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Carlos Salem: “Por un puñado de huesos”

Poderosas razones para quien confesó aquí que escribe novela negra “para delinquir sin ir a la cárcel”. Todo un personaje y un gran escritor que se lo llevó de calle, una vez más y de nuevo con Navona  y Sureda, con su última novela “En el cielo no hay cerveza”. Una divertida novela negra, muy divertida y muy negra, de la que extrae, a modo de spin off, este delirante relato protagonizado por el genial Diosito y por el no menos genial Poe

“Por un puñado de huesos

Por Carlos Salem.

No creo que escriba nunca el evangelio de cerveza-ficción que le prometí a Diosito.

Hay promesas que se hacen para no cumplirlas.

Decía ser hijo de la madurez de Dios, siempre a la sombra de Jesús. Y que había bajado a la tierra para ser más famoso que su hermanastro. Pero todos los milagros le salían fatal, salvo lo de multiplicar cervezas.

—¿Y si no lo consigues?—le pregunté una vez.

—Claro que lo haré. ¿No lo logró Lennon, que era inglés y miope?

Le recordé que a Lennon la fama le había traído también unos cuantos disparos, pero eso no le importó. A él solo le ponían de los nervios las cruces. Complejo de familia.

No. No escribiré ese evangelio de cerveza-ficción. Acaso ya lo haya hecho. En todo caso, lo que no contaré jamás es el asunto de los huesos. Nunca.

Debí haber evitado que Diosito y Harly se conocieran. Pero el hijo pequeño de Dios aún me daba pena. Había montado ya varios grupos de rock que no pasaron de actuaciones en bares de provincia. Y en cuanto a su idea de privatizar lo que llamaba «el negocio familiar» ofreciendo tarifa plana de perdón para pecados por un pago mensual, no tardó en comprobar que la iglesia llevaba siglos privatizada. Así con todo. No es fácil querer ser más famoso que Jesucristo en un mundo que ya no se sorprende por nada.

 —¡Lo tengo, Poe! —me dijo esa noche en Malasaña —¡Les daré algo espectacular! Los milagros me salen de pena, pero si practico bastante, lo conseguiré.

Fuera lo que fuera, yo sabía que fracasaría, pero pregunté para animarlo.

—¡Haré desaparecer el símbolo por excelencia del país más poderoso! —Gritó.

—Diosito …

—Eso que, al verlo, cualquiera sabe dónde se encuentra. ¡Y dejarán de verlo!

—Diosito…

—¡Haré desaparecer la estatua de la Libertad!

Lo agarré de ambos hombros y lo obligué a mirarme.

—Eso ya lo hizo en 1983 David Copperfield. En directo y por la tele.

—¿Quién es ese?

—Un mago yanqui.

—Un tío listo. Lo de la tele en directo es buena idea. Debo hallar otro objetivo. ¡Lo tengo! ¡Levitación, eso nunca falla! ¡Volaré sobre el Cañón del Colorado!

—Ya lo hizo Copperfield. 1984.

—Mierda. ¿Y si atravieso la Gran Muralla China? No me digas que…

—1986.

— Qué cabrón, el Copperfield. ¿Y ahora qué hace?

—Ganó una montaña de millones, se compró un archipiélago y actúa en Las Vegas. Dejó los trucos planetarios en directo. Se ve que con el nuevo siglo le pasó lo que a ti: ya nadie se sorprende por nada…

No era fácil ver llorar al hijo pequeño de Dios. Aunque le olieran lo pies y usara peluca para imitar la melena de su hermanastro. Era mi amigo. O algo por el estilo.

Creí que conocer al Harly lo animaría. Nada reconforta tanto como un prójimo que está más jodido que uno. Le invité a unas cervezas en el Aleatorio, convencido de que allí estaría el Harly.

Y estaba. Por suerte, esa noche no había ningún recital de poesía. En Aleatorio bar casi siempre hay un recital de poesía, pero ponen las mejores copas de Madrid. Una cosa compensa la otra. Además, una vez yo casi fui poeta. O algo así.

