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Lorenzo Silva: “Dobles parejas”

Lorenzo Silva. ¿Qué decir para presentar a uno de los grandes capos del género? Su expediente y su hoja de servicios son archiconocidos. Y además es capo de Getafe Negro. Y encima fue nuestro padrino en la anterior etapa. Su último libro: Donde los escorpiones.

Solo una cosa más: este relato, que nació hace años y que reactivó aquí Lorenzo, es un caso brutal que rechazó la sargento Chamorro. Ella en solitario. Sin estar cerca Bevilacqua. O quizá por eso.

 

«Dobles Parejas»

Por Lorenzo Silva.

No, no se preocupe, lo entiendo perfectamente. Tiene usted que reconstruirlo todo, con detalles precisos, por muy evidente que les parezca, por muy categórica que sea mi confesión. Yo podría ser perfectamente, aunque las circunstancias sugieran otra cosa, uno de esos tarados que cuando ven pasar un crimen cerca gustan de adjudicárselo, por el afán de salir en la tele o cualquier otra avería mental. O podría querer cargar con el mochuelo para encubrir la culpabilidad de otra persona a la que deseara proteger. Está claro que a cierta persona ya no tengo nada de que protegerla, pero quedan los chicos. Sí, podría estar culpándome yo, que a fin de cuentas ya lo tengo todo perdido, para librarlos a ellos.

Es un buen punto, se lo reconozco.
Por eso necesitan que les diga con toda exactitud todo lo que pasó, qué fue lo que hizo, lo que hice, cómo, dónde y cuándo sucedió cada cosa. Seguro que tienen en alguna parte un micrófono y que todo esto que estoy diciendo se está quedando ya grabado. Así que les haré el relato del tirón, lo más completo que pueda y sepa, sin ocultarles nada que puedan necesitar para creer que lo que les estoy diciendo es la verdad, comprobable y consistente, y para que se la presenten a sus jefes, a su señoría o al lucero del alba. Voy a ayudarles. Siento que se lo debo.

Imagino que ya conocen los antecedentes del caso. Al menos los que quedan en los papeles, o en los ordenadores, que es donde lo tendrán todo guardado ahora y de donde lo habrán sacado en cuanto comprobaron las identidades. No saben lo que hubo antes: todos los gritos, todos los insultos, todos los malos modos y todas las amenazas que ella dejó pasar antes de poner la primera denuncia. En persona, aprovechando las entregas y recogidas de los chicos, o por teléfono, con el menor pretexto. De algunos de estos abusos me enteré, de muchos imagino que no. Ahora a lo mejor me preguntan por qué lo dejó, por qué lo dejé correr. Sí, veo la tele. Sí, oigo lo que dicen los anuncios, la ministra y toda la patulea de bienintencionados reformadores de la sociedad. Y ella también veía y oía. Pero aguantó una y otra vez sin denunciar porque no quería echarle encima el buldózer de la ley y de la justicia si podía evitarlo. Me decía que sólo era su mal carácter, su poca cabeza, que ya lo conocía y que por cuatro voces y cinco sandeces no se sentía con derecho a triturarlo, a que le plantaran una orden de alejamiento, le pusieran crudo ver a sus hijos y con un poco de mala suerte algo más. Esto es muy pequeño, aquí todos nos conocemos. Decía que no quería convertirlo en un apestado porque fuera un bocazas. Que cómo se lo iba a justificar después a sus hijos. Y así siguió tragando sus chulerías, sus salidas de tiesto y sus despropósitos.

