Humphrey, Bambi, Mercedes, Santacroce, Vanessa Cuenca, el comisario Jareño, Mayka, El Pesadilla… Todos en acción.
“-Oye, quería hacerte una pregunta: ¿qué te parece el arte conceptual?”.
Capítulo 8 de la Novela en Serie Bambi, de Luis Gutiérrez Maluenda, que estamos publicando en exclusiva aquí en Fiat Lux.
“-¿El arte conceptual? No sé, en ocasiones me gusta, pero no siempre, en ocasiones me parece banal, en otras no lo entiendo. ¿Por qué lo preguntas?
-¡Oh, no sé! Se me ha ocurrido así de repente, no le des más importancia”.
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BAMBI (LOS MUERTOS SON MALOS PAGADORES).
CAPÍTULO 8.
Una novela de Luis Gutiérrez Maluenda.
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HUMPHREY (14).
Mercedes me pasó la nota que ayer le dio Bambi. Tiene el aspecto sucio y el tacto quebradizo de un billete demasiado circulado. Ella me contó que Bambi la llevaba en el bolsillo cuando recibió la brutal paliza a manos de “El Pesadilla”.
En la nota, figuraban el nombre y la dirección del tipo del Lacoste amarillo que me siguió hasta la Agencia tras mi entrevista con Sara Villaecija.
La dirección, Jardín 33, correspondía a una calle de Molins de Rey, una población del cinturón industrial de Barcelona. El hombre al que le gustan los jerséis amarillosse llamaba Gabriel Porreras. Me sabe mal confesarlo, pero el tipo era un colega, detective privado.
Decidí ir a verle. Aunque solo fuese para explicarle las razones por las que debía escoger sus prendas de ropa en colores poco conspicuos. Y de paso podía contarme la razón por la cual me estaba siguiendo, quién le pagaba por hacerlo y desde cuándo lo hacía.
La autopista de Lérida y Tarragona era una cacofonía de pitidos al haberse convertido en una serpiente ronroneante que marchaba lentamente hacia las cabinas de peaje de Martorell. Las caras de los conductores reflejaban la frustración de todos sus fracasos concentrados en la idea que iban a llegar tarde a sus citas laborales. La voz de Bonnie Raitt llenaba el habitáculo de mi coche. Pensé que ya llegaría en un momento o en otro. Gabriel Porreras estaba en su oficina, bien, si no estaba quizás mejor, nunca se sabe. Ella cantaba Walking Blues.
Transcurrieron quince minutos y apenas nos habíamos movido. Me puse a apretar el claxon como un poseso. Aun tardamos un buen rato en movernos de verdad. Ya hacía tres canciones que Leroy Carr había sustituido a Bonnie Rait.
La calle Jardín es un camino sin asfaltar que intenta huir de la aglomeración urbana sin tener una idea concreta de cuál es su destino. Las casas, bajas en su mayoría, se engalanan con pequeños jardines habitados por una profusión sorprendente de sonrientes enanos de escayola, que en ocasiones se diferencian por los colores de sus gorros puntiagudos, en otras, ni eso.
El numero 33 tenía en la puerta exterior un buzón de un color verde comido por el sol. Una tarjeta ajada rezaba: Gabriel Porreras Investigador Privado.
La cancela abierta conducía, a través de un camino flanqueado por matas de geranios fatigados y plantas de vocación okupa, a una casa de aspecto poco impactante. Tras ella, pude ver lo que parecía un huerto para aficionados. Distinguí una hilera de tomateras y una serie de matas que, bajo mi punto de vista, lo mismo podían ser acelgas que plantas carnívoras del Mato Groso.
La puerta de la casa estaba cerrada, el timbre simulaba las notas de Strangers in the Night, versión carillón. Una verdadera pesadilla cursi. Ya no me sorprendía el gusto de aquel tipo escogiendo los colores de sus prendas de vestir.
A la tercera llamada sin respuesta me convencí de que mi colega no estaba en casa. La rodeé hasta encontrar una persiana a la que le faltaba un palmo para acabar de estar cerrada. Me calcé unos guantes de látex y empujé. La persiana cedió lo suficiente para que pudiera colarme en el interior de la vivienda.
