El Diario de..., Libreria 0

El Diario de Bellón (miel y cuchillo). Por Julián Ibañez


El Diario De…

Hay novelas que deberían no terminar nunca.

Hay personajes que deberían seguir viviendo más allá de las lindes de las novelas en las que nos sedujeron.

Hay escenarios, circunstancias, secuencias, diálogos, aventuras… que tienen muchísimo más que decir que lo que nos dijeron y mostraron en las novelas en las que nos conquistaron para siempre.

Y todo eso lo remediamos aquí, en esta habitación tan concurrida de #LaCasaDelGéneroNegro.

Bellón. Desterro. Madrid:frontera. Canillejas. Poe. Tom Z Stone. Farlopero López…

Julián Ibáñez, Manuel Barea, David Llorente, Paco Gómez Escribano, Carlos Salem, J.E. Álamo, Pere Cervantes, Horacio Convertini, Claudio Cerdán…

Ellos: personajes y escenarios. Ellas: novelas. Y ellos y ellas: autores y autoras y amigas y amigos (cómplices todos y todas). Los apuntados, y bastantes más, irán pasando por esta estancia dejando textos inéditos, o rescatados del fondo de sus archivos, con los que darán continuidad a sus obras, con los que liberarán de esas celdas que a veces son las novelas a sus títulos y sus protagonistas.

Hoy, día de estreno (y tiros largos), tenemos el placer de disfrutar de la primera dosis de El Diario de Bellón (miel y cuchillo) del admirado y querido secuaz Julián Ibáñez.

A disfrutarlo.

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El Diario de Bellón (miel y cuchillo)

Por Julián Ibáñez.

 

Kinito

Es bajo y rechoncho. Y tiene las patas cortas, seguro que no las utiliza mucho. Le engancho por el tobillo, el de la pata izquierda por si es diestro y juega al fútbol, aunque estoy seguro de que no juega a nada, la levanto y la apoyo en el neumático de la rueda delantera. Usa zapatos negros, de cordones, zapatos caros, le quito el de la pezuña izquierda y compruebo que son unos Callaghan, están relucientes, como si les hubiera pasado el cepillo porque ha adivinado lo que le va a suceder. Le sujeto la pata con la mano izquierda y le golpeo con el martillo un poco más arriba del tobillo, en el cuello del hueso que es el lugar más débil, que debiera ser el lugar más débil porque necesito golpearle media docena de veces hasta que sé que se ha partido.

            Esto es lo más cansado del trabajo, y tienes que concentrarte en lo que haces, debes golpear en el mismo sitio, sino no sirve de nada, puedes conseguir sólo un poco de carne machacada; además, te encuentras con la guardia baja y a lo mejor hay un mirón contemplándote trabajar sin que te enteres, como si fueras una atracción. No he oído el chasquido del hueso, los golpes del martillo me lo han impedido, pero sé que se ha roto porque la pezuña se dobla de lateral y esto una pezuña sólo puede hacerlo si el hueso está roto. Suelto la pata, el pie se escurre por el neumático y cae el suelo; el tipo gime, da la impresión de que gime por otra cosa. Me inclino para darle el recado, para que vea que yo no tengo nada contra él, que el hueso roto se lo ha merecido porque es un cabrón. Me inclino y acerco mis labios a su oreja:

            —Eres un cabrón, te lo mereces por cabrón… Para que no mojes la salchicha en… Aurelia… o en Angustias, como se llame. ¿Te has enterado? Y me he quedado con las ganas de partirte el otro, no lo olvides.

            Me incorporo. Enciendo un pitillo. Le miro.

            Si hubieras salido acompañado como ayer me habría visto obligado a seguirte hasta tu casa; si hubieras salido acompañado las cosas se habrían complicado porque me quedaría sin cobrar. Y me hubiera visto obligado, también, a decirle al carnicero que estaba resuelto su problema, aunque no estuviera resuelto, porque necesito la pasta… Supongo que te habría seguido hasta tu casa y habría abierto la puerta de una patada, para encontrarme con tu costilla sirviéndote la cena, porque estoy seguro de que estás casado; me veo explicándole que he entrado de esa manera porque te estás tirando a la mujer del carnicero; tu costilla se habría alegrado de saberlo y te habría vaciado la sopera en la cabeza… Sí, Romeo, has venido directamente al Honda. Y no me ha costado nada acercarme a ti. Para mí eres Romeo, tengo el papel con tu nombre en el bolsillo pero no lo voy a sacar…

            Miro alrededor. Nadie. Guardo el martillo en el bolsillo interior de la chupa, doy una calada profunda y echo el humo.

