Se unió a la banda mientras semaneábamos en negro por Gijón y pronto le convertimos en uno de nuestros prescriptores. Está entre los que más sabe de Novela Negra, como perfectamente atestiguan editores y escritores, y ejemplos de ello los tienes en las reseñas que publica aquí (y en otros medios) o, sobre todo, en el club de lectura que fundó, coordina y dirige en Cuenca desde el que organiza una de las citas literariocriminales obligatorias cada año: Casas Ahorcadas (“visceral como un zarajo crudo, más negro que el resolí, y con peor hostia que el alajú caducado”).
Sergio Vera Valencia, invidente y voraz lector de novela policiaca, celebra su cumpleaños con la familia de Fiat Lux regalando este relato.
Sergio Vera Valencia: “Mierdi Christmas”
Para mi gran hermana pequeña, el mejor regalo.
Y para mi bro y mi segunda madre, por no dejarme colgado ni al teléfono.
La noche del 24 de diciembre es cualquier cosa menos buena, si cumples años.
Palabrita del niño Jesús.
La gente se pone el traje de gala para salir y divertirse, y tú, el pijama de gili para dormir y no deprimirte.
Porque después de soplar las velas, dormir es lo mejor para dejar de pensar que a gran parte del mundo se las soplas a diario.
O peor, que eres no uno, sino otro año más viejo, y la vida sigue igual.
Y claro, antes muerto, que pasar la noche pensando en Julio Iglesias.
Así año tras año, de Nochemala en Nochemala, hasta ayer, que fue nochepeor.
Porque anoche, un ruido me sobresaltó de madrugada.
Al principio, pensé que habían sido imaginaciones mías. Que el ruido provenía de la calle, de algún fiestero dando por culo sin vaselina.
Pero no.
Cuando agucé el oído, no me quedó la menor duda. Había alguien en el salón.
Y yo vivo solo.
Y ligar sin salir ni pagar, sólo pasa en sueños eróticos y películas porno.
Otro ruido me recordó que no era momento de pajas mentales ni manuales.
Mentiría si dijera que no pasé miedo. También, si no reconociera que se pasó rápido. Muy rápido. En cuanto eché mano del regalo.
Salí con todo el sigilo que pude de mi habitación. Me detuve a escuchar. Sí, definitivamente, el follón venía del salón.
Fui tanteando paredes y muebles con cuidado. No hacía falta. Menudo pifostio. Fuera quien fuese el ladrón, discreción y disimulo no eran su nombre y apellidos.
Cuando me encontré frente a la puerta cerrada, tomé aire y fuerzas, y abrí una rendija.
No dio tiempo a más.
De repente, la puerta se abrió de par en par, y me topé de bruces con un obeso barbudo, que por los restos de hollín que decoraban su pintoresco traje verde con borlas blancas, deduje se había colado por la chimenea.
A pesar del susto, no dudé en estrenar mi nuevo juguetito. Ya sabe, por aquello del allanamiento de morada y preservar las buenas costumbres.
¡Bang! ¡Bang!
Juro que hasta que su cuerpo no se llenó de plomo, y su disfraz de sangre,
no reconocí al fulano.
Entonces y sólo entonces, caí en la cuenta de la magnitud de la tragedia.
Demasiado tarde, recordé que en realidad la indumentaria de Santa
Claus es verde pistacho.
¡Cuánto daño han hecho los anuncios de coca-cola!
¡Quién manda a mis padres regalarme una recortada!
Yo no la pedí, lo juro, señoría.
Y ruego tome en consideración el atenuante de que, con la pueril excusa de que servidor cumple años la víspera de navidad, ese gordo cabrón siempre olvidaba pasar por casa.