Bambi. L.G.Maluenda. Revista Fiat Lux. 2016.04 (2)
Libreria, Soy Novela

Novela en serie: BAMBI (VI). Por Maluenda

-Bambi, escucha con atención, hay un tipo que me está siguiendo. No sé quién demonios puede ser y me muero de ganas por saberlo. Yo, ahora voy al Sandor y me quedaré allí sentado. Tú pasarás por delante sin mostrar que me  conoces. En cuanto te vea, pagaré, me levantaré y caminaré hasta la parada de taxis más próxima.  Tanto si me sigue como si no lo hace, tú le sigues a él y averiguas quién es, qué hace para ganarse la vida, de qué color es el pelo de su esposa, a qué colegio lleva a sus niños, a cuánto asciende su declaración de renta y la frecuencia de sus deposiciones. Perdón, con tanta cháchara me olvidaba, le reconocerás porque aparte de seguirme, viste un jersey amarillo de manga larga, marca Lacoste, y unos pantalones tejanos. Mañana espero tu informe, fenómeno, no me falles que eso puede ser importante.

Humphrey, Bambi, Mercedes, Santacroce, Vanessa Cuenca, el comisario Jareño, Mayka, El Pesadilla… Todos en acción.

Capítulo 6 de la Novela en Serie Bambi, de Luis Gutiérrez Maluenda, que estamos publicando en exclusiva aquí en Fiat Lux.

Capítulos anteriores: 1, 2, 3, 4, 5.

“El Pesadilla entró detrás de mi sin molestarse en cerrar la puerta. El fulano aquel, visto de cerca, era una lograda caricatura del mal. Uno de esos tipos que en un juicio por asesinato solo le descartarías como culpable si el muerto fuese él. Su voz ronca, sonaba a miseria, a orgullosa incultura y a depravación”.

 

 

BAMBI (LOS MUERTOS SON MALOS PAGADORES).

CAPÍTULO 6.

Una novela de Luis Gutiérrez Maluenda.

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HUMPHREY (10).

La verdad es que no tenía ni la más remota idea acerca de lo que debía hacer. Aunque creo que el verdadero problema es que no me apetecía hacer nada, aquel asunto me resultaba especialmente desagradable.

Decidí que de momento lo mejor era telefonear a mi amigo Enrique Valles. Me pondría al tanto de cómo estaba el asunto de las dos bielorrusas y la altura del pabellón español.

Deontología patria para momentos de desconcierto.

La secretaria de Enrique me informó que estaba en viaje de negocios, que no regresaría hasta dentro de un par de días, y colgó apresuradamente. Me tiene ojeriza, está convencida de que yo soy una compañía inadecuada para su jefe. Sus sentimientos maternales o sus frustraciones libidinosas así se lo hacen ver.

Debo regalarle un ramo de rosas, lo haré cualquier día de estos.

De vuelta a la realidad, intenté centrarme en los muertos, que se amontonaban sobre mi mesa, y en sus posibles ejecutores.

Si tomaba como punto de partida la hipótesis de que el asesino había sido el mismo en ambos casos, todo indicaba que el móvil estaba relacionado con las actividades de la agencia de préstamos. Si admitía que los asesinatos eran obra de personas distintas, el móvil sexual o la venganza pasional adquirían protagonismo.

Dos líneas de investigación. Multitud de sospechosos. Dos clientes distintas. Las dos en primera línea de salida en el ranking de sospechosos ya que tanto Angelines Manjón como Vanesa Cuenca habían tenido motivo y oportunidad para cometer los asesinatos.

Eso era todo lo que tenía para trabajar en aquel caso. Más que suficiente para necesitar llevar a cabo una acción contundente con mi propia autoestima.

Pasé frente a la mesa de Mercedes, quien con la uña del dedo meñique  rascaba meticulosamente una infinitesimal mota de polvo depositada en el supletorio telefónico. Me dirigí al cuarto de aseo y me planté frente al espejo.

El tipo que me miraba desde allí con condescendencia estaba seguro de que yo no estaba capacitado para encargarme de un caso como aquel. Le devolví una mirada cargada de indiferencia hasta que vi que dudaba. Apagué la luz y salí.

Odiaba a aquel tipo, hacía cuarenta y cinco años que dudaba de mí.

