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Carles Quílez: “El filo de la muerte”

Recién regresado a la trinchera periodística (la buena) y embarcado aún en la promoción de «Sigue la mala vida», Carles Quílez vuelve a hacer parada en Fiat Lux con un relato angustioso de final inesperado.

Ni una línea más de presentación, pasen y lean.

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“El filo de la muerte”

Por Carlos Quílez.

 

El mundo se divide en tres grandes grupos: los útiles, los inútiles y los usuarios. Yo, sin duda, soy útil, y lo soy a mucha honra. Útil, utilizado por un usuario que me manipula. Qué le vamos a hacer. Es mi sino. Y sí, entre los útiles, hay los tontos útiles, que no saben que son utilizados caprichosamente por sus amos, y los útiles a sabiendas, que se sabe objeto y propiedad de alguien que está por encima de él. Yo pertenezco a la segunda categoría. Creo que cada cual tiene que saber qué lugar ocupa en el mundo y el mío es ése, para bien o para mal, y procuro hacer bien mi trabajo.

Hace un mes, por ejemplo, le segué la garganta a un sacerdote pederasta y lo hice estupendamente. No diré limpiamente, porque el degüello siempre implica grandes chorros de sangre y zafarrancho espantoso, pero sí que puedo enorgullecerme de mi acción. Mi jefe tenía una cuenta pendiente con él, algo referente a su etapa como estudiante en aquel internado de jesuitas. Lo de la cuenta pendiente no es una excusa, créame, el jefe no las necesita. Es, simplemente, un dato.

Mi jefe es, digamos, ese que a menudo me utiliza. Y eso que no soy de trato fácil. Si me coges por el lado equivocado, soy frío y puedo hacer mucho daño, lo sé. Pero, si me abordas como es debido, me adapto la mar de bien y soy cálido y cumplo mi cometido a la perfección. Aquel era un jesuita gordinflón, de papada colgante y mofletes desparramados sobre una cara perennemente enrojecida. Era un cura amanerado, de esos que, en los pueblos de la España más rancia y profunda, departen al atardecer con las viudas alcahuetas mientras saborean café y torrijas junto a la ventana de cualquier caserón de familia bien. Le rebané el gaznate y, como las otras veces, no sentí prácticamente nada salvo el calor pegajoso de la sangre oscura de aquel cerdo con sotana. Su sangre pringosa resbalando por mi cuerpo salpicado.

Al día siguiente los periódicos hablaban de nosotros:
Nuevo asesinato del degollador de Robadors”.

Creo que era jueves y recuerdo perfectamente que se había despertado de muy mala leche. Aquella mañana se había levantado jurando en cinco idiomas, con ojos turbios e hinchados de boxeador apaleado. Su voz me recordaba al ruido del papel de lija frotado contra un mueble viejo. Demasiado tabaco, demasiado whisky helado la noche anterior. Le contemplé desde el sofá y no dije ni pío. Era uno de esos momentos en los que cualquier cosa que uno dijera ante él, por inocua que fuera, podía ser empleada en su contra, vamos, en mi contra.

Eran las seis de la mañana. El jefe arrastraba los pies hasta la ducha, tosiendo nicotina y eructando resaca de alcohol barato y yo le esperaba en el sofá, compadeciéndome de él. No es por nada, pero en comparación con él, tengo una salud de hierro. El jefe había salido de la ducha envuelto en una enorme toalla. Estaba más trastornado que antes de entrar y menos de lo que, con toda probabilidad, iba a estar al cabo de unos minutos. Sus ojos se movían al margen del cerebro y las venas del cuello se le habían azulado y dilatado, como un pene en erección. Era la misma liturgia de siempre: ansiedad que se transformaba en agonía, que a su vez desembocaba en ira, que acaba siendo irrefrenable y que sólo encontraba la vía de liberación en eso que yo suelo llamar la “búsqueda desaforada del antídoto”. Aquel día iba a morir alguien. Créanme, no era un presentimiento, era una constatación. Ese era el antídoto.