            Hasta aquí llega la música de las charangas, creo que el viento sopla a favor. Llevan dos horas desfilando, están ya por General Ortuño, o por Borja Grimaldi… Me podía haber disfrazado, ahora me doy cuenta, me podía haber disfrazado… de gorila o de cualquier otra cosa…

            Miro a derecha e izquierda. Nadie. Dejo caer el pitillo y lo aplasto con la suela del zapato. Me pongo en marcha, enfilando hacia Mayor Cid que es donde he dejado el Renault.

            El bar donde echo el último trago está en la carretera de Pinto, unos trescientos metros más allá de la gasolinera. Es un garito solitario, de una sola planta, de tejado a dos aguas; no demasiado cutre. Con una de esas puertas acolchadas con tachuelas heridas por la herrumbre que hacen que te preguntes qué llevarán puesto las tías que están al otro lado.

            El aparcamiento es de tierra, sin árboles y sin marquesinas, también sin farolas, encharcado ahora, aunque Kinito echa de vez en cuando un camión de garbancillo. Hay cuatro coches entre los charcos. Del padrón de Madrid los cuatro. Aparco junto a un Seat. La iluminación es la que proporciona el fluorescente rosa en letras de redondilla: Tanga. Kinito no ha quitado la calavera roja pintada en la pared, o quizás la ha pintado él, a saber por qué. Cierro el Renault y entro en el bar.

            Ocupan la barra algunos patanes de Parla o Pinto, también uno de esos tipos de traje gris, atendidos por las cuatro chicas. Kinito está en la zona de la caja, su sitio de siempre. Acabo de descender el escalón de la entrada cuando todo el mundo vuelve la mirada hacia mí produciéndose un silencio repentino. Me detengo. No sé por qué me miran. Les miro. Caigo en la cuenta de que estamos en Carnaval, pero no sé qué tiene esto que ver con que me estén mirando. A lo mejor hay testigos del trabajo que acabo de hacer en Entrevías. Es imposible, he venido directamente al Tanga. Las miradas y el silencio no se deben a que conocen la noticia.

            Lo más extraño es que Kinito también me mira. Tiene los brazos apoyados en la barra, en su posición habitual. Hoy viste camisa rosa de manga larga, impecable como siempre. El cajón del dinero está a su espalda, cerrado. Lula, Fina, Dulce y Ruth también me miran. Lula tiene la mano en la boca, como si estuviera dando una calada a un pitillo, pero no está fumando. Dulce mira en mi dirección sobre el hombro de Bielski. Lula y Fina están por los treinta, Dulce y Ruth no tienen más de diecisiete años. Bielski, es el único que no me mira, nunca mira a nadie porque trata de pasar desapercibido pues la cerveza le dura dos horas, tiene los brazos apoyados en la barra y los ojos puestos en la lata.

            Advierto que no me miran a mí, miran a mi espalda, lo advierto ahora, y el silencio se debe a lo que están viendo. Giro la cabeza y me encuentro, a sólo un metro de distancia, en el escalón de la puerta, con el careto de la reina Sofía.

            Un tipo ha entrado detrás de mí sin que yo me haya dado cuenta. Es un tipo alto, con planta de atleta, subido en el escalón me sacará más de un palmo. Lleva puesto un traje gris bastante bueno, con camisa blanca y corbata azul con rayas amarillas y verdes. Es un tipo normal, sólo que es bastante fuerte. Pero estamos en Carnaval y lleva el rostro cubierto con la máscara de la reina Sofía, con la correspondiente peluca copia del peinado de la reina. Acabo de poner mis ojos en él cuando me apunta con el dedo índice como si fuera una pistola y exclama:

            —¡Zarpas arriba, esto es un atraco!

            Su voz suena hueca detrás de la máscara. Silencio. Nadie ha reído la gracia, si es que es una gracia. Yo tampoco me río, ni sonrío. Reina Sofía enfunda y se dirige a la barra, se vuelve, desenfunda de nuevo y me dispara:

            —¡Pam, pam!

            Sus zapatos crujen, debe de ser otro truco. Este tipo es un bufón. Aunque su aspecto no es de bufón. Nadie se ha reído, sólo Fina que lo ha hecho nerviosa. Yo levanto al fin los brazos para seguirle la broma. Kinito contemplaceñudo al tipo, no le gustan estos números en su bar. Kinito nunca ríe, ni siquiera sonríe. Yo no sé cómo tomarlo. Bajo los brazos, de pronto me siento gilipollas.

            Me acerco a la barra y me coloco al lado de Reina Sofía, a ver qué pasa. Ruth nos atiende, está muy seria pero no mira a Reina Sofía de forma especial. Éste inclina la cabeza en mi dirección y dice:

            —Invita al amigo.

            Y me guiña el ojo izquierdo, detrás de la máscara. Es un ojo gris acero. No sé de qué va este tipo. Digo:

            —La siguiente es mía –aunque me parece que no me llega la pasta.