Me encontré en un dormitorio vacío. La cama estaba hecha y de un galán de noche colgaba un pijama con motivos florales muy poco adecuado para alguien que se dedica a la investigación (yo prefiero algo más sugerente, Micky Mouse y Goofy, por ejemplo). Abrí el armario ropero, aguardando habían dos trajes, dos camisas blancas y tres jerséis Lacoste color amarillo canario, dos de ellos de manga corta. Si algún día alguien le dedicaba una película al amigo Porreras, yo sabía cuál sería el título.
Del dormitorio pasé a lo que imaginé que sería el despacho del tipo del jersey amarillo. Una mesa de trabajo tras la cual había un sillón de tipo balancín, un archivador metálico, dos sillas enfrentando a la mesa y un cuadro reproduciendo “El Grito” de Munch. Muy apropiado, aunque el cliente puede pensar que aquella es la cara que le quedará cuando vea el importe de su factura.
Me senté en el sillón balancín y observé a mí alrededor. Todo parecía estar en orden, la mesa estaba cubierta por una ligera capa de polvo en toda su superficie, exceptuando un pequeño cuadrado de dos palmos por uno y medio aproximadamente. Algo había sido retirado de allí recientemente, no sabía lo que era ni siquiera si tenía la menor importancia.
Abrí los cajones que no estaban cerrados con llave. En el interior de uno de ellos encontré dos revistas pornográficas anticuadas, una caja de pañuelos de papel, una agenda del año sin estrenar, dos bolígrafos de color rojo, un rotulador, una caja grande de clips que hubiese hecho las delicias de mi secretaria, y una corbata con unas flores parecidas a las del pijama (lo que me hizo pensar que aquel fulano vestido con traje y corbata debía ser un espectáculo). En el segundo cajón estaba un Código Civil en edición barata, un callejero y la fotografía enmarcada de una mujer de tetas grandes y sonrisa pequeña que se apoyaba en lo que me pareció que podría ser una de las barandas del Parque Güell.
Me acerqué al archivador metálico y lo abrí. Era del tipo de carpetas colgantes, ordenadas alfabéticamente. Di un repaso rápido y ninguna de aquellas carpetas me decía nada. Además mi colega parecía ser un tipo especialmente descuidado, ya que el orden alfabético no era un modelo de ortodoxia, las carpetas parecían dejadas caer al azar. Primera conclusión: Porreras era un tipo solitario a quien le gustaban las corbatas horteras y los jerséis Lacoste amarillos. Segunda conclusión: no había más conclusiones.
De nuevo sentado tras la mesa del hombre del jersey amarillo fui paseando la mirada por la habitación. Buscaba algo que no hubiese visto antes y que me proporcionase alguna pista acerca de la razón por la cual mi colega podía estar interesado en mi humilde persona. Jugueteé con las hojas de un calendario de taco que estaba sobre la mesa indicando el día anterior; diez días antes, alguien había garrapateado una nota que decía: Castillejos 520 10,30 h., subiendo escaleras.
Aunque aquello parecía tan relevante como las alabanzas de un vendedor domiciliario a su cepillo come polvo, arranqué la hoja y la guardé en mi bolsillo. Creí preferible aquello a la reproducción de “El Grito” que no me hubiese cabido en el bolsillo. Casi con toda seguridad, me sería tan útil una cosa como la otra.
Tras un rápido vistazo por el resto de la casa, salí por la misma ventana por la que había entrado. Solo entonces me quité los guantes de látex.
El regreso a Barcelona fue una pesadilla rodante amenizada por la cacofonía de los cláxones, y las miradas amenazantes de los usuarios de una autopista tan atestada como una calle de Bombay.
La mesa de trabajo del comisario Jareño presentaba un aspecto pulcro y ordenado, lo que contrastaba con la expresión de absoluto desespero de mi amigo.
-¿De nuevo la alergia, Jareño?
-No. Estos días parece decidida a dejarme vivir más o menos en paz, lo que me tiene al borde la insania mental es el asunto de tu amigo Piero Santacroce. Da la impresión que todos los implicados se hayan puesto de acuerdo para no tener una coartada decente.
