Bambi. L.G.Maluenda. Revista Fiat Lux. 2016.04 (2)
Libreria, Soy Novela

Novela en serie: Bambi (III). Por Maluenda

Bambi. L.G.Maluenda. Revista Fiat Lux. 2016.04 (1)Seguimos en ello.

Y vamos por la tercera entrega de la Novela en Serie Bambi, de Luis Gutiérrez Maluenda, que estamos publicando en exclusiva aquí en Fiat Lux.

Confiamos en que eres asiduo, pero por si acabas de llegar y acabas de conocernos (lo uno tiene pase, lo otro ni uno) pasa por la oficina y ponte al día con el primer y el segundo capítulo de esta potente novela de la serie Humphrey.

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BAMBI (LOS MUERTOS SON MALOS PAGADORES).

CAPÍTULO 3.

Una novela de Luis Gutiérrez Maluenda.

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BAMBI (4).

Aquella noche soñé que paseaba con Philip Marlowe, comentábamos los últimos casos que habíamos resuelto. En más de un momento mostró su admiración hacia mi perspicacia. Fue un sueño maravilloso.

Ni siquiera oí a mis tres ratones zangoloteando por la habitación, buscando algo para roer. En esta ocasión encontraron los restos de mi cena y dejaron en paz las patas de mi silla y mis calcetines sucios. Otra de las ventajas de mi nuevo empleo.

Me resistí todo lo que pude a despertarme, sin embargo el despertador insistió lo suficiente para lograrlo. El resultado resultó descorazonador, Philip Marlowe desapareció sin despedirse y me encontré en el habitual paraje desolado de mi habitación. Luego recordé que tenía una misión que cumplir y me sentí reconfortado, especialmente al palpar el bolsillo de mi chaqueta y comprobar que había dinero suficiente para desayunar en el bar de la esquina. Por si no eso no fuera suficiente maravilla, Humphrey me había prometido un adelanto sobre mi sueldo mensual de 600 Euros.

De haber tenido a mano una fotografía de Bill Gates, le hubiera saludado como a un igual.

Llegué a la oficina a las nueve en punto. Humphrey todavía no había llegado y Mercedes me informó acerca de las costumbres laborales de nuestro jefe. No acostumbraba a aparecer en la Agencia antes de las diez y media.

Con seguridad, me acostumbraría fácilmente a mantener largas conversaciones con Mercedes. Resultaba apasionante contemplar como su respiración moldeaba a la camiseta color manzana ácida, juraría que un par de tallas menor que la que le correspondía, que llevaba aquel día.

Me hice el firme propósito de invitarla un día a casa a que conozca a mis ratones.

Humphrey llegó a la Agencia rozando las once de la mañana. Le conté los resultados de mi primer día de trabajo. Me escuchó atentamente, dijo que le entregase el carrete a Mercedes y ella se encargaría del revelado. Luego creo que me felicitó: sigue en ello Bambi, agárrale por los huevos y no le sueltes aunque cocee. Entendí que era una licencia poética y eso me tranquilizó.

Cuando salí de la Agencia, desayuné en un bar cercano que lleva un tipo al que llaman “El Ruedas”, un antiguo camionero. Humphrey me había recomendado la tortilla paisana y supuse que merecería la pena. Acerté, aunque “El Ruedas” me asaeteó a preguntas y no comí tranquilo. Ahora ya debe tener mi ficha completa y el próximo día podré comer a gusto.

Más tarde me aposté en las inmediaciones de la oficina de préstamos rápidos situada en la Ronda de San Antonio. Me mantuve firme,  dispuesto a agarrar a Piero Santacroce por los huevos y no soltarle aunque cocease como una mula neurasténica.

A la una del mediodía quien estaba hasta los huevos era yo. A las dos comencé a imaginar que mi “cliente” se estaba beneficiando a su secretaria sobre la mesa de caoba en la que recibía a los clientes importantes. Para distraerme, iba contaba a cada uno de los personajes patibularios que pasaban frente a mí. Iba ya por los 132 y el juego comenzaba a desesperarme. Además tenía hambre y el dinero suficiente para satisfacerla.

