Patóloga forense y perfiladora criminal, Nieves Abarca vuelve a hacer un alto en Fiat Lux mientras continua la promoción de su última novela, de ella y de Vicente Garrido, “El hombre de la máscara de espejos”.
Estuvo por aquí recientemente para responder al #CuestionarioFiatLux y ahora hace parada para unirse a la banda de #Cómplices con este relato negro de cinematográfico título y contenido brutal.
Nieves Abarca:
“Por toda la eternidad”
CAPÍTULO 1.
CARLA
Carla echó una ojeada furtiva y abrió el cajón con suavidad. Sacó la lima. La manicura perfecta: uñas rojas, brillantes, largas, duras como las de una gata, a juego con la ropa. Aplicó delicadamente el hierro y comenzó a moldear con gusto, ras, ras, parando a veces para mirar el resultado, ras, ras. Carla era coqueta: siempre iba al cien por cien, desde su melena alisada y teñida de rubio ceniza hasta el estratégico tatuaje, fruto de una juventud algo “turbia” que asomaba entre su escote breve pero terso y moreno. Cruzó las piernas cubiertas por las medias negras y se acomodó en la silla de cuero.
El timbre del teléfono la sobresaltó. Dio un respingo y alzó los ojos, para encontrarse con la mirada de Adolfo Jiménez, su jefe, que la taladraba desde la puerta del despacho. Nerviosa, soltó la lima y cogió el auricular, casi tartamudeando. ¿Por qué aquella mirada? ¿Por la lima? Él siempre le permitía hacer lo que le diese la gana. Ya la había visto alguna que otra vez retocándose el rostro con maquillaje o pintándose los labios y lo único que había hecho era lanzar una sonrisa tímida a su paso. Adolfo era un hombre ya mayor, unos 60 años, pero tan encorvado y macilento que aparentaba diez más. Siempre triste, vestido de negro, arrastraba los zapatos de cordones todos los días, todos, desde la puerta de entrada del bufete donde Carla era la secretaria hasta su pequeño refugio. Era un milagro que aquel bufete no solo saliera adelante, sino que además fuese uno de los más prestigiosos de la pequeña ciudad en donde estaba situado. Carla, sin embargo, no tenía demasiada idea de derecho. En el fondo (aunque tuviese un par de títulos de secretaría falsificados por un antiguo novio y se defendiera muy bien con el inglés, su punto fuerte) sabía que la habían contratado por tener un físico espectacular, cuidado en el gimnasio, unos pequeños arreglos aquí y allá y encanto por arrobas que desplegaba en la recepción de la oficina.
Respondió a la llamada y se la pasó a Eduardo, un joven abogado que siempre la trataba con mucho respeto, todo el tiempo con la mirada de su jefe clavada en ella.
Cuando colgó el teléfono, su jefe ya había desaparecido dentro del despacho.
Carla fingió trabajar, algo asustada. Sacó de una bandeja unos papeles y los revolvió durante un rato. Decidió hacerse un café en la máquina, contoneó sus caderas e hizo rozar la falda de cuero y repiqueteó los tacones de las botas delante de dos brujas amargadas que pasaban la vida haciendo informes. De pronto escuchó el timbre del teléfono de nuevo, y sin recoger el vaso de plástico, corrió hacia la mesa.
En la pantalla vio la extensión del despacho de su jefe.
No solía llamarla a menudo. Alguna vez para que le hiciese un té. A veces, para que fuese a comprarle lujosos ramos de flores a su mujer, una pelirroja sorpresivamente joven y guapa que lo visitaba en la oficina.
