El Diario de..., Libreria 1

El Diario de Madrid:frontera (2.0). Por David Llorente

David Llorente. Cómplice, compañero de viaje, asesor literario de Fiat Lux. Creador de Max Luminaria, cuyo Diario fue publicado en la (extinta) edición impresa de la revista convirtiéndose en precursor de esta sección en la que ahora estás viviendo.

Madrid:frontera es su última novela y, mientras puja por el Premio Mejor Novela VLC Negra, vuelve a cobrar vida y vuelve a seguir creciendo aquí en La Casa con la publicación de este Diario del que hoy te inyectamos la primera entrega.

Llorente y M:f, un cóctel explosivo que aquí tiene su mejor detonador y en ti a su artillero más temerario:

“Hace falta haber perdido la esperanza (cualquier resquicio de esperanza) para buscar refugio en la ciudad de Madrid. Hace falta haber tocado fondo para atravesar los campos de la Gran Europa y acercarse a la frontera de Madrid. Hace falta no importarte nada (absolutamente nada importarte) para venir aquí, adonde ya no viene nadie”.

  

Madrid Frontera.BN

El Diario de Madrid:frontera (2.0).

Por David Llorente.

 

  1. Apuntad a los niños. Disparad a matar.

Alí Cuncar

Te llamas David Ezequiel González Caballo, tienes cincuenta años y tus manos (y no solamente tus manos) están manchadas de sangre. Es algo que no podrás limpiar jamás. La pérdida de la identidad (no saber quiénes somos [y no saber quiénes son los demás] ni quiénes fuimos) es la madre de todas las desgracias. ¿Entiendes?

Sí.

Bien.

Ahora puedes abrir los ojos. En el Ministerio de la Presidencia (reconvertido en tu residencia particular) no habita absolutamente nadie.

Excepto yo.

Arrastras los pies a lo largo de pasillos interminables. Subes y bajas escaleras que no llevan a ningún sitio (que se interrumpen en mitad del abismo). A veces entras en habitaciones en las que nunca (antes) habías estado.

Prefiero estar solo.

No. No prefieres estar solo. Lo que pasa (siempre pasa lo mismo) es que ya no sabes quién está contigo y quién está contra ti. Es la enfermedad (la esquizofrenia) del poderoso. El mejor amigo (te dices a ti mismo) es el amigo que acaba de morir.

El que jamás podrá traicionarme.

Exacto.

El mar de Madrid es oscuro como la tinta. Las olas del mar de Madrid se levantan hasta el cielo (hasta que su espuma casi toca las estrellas) y se desploman encima de los grandes barcos de recreo y encima de los escuálidos barcos de pesca. Nadie sabe cuántos barcos hundidos esconden las aguas del mar de Madrid. A veces, cuando baja la niebla, se oyen las voces de los ahogados.

¿Cuántos son?

Miles.

En el mar de Madrid habitan las sirenas más hermosas pero también las más taimadas. Se pensaba que las sirenas cantaban para los oídos de los habitantes de la ciudad de Madrid, pero no es así.

¿No?

Te estoy diciendo que no.

Las voces de las sirenas (las del mar de Madrid) llegan más allá de las plantas petrolíferas, llegan más allá de los grandes barcos del horizonte, llegan a esas tierras adonde ya no llega (desde hace varios años no llega) ninguna voz.

¿Qué tierras son esas?

Hace falta haber perdido la esperanza (cualquier resquicio de esperanza) para buscar refugio en la ciudad de Madrid. Hace falta haber tocado fondo para atravesar los campos de la Gran Europa y acercarse a la frontera de Madrid. Hace falta no importarte nada (absolutamente nada importarte) para venir aquí, adonde ya no viene nadie.

¿Los traen las sirenas?

No lo sé. Quizá.

Por el Ministerio de la Presidencia (reconvertido en tu residencia particular) ya no transita nadie. Abres enormes puertas que comunican con salas que (a la vez) comunican con más salas. De los techos cuelgan (como cortinas) enormes telarañas que llegan al suelo.

Oigo ruidos.

Te miras a los espejos y te ves viejo. Tienes que decirle a alguno de tus funcionarios de confianza (¿existen funcionarios de confianza?) que retiren esos espejos y pongan otros que no registren el paso del tiempo.