            Ruth le sirve un JB sin hielo sin preguntarle qué toma. Los otros clientes y las chicas nos miran de reojo, se han reanudado las conversaciones pero en un tono bajo. Ruth me pregunta:

            —¿Tú?

            —… Una Golden.

            Una Golden es siempre mi primer trago en el Tanga, el segundo también, vengo casi todas las noches, estoy seguro de que Ruth sabe muy bien lo que tomo, sé que las chicas me llaman “el tío Golden”.

            Kinito no aparta su mirada de Reina Sofía, continúa con los brazos apoyados en la barra, parece advertirle que lo tiene bajo control, que no se fía de él… Puede que no, ahora caigo, debe estar calculándole el calibre porque Kinito recibe por detrás, aunque en nuestro ambiente está catalogado como tipo duro. Reina Sofía brinda su JB en mi dirección y bebe.

            Las conversaciones recuperan el tono normal. Ruth coge unas llaves de una repisa y las guarda en el bolsillo del vestido; es un vestido verde claro, muy ligero, de primavera o verano, muy corto. Engancha el vaso vacío de un patán y le pregunta con malos modos si quiere más hielo; el patán, que le ponga otra.

            Echo un buen trago, resulta que estoy sediento. Todavía tengo la lata en los labios cuando me llega la voz de Bielski diciéndole a Dulce eso de que “papá Oso mete en la cesta un pan, queso y miel porque ha decidido ir de pesca”. Bielski se deja caer de vez en cuando por la trena y es donde ha aprendido los cuentos, y a Dulce le gusta escucharlos.

            Vuelvo la cabeza, advierto que lo he hecho porque de alguna forma he captado que la expresión de Kinito se ha alertado. Miro hacia mi izquierda y veo que Reina Sofía ha hundido su mano derecha en el bolsillo de la chaqueta. Me enderezo, dejo la lata sobre la barra y cierro los puños, de pronto sólo hay arenas movedizas bajo mis pies; no sé por qué lo hago, no me va nada en el asunto y tengo la cartera vacía. Todo el mundo se ha dado cuenta de la maniobra de Reina Sofía. Éste saca la mano del bolsillo y arroja un puñado de confeti sobre la cabeza de Ruth que le está poniendo la copa al patán. Reina Sofía es sólo un bufón en plan de juerga.

            Unos minutos después, Reina Sofía deja un par de billetes pequeños sobre la barra y, sin despedirse, se encamina hacia la puerta. Sus zapatos crujen. Cuando se encuentra a la altura de Kinito mete con rapidez la mano en el bolsillo, la saca y arroja un puñado de confeti a la jeta de Kinito. Éste le mira muy concentrado. Reina Sofía le mantiene la mirada un par de segundos y luego sale del bar.

            Engancho la lata y me arrimo a la máquina. Meto las cuatro monedas que me quedan. Tengo un billete de diez para pagar otra Golden. Aprieto el botón.

            Un par de minutos y oigo la voz de Ruth:

            —Dos Dyc y una jein. No está hecho.

            Supongo que se lo dice a Dulce, sirven en el mismo lado de la barra. Veo de reojo a Ruth que, tal como está, sólo lleva puesto el vestido ligero, sale del bar.

            La máquina me está costando toda la calderilla. Me queda el billete de diez, para dos Golden. Mañana le cobraré al carnicero. Regreso a la barra.

            Kinito abre el cajón del dinero, saca los billetes grandes, hace un paquete con ellos y lo guarda en el bolsillo. Dulce se ha separado del polaco porque está poniendo hielo en el vaso de otro patán.

            Kinito se digna mirarme. Tardo en comprender por qué lo hace: Ruth no ha regresado. Me queda una moneda. Vuelvo a la máquina.

            Un minuto más tarde me he quedado sin partidas. Dejo la lata sobre la máquina y salgo del bar.

            En el aparcamiento sólo hay bugas, seis ahora contando un Honda. Escudriño el interior de todos los bugas pero no encuentro a nadie. Ruth se ha largado, lo más probable es que se haya ido con Reina Sofía, no ha salido para hacérselo en el aparcamiento, Kinito no lo permite. Se conocen, Ruth y Reina Sofía se conocen, estoy seguro. La chica no se ha despedido, se ha largado sin más, a veces sucede, las chicas vienen y van. Decido regresar al bar cuando oigo un grito apagado, como un gemido, es un grito de mujer. Proviene de la parte de atrás del bar. Voy allí.

            La luz es escasa, la del letrero rosa reflejada en los charcos. Hay dos coches aparcados en la parte de atrás: el Mercedes de Kinito y un buga color… me parece que butano, creo que es un Ibiza. Junto al Ibiza veo las sombras de Reina Sofía y Ruth. El tipo la está sacudiendo, con una correa, o con una cuerda. Me dirijo rápido hacia ellos.