Pero el tipo cruzó la raya. El día que osó ponerle la mano encima, la cosa ya no tenía marcha atrás. Porque eso sí que podría justificarlo ante sus hijos: muy zotes tenían que ser para no entender que eso no lo podía consentir ni su madre ni nadie. Y desde luego, yo no iba a pasar por alto aquello, por mucho que me lo pidiera. Me la llevé directa al cuartelillo y al cafre le tocó chupar calabozo, sentarse delante del juez y comerse la primera condena y la orden de alejamiento que con tanto sacrificio ella había estado evitando. Se puso como una hiena, y no se privó de amenazarla ya en la acera del juzgado. Le advertí que no siguiera por ahí, que si malo era ya lo que tenía encima, peor era el talego. Le dije que no fuera gilipollas, que no le iba a pasar una, y que acercarse a ella, dirigirle la palabra o mandarle un simple SMS, como le había dicho la jueza, era quebrantamiento de la orden, delito de desobediencia y pasaporte para el trullo. Y que no íbamos a dejar de hacerlo efectivo, en cuanto nos diera ocasión. Pero el tío era gilipollas. A veces no se puede evitar, te toca alguien así, y entonces todo va de culo hasta el desastre. La siguió llamando, poniéndole mensajes al móvil. Los fuimos guardando todos, dándole un poco de margen, repitiendo los avisos. A su propio móvil, incluso, para que quedara registrado también. El día que se plantó en el portal, me dije y le dije que se había acabado. Tenía media docena de testigos. Tres se me rajaron, pero otros tres no. Así fue como lo mandamos, con todo el dolor de nuestro corazón, o bueno, quizá no tanto, a conocer la cárcel. No podía quejarse de que no se lo hubieran advertido, o de que no se lo había ganado. Pero les mentiría si les dijera que eso me dejó satisfecho. Cuando lo sacaron esposado del segundo juicio, camino de prisión, tuve la sensación de que habíamos desencadenado algo que ya no iba a parar. Y mirando todo aquel montaje, la parafernalia de jueces desbordados y de guardias y policías otro tanto, y disculpen, viendo el amontonamiento de papel y de historias chungas que había en aquellos juzgados, me temí que estábamos más indefensos y más en peligro que antes de haber puesto en marcha la presunta maquinaria justiciera.

Salió a los seis o siete meses, ya no recuerdo bien. Por buena conducta. Yo no sé qué tienen los hijos de perra y los zumbados, sea lo que fuera éste, que para mí que era las dos cosas, que cuando no están machacando a sus víctimas indefensas, cuando tienen encima una bota que les aprieta el cuello a base de bien, se portan siempre como angelitos. No tardamos en enterarnos de que andaba otra vez por el pueblo. Su gente hizo los deberes, no voy a decir que no. Los que podían hacer. El sargento jefe del puesto fue a verlo y todo. Le dijo que estaban encima de él. Que si volvía a hacer una tontería esta vez le iban a caer años. Que no fuera capullo. Vino luego a contárselo a ella, todo un detalle. Pero eso era todo lo que podía hacer, el sargento, y no era ni mucho menos lo que hacía falta que se hiciera para pararlo. Mala pata y a fastidiarse. Y nos fastidiamos. Nos organizamos para que ella no fuera nunca sola a ninguna parte. La llevaba al trabajo. La recogía. Por suerte, por mi trabajo yo tengo cierta flexibilidad de horario y eso ayudaba. Tanto si iba a hacer la compra como si iba a ver a su hermana, a la peluquería o a depilarse, me llevaba de guardaespaldas.

Así fue, y así lo logramos mantener, hasta ayer mismo. Alguna vez me pareció verle, pero no podría asegurárselo. Supongo que estaba al acecho, pero que al darse cuenta de que no podía atacar con ventaja, lo fue posponiendo. Debió entender, aun con sus pocas luces, que primero tendría que quitarme a mí de en medio, y que en eso podía perder el tiempo que necesitaba para rematar la faena; si es que lograba desembarazarse de mí, que eso estaba por ver. Pero como ustedes bien saben, anteayer me vi transitoriamente incapacitado para seguir con mis labores de protección. El tipo acabó enterándose, ya les digo, esto es demasiado pequeño, y para mí que ni se lo pensó. Supo que tendría que hacerlo antes del mediodía, porque no podía estar seguro de que yo no estuviera de regreso por la tarde. Y se plantó allí. Lo que no sé, eso deberán decírselo los chicos, es cómo entró. No sé si tocó el timbre, si aprovechó un descuido, si los siguió, si los esperó en el rellano del piso de arriba y en cuanto oyó las llaves bajó en tromba y se metió dentro del piso. En lo poco que yo pude hablar con los chicos, no fueron capaces de aclarármelo, por el shock que tenían encima. Y quizá habría debido, pero no pude quedarme a hablar despacio con ellos. Después de que pasara todo, hubo un tiempo en el que mis actos no obedecían del todo a mi voluntad, sino a una fuerza superior a mí. No lo digo para exculparme, no se preocupen. En todo momento supe lo que estaba pasando, lo que estaba haciendo. Y quise hacerlo.