Miré los dossiers que Vanesa Cuenca me había dado y que estaban complementados con los datos que Mercedes había recopilado. Con absoluta seguridad, los chicos de Jareño estarían peinando a toda aquella gente. Yo no sentía deseos de que alguien aprovechase mi presencia por su cercanía para acusarme de obstrucción a la justicia. Aun no había conseguido que de mis narices desapareciese el olor a choto de Varela. Guardé los dossiers en un cajón, esperarían un mejor momento.

Sara Villaecija, la propietaria de la villa donde asesinaron a la pareja, fue la primera persona a quien la policía interrogó, era de suponer que ya estaría más  tranquila. No sabía si aquella era la dirección más productiva, pero si era la más cómoda de las que podía tomar. Y tarde o temprano debería recorrerlas todas.

Sara Villaecija, cuando la telefoneé, se mostró más dispuesta a colaborar de lo que yo en un principio había previsto. Me citó en la Cafetería Zanzíbar, un local en la zona de Francesc Maciá, a las ocho de la tarde. La reconocería por las gafas de sol  Carolina Herrera que llevaría puestas sobre la cabeza. Procuraría sentarse en la primera mesa a la derecha de la entrada para que resultase más sencillo el encuentro.

No quise desanimarla aclarándole que yo era capaz de confundir unas gafas de sol Carolina Herrera con el cayado de una pastora lituana, por mucho que las llevase sobre la cabeza. Lo de la primera mesa a la derecha me resultaba mucho más prometedor.

Llegué al Zanzíbar a las siete cuarenta y me senté en la primera mesa a la derecha de la puerta de entrada. A las ocho y siete minutos entró una mujer de unos cuarenta años bien vividos poniéndose unas gafas de sol sobre la cabeza y mirando hacia la mesa donde yo estaba sentado. Me incorporé y señalé con la mano el asiento a mi lado.

Sara Villaecija se acercó sonriente:

-¿Es usted el señor Humphrey o acabo de ligar?

-Puede usted escoger señora Villaecija. Y por favor llámeme Humphrey a secas, de hecho es un apodo que me ha colocado la gente de mi barrio, por lo del oficio, y ha acabado por gustarme más que mi nombre.

-De acuerdo, pues no le preguntaré como se llama. Y por favor, Sara a secas.

“Sara a secas” era del tipo compacto. En un cuerpo breve atesoraba todas las cosas que los hombres acostumbramos a apreciar, y lo hacía en la cantidad justa para no desear tener ni más ni menos.

La Cafetería Zanzíbar es un local elegante sin exageraciones. Tiene una clientela variada, aunque es fácil que mujeres atractivas, solas o en parejas, se dejen caer por allí a tomar una copa. “Sara a secas” estaba pues en su elemento.

-¿Qué toma Humphrey?, -señalaba con el dedo meñique mi vaso de naranjada natural, dudando de que su apariencia correspondiese a la realidad.

-Una de esas bebidas exóticas que incitan a placeres peligrosos, se llama zumo de naranja.

La carcajada de Sara Villaecija era un tintineo claro que iba bajando de volumen hasta agotarse en un fruncimiento de labios, tan estudiado como el Teorema de Pitágoras.

-Yo pensaba que ustedes, los detectives privados, solo bebían bourbon cortado con tabasco.

-Eso es solo cuando hacemos una película con alguna mujer fatal que nos acosa para conseguir nuestro cuerpo. En la vida real nos cuidamos un poco más.

-¿De las mujeres fatales también?

-Especialmente de las mujeres fatales, no hay vacuna contra ellas.

De nuevo el tintineo claro de su risa, de nuevo el fruncimiento de labios. En esta ocasión, se sintió tan a gusto que hasta apoyó brevemente su mano en mi brazo mientras sus labios perdían con lentitud exagerada el pliegue encantador. Aquella mujer nunca conseguiría que yo abandonase a una esposa. Estaba tan seguro de ello como de que jamás iba a tener una esposa a la que pudiera abandonar.

-Yo pediré algo un poco más fuerte si no le importa, soy una bebedora social moderada.

 Pidió un whisky sour. En cuanto lo hubo ordenado, se giró hacia mí, compuso una expresión formal y dijo:

-Bien, ahora llega la parte desagradable de la reunión. ¿En que puedo ayudarle, Humphrey?

-No estoy demasiado seguro, Sara. Quizás podría contarme la relación que tenía con María Buisan.