-Bueno, al menos los clientes de la Agencia de préstamos. Me dijiste que estaban cubiertos.
-De mierda, están cubiertos.
-¿Qué quieres decir?
-Que una vez comprobada la coartada, tanto Felipe Bastón como Felicidad de la Cruz mintieron. En este momento les están apretando las tuercas.
-Ya me contaras si sale algo interesante.
-Sí, claro.
-¿Qué opinas de Vanesa Cuenca?
-Y yo que sé, Humphrey. Cualquiera de ellos pudo ser el asesino, sino personalmente por comisión, había tantas y tan buenas razones para querer deshacerse de ese tipo que lo extraño es que no se lo cargasen antes. Bueno, dime que has venido simplemente a saludarme y que no me traes ningún quebradero de cabeza nuevo.
-Nada de qué preocuparse, Jareño, tranquilízate. Oye ¿tú has escuchado algo de un colega de profesión que se llama Gabriel Porreras?
La mirada de mi amigo el comisario se hizo melancólica. Se sentó tras su mesa, reclinó el sillón hacia atrás, cruzó las manos sobre su ombligo y sonrió con placidez. La imagen perfecta de un tipo feliz. Un músculo debajo de su mejilla izquierda comenzó a pulsar asíncronamente. El párpado derecho pareció ceder a la presión de la gravedad y tapó parcialmente su ojo.
Algo iba mal. Jareño no era feliz. Aun así, seguía sonriendo con melancolía sin dejar de observarme.
-¿Os conocéis, Humphrey?
-Sí. Aunque en realidad no mucho. Me he enterado que quizás no le van las cosas demasiado bien y…
-¿Y…?.
La pulsación de su mejilla izquierda se estaba descontrolando por momentos. Su ojo derecho estaba tan tapado que era solo el recuerdo lejano de un ojo. Aquello no iba bien y tenía todo el aspecto de que le faltase mucho para empezar a mejorar.
-¿Le quería ofrecer trabajo? -Sonreí tentativamente para que Jareño viese que yo era un tipo simpático. Humphrey el ocurrente.
Jareño se había convertido en una esfinge, ciega y muda, huraña, hosca, amenazadora.
-¿Estaba interesado en comprarle su cartera de clientes, Jareño? -Era cuestión de ir probando y al tiempo quitarle hierro al asunto. Humphrey el bromista.
-Vuelve a intentarlo, querido.
-¿Quería que me confesase donde compra unas maravillosas corbatas de lana escocesa? ¿Fuimos compañeros de instituto? ¿Pertenecemos al mismo club de filatelia?-Humphrey el desesperado temiendo por su licencia.
-Humphrey, tú sabes el respeto que yo le profesaba a tu madre ¿cierto? Pues mira, estoy a punto de poner en duda su honorabilidad de una manera que haría enrojecer de vergüenza a un batallón de legionarios. Dicho de otra manera, me voy a cagar en tu puta madre antes de ponerte en manos de Varela. Y le voy a dar manga ancha respecto a tu integridad física.
-De acuerdo, de acuerdo. Hace tres días me siguió, me di cuenta, le hice seguir, averigüe quien era y ahora estoy tratando de averiguar cuál es el interés que tiene en mí.
-Humphrey, dime que no estás aquí. Dime que estoy en el centro de una pesadilla, que tengo alucinaciones. Dime que no te conozco. Desvanécete Humphrey, no seas real. Por una vez en la vida déjame soñar que no me estás creando problemas.
-¿Pero qué te pasa? Yo no he hecho nada.
-Gabriel Porreras, no es un detective privado.
-¿Ha cambiado de ocupación?
-Efectivamente, ahora ejerce de muerto.
-Hostia tú, ¿quién le ha matado?
-Me gustaría que hubieses sido tú y yo pudiera demostrarlo. Me libraría de ti durante una buena temporada, pero no voy a tener tanta suerte. Un tiro en la nuca, le encontraron bajo uno de los puentes del Rio Besós, en la ribera de Santa Coloma de Gramenet. Estoy esperando el informe del forense y de balística.