A las dos y treinta en punto, Piero Santacroce salió y se dirigió a un restaurante en la calle Viladomat, próximo a su despacho de abogados. Estuve tentado de entrar en el mismo local. No lo hice porque quería ser lo más profesional posible, por tanto me hice preparar un bocadillo de chistorra reseca en un bar regentado por una rubia regordeta, a quien dediqué una sonrisa seductora carente de alegría. Ella me correspondió con un gesto maquinal que puso en orden un peinado ya perfecto, luego se olvidó de mí.

Una cerveza me ayudo a trajinar el bocadillo de chistorra, sentado en el coche, quien parecía, que una vez acostumbrado a mi presencia, estaba dispuesto a colaborar dentro de sus escasas fuerzas.

A las cuatro de la tarde, Santacroce salió del restaurante con cara de haber comido algo más apetitoso que un bocadillo de chistorra reseca. Detalles como este acaban por desencadenar revoluciones sangrientas. Me prometí que fotografiaría el culo peludo de aquel desgraciado, aunque fuera lo último que hiciese en esta vida.

Me tuvo de plantón, bostezando al punto de desencajarme la mandíbula, hasta las siete de la tarde. Mis lecturas, acerca del oficio de detective privado, me habían ilustrado más en las técnicas para acomodar sobre mis rodillas a rubias de mirada tan candorosa como una bailarina de strep tease, que en lo que debía hacer para no morirme de aburrimiento durante una espera de varias horas. El cuello me dolía de mantenerlo demasiado rato enfocando la puerta del bufete de Santacroce, y el hastío me hacía imaginar a mis ratones correteando por la tapicería gastada del coche.

Cuando finalmente salió, Santacroce enfocó su coche en la dirección de la plaza de España. Llegamos a los escalones pero no vi a la mujer del día anterior, sin embargo una mulata de aspecto caribeño se acercó haciendo ondular su cuerpo hacia el Mercedes y subió sin pedir permiso. Comencé a entender uno de los motivos de mi abstinencia sexual. Mientras aquel tipo se las llevaba a todas, el resto de la humanidad miraba.

Subimos hasta la Diagonal. Antes de entrar en la autopista giramos a la derecha para tomar el camino del Colegio Alemán. Doscientos metros más adelante, de nuevo el Mercedes dobló a la derecha y subimos por un camino bordeado de pequeñas villas que trepaba la montaña.

Le di un margen amplio y subí lentamente tras él. A la  izquierda del camino, un grupo de chalets formaba una diminuta urbanización. El camino continuaba con todo el aspecto de no tener mucho más recorrido. Paré el coche en una pequeña rotonda puesta allí para facilitar la entrada y salida a la pequeña urbanización y subí a pie atajando entre la maleza ya que el camino era solitario y mi presencia no hubiese pasado desapercibida.

Tras casi quince minutos de resbalones, llegué a un paraje donde la carretera se convertía en camino de montaña. El Mercedes estaba aparcado a un lado del camino. Yo aparqué sobre los matojos resoplando con furia.

Santacroce tenía las manos dentro de la blusa de la chica mientras ella vencía su cuerpo hacia los pantalones de él. Agachado entre la maleza, cámara en mano,   dispararé la cámara una y otra vez mientras ellos convertían el reportaje en un documento que no tenía nada que envidiar a cualquier película pornográfica.

En un momento determinado debí hacer algún ruido ya que él bajó la ventanilla del Mercedes y oteó en mi dirección obligándome a amorrarme al suelo. Lo hice justo encima de un hormiguero cuyos habitantes no se mostraron  en absoluto dispuestos a colaborar en mi investigación. Cuando la cosa se tranquilizó y Santacroce se convenció de que nadie les estaba espiando, ellos continuaron con lo suyo y yo con lo mío. Aparte de ajustar cuentas con un par de docenas de hormigas empeñadas en pasear por mi cara.

Que ellos pasaron un rato sensiblemente mejor que el mío, es tan seguro como que el Señor, en más de una ocasión, se ha olvidado de este su humilde siervo.

De nuevo me perdí la vuelta ya que cuando ellos se fueron yo baje a ratos caminando, a ratos resbalando sobre la pinaza. Al llegar al coche era inútil pensar en seguirles. De cualquier manera a mí me pagaban por fotografiarle el culo a Santacroce y a sus amigas, no para hacerles de dama de honor. Y a ese  respecto, el culo de Santacroce y otras partes de su cuerpo trabajadas por la boca de la mulata estaban bien representadas en mi reportaje.