“Este hombre tiene que estar forrado de dinero”, pensaba ella cuando veía a Rosaura vestida de pieles con su ramos de rosas, sus labios rojos y aquellos extraños ojos verdes que fulguraban como estrellas, expresión que había leído más de una vez en las novelas románticas que devoraba. “Si no está forrado, ¿cómo va a acceder a una hembra como esa?” le decía siempre Eduardo devorando a Rosaura con la mirada sucia, las aletas de la nariz vibrantes, sin perder un detalle de las notas del perfume de embriagadora esencia que dejaba a su paso la joven pizpireta. Detrás, siempre detrás, el jefe, Adolfo, cabizbajo, vestido de negro, como una caricatura de si mismo, un José Luís López Vázquez viajero del tiempo insertado sin permiso en pleno siglo XXI.
—¿Sí?—Carla notó su voz un tanto vacilante. Aquella mirada extraña, devastada, la había perturbado más de lo necesario. Se levantó y caminó hacia el despacho con pasos cortos.—. ¿Se puede?—preguntó en un susurro.
—Adelante, señorita. Tome asiento.
Su jefe estaba de pie, mirando por la ventana. Le daba la espalda. Ella sintió un escalofrío y se sentó en el borde de la silla. Al fin el hombre se dio la vuelta. Su semblante era cálido, sonreía casi con cierta estulticia, con esa expresión ausente que a veces tienen los enamorados.
—He notado…—se detuvo, buscando las palabras—. He…, bien. Es usted una gran trabajadora. Inteligente, siempre dispuesta. Yo…considero que está infrautilizada en este bufete. —Se acercó a la mesa del despacho y se acomodó en el borde, cerca de ella. Carla notó un sutil olor a naftalina, a antiguo, al armario de su abuela en el pueblo—. Así que me gustaría darle otros cometidos. Con más responsabilidad…—Se acercó más y la cogió de la mano con sutileza. Estaba fría como la de un reptil—. Así tendré alguien en quien confiar. Confiar de verdad. No como todos esos arribistas que pululan por aquí, gente de mal vivir—bajó la voz y señaló hacia la puerta acristalada desde donde se podía ver el resto de la oficina.
Carla asintió, algo avergonzada. Todo aquello la estaba cogiendo de sorpresa. De manera casi inconsciente, miró su mano y la mano de su jefe se retiró con rapidez al notarlo. Menos mal. ¿Qué diría Raúl, su novio, si la viese de tal guisa? Raúl era muy buena persona, pero algo celoso. No le gustaría nada que estuviese a solas con su jefe en el despacho, aún sabiendo que era mayor y no demasiado agraciado, y además, estaba aquella mano tonta…
—¿Qué le parece? ¿Tiene algo que hacer hoy por la tarde?
Carla lo miró con los ojos muy abiertos. Abrió la boca pero sus labios no acertaron a expresar nada. Boqueó como un pez fuera del agua.
—Oh, no se preocupe —se apresuró a añadir su jefe, con semblante tranquilizador—. Sé lo que está pensando. No, no. Por favor…estará mi mujer. Habrá más gente —juntó las palmas y las movió hacia ella—. Necesitamos una pequeña ayuda y creo que es la persona indicada. Ya le he dicho que la tengo en gran estima. Desde el primer día que la vi. Me inspira confianza, jovencita.
Ella alcanzó al fin a musitar una respuesta. —Muchas gracias, señor Adolfo. Por supuesto que acepto. Todo lo que usted me pida.
Adolfo se acercó mucho, demasiado, se inclinó y la miró durante unos segundos. Sus ojos eran castaños, pero vistos de cerca parecían de color gris, sin brillo, como si fuesen los de un cadáver bajo el agua. Carla quiso estar muy lejos de allí en cuanto el aliento a tabaco rancio invadió su nariz sensible y respingona. Pero el hombre de pronto la sujetó a la silla con fuerza clavando lo que a Carla le parecieron unas garras en los hombros y le habló al oído, en un susurro.