-¿Tienes idea de lo que sucedió?
-Se acercó a ti, desgraciado.
En aquel momento recordé el espacio libre de polvo sobre la mesa del tipo del jersey amarillo. Tuve una inspiración y pregunté:
-¿Habéis registrado su casa?
-En este momento deben estar en camino para hacerlo.
Mi inspiración se desvaneció lentamente en el aire viciado de la comisaría, mi cerebro tenía pocas cosas que ofrecerme.
Tras una desagradable conversación de alrededor de una media hora, salí del despacho de Jareño. Antes me había mostrado las fotografías del cuerpo de Porreras, estaba tendido entre unos matorrales sucios a poca distancia de las aguas contaminadas del Río Besós.
Algo me dijeron aquellas fotografías: un jersey amarillo manchado de sangre es un espectáculo grotesco.
En la calle, un grupo de profesionales de la reivindicación andaban en lo suyo, agitaban pancartas de trazos groseros y gritaban consignas con verdadero entusiasmo. No me fijé cual era la reivindicación, mejores escuelas tal vez. Aunque también era posible que apuntasen más alto y exigiesen una alimentación más racional para las iguanas domésticas.
Era la hora de almorzar, pero no tenía apetito.
Descubrir el misterio de tantas muertes era mi obligación, pero no tenía la menor idea de que hacer a continuación.
Ni siquiera era la hora en que pudiese entrar en un cine y refugiarme en su piadosa oscuridad.
A un tipo que iba hablando solo casi lo atropelló un autobús, pero el tipo salto bien y a tiempo. Hace algunos años vi como un autobús atropellaba a un hombre pero aquel no hablaba solo, era un tipo silencioso, ni siquiera gruño cuando aquella enorme masa de hierro y anuncios pintados le pasó por encima y le aplastó.
Pensé que tal vez estaba entrando en una fase depresiva.
Quizás debería hablar solo, no me gustaría morir aplastado por un autobús.
Regresé a casa esperando que Vanesa Cuenca se hubiese largado. Me conformaba con que desapareciese durante un par de días para reponerme de sus atenciones.
Cariño me recibió con la zarabanda de ladridos y cabriolas de costumbre. Alrededor de su cuello colgaba el sujetador de Vanesa, en el interior de una de las copas, prendido con un alfiler, me encontré una nota.
La nota contenía noticias preocupantes: Te ha telefoneado una tal Maruchi. Creo que no le ha gustado el timbre de mi voz, por si acaso le he contado que era la señora de la limpieza, ya lo acabaras de arreglar a tu gusto. Te dejo el número de mi teléfono móvil, yo voy a estar en el piso de una amiga, a no ser que te sientas muy solo en tu casa. Sigo asustada, Humphrey. Gracias por todo.
Cariño y yo emprendimos uno de nuestros recorridos habituales. Consiste en subir hasta un caminillo poco transitado que llega hasta las primeras muestras de vegetación de la montaña de Montjuich, desde allí paseamos por la Avinguda de L’Estadi y regresamos yendo a buscar la Plaza de las Cascadas que culmina la Fuente Mágica. El regreso puede ser deshaciendo el camino o bien rodeando el Palacio Municipal de Deportes, entrar en el Poble Sec cruzando la calle Lérida. Es un largo paseo que me aleja momentáneamente de la sordidez del oficio.
Cuando volvemos a pisar las calles poco elegantes de mi barrio, me siento de nuevo en casa. Si comparásemos los barrios de Barcelona con una mujer, mi barrio sería una puta modesta de coño acogedor e ilusiones tiempo ha caducadas. O así me lo parece a mí.
Me paré en el supermercado vecino a comprar algunas conservas. Como de costumbre, Cariño se quedó en la puerta, esperando. Cuando salí, una mujer joven, de pelo negro y figura sinuosa la estaba acariciando, al acercarme, la mujer susurró unas palabras en la oreja peluda de mi perra, sonrió y se marchó. Tuve la sensación de que nos conocíamos, intenté armonizar su imagen con el lugar adecuado y no pude. Instantes después al verla cruzar la calle y entrar en el portal enfrentado al mío, mi cerebro dibujó la imagen de un guante de encaje flotando en la oscuridad, sosteniendo un cigarrillo.