En los alrededores de mi vivienda hay una fonda de especialidades gallegas en la que por poco dinero se puede comer a cuerpo de rey. Siempre, claro está, que seas un monarca poco exigente. En más de una ocasión me han fiado y yo en más de una ocasión me he olvidado de corresponder a su gentileza.

Cuando entré, el gallego me miró como si le debiese algo, lo cual, repito, era tan cierto como la palabra del Papa. Le mostré un billete de cien euros conforme me acercaba. Sonrió. Posiblemente le gustó el color del billete.

Me vengué del bocadillo de chistorra reseca del mediodía a conciencia. Al salir tuve que dar un largo paseo custodiado por las farolas encendidas de mi calle para que todo lo comido se fuese situando en los huecos más adecuados de mi estómago, que iba perdiendo pliegues formados por la falta de ejercicio.

Cuando tras el paseo regresé a casa estaba satisfecho de mi trabajo. También estaba sexualmente excitado por el recuerdo de las nalgas desnudas de la mulata subiendo y bajando sobre  Piero Santacroce.

Tenía el estado de ánimo adecuado para subir al terrado de mi edificio e interpretarle, con un saxo, un repertorio de blues a la luna. Esperaría  que alguna vecina sensible viniese a acompañarme, recostase su cabeza en mi hombro, suspirase al ritmo de mi música y sentiría el calor de su cuerpo junto al mío.

El problema era que no tenía saxo. Aunque bien pensado, ese era un problema secundario ya que nunca he sido capaz de aprender a manejar un saxo.

Por cierto, mis vecinas nunca se han molestado en gastar su sensibilidad conmigo. No es menos cierto que jamás han tenido la ocasión de oírme interpretar un blues a la luz de la luna. Como verán, un camino sin retorno que en ocasiones y a falta de otra cosa me entretengo en recorrer.

Me conformé cascándomela, y creo que en algún momento el blues lo silbé.

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HUMPHREY (4).

Curiosamente, Bambi estaba haciendo un buen trabajo. Las fotografías que había logrado eran explicitas y de buena calidad la mayoría de ellas. Le dije, basándome en que no hay dos sin tres, que continuase siguiendo al Casanova que nos había caído en suerte. Aquella podía ser una factura de las que a Mercedes le gusta teclear. Y, a mí, cobrar.

Y, a Hacienda, recortar.

La esposa del Sargento García me había llamado para rogarme que si  encontraba de nuevo a su marido levantado le diese con la culata de la Gran Berta en la cabeza, o bien la llamase a ella. Le prometí hacer una de las dos cosas, convencido de que la opción de la Gran Berta sería la menos lesiva para García.

También me había llamado mi amigo Enrique Valles para contarme que había localizado a dos bielorrusas que prometían. Quería saber si yo estaba dispuesto a morir defendiendo el pabellón español.

A Enrique yo le llamo Mediahostia por lo magro de su cuerpo, sin embargo el hombre es el fulano con más suerte con las mujeres que conozco. Tiene clase, tiene dinero, tiene cultura y especialmente tiene una mirada triste que las hace desear acogerle en su regazo y protegerle toda la noche. En más de una ocasión, su desinteresada colaboración ha servido para aliviar mi soñolienta vida sexual.

Le aseguré que si llegaba el caso, haría lo imposible por honrar a la madre patria y a nuestra bandera, ante herejes y calvinistas.

Hacia mitad de la mañana Maruchi me llamó.

-Humphrey, querido, estás en deuda conmigo. Tengo algo referente a “El Pesadilla”.

-¿Tan rápido?

-Cariño ¿yo que culpa tengo si soy la mejor?

-Te escucho, cielo.

-Parece ser que tu amigo, después de pegarle dos tiros a García se acoquinó hasta tal punto que buscó a alguien que le protegiese. Hubo al menos dos que rechazaron prestarle ayuda, mucha gente  no quiere pringarse cuando quien ha resultado herido es un policía. Y para todo el lumpen de Barcelona, García será policía hasta que se muera.

-De hecho tienen razón, los de la Brigada Criminal se han tomado el caso como una ofensa propia. También para ellos, García será policía hasta el día que se muera. ¿Y?

-Y si mi información es buena, al final parece que encontró a alguien dispuesto a ayudarle.

-¿Quién le está escondiendo?