Quiso la fatalidad que llegara apenas cinco minutos tarde. Si hubiera terminado cinco minutos antes de arreglar los papeles, si hubiera habido algo menos de tráfico, si hubiera corrido más en la autovía… Pero no, llegué a esa hora. Las tres y cuarto, calculo. A tiempo, sólo, para encontrarlo ya todo hecho. Para oír los gritos de la chica, para ver cómo el chico intentaba en vano hacerle daño a su padre; para verla a ella en el suelo, ya medio desangrada. Y lo siguiente que vi fueron los ojos de él.

Me miraba de frente, el muy cabrón, mientras paraba los inofensivos golpes del chaval. Y su boca quizá no, pero sus ojos sonreían. Porque se la había jugado, me la había jugado: nos la había jugado a todos. Entonces me acerqué y me metí entre él y el crío. El instinto de proteger al chico, supongo. Lo aparté como pude hacia el salón y le pedí que se quedara ahí. El padre estaba en la cocina, apoyado sobre la encimera, a apenas dos metros del cuerpo de ella. Me agaché sobre mi mujer muerta y algo me pidió sacarle el cuchillo que tenía todavía clavado en mitad del pecho y cerrarle los ojos. Sí, ya sé que no se debe hacer. Ya sé que no debería haber tocado ninguna de las dos cosas. Pero no era mi cerebro el que decidía, o no la parte que podría haber admitido la necesidad de seguir ese protocolo de ustedes. Para mí en ese momento, toda la ley y la justicia, que no habían sabido protegerla, no valían una mierda. Con perdón.
Después de sacar el cuchillo, me quedé mirando la hoja manchada de sangre, sin poder creerlo. Sin poder creer que era de ella. Entonces el tipo habló. Dos palabras: «Te jodes».

Lo miré durante una fracción de segundo, mientras la sangre se repartía a presión por mis venas hasta hacerme reventar los músculos. Lo siguiente fue saltar como una ballesta y enterrarle el cuchillo en las costillas. No se lo esperaba. Se lo tragó como un muñeco. Y como un muñeco se fue al suelo. Me volví a los chicos y les dije que avisaran, que yo tenía algo que hacer. Y me fui.
Y ahora, agente, es cuando me toca contarle cómo hice lo otro. Aunque no espero que lo entienda. Ni falta que hace.

***

Por dónde iba… Ah, sí, ahora es cuando me toca contarles la parte peor. Peor para mí, quiero decir. No espero librarme de lo primero, ni siquiera pienso intentarlo, pero sé que de esto otro no tengo ni la más mínima posibilidad de eludir mi responsabilidad. Y sin embargo, tal y como yo lo siento, tengo tanta excusa como para lo de él. O incluso más. Porque no dejo de pensar que sin la intervención de esa descerebrada todo habría podido evitarse. Mi mujer no estaría muerta, yo no habría tenido que clavarle un cuchillo a su asesino, y ahora mismo ustedes y yo no estaríamos aquí contando cadáveres y calculando cuántos años me voy a pasar en prisión. Si se hubiera estado quieta, si no hubiera querido aprovecharse de esa ventaja sucia y miserable… Pero les digo lo que ya les dije de él. Hay gente que es así, que no puede dejar pasar la ocasión de joder al prójimo. Y por mucho que uno intente razonar con ella, por mucho que uno intente reconducir la situación, ya sabes que te la clavarán, y lo harán cuando más pueda perjudicarte. Es su naturaleza y tienen que atenerse a ella, aunque no causen más que destrozos.

