Marcelo Luján es (quedó claro) el protagonista de este número de Fiat Lux, y no porque ya sea uno más en la redacción…
Al flamante Hammett, más allá de agasajos y preguntas, le abrimos también este espacio a modo de homenaje doble, a él y a ti, recuperando este potente relato que publicamos en su momento y que ahora republicamos.
Algunos hombres malos.
Por Marcelo Luján.
Lluvia, la del pelo suelto y los vaqueros ajustados, no se llama Lluvia sino Mercedes. Su madre le puso ese nombre veintinueve años antes de este mal octubre donde el verano perdura y enciende.
Lluvia, la del pelo rubio y las piernas como embutidas en los pantalones, se llama Mercedes. Y hace unos días, no muchos, un tipo arrogante y con aires de navajero le pagó tres veces lo que ella suele cobrar. Fue una llamada furtiva que empezó con la frase Si tú eres la de la foto, te pagaré el triple de lo que pone aquí.
Lluvia no se llama Lluvia y su madre, hasta después de la adolescencia, la llamaba Merceditas. Pero desde que vive en la capital, desde que se vino de su país a este país nuestro que todo lo promete y nada cumple, un poco por la memoria de su madre, Merceditas se hace llamar Lluvia.
Recuerda lo que te he dicho, dice el tipo que la contrató.
Lluvia, de pie junto al portal, asiente con desinterés.
Van a ser las cinco y el tipo busca el piso en el rectángulo del portero eléctrico.
Por qué haces esto, pregunta Lluvia.
El tipo, con el dedo en el botón del 7A, todavía sin presionarlo, la mira por encima del hombro.
Y a ti qué coño te importa, dice.
Lluvia sueña, a menudo, con matar a tipos como Elías. Porque el tipo que la contrató se llama Elías. Ella no lo sabe pero ese es su nombre real. Imagina que los mata clavándoles una tijera en medio de los testículos. A los tipos como Elías. Mientras duermen a su lado, desnudos y olorosos.
Si haces alguna gilipollez, dice Elías, te daré de hostias y te quitaré el dinero.
Lluvia suelta un chasquido vago con la lengua. Gira la cabeza.
¿Te enteras?, dice Elías.
Lluvia, la mirada esquiva, ve pasar a una pareja por la acera de enfrente: ve que son jóvenes y que van de la mano. En cualquier otra circunstancia, lo habría insultado sin pensárselo dos veces. Y se habría marchado.
Elías, después de la amenaza, ante la mirada esquiva de Lluvia, se vuelve y le da al botón del 7A.
El timbre suena un minuto antes de las cinco. Retumba en toda la casa y Elena, entonces, apura el humo de la última calada. Piensa en cosas absurdas y retuerce el cigarrillo contra el cristal transparente del cenicero. Va hasta el salón. Se asoma como si no estuviese en su casa.
Son ellos, dice Jorge después de colgar el telefonillo.
Elena mira la hora en los numeritos brillantes del reproductor de DVD. Experimenta una extraña sensación de pánico, como si estuviera a punto de entrar en el aula donde le aguarda el peor examen de la más puñetera y trascendental asignatura.
Ella no lo sabe pero su rostro ha cambiado inesperadamente de color.
Ve cómo Jorge va hasta la puerta y cómo apoya la mano sobre el pomo. Y cómo espera. Le hace un gesto, Jorge. Un gesto con la cabeza. Elena se detiene en medio del salón. Cree, de pronto, que suda. Y que ese sudor le baja presuroso por la espalda. Jorge suelta el pomo y espía por la mirilla. Viven en un séptimo y el ascensor, aun pillándolo a la primera, suele tardar un par de minutos. Llevan casi tres años de convivencia y otros tantos de novios. Elena, bastante más joven que Jorge, todavía está cursando la carrera aunque confía acabarla el próximo semestre. También confía en que Jorge, alguna vez, cambie ciertos hábitos. Que no le levante la voz por cualquier tontería, que no la amenace, que no la trate como si ella fuese idiota, piensa.