Si algo he aprendido de él es que el verdadero poder estriba en la capacidad de otorgar o quitar la vida. Fíjese: en algún lugar de la ciudad había alguien cuyo corazón pronto iba a dejar de latir. Lo haría por falta de sangre. Lo haría porque yo le iba a matar en estricta aplicación del poder que me confería mi condición de ejecutor. Y de nuevo el calor de la sangre en ciernes. Cuando seccionaba una yugular notaba la incontinencia púrpura y oleaginosa y el consiguiente descontrol del cuerpo que el líquido transitaba. Y me decía: esto lo he hecho yo, y mi jefe me miraba y sonreía y, a veces, hasta me acariciaba y yo me sentía útil, me sentía alguien, me sentía bien.
Aquel día iba a morir alguien. Se podía leer en los ojos del jefe: “Hoy voy a matar a alguien”. Íbamos a matar a alguien.

Aquella mañana el cielo parecía cargado de plomo. Barcelona había pintado sus calles de esmalte anodino. Todo eran claro-oscuros, gentes sin rostro, sonidos sin armonía, coches y motos interrumpiéndose en los cruces de las calles y avenidas de la gran ciudad. Una foto sin brillo, sin vida. Dejamos atrás el hotel y cogimos dirección hacia “El Sótano”, en la calle Valdonzella.

“El Sótano” era un antro de tres al cuarto. Era un sitio viejo y antiguo. El rojo del escay de los sofás y el de la moqueta que rebozaba suelo y paredes y el de las luces tenues de aquellas lámparas redondas y giratorias otorgaban a aquel putiferio un aspecto mortecino, clandestino y sofocante. Era un lugar relativamente pequeño. Siete u ocho putas, la mayoría rusas… y poco más. Las rusas suelen tener buen palmito pero dice el jefe que no saben follar. Son como muñecas hinchables. No tienen alma ni sentimiento. Bueno, de hecho, ninguna puta que se precie tiene alma o sentimiento pero se dice por ahí que a menudo lo que hace especial a una ramera es su capacidad de fingir, más, incluso, que su capacidad de joder. Las rusas son malas actrices. En fin, al menos eso es lo que se comenta.

El jefe le pidió un Glen Rotters a la camarera vieja y bigotuda que se acodaba tras la única barra del garito. Le sirvió un JB. “Es lo que hay”, apostilló ella con mueca avinagrada. Eran las diez de la mañana y algunos minutos. Junto al jefe se situó un tipo de mediana edad y mediana estatura que pidió bacardi con coca cola. Era un policía. Estoy seguro aunque no se lo preguntamos. En un lugar como aquel y a aquella hora la clientela solo puede estar conformada por policías o psicópatas. El jefe le mordió por lo que se tomo el asunto con calma no fuese a ser que nos transformásemos en carnaza para condecoración de madero. Le dimos la espalda y el jefe sorbió el primer trago al tiempo que escrutaba entre la neblina roja del garito a las chicas que iban de aquí para allá mostrando su ropa interior, sus carnes pálidas y sus muecas de desidia. El madero parecía el típico tío amargado, al que su esposa le había dado con la puerta en las narices. Pidió una segunda copa, pagó, comprobó con enfado que se le había acabado el tabaco, apartó la copa intacta en un gesto de desprecio y se largó. El jefe le siguió con la mirada como si tratase de certificar la huida del policía.