-¿Qué te ha dicho, Cariño? Cuéntaselo a papá Humphrey, recuerda que somos socios.
Justo en aquel momento, apareció un terrier de aspecto atildado que se puso a dar vueltas alrededor de Cariño intentando averiguar a través de sus efluvios olfativos cuales eran los planes de mi perra para aquella noche. Ella se unió al juego brincando por encima del enano entrometido. Aquello acabó con mis esperanzas de averiguar el secreto que mi vecina le había confiado.
A las once de aquella noche yo estaba frente al número 520 de la calle Castillejos. El edificio consistía en una planta baja con aspecto de haber sido un almacén no hacía tanto tiempo. En el centro de la fachada, un vaquero intentaba enlazar con una soga de neón verde a una vaca roja de aspecto amenazante. Las letras de neón blanco, informaban que aquello era “La Cueva del Country”. A través de unas puertas batientes del más puro estilo Oeste americano se filtraban las notas de una balada de aires vaqueros que me recordaban a un aire conocido, aunque no podría decir con exactitud quien era el cantante. Ya que a Billy Ray le tenía muy lejos para preguntárselo, decidí que por mí podía ser María Callas intentando pasar desapercibida.
El interior era la recreación de un granero adecuado para el baile dominical de un poblado mugriento del interior de Oklahoma. Mesas y auténticas balas de heno recubiertas de fundas plásticas trasparentes se alternaban como refugio de falsos vaqueros. A la derecha, una barra larga de madera pulida con remates de latón me hizo pensar que solo faltaban las escupideras del mismo metal para que el barman, con camisa blanca ceñida en los brazos con gomas elásticas y coloridos tirantes anchos, se sintiese correctamente ubicado. Al final de la barra, el local se abría en una espacio circular en el que algunas parejas bailaban al más puro estilo de Tennessee, aunque quizás fuese de Milwaukee. Tomé nota para preguntárselo al tipo de los tirantes, en el momento oportuno.
Un poster enorme, en el que un tipo lleno de flecos y con un parche negro en el ojo derecho miraba sonriente a la mitad del mundo, informaba que allí se cobijaba el club de fans de Dick Curless. Sin duda el tuerto era Dick Curless. Sospeché que no podría evitar que los fans comenzasen a aparecer de un momento a otro, aunque tal vez no todos fuesen tuertos.
Me acerqué a la barra en el momento en que el barman de los elásticos en los brazos hacía resbalar con ímpetu una jarra de cerveza a través del mostrador de madera pulida. Cerré los ojos esperando escuchar el estrépito de cristales rotos, cosa que no se produjo; cuando abrí de nuevo los ojos, un tipo se estaba bebiendo tranquilamente la cerveza y el barman de los elásticos en las mangas me miraba, los pulgares metidos en los tirantes, con cierto aire de conmiseración.
-¿Qué quiere tomar forastero?
-¿Puedo pedir cualquier cosa sin que nadie me desafíe a un duelo?
-A esta hora sí. La acción comienza a partir de la una de la madrugada.
-Una naranjada natural, por favor. Y si puede ser que sea doble.
-Un largo y polvoriento camino ¿eh?
-El desierto entero, compañero, el desierto entero.
-Bien, voy a por ella.
Mientras esperaba mi naranjada eché un vistazo circular. El local estaba lleno del tipo de gente cuyas vidas son una serie ininterrumpida de dificultades, y que, por algún motivo, se han convencido que bailando lo que canta un tipo con un parche negro en el ojo, podrán solucionarlas. Aunque mi experiencia me decía que el parche era optativo.
En la pista la gente formaba una fila y marcaba los pasos más o menos vaqueros que marcaban los acordes de una guitarra slide. La voz melosa de una mujer informaba a la guitarra slide “que las mujeres solitarias son buenas amantes”. De los hombres solitarios no decía nada, imagine que andaban locos buscando a alguna mujer solitaria que no estuviese asediada por un par de docenas de hombres solitarios. Lo dejé correr, en cuanto empiezo a reunir soledades me deprimo.