—Señorita Carla. La espero hoy. Sin falta. Su futuro y su ascenso en esta empresa pueden depender directamente de ello. Tome mi tarjeta…—liberó las garras de los hombros y un cartón duro se deslizó en la mano de la joven, que a duras penas soportó las ganas de salir corriendo de aquel despacho y romper el pequeño trozo de papel—. A las seis y media. No llegue tarde. Nos gusta mucho la puntualidad. Por cierto, antes de salir, haga el favor de ir a la floristería y traerme varios ramos de flores.
Cuando al fin se vio en la calle, libre, Carla respiró profundamente y miró la tarjeta.
“Señor y señora Jiménez” Era como las que usaban sus padres hacía muchos años, con un diseño rancio pero elegante. “Avenida de Espoz y Mina, 25”. “Menudo nivel” pensó, al acordarse de las antiguas casas palaciegas de corte parisino que conformaban la calle donde vivía su jefe. Estaba sujetándola con demasiada fuerza entre dos dedos y el papel empezaba a cortar la piel cuando al fin apareció Raúl en la moto, sorteando con rapidez el numeroso tráfico de la hora punta. Suspiró: con Raúl cerca, no podía pasar nada.
CAPITULO 2
RAÚL
Raúl negó con la cabeza primero y luego dio un puñetazo en la mesa que casi hace caer el café.
—Tú ahí no vas. Ese viejo verde…ya sabes. Mírate. Estás buenísima. ¿Qué querías? Hay mucho degenerado por ahí suelto.
—No puedo poner mi trabajo en riesgo, Raúl. Cobro mil ochocientos euros al mes por servir un par de cafés, atender a la gente y coger el teléfono. ¿Estás de broma? Con tu sueldo de repartidor no nos llega para vivir. Necesito ese dinero y tú también. Y además, me dejó caer que si iba podría obtener un ascenso.
—Me da igual morirme de hambre. Tú no vas esta tarde a la casa de tu jefe.
Ella negó con la cabeza. —No puedes prohibir que haga algo propio de mi trabajo, Raúl, cariño. Además, va a estar su mujer y creo que más gente. Con su mujer delante no creo que se atreva a tirarme los tejos. Es guapísima, toda una señora. No hay color, ni comparación. Rosaura parece una estrella de cine. En serio, eres demasiado celoso. Ya sabes que eso no me gusta nada…
—Hay mucho perverso por el mundo, cari. Te lo digo yo que soy un hombre… —ante el mohín de Carla continuó con la lección—. No sería la primera vez que quisieran algunos cerdos montarse un trío. O algo peor. No seas ingenua… ¡Por favor!
Carla bebió un sorbo de café cortado y permaneció un rato en silencio—Hagamos una cosa: vente conmigo. Te quedas fuera. Si ocurre algo “malo”, te llamo por teléfono, te mando un WhatsApp, lo que sea. Pero no va a pasar nada. Verás —dulcificó la voz—. Es un señor mayor. Le puedo dar una buena patada y lo dejo K.O.—sonrió con coquetería, intentando ocultar la aprensión que le producía aquel hombre desde su visita al despacho hacía pocas horas. Lo había visto transformarse de un anciano achacoso e inofensivo en un monstruo durante unos segundos interminables. ¿O había sido producto de su imaginación? Ya no estaba tan segura…
El joven la miró con aspecto serio—Bien. Así mejor. Si estoy yo cerca me quedo algo más tranquilo.
CAPÍTULO 3
ROSAURA
Dudó unos segundos antes de apretar el timbre. Era como si por aquel portal no hubiese pasado el tiempo: la puerta de madera noble, con el vidrio enrejado. El botón negro, gastado por el uso. No había cámara, ni siquiera un altavoz por donde poder hablar. Miró hacia atrás y vio a Raúl apoyado en una farola. Se armó de valor y llamó al fin. Al cabo de unos segundos, se escuchó un ruido sordo en la puerta que comenzó a abrirse sola. Carla pegó un respingo y retrocedió, hasta que se dio cuenta de que había un dispositivo electrónico que permitía el acceso al interior del edificio sin que nadie abriese la puerta. Respiró hondo y entró, seguida de Raúl, que se introdujo antes de que la puerta comenzase a cerrarse de nuevo con lentitud.