-Una mujer. Se llama Maika, es una yonqui que trabaja de cocinera en un tugurio del barrio chino.

-Y si es una novia  ¿cómo es que la policía no ha podido descubrirles?

-Es un noviazgo reciente, la ha conocido ahora, parece que el muchacho se las arregla bastante bien en cuestión de mujeres. Pensándolo bien, no sería mala idea conocerle, vete a saber si no podría ser el hombre de mi vida.

-¿Cómo te las has arreglado para averiguar todo eso, Maruchi?

-Te podría dar varias razones, la primera porque soy la mejor como tú muy bien sabes. Y la segunda: ¿sabes ese pajarito que le va contando cosas a la gente? Pues es mío, lo recogí un día en la calle y me lo llevé a casa, estaba borracho y desamparado, al borde de un coma etílico. Ahora cuando quiero saber algo, simplemente le pido que me lo cuente y ya está. Y no preguntes más.

-Claro, hay que resguardar la identidad de las fuentes ¿no es eso?

-Eso mismo y acuérdate de abonarme en cuenta la tarifa habitual en estos casos. Y si tienes suerte, y por el mismo precio, tal vez complemente el servicio con una visita a tu casa, mañana por ejemplo.

-Me dejaste agotado ayer, ten un poco de compasión.

-¿Y porque será que siempre acabo fijándome en tíos impotentes, me lo puedes contar Humphrey?

-No sé, ¿has pensado en algún tipo de desviación hormonal?

-Anda y que te jodan, mi amor.

-Y que tú estés allí para hacerlo, Maruchi. ¿Te espero mañana?

-Vete a saber, creo que lo tendré que consultar con mis hormonas.

Así es esta chica, toda ella impulsos. Calculados, pero impulsos al fin y al cabo.

El restaurante del barrio chino donde trabajaba Mayka, se llamaba “El Rondeño”. Era una covacha infecta donde solo podían ir a comer los suicidas en potencia. Las mesas con sobre de formica y patas que dejaban ver su alma metálica a través de algunas zonas donde la pintura se había perdido con el paso de los años, estaban cubiertas con unos tapetes de hule decorado con historiadas cagadas de mosca. Detrás de la barra, un tipo con aspecto de pordiosero se hurgaba la nariz con verdadera dedicación.

Me dirigí a él:

-¿Está Mayka?

El tipo escupió en el suelo y luego restregó el escupitajo con la puntera de un zapato que había conocido mejores tiempos, aunque posiblemente ni se acordase. Toda la operación la llevo a cabo con la distinción y el buen gusto apropiado.

-Eso depende,- mascullo sin dejar de hurgarse la nariz.

Dejé un billete de cincuenta euros sobre la barra procurando no rozarla con los dedos. Mi cartilla de vacunación menciona una nula cobertura sobre ciertas enfermedades exóticas, para las que la ciencia aun no ha encontrado remedio. Y si no estaban presentes en aquella barra, sería señal de que no existían.

El tipo alargó una zarpa de uñas op art, succionó el billete, lo hizo desaparecer en las profundidades de sus pantalones, y señaló hacia el interior.

Me dirigí hacia una cocina de paredes enlosadas con una cerámica que en algún momento fue blanca y que ahora lucía una serie de colores variados, todos ellos delicadamente matizados por churretones de grasa.

Dentro de la cocina, una morena reteñida embutía sus formas generosas en un vestido de lunares. Trasteaba sin demasiada energía entre los diferentes utensilios que se amontonaban en un orden más o menos lógico. Pensé que la morena en algún momento de escasez podría representar un alivio momentáneo, aunque antes sería necesario asearla convenientemente.

-¿Mayka?

-¿Y que si lo soy?

-Nada princesa, solo quería hablar un rato contigo.

-Yo no hablo con andovas que no conozco.

-¿Ni siquiera con un chico guapo como yo?

Sonrió mostrando un hueco en el lugar donde debería haber estado uno de sus dientes.

-Ya tengo hombre, chico guapo,   -respondió midiéndome con la mirada, por lo que supuse que me comparaba con su hombre.

-¿Sí. Y como se llama ese afortunado?

-¿Pa que quieres saberlo, chico guapo?

-Para felicitarle por tener una hembra como tú, mujer, para nada más.

-Se llama Miguel y es mucho hombre pa ti.   -En la medición yo debía haber salido perdiendo por goleada.