El Harly intentaba convencer a Marcus Versus, uno de los dueños del bar, para que le publicara un libro de poemas. Versus es editor de poesía, pero de lejos parece un tipo normal. Y se alegró de que le quitara al Harly de encima.

—Piénsatelo—insistió mientras lo llevaba al fondo del local—. Ya el título mola: «Un collar con tus tripas». ¡Las tías harán cola con las bragas en la mano para comprarlo!

En cuanto los presenté, congeniaron. Diosito le habló de su origen y el Harly le puso sobre el hombro una de esas manos suyas, grandes como la tapa de un inodoro.

—Te entiendo, tío. Será tu viejo, pero es un cabronazo. Si te contara las putadas que me ha hecho a mí… Y eso que ni siquiera soy cristiano.

Dicen que el nombre que te ponen al nacer marca tu vida. A saber. Pero un apellido te la puede joder bien. Aunque lleve años entrando al talego por sus atracos fallidos para comprar ejemplares de la legendaria marca, al Harly las motos se la traen floja. Pero se apellida Davidson. Sus padres, una pareja de pequeños comerciantes judíos, nunca se explicaron que les naciera esa montaña de carne con ojos y casi sin cerebro. Pero era mi amigo. O algo así.

Aliviado al ver que él y Diosito hacían buenas migas, me dediqué a observar a una de esas muchachas tristes que suelen dejarse caer por el Aleatorio, con la esperanza de que la noche les alegre las sombras o les preste motivos para nuevas penas y nuevos poemas.

Me chiflaban las muchachas tristes. Y esta era de las que solo lloran por dentro.

Cuando me fui con ella, Harly y Diosito conversaban animadamente. Harly le había quitado la tablet a un pijo que no se atrevió a protestar, y le mostraba algo que el hijo pequeño de Dios miraba con interés.

Me extrañó. No se ven demasiados pijos en Aleatorio.

Cuando abrí los ojos, la muchacha triste ya no estaba desnuda en mi cama.  A medio vestir, en un rincón, murmuraba que «Encerronas a mí, no. Además, al gordito le huelen los pies. Y si queréis grabar a alguien, que sean vuestras putas madres».

Entonces vi a Diosito y el Harly, con la tablet de la noche anterior.

Ella se fue dando un portazo y no grité su nombre porque no lo recordaba. Pero era un nombre de flor. Las mujeres con nombre de flor suelen resultar fatales. Sé lo que digo. Pero esa es otra historia. Tal vez la escriba un día. Tal vez ya lo haya hecho.

Y los majaras aprovecharon para contarme su idea. Y yo creí que seguía soñando.

—Piénsalo, Poe — resumió Diosito— ¿Qué es lo único intocable en esta España que presume de haber pasado de medieval a posmoderna en solo unos años?

Yo seguía sin poder creer lo que planeaban.

 —¡FRANCO! —Gritaron a dúo. Y siguieron gritando, como personajes de las primeras temporadas de Cuéntame— ¡FRANCO! ¡FRANCO! ¡FRANCO!

Saqué del cajón el 38 largo oxidado que conservo desde los tiempos del bar de Lola, y los apunté alternativamente. Amartillé el arma. Callaron.

—Uno por vez —señalé con el cañón a Diosito.

—Está más claro que las bragas de esa que se acaba de ir, Poe. Recuerda al juez  Garzón: se atrevió con la ETA, con Felipe González, con Pinochet… ¡Con todo!

—Pero en cuanto quiso investigar los crímenes del franquismo… —interrumpió Harly— ¡Duró menos que una botella de gel de baño en el talego!

—¿Y dónde está Franco? —Terció Diosito— ¡En la pirámide que se hizo construir: el Valle de los Caídos!

—Y al lado, en una fosa común, miles y miles de cuerpos sin identificar —completó Harly en sincronía perfecta, como si lo hubieran ensayado.

—¿Comprendes ahora, Poe? ¡Si robo los huesos de Franco seré más famoso que el mierda del Copperfield!