Carla miró el hueco de la escalera, extraño y triangular. El edificio constaba de cuatro pisos, todos propiedad de su jefe, que vivía en el último. Estaba oscuro y olía a humedad; las paredes en algún tiempo de color crema, rezumaban aquí y allá un líquido mohoso. Raúl apretó el botón de la luz pero sin resultado.
—Joder. Ni siquiera se molestan en cambiar las bombillas. Bien. Subamos. Con cuidado.
Subieron casi a tientas. Al fin llegaron a la puerta, jalonada, agujereada de carcoma y con el Corazón de Jesús de plata que intentaba reflejar la luz de una bombilla rodeada de finas telas de araña que iluminaba el rellano. Raúl se escondió en el piso inferior, pisando la vieja madera casi de puntillas para no hacerla crujir, mientras Carla llamaba a la puerta golpeando con timidez el aldabón.
Se escucharon pasos en el interior y poco después se abrió la puerta. Adolfo Jiménez apareció vestido con una bata azul marino con un escudo bordado en granate y por debajo un pijama de rayas azules. En los pies unas pantuflas.
—Pase, señorita Carla. Pase… —se miró de arriba abajo con una sonrisita culpable—, y perdone mi atuendo. He estado muy ocupado y no he tenido tiempo de vestirme con la ropa que la ocasión requiere.
Carla palpó el móvil que llevaba en el bolsillo de la chaqueta y entró en la casa tomando aire con fuerza. Se quedó a pocos metros de la puerta, en el recibidor, bastante sorprendida por lo que estaba viendo: un piso cálido, luminoso y decorado con gusto exquisito. Lo único desagradable era el aroma a flores demasiado intenso, como si alguien hubiese colocado un ambientador a demasiada potencia. Su jefe la guió por el largo pasillo hasta un salón de techo ingente lleno de cabezas de corzos y ciervos disecados, trofeos de caza, un enorme jarrón chino y obras de arte que parecían bastante valiosas.
—Siéntese, siéntese en ese sofá, señorita. Verá a mi mujer en unos minutos. El servicio no está, así que le traeré yo mismo un café. En el trabajo he detectado que le gusta cortado con sacarina…—se frotó las manos con entusiasmo. Espere ahí sentadita. Ahora mismo estoy de vuelta…
Mientras el hombre hacía ruido en la cocina, Carla le envió un WhatsApp a su novio para tranquilizarlo. En unos minutos Adolfo regresó al salón, con un juego de café de porcelana y una jarrita de leche en una bandeja. Se sentó al lado de la joven y comenzó a servir el café mientras hablaba sin parar.
—He tenido un pequeño percance con mi esposa. Es una mujer joven, ¿sabe? La habrá visto en la oficina. Para ella son las flores que le mando comprar, sí señor. Tiene usted mucho gusto al elegirlas. Coincidirá conmigo en que a mi edad es muy necesario poder disfrutar del amor de una mujer joven y con fuerza, con carácter… ¿Usted tiene novio? Imagino que sí. Una chica tan bella tiene que tener a su alrededor muchos moscones, querida. No se moleste en negarlo, he visto como la miran sus compañeros en la empresa…y ese jovencito de la moto…Es guapo, ¿eh? Aunque yo creo que merece algo mejor. Un hombre hecho y derecho, no un crío.
Carla se llevó la taza a la boca y bebió un sorbo del amargo café. Estaba delicioso, aunque la deriva de aquella conversación no le estaba gustando tanto como el brebaje caliente. Sonrió de manera forzada.
—Hay un chico, sí. Raúl. Salimos desde hace año y medio. El café está muy bueno…gracias —lo miró fijamente y ladeó la cabeza. —¿Qué quiere de mí, señor Jiménez? Le voy a ayudar en lo que quiera, pero cuanto antes empecemos, antes solucionaremos el problema.