Alargué la mano hacia su cadera, sonriendo.

Me apoyó un cuchillo de deshuesar de aspecto ominoso en el ombligo y me dijo:

– Anda chico guapo, vete pa tu pueblo. Y vuelve por aquí dentro de dos o tres meses, a ver si vas a tener más suerte entonces.

Lo dijo mientras me acariciaba la cara con el dorso de su mano izquierda, la derecha seguía apoyando el feo cuchillo de deshuesar en mi ombligo.

Su sonrisa decía que no era capaz de clavarme aquel cuchillo, sus ojos decían otra cosa.

Me largué, sabía lo que había venido a buscar. La ficha policial de “El Pesadilla” decía que su nombre era Miguel González. O sea que entre la información que me había proporcionado Maruchi y lo que me había contado la cocinera asesina, podía estar razonablemente seguro de que ya tenía localizado al agresor del Sargento García. El problema era que no estaba nada seguro de que demonios debía hacer con aquella información.

El tipo de detrás de la barra, parecía haber acabado la limpieza de su apéndice nasal y recordando los cincuenta euros, me sonrió:

-¿Qué, ha habido suerte con la tigresa?

-Igual nos casamos. ¿Cuándo le das vacaciones?

Le hizo gracia y tuvo un acceso de tos mientras se reía.

Hui antes de que me alcanzasen los bacilos.

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BAMBI (5).

De nuevo estaba montando guardia en la empresa de créditos rápidos de la Ronda de San Antonio. Humphrey estaba entusiasmado con las fotografías pero creía que aún se le podía sacar más partido al tema. Me dijo:

-Mira que más puedes sacarle a ese tipo. Un par o tres de días más de trabajo pueden resultar productivos, y aunque no averigües nada más, facturaremos un buen pellizco. A la gente no le gusta que en solo un par de días lo demos todo por resuelto. Así que pégate a él y no le sueltes.

Ahora yo estaba intentando pegarme a él y no soltarle. También me estaba aburriendo, pero eso ya lo había asumido como el precio que tiene que pagar un detective privado para luego poner a una pelirroja en sus rodillas.

No veía llegar el momento. De lo de la pelirroja me refiero, lo aclaro para evitar confusiones.

Mientras estaba jugando a adivinar el número de ladrillos que había en la cenefa del edifico vecino, Piero Santacroce salió de la oficina acompañado de una señora elegante a la que no me fue posible ver con  detenimiento, y a la que no había visto entrar antes en el edificio, aunque eso no demostraba que no hubiese entrado mientras yo estaba absorto con mis ladrillos. Era casi la una del mediodía, supuse que hoy, al rey del fornício le tocaba descansar. Aquello tenía todo el aspecto de una reunión de negocios. También era posible que la señora elegante fuese su esposa, a la que yo no conocía.

De cualquier manera, me pegué a ellos, les seguí hasta un restaurante cercano a la Avenida del Tibidabo. En aquel lugar, para mi desgracia, lo único que había eran restaurantes de lujo, casas de lujo, villas lujosas que albergaban sedes de empresas lujosas en las que entraban coches tan lujosos como las villas y los restaurantes. No sabía que hacía un tipo como yo en medio de un lujo como aquel. Bueno, sí que lo sabía, estaba trabajando.

En aquel lugar no había ni una miserable tasca donde yo pudiera adquirir un sencillo bocadillo de tortilla recalentada y una humilde cerveza. Quizás en alguno de los restaurantes de lujo me pudiesen preparar unos medallones de mero aromatizados al estragón con virutas de jamón ibérico sazonadas con vinagre de Módena, todo ello servido en fiambrera, para llevar. No me arriesgué.

Y me temía que esta ocasión ni siquiera podría vengarme fotografiando el culo de Santacroce y a su amiga.

A las cuatro de la tarde, cuando abandonaron con aspecto satisfecho el restaurante, yo tenía tal apetito que me hubiese comido a alguno de mis ratones, sin el más mínimo remordimiento.

Emprendimos la marcha de nuevo, subimos por la Avenida del Tibidabo, sobrepasamos la plaza del Funicular y tomamos el camino de la montaña.