La pelirroja que estaba a mi lado, una mujer alta que se cocía dentro de una chaqueta de cuero con las mangas llenas de flecos, me miró dejando flotar entre nosotros la sombra de una sonrisa. En aquel momento llegó el camarero con mi naranjada.
-Estoy buscando a un amigo mío y tengo un billete de cien euros para quien me ayude a encontrarlo, compañero.
-Dispare vaquero, le escucho atentamente, precisamente me faltan cien euros para acabar la semana.
-Se llama Gabriel Porreras, es un hombre de mi estatura y de mi edad, acostumbra a vestir un jersey Lacoste color amarillo canario.
-No me suena a nada la descripción, el nombre tampoco. -En los ojos del barman brillaba la desilusión por los cien euros perdidos.
Decidí lanzar una piedra al vacío:
-Y un tipo italiano que se llama Piero Santacroce.
-¿Ese también vale cien euros?
-También.
-No es mi día pues, acabo de perder doscientos euros. Oiga vaquero, ¿no se conformaría con mi novia?, se contenta con poco, dos niños y una tarjeta del Corte Ingles.
-Creo que su novia no me aceptaría, en el Corte Ingles me tienen archivado en el fichero de morosos. ¿Qué hay arriba?-Señalé unas escaleras que partían de la entrada de la pista de baile hacía lo que parecía un altillo.
-Nada, solo el despacho del gerente, lo que usted debe andar buscando está como siempre, al fondo a la derecha.
-Gracias, compañero.
La pelirroja que hasta hacia unos momentos veía con buenos ojos mi presencia, se debía haber largado con algún otro. Dicen que somos los hombres que sufrimos de una sexualidad poco paciente. La pelirroja debía ser un travesti. Así quedaba todo explicado.
Yo me había librado del travesti, y eso me hacía sentir afortunado, pero seguía sin saber qué demonios hacía yo en aquel antro escuchando música country y lanzando palos de ciego en todas direcciones.
Mi amigo el barman se dirigió a la punta de la barra cercana a la entrada para entablar conversación con unos tipos a los que solo les faltaban las pistolas para parecerse a los hermanos Dalton. Yo aproveché el momento para subir las escaleras. Arriba solo había un pequeño despacho sin puerta.
La ausencia de puerta se justificaba por el convencional mobiliario del despacho. Allí solo había una mesa metálica antigua, dos sillas de plástico, una lamparilla de sobremesa orientable y un teléfono. Junto a él, un ordenador de sobremesa último modelo con pantalla plana de plasma estaba conectado a la red telefónica por una regleta que recorría el zócalo. En una estantería había una pequeña acumulación de regalos promociónales de diversos suministradores cubriendo ordenadamente uno de los rincones del despacho. El conjunto, a pesar de producir la impresión de uno de esos lugares en donde no se trabaja habitualmente, estaba sin duda frecuentado por un tipo ordenado.
Encendí la lámpara de sobremesa y probé a abrir alguno de los cajones de la mesa. No tuve éxito, estaban cerrados con llave. Encendí el ordenador que me pidió palabra de paso para poder acceder a sus ficheros. Decidí largarme de allí antes de que alguien subiese y me obligase a golpearle en el puño con mi cara.
Antes de salir me despedí de la fotografía enmarcada en plata de Sara Villaecija, quien durante el rato que estuve trasteando por el despacho no cesó de dedicarme la más dulce de sus sonrisas desde la esquina de la mesa donde reposaba.
Di la vuelta a la pista de baile. Si el camarero me veía regresar pensaría que venía del “fondo a la derecha”. Me dirigí a la barra, sorbí el resto de mi naranjada, aboné la cuenta con una generosa propina y me dispuse a largarme.
En el plato de la cuenta me habían dejado una tarjeta en la que, además del nombre del local, figuraba la dirección de correo electrónico del club de fans de Dick Curless. La tomé para pasársela a mi socio Billy Ray.
El camarero me sonrió al ver la propina. Tenía una de esas sonrisas encantadoras, si es que te gustan los dientes sucios.