—Cada cosa a su tiempo, Carla. Primero saboree ese magnífico café. Es el favorito de mi mujer. ¿Quiere unas pastas? ¿Unos pasteles? Imagino que no, tendrá que cuidar ese magnífico tipo que tiene…—la mirada de Adolfo Jiménez recorrió por entero el cuerpo de Carla, que se estremeció al detectar un punto de lascivia en la lengua que asomó durante unos segundos por entre los labios resecos. Ella se removió en su asiento, dejó la taza sobre el platillo y volvió a tocar el móvil para asegurarse de que seguía allí.
—Me alegro de que esté usted en mi casa. Ahora confío mucho más en su buen criterio. Me encanta el vestido que lleva, por cierto. Insinúa sin mostrar, como ha de hacer una dama.
Jiménez se levantó, su cuerpo encorvado de pronto pareció enderezarse por arte de magia. Se inclinó de forma grácil y agarró de manera cortés la mano de Carla, que no se atrevió a retirarla a pesar del asco que empezaba a sentir. La mano, como las patas de una araña, recorrió la piel blanca con los dedos hasta aferrar la muñeca. La hizo levantar con un golpe seco, casi de bailarín.
—Venga conmigo, jovencita —sus ojos cobijaban ahora un brillo fulgente—.. Ahora voy a desvelarle para qué la necesito. Tenemos que elegir un vestido para mi esposa. Nos vamos al piso de abajo. No está lejos, solo hay que bajar. Ya sabe que soy el dueño de todo el edificio…
Arrastró mientras emitía una carcajada seca por el pasillo de nuevo a una cada vez más asustada Carla. La mano de su jefe se clavaba en la muñeca como un alambre de espinos produciéndole un terrible dolor. Mientras caminaba trastabillando tras él pensaba en dónde estaría Raúl y cómo podía hacer para salir de aquel trance de una forma en la que su jefe no montase en cólera.
Adolfo abrió la puerta de la calle y ambos salieron al rellano. Raúl esperaba abajo, entre las sombras, y miró con asombro como Jiménez levantaba de pronto su mano, y en ella un viejo revólver que permanecía oculto en el bolsillo del batín que emitió un estruendoso fogonazo que le reventó la frente, de pronto convertida en una flor carmesí. Carla gritó como una poseída pero nadie acudió a rescatarla. Y mucho menos Raúl, que permanecía tirado en el suelo de madera, los sesos color crema desperdigados aquí y allá, pero aún mirándola con la fijeza del asombro de la muerte.
—Querida mía—cacareó. De repente pasó a tutearla—. Seguro que era un ladrón. Tienes que darte cuenta de que es necesario que te defienda: una hembra como tú necesita un hombre que la proteja. Venga, olvídalo —sus gestos ahora revelaban la urgencia de un deseo ávido por ser saciado—.. Nosotros a lo nuestro. ¡El vestido! Para eso estás aquí.
La empujó hasta el piso de abajo. El olor a flores y a productos químicos era allí insoportable. Carla miraba hacia el revólver totalmente aterrorizada. Su jefe la introdujo en una estancia que parecía una sala médica antigua, con estantes de cristal llenos de frascos, una mesa de despacho y una camilla. No quiso mirar demasiado hacia un rincón en donde descansaban unas bolsas de plástico negras que encerraban una inconfundible forma humana.
—¿Nunca te conté que mi padre era médico, verdad? Ésta era su consulta. Además tenía muchas aficiones. Se llevó un buen disgusto cuando yo quise estudiar derecho. Es que no tengo buena mano con la gente, ¿sabes, señorita Carla? —continuó hasta el fondo de la habitación en donde había dos puertas blancas batientes con sendos ventanucos redondos—. Y para ser médico hace falta tener psicología, ¿no te parece? También para ser abogado, claro, pero no es lo mismo, como puedes comprender; no se te va a morir nadie si eres abogado…
Carla asentía, el semblante pálido, las manos temblorosas, aún bajo el shock de haber visto morir a Raúl delante de sus narices. Notó que la mano de Jiménez se posaba en su nuca y la acariciaba, erizándole los cabellos. La empujó hacia las puertas e hizo que las atravesara por la fuerza. Lo que allí vio la llenó de puro pavor.