            Ruth se encuentra acorralada entre el Ibiza y el aligustre, está medio encogida, se cubre el rostro con los brazos y gimotea:

            —… ¡Déjame!… ¡No quiero!… ¡Déjame, hijo de puta!… ¡Cabrón!… ¡déjame!…

            Reina Sofía la sacude, pero no lo hace seguido, deja transcurrir tres o cuatro segundos entre cada correazo, como si le estuviera diciéndole que la sacude pero que es un trabajo como otro cualquiera.

            Le chiflo y le grito:

            —¡Eh, majestad! —El tipo detiene el brazo y gira la cabeza en mi dirección. Añado —: Tienes puesta mi copa.

            Cierro los puños, le tengo como a seis o siete metros. Será mejor que no me golpee con la correa. Es un tipo corpulento, casi tanto como yo, con facha de atleta. Voy a por él. Pero me quedo cortado porque el tipo, en vez de hacerme frente, gira en redondo y se dirige al otro lado del coche, como para protegerse detrás de él. Es cierto que me quedo cortado. Pero no está huyendo, me parece que está calculando. Este movimiento me desconcierta. Me muevo hacia allí.

            —¿Adónde vas? ¡Ven aquí!… ¡ven aquí, tú!

            Me detengo de nuevo, mis palabras han sonado como la voz de otro: es una situación para la que no estoy preparado. El tipo trata de recurrir al truco de la sonrisa.

            Voy donde Ruth y la cojo del brazo.

            —Tú, adentro.

            La chica se incorpora de un salto y se revuelve contra mí tratando de soltarse.

            —¡Déjame tú! ¿Quién cojones te mete a ti? ¿Quién coños te manda a ti?

            Le aprieto el brazo. Tiene las mejillas brillantes.

            —Adentro.

            —¡Ocúpate de tus cosas, gilipollas! ¡Maricón!

            La empujo hacia el bar.

            —¡Adentro!

            En vez de soltarse se abalanza sobre mí lanzándome las uñas al rostro.

            —¡¡Cabrón!!

            Echo la cabeza hacia atrás pero no logro evitar que una uña me roce el pómulo. La suelto y le largo un revés con la izquierda. Aterriza. Se levanta de un salto y, sin dudarlo, corre hacia Reina Sofía. Se abraza a él sollozando de forma esforzada. Reina Sofía la acoge pasándole el brazo por los hombros, protegiéndola, la besa en la cabeza. Joder. Les contemplo. Esta escena es muy nueva para mí, no la comprendo. Reina Sofía abre la puerta del copiloto y hace entrar a Ruth, lo hace delicadamente, como si la chica tuviera un hueso roto. Luego rodea el coche, abre la otra puerta tranquilo y ocupa el asiento del conductor. Veo como arroja la correa al asiento de atrás.

            —¡Espera un poco, tú!

            Me lanzo a por él, me siento inútil.

            Pero el tipo arranca y sale lanzado marcha atrás disparando chinarros. Me pego al aligustre para que no me arrolle. Pasa a mi lado a cien por hora, hace la maniobra en el aparcamiento, sin detenerse, y sale directamente a la carretera sin dar el intermitente, toma hacia Parla.

            Contemplo alejarse los dos pilotos, con las manos en las caderas, sin pensar en nada.

            Me dirijo de regreso al bar, le diré a Kinito que no la he encontrado, otra chica que se le ha largado, no es la primera ni será la última. He dado media docena de pasos cuando mi zapato da una patada a algo, suena como unas llaves. Busco en la penumbra; enseguida veo un pequeño manojo de llaves, lo cojo. Es sólo una anilla corriente con tres llaves, tres llavines normales. Lo echo al bolsillo.

            Voy a entrar en el bar cuando me detengo. Saco el llavero, estudio los tres llavines y elijo uno de ellos. La noche se llena desirenas lejanas, nada tienen que ver conmigo. Acabo de introducirlo en la cerradura cuando el aparcamiento es barrido por las largas de un coche que se acerca. Saco el llavín, guardo el llavero en el bolsillo y me alejo de la puerta, prefiero que no me vean. Por el movimiento de las luces y el sonido de la gravilla advierto que el coche entra en el aparcamiento. Le oigo aparcar. Oigo dos puertas que se abren y se cierran. Oigo las pisadas de dos personas que se dirigen al bar, no hablan. La puerta del bar se abre y se cierra.

            Transcurren dos minutos mortalmente largos. Pruebo uno de los llavines en la cerradura. No sirve. Pruebo otro llavín. Tampoco sirve. Pruebo el tercero. El llavín gira y el pasador se desliza con suavidad. Echo el llavero al bolsillo y entro en el bar.

(Continuará…).

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