En la puerta había un guardia de seguridad que no estaba cuando yo entré. Miraba al mundo como a alguien a quien zurrar, posiblemente si topaba con alguien más fuerte que él apartaría la mirada con gesto aburrido. Los tipos grandes y fuertes acostumbran a sufrir una desviación hormonal que les impele a batir a hostias a los más débiles. Uno más de los muchos fallos de la madre Naturaleza.
En la calle me senté en un banco, recordaba la sonrisa dulce de Sara Villaecija y me preguntaba qué demonios hacía una fotografía suya en un lugar como aquel.
Hacía mucho rato que el sol había sucumbido al cansancio de todo un día de trabajo y sentí frío.
Cuando llegué a casa no había nadie fumando desnuda en la terraza de enfrente. Me sentí abandonado, me hubiese gustado comentarle que podíamos hacernos socios del club de fans de Dick Curless. Cariño me miró soñolienta desde el sofá y bostezó profundamente.
Las naranjas con que habían hecho mi naranjada doble debían haber fallecido de muerte violenta, y ahora su alma purgaba por las profundidades de mí estómago. Busqué un antiácido en el botiquín y se había terminado.
Lamentable.
Las mujeres que fuman frente a los domicilios de los detectives privados acostumbran tener remedios para mitigar la acidez de estómago. Miré de nuevo. No estaba.
Cojonudo.
Me fui a dormir.
La naranjada me estuvo jodiendo un rato.
Me dormí.
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BAMBI (14).
Aquellos días de convalecencia me los pasaba en la cama, buscaba la postura más adecuada para mitigar el dolor, que aún se enseñoreaba de una buena parte de mi cuerpo, y esperaba que Mercedes viniese a hacerme un rato de compañía. En cuanto ella entraba, mi cara se convertía en una máscara ritual de dolor y humilde agradecimiento, destinada a activar sus instintos maternales, -a mis instintos de lactante no hacía falta activarlos-.
Pasábamos un rato comentando las novedades de la Agencia. Humphrey andaba recolectando asesinatos y ya no daba abasto. García aún no se había reincorporado, y mi presencia se hacía cada día más necesaria. Aunque el jefe no hacía mención de ello, según Mercedes, la situación era evidente. Yo cuando escuchaba su relato me prometía que al día siguiente iría a trabajar aunque fuese arrastrándome. A continuación, me olvidaba y le pedía a Mercedes que se tendiese a mi lado.
-¿Te portaras bien, Bambi?
-Claro Mercedes, solo necesito un poco de calor humano.
-Bueno, mañana vendré a verte acompañada de la portera de mi escalera, es una señora sesentona encantadora, muy habladora, te encantara.
Lo decía sonriendo, una sonrisa maravillosa sobrevolando sus tetas.
Luego se descalzaba y se tendía junto a mí. Me abrazaba suavemente y permanecíamos en silencio. Yo aspiraba su perfume, que me embriagaba tanto como la certeza de que aquel cuerpo que me hacía soñar tan a menudo estaba rozando al mío. Si les digo que el dolor desaparecía en aquellos momentos les estaría engañando, sin embargo se convertía en una de esas cosas malas de la vida que por su cotidianeidad pierden virulencia.
-Mercedes, bésame.
-No.
-¿No quieres?
-No. -Se levantó, alisó su falda, me miró, se inclinó sobre mí cuerpo, y rozó mis labios con la promesa de un beso.
-Ahora tengo que marchar. ¿Cuándo vendrás a trabajar?
-Cuando tú quieras.
-No seas payaso. ¿Te sientes con fuerzas?
-Cada día estoy un poco mejor, si mañana puedo iré, si no lo hago, lo haré pasado mañana con toda seguridad.
-El jefe te necesita allí, Bambi.
-Estos días no podía ni moverme, mañana lo intentaré.
-Me gustará verte por allí. Oye, quería hacerte una pregunta: ¿qué te parece el arte conceptual?
-¿El arte conceptual? No sé, en ocasiones me gusta, pero no siempre, en ocasiones me parece banal, en otras no lo entiendo. ¿Por qué lo preguntas?
-¡Oh, no sé! Se me ha ocurrido así de repente, no le des más importancia.