Oigo ruidos.

Párate un momento y mira atrás. Hay cinco mastines de metal que te siguen a un par de metros de distancia. No necesitan que los alimentes. No necesitan que los saques a mear. Solamente quieren una caricia entre sus orejas puntiagudas (y frías y afiladas como cuchillas de afeitar).

¿Los acaricio?

Haz lo que te dé la gana.

Sancho de Aza (coronel del ejército) se sube en un camión y sale a la M-30. Hay (detrás de él) treinta y tres camiones más. Sancho de Aza (coronel del ejército) pisa a fondo el acelerador en aquellos tramos de la carretera en que se escuchan (con más claridad) los gritos de los arcenes (las bocas atascadas con arena).

¿Adónde va?

Sabes perfectamente adónde va.

A Sancho de Aza ya no le gusta cazar elefantes. A Sancho de Aza hay algo que le pone mucho más cachondo.

¿El qué?

Los camiones del ejército llegan al final de la M-30 y empiezan a circular por la tierra empapada de los arrabales. Llegan a la frontera de Madrid con el mundo exterior y allí se detienen. No apagan las luces. Los camiones (sus focos) iluminan lo que sucede al otro lado de la valla.

¿Puedo ir a lavarme las manos?

No.

Sancho de Aza se sube al techo de su camión, se echa el fusil al hombro y observa por su mira telescópica.

¿Dispara?

Todavía no hay nada/nadie a lo que disparar.

Los no-refugiados atraviesan la Gran Europa. Los no-refugiados hunden los pies en el polvo, en el barro, en la nieve. Por el camino van naciendo y se van muriendo. Son (en realidad) lo poco que queda de la raza humana. Son (hasta que se apague para siempre) la llamita trémula de la dignidad.

¿Traen enfermedades?

No.

Los no-refugiados (como los conejos) caminan hacia la luz. A Sancho de Aza (desde el techo de su vehículo de combate) se le acelera el corazón. Llega un grupo de no-refugiados y meten los dedos en el alambre de la valla. No ven nada. Los focos los deslumbran. Sancho de Aza (la adrenalina es lenta/densa como el mercurio) aprieta el gatillo.

¿Lo mata?

Como si te importara.

Los no-refugiados (cuando suena la detonación) echan a correr y se pierden otra vez en la oscuridad.

¿Todos?

No.

Un hombre se agarra (se intenta agarrar) a la valla. No quiere que sus dedos se suelten del alambre. Sabe que (si se suelta del alambre) todo habrá terminado.

¿Ha terminado?

Sí.

El hombre tiene el pecho abierto. No se cae. Resbala por la valla y se queda de rodillas. Llora un poco durante tres segundos. Después se muere.

¿Mancha la valla de sangre?

Sí.

Las luces de los camiones del ejército iluminan lo que sucede en la frontera de Madrid con el mundo exterior. Los no-refugiados vuelven otra vez a la valla.

¿Se llevan el cadáver?

No.

Alí Cuncar pega la boca al alambre y (aunque se abrase las pupilas) abre los ojos y mira hacia la luz de los camiones. Dice: Me llamo Alí Cuncar, tengo cuarenta años y sé que (en este momento) hay mucha gente que me está escuchando/apuntando. Sólo os pido que nos abráis la puerta. Madrid siempre abría la puerta a todos los que venían de fuera. No lo olvidéis. La pérdida de la identidad (no saber quiénes somos, ni quienes fuimos) es la madre de todas las desgracias.

¿Le responde alguien?

Sancho de Aza le apunta a la frente. Le basta un suave movimiento de su dedo índice para que la cabeza de ese hombre (o lo que sea) salte por los aires. No lo hace. Escuchó en algún sitio que cualquiera pueden matar, pero que solamente unos pocos elegidos tienen la capacidad de perdonar la vida.

¿Está lloviendo?

A veces me preguntas si está lloviendo o no está lloviendo porque ya eres incapaz de escuchar/oír la lluvia. La tienes metida dentro. Forma parte de tu misma sangre. O no. Quizá seas tú el que forma parte de ella.