Otra vez las hormigas no, por Dios, le recé a mi coleto. Aquel tipo acabaría matándome con su costumbre de follar rodeado de naturaleza. De momento había conseguido que yo captase en toda su extensión el significado de la expresión “sentirse como puta por rastrojo”. Aunque yo debía reconocer, que si el truco no estaba en tener la polla entablillada, mi obligación moral era rendirle un homenaje al tipo, y sentirme francamente descorazonado con mis posibilidades amatorias.

Antes de llegar a la montaña cogieron un camino particular que solo conducía a una pequeña villa medio escondida entre los árboles. Paré el coche en un punto más elevado desde donde pude verlos entrar abrazados a la casa. El fulano aquel debía descansar el domingo, a semejanza del Creador. Claro que una cosa es crear el Universo y otra beneficiarse a media humanidad.

Busqué un lugar donde dejar el coche con ciertas garantías de que no bajase rodando hasta el puerto. Caminé, cámara en ristre, buscando un punto desde el cual pudiese acceder a la pequeña villa. Lo encontré en una zona algo más elevada que estaba parcialmente desbrozada, y permitía bajar con más o menos riesgo hasta una zona sin vallar que conducía al jardincillo que la rodeaba. El proceso desde que ellos entraron hasta el momento en que yo llegué a la casa había sido de alrededor de doce o quince minutos. Y ya empezaba a estar harto de ir resbalando por lugares no pensados para que anduviesen cristianos, detrás de aquel fulano.

Si un día decidiese casarme, previamente tomaría la precaución de asesinar a Piero Santacroce, ya que de otro modo, un día u otro le tocaría el turno a mi mujer. La otra alternativa era  imaginar que con aquel fulano suelto, el resto de los mortales estábamos sin mujeres en la ciudad.

Busqué alguna ventana por donde ver lo que pasaba en el interior y no la encontré. Las ventanas existían pero las persianas estaban bajadas. Fui por tanto dando vueltas a la casa procurando no hacer ruido, procurando oír algo de lo que hacían en el interior. En una de las vueltas me percaté que la puerta de entrada de la villa estaba solamente entornada. La empujé y miré hacia el interior, vi un salón amueblado con gusto y la chaqueta de Santacroce puesta de cualquier manera sobre un sofá de piel. Di dos pasos hacia el interior y escuché sin oír nada.

Salí de nuevo y me acerqué al Mercedes que estaba en el caminillo embaldosado que conducía a la villa. Las llaves estaban puestas, tal como yo deseaba, las cogí y las guarde en el bolsillo. Había decidido entrar cámara en mano hacerles un par de fotografías rápidas uno encima del otro y salir a escape. En pelotas no me podría perseguir por la montaña y las llaves del coche las tenía yo.

Volví a entrar en la villa y me sumergí en su interior. A la derecha había una cocina lujosa, una de esas cocinas que hacen soñar a futuras esposas desgraciadas. A la izquierda, una puerta cerrada que abrí dispuesto a sorprenderlos. Sin embargo aquello parecía un estudio de trabajo ya que solo contenía una estantería con libros, un equipo estéreo y una mesa presidida por un ordenador. La única pieza de la casa que  me quedaba por ver estaba al fondo del pasillo, tras una puerta cerrada. Preparé la cámara.

No se oía nada,  pensé que quizás lo único que hacía el fulano era dormir acompañado. De nuevo tomaba cuerpo la idea de que la señora elegante fuese su esposa,  estuviesen haciendo la siesta tras una buena comida y luego vendría la fiesta. Si ese era el caso, siempre podrían usar la fotografía en la repisa del mueble biblioteca de su casa junto al resto de instantáneas familiares.

Abrí la puerta, estaban desnudos, uno encima del otro y con permiso de Raymond Chandler yo diría que estaban durmiendo el sueño eterno. Me acerqué y comprobé que un chorro de balas les había retirado a ambos el permiso para respirar. En el cuerpo de la mujer, en un vistazo somero, vi tres impactos de bala…

Fue en aquel momento que me percaté que estaba pisando un charco de sangre que había goteado de los cuerpos.

Me desmayé.

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HUMPHREY (5).

Cuando Bambi me llamó le temblaba la voz y me decía algo de unos muertos, su voz era tan irregular que a duras penas le entendía. Le pedí que se calmase pero seguía hablando de muertos y de sangre. Le pregunté en donde estaba, y me dio unas instrucciones bastante extrañas.