Imagino que en este caso sus archivos también les han dado una parte de la información. Haré como antes. Les contaré lo que hubo antes de lo que registra su burocracia. Esa mujer y yo convivimos durante cerca de dos años, hasta que descubrimos que no estábamos hechos, ni mucho menos, el uno para el otro. De esto hace tres años, más o menos. La historia nunca debió haber empezado, pero ya saben: a veces uno no anda tan atento como debiera, se deja llevar por el impulso, y cuando se quiere dar cuenta está metido en un fregado que le cuesta deshacer. En este caso cometí varios errores, aparte del de meterme bajo el mismo techo con ella: el más lamentable de todos, comprar a medias el techo en cuestión. Eso tuvo como efecto secundario que cuando nos separamos, después de repartir discos, libros y ropa, se nos quedara pendiente el asunto del piso. Ella alegó que no tenía otro sitio donde ir, mientras que yo, por mis ingresos, sí podría hacer frente al coste de un alquiler. En resumen, acordamos que ella tendría un plazo de tres años para desalojar el piso y que durante ese tiempo se haría cargo de toda la hipoteca. Un negocio redondo para ella, porque gracias a que yo había enterrado en el piso buena parte de mis ahorros, la mensualidad del préstamo era bastante asequible. Pero preferí limitar en el tiempo el perjuicio y también, supongo, posponer el conflicto. Bastante tormentoso había sido ya el final. Confiaba en que, si le daba un tiempo para encajarlo, llegado el día podríamos poner el piso a la venta, repartir el dinero y zanjar la historia.

Que había metido la pata hasta la ingle lo comprobé bien pronto. El banco seguía cargando la letra en mi cuenta, por lo que ella, en teoría, debía hacerme cada mes una transferencia para compensarlo. No lo hizo ni una sola vez en estos tres años. Ya sé que eso no me va a disculpar de nada, pero vayan al banco y compruébenlo, para que vean que no les miento. Yo aguanté estoicamente, recordándole, eso sí, que cuando se cumplieran los tres años exigiría el acuerdo y pediría por vía judicial la venta del piso, si hacía falta, así que más le valía espabilarse. Eso no podía perdonárselo. Bastante me había tomado ya el pelo.

Esperé a que faltara un mes. Entonces, como me aconsejó el abogado, le puse un burofax. Me llamó tan pronto como lo recibió, poniéndome a parir en términos que les ahorraré. Por desgracia, no tengo grabada la llamada. Sí tengo algunos SMS de esos días, si miran mi móvil los encontrarán, y si no recuerdo mal alguna que otra lindeza hay en ellos. Pero, sorprendentemente, a los dos días me llamó más tranquila. Me dijo que sentía haber perdido los nervios y que si podíamos vernos para tratar de solucionar el asunto de forma amistosa. ¿Debería haber desconfiado? No sé, tal vez. Pero tampoco me imaginaba que llegara a tanto. Sabía que tenía mal carácter, que estaba descentrada, que perdía los papeles con facilidad. Lo que no imaginaba era que podía ser una serpiente calculadora. Ni de lejos.
De modo que acudí a la cita. Para ser conciliador, y como mi trabajo me obliga a desplazarme a menudo cerca de su barrio, quedamos en su zona. Un local público, intuí que eso era una precaución mínima, para no verme atrapado en una situación desagradable. Si se le iba la olla, con levantarme y marcharme estaba al cabo de la calle. No lo vi venir. No imaginé, imbécil de mí, que ella lo quería así para tener testigos. Y no unos testigos al azar. Sino los suyos. Los que le servirían para redondear la trampa que me había tendido y en la que caí como un pardillo. Eso es lo que más me fastidia, la verdad.

La conversación digamos normal no duró más de cinco minutos. De pronto, puso ojos de fiera y me echó las uñas a la cara. Lo hizo en absoluto silencio, lo que demuestra hasta qué punto lo había planeado. Cuando la agarré para protegerme, empezó a gritar como una posesa pidiendo ayuda. Que la iba a matar, que me quitaran de encima de ella. Un par de tipos se abalanzaron sobre mí. Yo tenía entendido que la gente se lo pensaba más a la hora de meterse en peleas ajenas. Supongo que yo tuve mala suerte, o que coincidió que uno de los tíos me sacaba dos cabezas, que viene a ser una forma de lo mismo.