¿Pero está lloviendo o no?

Te acercas a la ventana de una de las salas del Ministerio de la Presidencia y te quedas contemplando la lluvia. Has tenido la precaución de apagar la luz. Cualquiera (desde la calle) podría abatirte de un disparo.

Por supuesto.

Ya nadie recuerda cuándo empezó a llover en la ciudad de Madrid. Ya nadie recuerda aquellos años en que el aire no estaba empapado y no sonaba (como dedos que golpean un ataúd) la lluvia sobre los cartones. Los médicos advierten de que cada vez nacen más niños ciegos. No hay nada que ver (dicen los especialistas) en un mundo sumido en la oscuridad.

Yo veo luz.

En la azotea/el tejado de cada edificio de la ciudad de Madrid hay una pantalla de plasma. Tu cara aparece multiplicada/repetida hasta el infinito. Te gusta verte/escucharte. Dices:

«Me llamo David Ezequiel González Caballo. Yo mezclo las cartas del destino y las reparto. Nuestro futuro era mucho mejor ayer. El peligro está llegando a nuestra frontera. Debemos combatirlo para que vuelva el orden normal de las cosas. No importa tener razón, sino vencer. Mañana todos ellos temerán mi nombre. Me llamo David Ezequiel González Caballo. No me importa levantar vallas y sujetarlas de las estrellas. Los terroristas han llegado al felpudo de la ciudad de Madrid. Están llamando al timbre. Dentro de poco querrán derribar la puerta. No podrán. Pensad (cuando os sintáis desfallecer) que la sangre de los no-refugiados/de los sí-terroristas es el carburante que nos hace avanzar. Vosotros sois la ciudad de Madrid. Yo soy David Ezequiel González Caballo. No importa cómo os llaméis vosotros. Importa quién soy yo. La pérdida de la identidad (no saber quiénes somos) es la madre de todas las desgracias.»

Metalfix ha llegado a la excelencia en el diseño y desarrollo de animales de metal. Su próximo reto (como cabe suponer) es el diseño y desarrollo de humanos. Ya existen los primeros prototipos. Todavía (sin embargo) no se han comercializado.

¿Te refieres a Bo-Bo-Li?

Sí.

Tardas más de media hora en encontrar la escalera que te lleva al patio interior del Ministerio de la Presidencia. Allí está tu helicóptero. Bo-Bo-Li te abre la puerta, te acomoda en el asiento de atrás y te ajusta el cinturón de seguridad. Despega en vertical y (cuando os metéis en la panza de las nubes) te pregunta: «¿Adónde vamos?»

Al Cubo.

Bo-Bo-Li es un cyborg. El setenta por ciento de su cuerpo es tecnología punta. El resto (la médula y el cerebro) está conectada a un ordenador.

Que solo me obedece a mí.

Pero (para ti) Bo-Bo-Li no es un cyborg. Es (no te importa reconocerlo) la única persona de la que te puedes fiar.

Ya descendemos.

Aterrizáis en la azotea del Cubo. Usas las escaleras privadas para acceder a la sala de reuniones de la sexta planta. Todos tus ministros ya están sentados en sus sillones, alrededor de la gran mesa. Tú la presides. Das la palabra a Benito Llamosa de la Vega, ministro de economía. Dice:

«Con su permiso. El Gobierno de la ciudad de Madrid, a través de la empresa Grafilados Mediterráneo S. L., venderá a la Gran Europa quince mil kilómetros de valla electrificada y otros quince mil de valla cortante. Doscientas toneladas de alambre de hierro, de alambre de aluminio, de alambre de cobre, de alambre de acero inoxidable y de alambre de aleaciones irrompibles, como el vidrio de plata o el líquido trefilado de níquel. El Gobierno de la ciudad de Madrid, a través de la empresa Mataparas Surrus e Hijos de Ben S. L., venderá a la Gran Europa setenta mil botes de gas lacrimógeno, doscientas mil cajas de munición, dos millones de porras, de cascos y de escudos, mil carros de combate y setecientos mil prismáticos de visión nocturna.»

El ministro de economía se sienta. Luego vuelve a levantarse y dice:

«Como verá, señor, son buenos tiempos.»

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