No sabía que demonios podría estar haciendo Bambi en una villa de la carretera que saliendo de la Plaza del Funicular, al pie del Tibidabo, se adentra en la montaña. Además seguía insistiendo en que estaba con dos muertos. Y no parecía borracho, asustado hasta la inconsciencia sí que parecía.

Le pedí que metiese las manos en los bolsillos, no las sacase para tocar ningún objeto a su alrededor, y que me esperase.

Encontré la villa. Tal como Bambi me había dicho, en el camino de entrada a la casa había un Mercedes. Abrí la puerta, que estaba entornada, con la punta del pie y entré.

Sentado en un sofá de piel estaba Bambi pálido como un muerto. Mantenía  las manos en los bolsillos tal como yo le había recomendado.

-¿Qué ha pasado, Bambi?

Con un movimiento de cabeza me indicó un pasillo que terminaba ante una puerta entreabierta.

La cama estaba ocupada por una pareja, ambos muertos. La inmovilidad de un muerto tiene una cualidad distinta a la de cualquier otro tipo de inmovilidad. El cuerpo adopta formas que no serían posibles en un cuerpo vivo, por inconsciente que pudiese estar. En ocasiones es una pierna o un brazo en una posición inverosímil, o una expresión en el rostro que muestra el desinterés más absoluto. En otras ocasiones es algo más sutil, un aire de desmadejamiento total que no permite pensar en otra cosa que no sea la muerte.

Además quien les había disparado se había asegurado que estuviesen bien muertos. Había sido una ejecución en toda regla.

Posiblemente, lo que más me llamó la atención en aquel momento fue que el charco de sangre que había en el suelo lo formaba la mezcla de la sangre de los dos cuerpos. Luego, viendo el dibujo en rojo de la suela de los zapatos de Bambi en el suelo, se me ocurrió pensar en cuantos lugares habría dejado sus huellas digitales.

La respuesta no me tranquilizó.

Volví al salón y se lo pregunté, señalándole las huellas sanguinolentas marcadas en el suelo. Bambi se miró horrorizado los pies, y se desmayó sin tiempo para sacar las manos de los bolsillos.

Las huellas digitales de Bambi habían pasado a un segundo plano, las que había dejado en el suelo eran en colores, más atractivas. Maldiciendo la mala calidad del material del cuerpo humano, llamé a la Brigada de Homicidios y pedí que me pusieran con mi amigo, el Comisario Jareño.

Los casi dos metros de humanidad de Jareño, entraron al cabo de media hora, tapando a los dos inspectores que iban detrás. A uno de ellos le conocía, era un veterano al que llamaban “Negro”, por lo abultado de sus labios. Al otro no le conocía, era un tipo joven que, en cuanto entró, empezó a pasear la vista por todos los rincones de la estancia, como si esperase encontrar allí el testamento perdido de su abuela millonaria.

Jareño se mostró encantado de verme, hacía al menos dos meses que teníamos una cena pendiente.

-¡Me cago en el último polvo que echó la María Magdalena!, ¿pero es que no me puedes dejar vivir en paz, Humphrey? ¿Qué cojones quiere decir que has encontrado dos muertos? ¿Quién coño es ese tipo que está ahí sentado? ¿Dónde están los muertos y quiénes son?

Jareño, mientras hablaba, se iba frotando el apéndice nasal con verdadera pasión, lo cual no prometía nada bueno, ya que es una señal absolutamente fiable de que el Comisario está aquejado de uno de sus frecuentes ataques de alergia. Teniendo en cuenta que cuando eso sucede, Jareño mantiene una peligrosa tendencia hacia las decisiones radicales, y apoyándome en que me había hecho demasiadas preguntas al mismo tiempo, me limité a repetir el gesto de Bambi y señalé la puerta del fondo del pasillo con la cabeza.

Jareño, el Negro, y el tipo que buscaba el testamento de su abuela millonaria, se dirigieron a la cámara mortuoria. Cuando regresaron, el Negro llamaba por el móvil, imaginé que al forense y a la gente de la científica, Jareño seguía dándole a la nariz que ya parecía punto de emprender un viaje espacial. El otro proseguía incansable su búsqueda, aunque ahora nos miraba a Bambi y a mí, como si nosotros fuésemos los culpables de la desaparición del testamento.