Miré el reloj. Once y media de la mañana. Yo me había marchado del Aleatorio a las dos. Llevaban más de nueve horas planeando ese robo absurdo, sacando información de la tablet robada y bebiendo. Tenía que escucharlos o dispararles. Y no estaba muy seguro de que al 38 le quedaran balas en el tambor.

—Para empezar: el plan es una gilipollez. Además, el lugar debe estar vigilado.

—¡Eso está resuelto! —dijo el Harly— Conozco a un tío, que conoce a un tío, que conoce a un tío…

—¿Vais a meter a la mafia  en esto?

Me miraron como si el loco fuera yo.

—¿La mafia? ¡No! Hablo de un tío, un hermano de mi madre, que es veterinario y republicano. Venimos de verlo en su consulta y nos dará un somnífero para caballos con el que pondremos a dormir a los guardias…

—¿Y cómo harás que se lo tomen?

—¡Pizzas y cervezas gratis! —gritó Diosito —El Harly tienen un primo repartidor que las llevará hasta allí. Y antes de que pongas objeciones, piénsalo bien:¿De verdad crees que un grupo de maderos españoles van a rechazar un montón de comida y bebida gratis enviada por alguna fundación franquista como muestra de gratitud?

Lo pensé un instante. Tenía razón el jodido loco.

—Pero… ¿los restos de Franco no están bajo una losa que pesa muchísimo?

—Contaremos con herramientas especializadas. Otro hermano de mamá tiene una ferretería industrial y nos dará lo necesario. Y en cuanto al manejo, no es problema, Poe. Sabes que soy un manitas. ¿Quién crees que le arreglaba la moto a Mc Gyver?

Me rendí. Lo tenían todo previsto. Y tendría que ir con ellos. Y todo saldría mal. Siempre ocurría con los atracos del Harly o los intentos de hacerse famoso de Diosito.

—Vale, iré —dije—. Pero como acabemos en la cárcel…

—Esto… Poe —me cortó Diosito—. No lo tomes a mal, pero preferimos que no vengas. Es que… Lo hablamos con el Harly, y siempre que participas en algo, sale fatal. No te ofendas, pero pensamos que eres gafe.

Le apunté a sus pies apestosos y tiré del gatillo. No pasó nada.

Nunca hay balas cuando las necesitas.

La noche del golpe, me fui al Aleatorio para no quedarme en casa. Se me había pasado el enfado y solo deseaba que por una vez algo les saliera bien. Era miércoles y en el bar había Jam Session de Poesía. Es decir que dos o tres docenas de poetas pasarían ante el micrófono para leer tres poemas propios. En realidad, la mayoría de esos chicos y chicas me caían bien. Intentaban decir algo con sus versos, disparar contra la oscuridad, y daba igual que acertaran o no. Lo intentaban. Al que no podía soportar era al presentador, el cabrón ése del Salem, con su pañuelo de pirata en la cabeza y su voz de papel de lija. También me caía fatal el tal Escandar, el poeta del sombrerito, que es otro de los dueños. Pero eso era porque ligaba más que yo.

Y estaba la muchacha triste de la noche anterior, disculpándose por su actitud. Sabía lo que había ocurrido. La chica se había enterado de quien era yo. De quien había sido, siglos atrás, cuando todavía usaba el nombre con el que ella me nombró. Tampoco fui tan importante. Pero vete a explicarle eso a una muchacha triste con vocación de poeta. Me preguntó por qué me hacía llamar Poe y le conté que el mote me lo había puesto un periodista amigo, que decía que yo solo era “medio poeta”.

—¿Y la otra mitad? —Preguntó, insinuante.

—Un cabronazo de cuidado, según él. Y no solía equivocarse.

Me invitó a dos copas y me leyó tres poemas. Le dije que me parecían flojos, que solo se preocupaba de su ombligo y de su coño, mientras dos amigos míos o algo así, intentaban cambiar la historia.  Esperé la bofetada, pero me besó en la boca.

