardia Civil en la calle Guzmán el Bueno. Aquello no era Intxaurrondo, pero tampoco fue una fiesta de pijamas. Aquí como allá todo se resolvía a base de golpes, insultos y agua.
Al cabo de unos días yo noté que pasaba algo raro. Se les veía muy nerviosos, sobre todo a los jefazos. Trataban de ser muy amables conmigo, demasiado. E incluso me ofrecieron varios millones de pesetas a cambio de mi silencio.
Cuando se cumplió el plazo de la detención -la ley Antiterrorista permitía un máximo de diez días de incomunicación, sin abogado y sin médico- pasé por la Audiencia Nacional y quedé en libertad sin cargos.
Pero como la fiscal anunció su intención de recurrir mi sentencia, tuve que pasar tres días en la cárcel de Carabanchel. Tres días que me podía haber ahorrado porque, finalmente, no presentó el recurso.
Fue en Carabanchel donde los demás presos me enseñaron la noticia que era portada en todos los periódicos: la desaparición de Mikel Zabaltza. Un joven al que habían detenido a la vez que nosotros, bajo la acusación de pertenecer al mismo comando, y del que la Guardia Civil decía -y con ellos el ministro Barrionuevo y el Gobierno de Felipe González al completo-, que en la misma madrugada de su detención, cuando dos guardias le acompañaban junto al río Bidasoa, al zulo donde2 escondía las armas, aprovechó un descuido de sus guardianes y, a pesar de estar esposado, se lanzó al agua con la intención de alcanzar la otra orilla y escapar a Francia. Entonces lo entendí todo.
Nada más salir de aquel infierno denunciamos en el juzgado las torturas a las que habíamos sido sometidos.
Y, como era de esperar, después de veinte días de infructuosa búsqueda, la Guardia Civil encontró el cadáver de Mikel Zabaltza flotando en uno de los recodos del río que más se habían rastreado.
Yo nunca vi a Zabaltza, así que no voy a ser tan osado como para asegurar lo que le pasó. Pero me imagino, y no es mucho imaginar, que la misma noche de nuestra detención lo condujeron al mismo lugar siniestro y sombrío que a mí, lo interrogaron metiéndole la cabeza en el mismo río, y se les fue de las manos.
El tiempo fue pasando y con él los jueces, uno detrás de otro, hasta que al final se archivó el caso.
Al cabo de los años, los guardias civiles que más activamente intervinieron en nuestros interrogatorios -incluido el mismísimo Galindo-, fueron juzgados y encarcelados por secuestrar, torturar hasta la muerte, y enterrar después en cal viva a Lasa y Zabala.
Algún día la Justicia se quitará la venda de los ojos y verá con horror las atrocidades que se cometieron sobre el joven Mikel Zabaltza, torturado, asesinado, desaparecido y calumniado bajo los auspicios de leyes democráticas.
Ese mismo día la palabra Intxaurrondo, que en euskera significa nogal, evocará en todos nosotros el recuerdo de un tranquilo y popular barrio de Donostia.
Pero eso, será algún día.