Verificado el asunto, quedamos como los únicos clientes del sótano y procedimos a ejercer como tales. Él eligió a una rubia natural, entrada en kilos, de unos 30 años. Anuska, oí que dijo llamarse. De Moscú, añadió. El jefe la llamó “pelandusca”. Lo hizo, cómo le diría yo, con una mueca socarrona, como intentando hacerse el gracioso por lo ocurrente de aquella rima. Pero la rusa no le entendió y por supuesto no se rió y creo que eso al jefe le sentó como una patada en las pelotas. No es excusa, desde luego, el jefe, insisto, no las necesita, pero es verdad que a veces la gente podría ser un poco más condescendiente con las personas tímidas y solitarias que en un momento dado, pues hacen un esfuerzo por liberarse de complejos e intentar ser simpáticas y sociables. Luego pasa lo que pasa…

Se acabó el whisky de un trago parsimonioso. No me dijo nada, sólo me palmeó el costado para indicarme que le acompañase al folladero. La puta le cogió de la mano y nos arrastró a la habitación que había al final de un corto pasillo al que se accedía desde el bar atravesando unas cortinas, rojas por supuesto, de terciopelo no apto para alérgicos a los ácaros. Ella actuaba con la decisión de quien trabaja por minutos y vende su tiempo a precio de oro. Cuenta atrás. Y yo noté la llamada de lo inevitable. La habitación era tan cutre como el resto del local. Catre limpio y parco. Una papelera llena de condones pringosos y servilletas de papel arrugadas. Un lavabo adosado en una esquina donde las chicas le limpian el miembro a los clientes antes de introducírselo en la boca o por cualquier otro orificio. Y, para darle ambiente al habitáculo, hilo musical con lo último de Julio Iglesias cantando en portugués y olor a ambientador Paco Rabanne de imitación.

Ella entró primero. Él y yo detrás. Tan pronto como depositó el bolso en el catre y se cerró la puerta, el jefe se abalanzó sobre ella por detrás, le tapó la boca y yo… ¡Zas!… le segué la garganta. La operación en su integridad duró escasas décimas de segundo. La sincronización fue total. Perfecta, como de costumbre. La rusa se quedó petrificada, allí incrustada su espalda en el pecho de él. Se paró el mundo durante dos o tres segundos. La nada se hizo silencio y sólo se percibía, como procedente de ultratumba, el bombeo del corazón de mi jefe que sonaba en su pecho como uno de aquellos bafles antiguos que parece que se van a salir de la caja. Pasaron algunos instantes, como digo, hasta que la sangre empezó a emerger a través de la herida horizontal. El jefe tiró de su cabeza hacia atrás como se tira de un surtidor de cerveza y al abrirse la herida el flujo sanguíneo se transformó en borbotón. Su corazón, el de la rusa, quería pero no podía. Se ahogaba por inanición.

Sólo sé que la cara de pomelo agrio del jefe se difuminó en cuestión de segundos. Ya se había tomado su dosis precisa de poder. El puto antídoto. Eran las 10 de la mañana y ya habíamos matado a nuestra octava víctima desde que el jefe y yo nos conocimos. Regresamos al hotel Oriente. El chorro de agua de la ducha logró arrastrar la sangre que se me estaba coagulando pegajosa encima. Mientras tanto, él se tumbó en su cama. Convulso, se masturbó violentamente mirando al techo y cayó inconsciente como lo hacen los conejos después de eyacular.