Ahora no suena el timbre sino que se oyen dos golpecitos en la puerta.
Antes de que Jorge abra, a Elena le gustaría mucho poder arrepentirse.
Jorge abre, después de los golpecitos, la puerta.
Le quiere, Elena. Le quiere muchísimo. Le quiere tanto que teme perderlo. Porque Jorge, de tanto en tanto, le dice que la dejará, que es una mojigata y que está hasta los huevos de ella. Así le dice. Y Elena teme perderlo. O lo que es peor: teme que Jorge se líe con otras mujeres, con otras que no sean mojigatas, piensa.
Lluvia y Elías entran medio tomados de la mano. Elías un paso por delante. Sonríe. Desde hace un buen rato, Lluvia piensa solo en el dinero. Sí, en que son trescientos treinta euros, piensa.
Hola,dice Elías.
Y sonríe más fuerte.
Y su sonrisa fuerte se clava, tan de repente, en los ojos de Elena.
Los dedos de Jorge corren por el vientre de Lluvia y bajan más allá del elástico. Se sorprende porque sus dedos resbalan por el pubis. Por un pubis lampiño y suave. Él y Lluvia se han quedado en el salón. Ella se ha descalzado y se ha quitado los pantalones. Sentada en la mesa, sus piernas cuelgan.
La primera vez es muy excitante, dice Lluvia.
Jorge no responde: intuye que ha sido un error el haber confesado que era la primera vez que él y Elena hacían algo así.
Aunque… no creas que nosotros tenemos mucha experiencia, dice Lluvia.
Jorge había preferido hacerlo en el dormitorio. Pero Elías también. Y como no llegaban a un acuerdo, por hacer la gracia, terminaron echándolo a suerte con una moneda de cincuenta céntimos que el propio Elías arrojó al aire. Y la moneda cayó del lado equivocado. Y Elías desapareció por el pasillo llevándose a Elena. Jorge recuerda que se la llevaba cogiéndola con ímpetu por la cintura.
Ahora los dedos de Jorge se instalan en el sexo de Lluvia. Lo frotan con cierta inhabilidad. Un coño diferente, piensa él. Porque nota su amplitud y su tan sencillo acceso. Y piensa, además, que Elena ya podría quitarse todos esos pelos. Que le sentaría estupendamente, y que sería guay, piensa.
Lluvia, al primer contacto, sube una pierna y clava el talón sobre el cristal de la mesa. Jorge, con la yema de un dedo, recorre ese sexo diferente mientras besa, despacio, el hombro de Lluvia. Y mientras eso ocurre, comprueba que ella no consigue excitarse. Teme estar haciendo algo mal puesto que, aunque amplio y diferente a lo que está acostumbrado, carece de humedad.
Lluvia abre más las piernas: los brazos tensos contra la mesa, la cabeza hacia atrás y su pelo amarillo como derritiéndose desde la nuca.
Se suman otros dedos de Jorge, cambia de mano. De pronto, como un flash, así de repentino, piensa en Elena. Había leído en los foros que era un momento inigualable: saber que estás con la novia de otro, que ese otro te la ha cedido, entregado. Momento inigualable, recuerda que leyó en Internet. Pero Jorge sólo puede pensar en Elena tumbada en la cama de todos los días, en la que él mismo compró en Ikea cuando ella aún vivía con sus padres. Y en ese tipejo que en la webcam parecía majo y mucho más joven de lo que en realidad es. Piensa en Elena, Jorge. En Elena a merced de ese macarra.
¿Estás bien?, dice Lluvia.