Si alguien no lo remedia antes, un día de estos llegaré a viejo.

Y aun no acabo de entender a las mujeres.

Amanecía cuando entraron como una tromba en mi habitación, sucios de barro. La chica recogió su ropa y se marchó murmurando que a ella nadie se la intentaba jugar dos veces, y que el gordo seguía oliendo a pies. Quise gritar su nombre pero no recordaba si era Rosa o Margarita.

Tras el portazo, Diosito y el Harly empezaron a hablar a la vez. Saqué el 38 y abrí el tambor. Vieron que estaba cargado. Se calmaron.

—Todo iba genial —dijo el Harly— . Usamos el iPad del pijo ese, que tiene GPS, y llegamos con mi Harly en un pispás. Los maderos roncaban que daba gusto. Y levantar la losa fue fácil, con los gatos hidráulicos de mi tío y mi habilidad. ¿Te he dicho ya que le arreglaba la moto a Mc Gyver? Total, que bajamos para sacar los huesos y hay que ver lo poco que abultaba el cabrón: como un perro mediano. Ya estábamos por darnos el piro, cuando empezó el follón: sirenas, pasma por todos lados.

—¿No dijiste que los guardias…?

—¡Era pasma de fuera! Pensé que había saltado alguna alarma. No había donde esconderse y… ¡Casi me cago encima cuando Diosito hizo un gesto y abrió la puerta de la cripta de los muertos sin nombre!

Me extrañó que Diosito no presumiera, para un milagro que le había salido bien.

—Después de un rato —siguió el Harly—,Diosito se concentró y dijo que podíamos salir, que solo quedaba un poli de guardia. No nos vio: apuntaba a la losa con un aparato. No entiendo nada.

—La tablet del pijo —dije—. Si tenía GPS la pasma la localizó cuando denunció el robo. Parece demasiado despliegue, pero era un pavo de pasta, con su polo con la bandera de España en el ribete del cuello…

—¡Pues si quieren recuperarla, tendrán que abrir la puta tumba! Me la dejé dentro.

Miré a Diosito, que miraba hacia sus sandalias.

—El caso es que lo conseguiste, por fin. ¿Dónde están los huesos del viejo?

—Es que… Concentrado en abrir la cripta y escapar… ¡Me los dejé en la cripta!

Saqué una botella de bourbon y fui a buscar vasos. Al volver, sobre la mesa había  seis botellas. Diosito hacía esas cosas sin darse cuenta. Después de unos tragos, comenzó a animarse.

—¡Cuando abran para sacar la tablet, verán que faltan los huesos de Franco! Entonces aparezco y digo que están mezclados con los muertos sin nombre, y tendrán que identificarlos a todos.

Encendí la tele. Se veían operarios volviendo a colocar la losa. La voz en off informaba del intento de robo de los restos del ex jefe de Estado, perpetrado por un joven de ultraderecha, identificado como Borja Meléndez-Sáinz, y las imágenes mostraban al pijo mientras lo metían en un coche patrulla. Afortunadamente, dijo la locutora, el intento había sido frustrado y los restos de Franco seguían, intactos, en su lecho mortuorio.

Todos entendimos. Hasta el Harly. Habían preferido entalegar a uno de los suyos y  cubrir el asunto, antes que reconocer que habían perdido los huesos del jodido dictador.

Después de un rato, Diosito levantó la cabeza.

—¿Sabéis dónde están los restos de los Reyes Católicos? ¡Ése sí que sería un golpe cojonudo!

Alcanzó a salir de casa, mientras las balas del 38 rebotaban cerca de sus talones.

Harly, previsor, se había ido un segundo antes.

Esta noche, en el Aleatorio, he vuelto a encontrar a la muchacha triste con nombre de Flor. Se hace llamar Jazmín. Y me dijo que si le escribía un prólogo para su libro de poemas, igual aceptaba lo de irse a la cama con los tres.

Eso sí: el gordito tenía que lavarse bien los pies.

Le dije que lo pensaría.

Y me fui.

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