Verme reducido en el suelo no le sirvió para dejar de gritar, sino todo lo contrario. Redobló la actuación. Que si no tenía que haber confiado en mí, que ya estaba harta, que no me aguantaba una amenaza más, que esta vez se me había caído el pelo y me iba a denunciar. No sé muy bien lo que acerté a balbucear, de tan anonadado como estaba. Supongo que algo sobre los tres surcos que me había abierto en la mejilla, y que sólo la había sujetado para protegerme. Me dio igual. Me retuvieron hasta que llegó la policía, que me llevó esposado. El resto del protocolo ya se lo saben. Noche de calabozo y al día siguiente, a disposición del juzgado. Y como imaginan, todas mis protestas de inocencia, inútiles, frente a la presunción de que la mujer no miente y sus testigos. Creo que no todos estaban amañados, pero entre la vehemencia de los que sí, y el testimonio de los que no de que me habían visto agarrándola, me cayó la condena. Ahora pienso que la estrategia correcta habría sido comerme los arañazos y salir corriendo. Pero entiéndanlo, ésa no es la reacción instintiva, ni tampoco lo que un hombre normal está mentalizado para hacer ante una mujer, o ante alguien físicamente más débil. Deberían educarnos en la huida a tiempo, porque lo cierto es que hoy día una mujer histérica y sin conciencia es mucho más peligrosa que un macarra de dos metros con un bate de béisbol.

Lo que me ayudó fue no tener antecedentes y que la jueza fuera una tía bregada y poco impresionable. Me plantó la orden de alejamiento y una condena mínima que no tuviera que cumplir. Me advirtió lo que me acarrearía quebrantar esa orden y que la próxima vez ya tendría antecedentes y no me libraría de la cárcel. Asentí como en una pesadilla. Del piso, y de cómo iba a hacer para sacarla de allí, me olvidé. Aunque era evidente que había encontrado la manera de defenderse de mi reclamación. Me había parado de un cañonazo, del que ahora tenía que reponerme como pudiera. Al oír la sentencia, ella no dijo ni mu. Ya tenía lo que necesitaba, aunque a lo mejor la decepcionó un poco que no me entrullaran. Me fui sin mirarla, aturdido, y cogí un taxi para ir a recoger el coche de donde lo había aparcado la víspera. Estaba deseando volver a casa para sentarme y pensar. Pero al llegar a casa, ya saben lo que me encontré.

Y aquí vuelvo al momento en que salí del piso, después de acabar con el asesino de mi mujer. Me fui directo al coche y, una vez dentro, conduje a toda velocidad hacia la que había sido mi casa. Bueno, todavía lo era, sobre el papel, aunque fuera ella la que viviera allí. Podría haber intentado otra cosa, pero llamé sin más a la puerta. Ella, confiada, me abrió. En su gesto brillaba la prepotencia del vencedor. Me miró desafiante y me preguntó si no había tenido suficiente. O si es que tenía alguna oferta que hacerle, en cuyo caso estaba dispuesta a escucharme.

Le dije que no tenía nada que ofrecerle y me respondió que entonces para qué iba a tocarle las narices. Que estaba harta de mi jeta de imbécil, que yo era un mierda y que me lo repetía a la cara todas las veces que hiciera falta y que a ver si tenía huevos de responder, que se pondría a gritar y saldría un vecino y ya estaría bien jodido. Le dije despacio que por su culpa esa mañana yo no había estado donde tenía que estar. Y que de alguna forma tenía que pagarlo. Se rió y me dijo que qué le iba a hacer. Le dije que algo que me había aguantado muchas veces, pero que ya no tenía sentido seguirme aguantando. Y entonces le planté el puñetazo en mitad de la cara. Lo del golpe en la cabeza, al caer, fue mala pata. Pero crean ustedes lo que quieran. Ya sé que tengo plan para los próximos veinte años. Me crean o no.

***

El teniente miró a la sargento Chamorro.
––Lo has oído como yo ––dijo––. Qué te dice tu olfato.
––Que antes de nada hay que comprobar lo que puede comprobarse ––respondió la sargento––. Y luego, el sujeto parece coherente, pero también es listo para fabricar un cuento. En fin, que me alegro de que este caso no sea mío. Y que como yo estoy aquí de vacaciones, ahora me vuelvo a la playa. Con su permiso y sintiendo no poder serle de más ayuda, mi teniente.

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