Días después la lluvia crepitaba metálica sobre el suelo adoquinado de aquel oscuro callejón. Era como si aquellas estrechas aceras y aquel pavimento empedrado estuvieran forrados de papel de aluminio. La noche había caído sobre la parte baja de Barcelona. Hacía frío. Había transcurrido una semana desde lo del sótano. Las nubes parecían haber reventado y descargaban agua con obcecación. Aquel callejón y los callejones que lo cruzaban estaban prácticamente desiertos. Sólo se divisaba entre el manto de agua a algún vecino rezagado o al cliente alcoholizado de alguno de aquellos baretos de mala muerte cuyo abrir y cerrar de puertas, iluminaba momentáneamente las esquinas de aquel barrio chino. No sé por qué fuimos a parar allí y no a cualquier otro rincón de la ciudad. Ya les he dicho que yo suelo acatar, vivo para acatar. Y el jefe solía hablar poco. Pero lo cierto es que el día no acompañaba a acometer aventuras incívicas o de cualquier otra índole. Sin embargo allí estábamos los dos en el bar “Consuelo” de la calle Hospital. Desde aquel abrevadero la imagen era decrépita y casi dolorosa. Era un paisaje urbano apocalíptico y denigrante azuzado, si cabe aún más, por aquella lluvia rabiosa y ácida. Como decía el “Consuelo” era un abrevadero para la gente del chino, el único barrio de la ciudad cuyos vecinos son seres desarraigados del propio barrio. Era un garito diminuto, compuesto de una mini barra y un par de sillas plegables en el que no se distinguía la aceitera de la vinagrera incluso cuando estas estaban vacías, que era lo habitual. Servían comidas al medio día y por la noche, ofrecían los restos que, en mas de una ocasión, estaban a punto de desintegrase por efecto de la oxidación. Los callos, por ejemplo eran compactos, gelatinosos y azulados y, llegada aquella hora de la noche, la mahonesa de la ensaladilla rusa era de color calabaza. Pero al jefe le gustaba aquello. Se sentía, creo yo, un tipo inadvertido en aquella ratonera donde los pocos clientes solían no hablar ni hablarse, y cuyos únicos sonidos procedían de la vieja cafetera, la cadena del váter inminente y la televisión que colgaba de una de las esquina superiores del bar.

Aquella noche cenó huevos fritos con chorizo, ensalada de lechuga y rábanos y vino de la casa que la Consuelo (nunca supe si la camarera se llamaba Consuelo pero deduzco que sí porque tenia pinta de ser la dueña) servía en una jarra de barro intentando emular, sin conseguirlo, a las viejas posadas cervantinas. Daba gusto verlo comer. Lo hacía a carrillo batiente, con determinación, placer y ansiedad, las tres características que, por otro lado, acompañaban su conducta en general. Al acabar, tomó carajillo y tres o cuatro copas de coñac Veterano cuyo hedor de alcohol de quemar me oxidaba las entrañas.

Salimos del “Consuelo” y seguían cayendo chuzos. El jefe abrió el paraguas con el que nos cobijamos los dos y bajamos la encharcada y desierta calle hospital en dirección a la calle del Arc de Sant Agustí camino de la calle San Pau. El agua no solo era un elemento disuasorio sino que se me antojaba una cortina desinfectante para aquellas aceras y aquel adoquinado corroído por mugre añeja y los orines de perros gatos y vagabundos. El suelo brillaba y escupía agua, y las esquinas olían a cilantro, jengibre y curri. Olía a desinfectado.

Al llegar a la mitad de la breve calle del Arc de Sant Agustí nos detuvimos y con un gesto inequívoco, el jefe me ordenó que aguardásemos agazapados en el interior de un viejo portal, un hall que daba paso a la entrada a un edificio antiguo de 4 plantas. “La hora del antídoto”, pensé. Esperábamos a nuestra presa, como la araña paciente espera en el centro de su tramposa red a que un insecto despistado quede fatídicamente atrapado entre las hebras de seda. Esperaba junto a él a que dejase de esperar no sabía exactamente qué o a quien. Nos asomamos con sigilo buscando el lado norte del callejón y vimos acercarse hacia nosotros a una mujer sexagenaria que portaba un gran paraguas negro y los pies empapados. Nos acurrucamos en el portal arropados por la negrura de la noche mojada. Se me antojó, entonces, que el jefe iba a cazar a la presa al vuelo, como los camaleones cuando lanzan su legua bífida, retráctil y pegajosa para interceptar a su víctima. Pero no fue así, no fue necesario. Por suerte los caprichos del destino a veces te vienen de cara. La mujer se metió en aquel portal. Nos habíamos transformado en sombras de muerte adheridas a la pared. El ruido de los chorros de lluvia había vuelto al primer plano difuminando cualquier rastro de nuestra presencia. Aquel ruido había construido una especie de cortina invisible y protectora tras la que nos escondíamos a escasos tres metros de nuestra víctima. Llave en mano, la introdujo en la cerradura de la puerta principal y con un chirrido de bisagra seca la abrió y se adentró en el vestíbulo, un espacio tan viejo y húmedo como la propia mujer. A la izquierda, nacía una escalera que conducía a los pisos. A su lado, había una pared cubierta de buzones grises atiborrados de publicidad que daba paso a una puerta diminuta que parecía ser la portería del inmueble. Lo era, y la vieja, la portera. Lo supimos cuando la vimos dirigirse hacía allí, cuando se disponía a entrar en lo que era su domicilio.