Cientos de flores llenaban la habitación, flores de todo tipo, rosas, claveles, margaritas, orquídeas, lirios, crisantemos…y en el medio de la habitación inmaculadamente blanca, el cuerpo desnudo de Rosaura, la roja melena desperdigada con estilo decadente por la almohada de la camilla, tubos entrando y saliendo de su boca, de sus brazos, tubos que iban a parar a grandes botellas de vidrio llenas de líquido ambarino. Estaba muerta, pero parecía muy viva, los labios rojos, los ojos verdes ya no refulgían pero aún conservaban una cierta hidratación. En el medio de su pecho, un enorme puñal negro clavado hasta las cachas. Y al lado de la camilla, un perchero con ruedas lleno de vestidos largos, negros, aterciopelados. Sin querer, Carla se fijó en los breves pelos del pubis de la mujer, completamente rojos. Cerró los ojos con fuerza, no quería ver más.
—Mi padre era médico pero también un gran taxidermista, es el que disecó los trofeos de caza…Rosaura tenía un amante, señorita Carla. Un hombre joven y apuesto. Está en la habitación de al lado. Tuve que matarlos. ¿Tú que hubieras hecho, querida? ¿Lo mismo, verdad? ¡Estaban follando en mi propia cama, imagínate! ¡En las sábanas de raso!
Carla se dobló y vomitó hiel en el suelo de baldosas. Lloraba. Pero Jiménez ni se inmutó.
—Ahora que tenemos confianza me vas a ayudar a ponerle uno de esos vestidos. Se los compré yo. Me gasté una fortuna en París, en los mejores modistos…Yo también soy taxidermista. Por supuesto que no tan bueno como mi padre, pero me defiendo como puedo…Anda. Haz el favor. Ayúdame a elegir el más estiloso. Rosaura tiene que lucir bella hasta en la eternidad.
Con las manos vacilantes, Carla cogió uno a uno los vestidos y fingió admirarlos. Lo único que quería era salir de allí, escapar, antes de que el temblor de las piernas la incapacitase todavía más. Sacó la percha del vestido y dándose la vuelta con la rapidez de una gata le clavó el hierro en la frente.
—¡ARRGGH PUTA! —Jiménez soltó el revólver y se llevó las manos a la cara. Carla aprovechó para pegarle una patada en los testículos y salir corriendo. Atravesó las puertas batientes y corrió hacia la puerta de la consulta. En unos segundos escuchó ruido de cristales y los pasos de su jefe corriendo tras ella.
“Joder, joder” pensaba Carla mientras intentaba abrir la puerta principal con todas sus fuerzas. “Está cerrada… ¡JODER ESTÁ CERRADA!”
Carla tiró y tiró de la manija de la puerta pero no se abrió. Con desesperación clavó sus uñas rojas en el marco de la puerta, desconchando la madera, muerta de dolor, pero en vano. Miró hacia la cerradura, el suelo, buscó una llave. Nada. Se dio la vuelta para intentar enfrentarse a lo inevitable, pero Jiménez, más ágil, la agarró por la larga melena rubia y le tiró la cabeza para atrás.
Notó un extraño y penetrante olor. Un pañuelo le cubrió la cara.
Lo último que escuchó antes de sumirse en el profundo sueño del cloroformo fue un susurro líquido y apestoso que surgió de la garganta de su antiguo jefe:
—A partir de ahora voy a necesitar otra esposa a la que mandar flores. Querida señorita Carla, se quedará aquí conmigo. Nos hará compañía por toda la eternidad…