Jorge dice que sí pero no es verdad: tiene cabeza en el dormitorio: en Elena tumbada sobre la cama o tal vez de pie. En Elena que no se entera, piensa. En Elena que ni siquiera tiene arte para ponerse a cuatro patas. Y en ese fulano, que dice llamarse Elías, quitándole las bragas, quizá empujándola contra la pared. En Elías usándole todo el cuerpo, manoseándola como si fuese suya.
Espera, dice Lluvia y salta de la mesa para arrodillarse frente a Jorge. Le desajusta el cinturón con demasiada maestría y enseguida baja la cremallera. Jorge, de pie, cierra los ojos. Después los abre y ve el cielorraso. Y después, cuando Lluvia se llena la boca, empieza a oír los sonidos de Elena: primero débiles y luego menos débiles. La acción alocada de Lluvia, el vaivén y las uñas clavadas en sus glúteos, le impiden distinguir que los sonidos de Elena no son de placer.
Y después, cuando Lluvia finalmente desista y él pueda distinguir con exactitud todos los sonidos de la casa, después, en ese momento, Elena ya estará en silencio. Cuando Lluvia deje de estar arrodillada y al ponerse de pie le haga un gesto cariñoso y le suelte una frase condescendiente y entonces Jorge pueda reconocer que Elena no gime de placer sino de algo cercano al dolor, Elena ya no tendrá fuerzas para que sus sonidos la rescaten de este mal juego.
No te agobies, no pasa nada,dice Lluvia mientras se calza los vaqueros ajustados.
Ven conmigo hasta la esquina, dice Elías.
Lluvia, que no se llama Lluvia sino Mercedes, todavía en el portal, niega sin soltarle la mirada.
Pues no me da la gana, dice.
Elías, el tipo que la contrató, se burla un poco de ella preguntándole si le debe algo y, además, si le obligó a hacer algo que ella no estuviese haciendo a diario.
Eres un cabrón, lo sabes, dice ella.
Él vuelve a pedirle que lo acompañe hasta la esquina.
Que me sigas, coño, dice. Y alega, con algo de razón, que una de las ventanas del 7A da a la calle, que podrían estar mirando, y que no era plan ensañarse con esos pobres críos.
Después de todo, dice Elías, no les hemos hecho nada que no se hayan buscado.
Lluvia, más bien por los otros, accede a seguirlo.
Caminan, entonces, juntos.
Como si en verdad fuesen lo que no son.
Elías, medio sonriente, enciente un cigarro.
¿Quieres?, dice.
Que te den, dice Lluvia.
No es la primera vez que lo hago, chica, dice Elías.
Y era cierto. Tan cierto como que dentro de un rato, en el bar de siempre, con el sabor de esa cría metido todavía por todos lados, le contará lo sucedido a varios de sus colegas. Confesará, mientras toman cañas y ríen, que transgredir las reglas lo pone más que el acto en sí mismo. Alguno le preguntará cómo tiene tanta cara y Elías responderá con un mohín algo chulesco. Se acercará la punta de los dedos a la nariz, entornará un poco los párpados. Tío, dirá Elías, imagínate que te estás tirando a la novia de un menda que está allí, contigo. Que te la estás tirando por la cara, tío. Así lo explicará. Y seguirán bebiendo.
Cuando llegan a la esquina Lluvia se detiene: ya no pueden verlos desde ninguna ventana del 7A.
Qué le has hecho a la muchacha, cabrón, dice.
Elías sonríe. Suelta, en esa acción, aire por la boca.
Me la he cruzado en el servicio, lloraba sentada en el váter, dice Lluvia.
Pero el tipo que la contrató sigue caminando como si nada.
¡Eres un hijo de la gran puta!, dice Lluvia.
El tipo, sin detener su andar, alza la mano derecha con el dedo corazón señalando el cielo. Lluvia, que no se llama Lluvia sino Mercedes, observa el gesto pero ya lo ha dicho todo y se queda quieta sin saber muy bien qué hacer. El tipo que la contrató apura el paso, cruza la calle en diagonal y se pierde entre la gente.