-Bueno Humphrey, empieza a contar y haz el favor de no dejar nada en el tintero, así yo no sentiré la tentación de hacer un avioncito de papel con tu licencia de detective y lanzarlo desde lo alto del Tibidabo, sin preocuparme de a donde pueda ir a parar.

Le conté lo poco que sabía. El Negro había salido a dar un vistazo al Mercedes. El otro nos miraba toqueteándose la axila donde debía llevar el arma reglamentaria, un signo claro de síndrome de Harry el Sucio.

-O sea, que lo único que sabes es que el tipo muerto se llamaba Piero Santacroce, que era abogado, que tenía una empresa de préstamos rápidos, que su mujer sospechaba de él, y que según parece no iba desencaminada.

-Eso es.

-¿Y ese que está sentado con las manos en los bolsillos y cara de muerto, debe ser tu nuevo ayudante?

-Se llama Bambi.

-¿Has dicho que se llama Bambi?

-Sí, verás, es que aparte de que tiene una especial habilidad para que le rompan la cara, su nombre es todavía peor. Se llama Niño Cabezudo, y claro…

-La madre que lo parió, Humphrey…

-La señora Cabezudo, Jareño.

-Humphrey, amigo mío, tú te estás confundiendo, quien tiene la paciencia infinita es Dios, no yo. O sea que, o te empiezas a comportar desde este mismo momento, o te doy mi palabra de que mando nuestra amistad a tomar por el culo y os aplico a ti, y al ciervo con cara de muerto, el tercer grado. Y supongo que como no os podré cargar a esos dos de aquí adentro, tarde o temprano os tendré que soltar, pero eso será cuando las monjas de clausura bailen la lambada en pelotas.

No me negaran que como imagen poética lo de las monjas en pelotas bailando la lambada tiene su mérito. Y habla en favor de la imaginación de los integrantes del cuerpo de policía.

La voz del Negro que acababa de entrar interrumpió a Jareño: Comisario, el Mercedes está abierto, sin embargo no están las llaves, si quiere reviso los bolsillos de la víctima.

Bambi, sacó una mano del bolsillo, y sin decir palabra, la levantó mostrando las llaves del Mercedes.

Jareño me sonrió con la malevolencia de un anciano jugador de domino que sospecha que su contrincante acaba de pillar cinco dobles.

-Vaya hombre, quizás sí que conviene que tengamos una charla más tranquila en comisaría. Vamos a ver, usted, Bambi, levántese y venga conmigo a la habitación, quiero que me cuente un par de cosas.

-No creo que sea la mejor de las ideas, Jareño, verás…

-Calla Humphrey, vamos Bambi, mueva el culo.

Me callé moviendo dubitativamente la cabeza en dirección a Jareño que ni siquiera me miró.

Bambi, se levantó como un sonámbulo y siguió al Comisario a la habitación. Al cabo de dos minutos, regresaban, Jareño cargaba el cuerpo desmadejado de Bambi como si fuese una pluma.

-Oye ¿Y al tío este que le pasa? Se ha desmayado en cuanto hemos entrado en la habitación.

-La sangre, he querido avisarte, en cuanto ve una gota de sangre se desmaya. Tuvo que dejar una prometedora carrera de cirujano por este motivo. Va por el tercer desmayo en la última hora. Te aconsejo que le dejes tranquilo, o le pegues un par de tiros, en caso contrario vas a pasar la tarde cargándole en hombros.

-Joder ¿y cómo encontraste a esta joya?

-Me encontró él a mí. Es eficiente, tiene que aprender muchas cosas pero es eficiente, le di este trabajo porque no preveía complicaciones. Y ya ves.

-De acuerdo, muchacho, de acuerdo, ¿así que no tienes nada más que puedas contarle a tu viejo amigo?

-Te doy mi palabra, Jareño.

-Humphrey, tu palabra no tiene solidez suficiente ni para colgar mi gabardina en ella.

Jareño y yo nos quedamos mirando con expresión pensativa. Él, imagino que estaba pensando en lo desgraciado que puede llegar a ser un hombre por culpa de determinadas amistades. Yo pensaba que en aquel preciso momento, se me presentaba  una oportunidad magnífica para contarle a Jareño lo que había averiguado acerca del paradero de “El Pesadilla”.

Ocultar ese dato a Jareño, no estaría bien. Lo pensé mientras decidía la mejor manera de ocultárselo.

Anterior.

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