No le dimos opción. El jefe saltó sobre ella, le tapó la boca con su mano izquierda mientras yo, amenazante, le aproximé el filo de mi hierro a la yugular. El impacto fue tal, que la vieja perdió el conocimiento. “¡Así no, así no!”, mascullaba él, “¡así no, así no!”, al tiempo que apretaba los dientes como un perro rabioso. No se trataba de matarla allí, en aquel vestíbulo oscuro y rancio y echar a correr. Si de algo estaba seguro es que para el jefe la película que había escrito y que juntos protagonizábamos, no era una película de matar por matar. Lo suyo no era matar al estilo vikingo, a lo bruto. Nada de eso. La muerte en manos de una psicópata como el jefe es algo ritual, algo poderoso, algo sublime y lo es de tal forma que el proceso, una vez se inicia, no puede ser distorsionado. Primero la zarandeó y la abofeteó para que despertara del pasmo. Al ver que no reaccionaba, cogió las llaves y abrió la puerta de la portería para abandonar aquel vestíbulo.

La lluvia seguía crujiendo en la calle. Aquel lugar era un agujero de escasos cuarenta metros cuadrados. Dos habitaciones. En una, la cocinilla, con su escueta salida de humos, el retrete y un mini plato de ducha separado del resto por una mampara, cuatro sillas, una mesa, una estantería presidida por la foto del papa envuelta en la bandera nacional y un par de cuadros horadados por la carcoma. En la otra, separada de ésta por una cortinilla de hule, estaba el dormitorio. Por una extraña razón no pensamos en que allí pudiera haber alguna otra persona. Sin pretenderlo nos vino a la cabeza la imagen de una portera viuda, cotilla y desangelada, cuyos hijos un día pusieron tierra de por medio y a la que sus convecinos desearían ver muerta. No sé porque no pensamos lo contrario. En fin, que el uno por el otro, entramos en aquella ratonera como un elefante en una cacharrería, con la vieja inconsciente a cuestas y con las prisas y el reparo de no ser visto por algún vecino intempestivo. Al cerrar a nuestras espaldas aquella puerta diminuta, se corrió la cortina que daba a la habitación y de ella salio un joven robusto, perplejo y semidesnudo. Si contamos a la vieja (que continuaba grogui) se diría que se hizo un silencio total. Fue como si la película en la que estábamos inmersos se hubiera detenido en aquel fotograma concreto de estupefacción recíproca. Antes de que el jefe hubiera tenido tiempo de desembarazarse de la portera, el joven saltó hacía nosotros con todo su ímpetu que, he de reconocer, fue mucho más del que nosotros podíamos encajar.

El jefe era como el boxeador Mike Tyson, no sólo por tratarse de un desequilibrado (todos los psicópatas lo son), sino porque era un gran pegador pero un muy mal encajador. Así que aquel hombretón se vino sobre nosotros como una avalancha. En un movimiento certero y fulminante, logré interponerme entre el jefe y él. De un tremendo manotazo me lanzó despedido un par de metros más allá. De nuevo se detuvo la película. Allí estaban ellos, enzarzados, aunque por la pose se diría que parecían abrazados como lo hacen los amigos que se reencuentran. Me miraban ansiosos. Y allí estaba yo, tenso e inmóvil, en el frío suelo, sin posibilidad de moverme. El jefe y él saltaron sobre mí como si se tratase de dos moribundos y mi cuerpo estirado fuese la llave de la vida misma. Los dos me sujetaron a la vez, tiraban de mí como dos niños pugnado por una muñeca. Lo hacían con rabia, con la determinación de quien se juega la vida en ello. Uno de los dos la iba a perder.

En el forcejeo desconcertado y eléctrico acabé con mi cuerpo incrustado en el corazón del jefe. Todo fue muy rápido. Diabólicamente rápido y convulso. Esta vez la película se había disparado a mil fotogramas por segundo. Sin casi darme cuenta me hallé allí hincado, hasta la empuñadura. Sus entrañas estaban hirviendo y chocaban una y otra vez contra mi cuerpo extraño. Le había partido en dos el corazón. Sus ventrículos y aurículas palpitaban con desorden, agónicos. Las venas y arterias habían enloquecido. Despilfarraban sangre a presión, como una manguera descontrolada, a la deriva como un barco en medio de una tempestad. Todo eso se cocía en su pecho, y mi cuerpo era testigo, casi partícipe de aquella anarquía. Como se pueden imaginar, yo no podía hacer otra cosa que el no hacer nada. Eso nos pasa a los que nacemos para ser utilizados: no sabemos utilizarnos. Un par de segundos más tarde caímos juntos al suelo. Esta vez la película transcurrió a cámara lenta, como si aquellos últimos segundos se resistieran a pasar. Creo que alcancé a escuchar el silencio que se apoderaba, irreversible, de su alma enferma. En su mente se apagaba la luz. Se murió acariciando la empuñadura que tantas veces había acariciado, que tantas veces había utilizado. Lo otro sucedió todo de forma sincopada:

El muchacho llamó a la pasma mientras la vieja recuperaba el aliento. Poco después llegó la patrulla y a continuación los de la científica, los de homicidios, el juez y el secretario judicial. El papeleo de rigor y una frase que presidió todo aquel espectáculo mortuorio: “Por favor -dijo el juez- quiero lo antes posible un informe detallado del arma del crimen. O mucho me equivoco o estamos ante el cuerpo sin vida del asesino de Robadors”. Soy el arma del crimen. Soy la llave que abrirá la resolución del caso. Soy el “útil” que servirá para devolver la paz social a toda una ciudad. Era todo eso pero me sentía un trasto inservible.

Ha pasado un mes de todo aquello y hoy, como ayer (y me temo que como mañana…), me siento profundamente desgraciado.

Ahora… ¿Me quiere alguien decir qué coño va a ser de mí? Me acabaré oxidando envuelto en un par de hojas de papel de periódico. Quizá las hojas en las que se pueda leer: “La policía no tiene dudas: Teo Martínez Castro -(así se llamaba el jefe),- es el asesino de Gracia. La científica lo ha confirmado en una informe que y tal, tal, tal…”. Envuelto en un periódico me tendrán olvidado por siempre jamás en una de aquellas estanterías metálicas del almacén de piezas de convicción de los juzgados de plaza del Paseo de Lluis Companys. Sólo se sabrá de mí por la etiqueta que a través de una goma colgará de mi empuñadura: “Pieza de convicción número tal. Sumario número tal”.

Allí, junto a otros colegas (pistolas, cuerdas, cajas fuertes, hachas, linternas, guantes y otros objetos por el estilo) permaneceré muriéndome en vida. Sin que nadie me utilice. Alimentándome de recuerdos.

Ya no existiré para nadie y dentro de poco, ni para mí mismo. Aunque me sigo sintiendo útil, desapareceré si no me utilizan, me acabaré desintegrando en el olvido sin haber podido dar lo mejor de mí.

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