-Somos, perdón, quiero decir que éramos amigas, desde la infancia. Ve, no me acostumbro a hablar de ella en pasado. Durante unos años la vida nos separó, luego un buen día nos reencontramos en una academia de pintura artística. A las dos nos gustaba pintar, era nuestra inquietud artística, si quiere llamarlo así. Reanudamos nuestra antigua amistad y nos hicimos inseparables. Salíamos juntas, íbamos de compras, tomábamos una copa de vez en cuando. Nuestros respectivos maridos se unieron a nuestra amistad, formábamos un cuarteto divertido, compartíamos muchas cosas.

-¿Las llaves de sus respectivas casas también?

-No sea malo. Eso no ha sido una muestra de elegancia por su parte.

-¿Puedo contar con su perdón?

-Claro, tratándose de un tipo duro que solo teme a las mujeres fatales, creo que tendré que tener cierta paciencia con usted. Bueno, en serio, ella me pidió las llaves y no me dio demasiadas explicaciones. Y si yo me imaginé algo, cosa no demasiado difícil teniendo en cuenta lo aburrido que es su marido, el pobrecillo, pensé que no era mi misión entrometerme. Mi mejor amiga me pedía las llaves de mi pequeña villa y yo se las dejaba. Punto.

-¿Usted no conocía a Piero Santacroce?

-Dios me libre de tener semejantes amistades.

En aquel momento pensé que: “No, nunca me lo presentó”, hubiese sido una respuesta mucho más creíble. O sea, que decidí incidir un poco más en aquella dirección. Y de paso, debía hacer un esfuerzo por mirarla a los ojos en lugar de hacerlo a alguno de sus indiscutibles encantos. Aunque pensándolo bien, a sus ojos color miel no me costaba un esfuerzo mirarlos. Me dediqué a ello.

-Yo creía que las amigas íntimas eran dadas a compartir las ilusiones que experimentan, aquellas cosas emocionantes que salen de lo cotidiano. Y un amante como Piero Santacroce, no me negará que tiene su encanto.

-Bueno, ya sabe, también depende de las amigas, y en ocasiones de las diferencias en la forma de entender la vida de cada una de ellas. Aunque reconozco que un amante como Piero Santacroce debe tener su encanto.

-Y hacer el amor con él, en la cama de una amiga, quizás le añada emoción al asunto. ¿No cree, Sara?

Una leve contracción en el labio superior de “Sara a secas”, me reveló que había encajado la frase. La rapidez con que trató de borrarla me hizo pensar en la tensión que estaba tratando de ocultar la señora Villaecija. Lo que no estaba claro era la razón que provocaba la tensión, ni el esfuerzo de componer aquella mascara de casi divertida despreocupación.

En la calle, un tipo que vestía un jersey Lacoste amarillo canario de manga larga tropezó con el cochecito de bebe que conducía una joven mamá que lanzaba regocijadas exclamaciones  por el móvil. El hombre se disculpó con una ligera inclinación al estilo japonés. Ella le dirigió un chorro de exabruptos al estilo ibérico, se desentendió del tipo que retrocedía confundido, y continuó lanzándole grititos emocionados al móvil.

-¿Sabe que tiene razón Humphrey? Creo que sí, creo que si hubiese sabido lo que estaba haciendo María en mi casa me hubiese replanteado el permitirle usarla. Pero como ya le he dicho, yo no lo sabía.

Sara Villaecija respondía a algo totalmente distinto a lo que yo había preguntado. No vi error en ello sino una muestra de habilidad por su parte. Sus ojos color miel seguían siendo un buen lugar para perderse, sin embargo ahora tenían una sombra de dureza que me hacía ver que no estaba disfrutando de la conversación.

-¿Puedo hacerle yo una pregunta ahora, Humphrey?

-Dispare, Sara.

-¡Jesús que cinematográfico! ¿Sabe si la policía tiene ya algún sospechoso?

-Sí, claro, tienen retenido a Santiago Martorell. Están pensando en la conveniencia de retener también a la viuda de Piero Santacroce mientras comprueban una serie de detalles.

-Pobre Santiago, lo debe estar pasando muy mal. Es un tipo aburrido como le he dicho antes, pero buena persona. Me disgusta que lo esté pasando mal. ¿Y la viuda…?

-Se llama Ángeles Manjón. Es la segunda sospechosa en importancia. La policía no corre pero tampoco se deja a nadie en el camino, se lo digo porque usted está en la lista de sospechosos. Y si los titulares convencen a la policía de su inocencia, entonces entran en escena los reservas. Usted es uno de ellos.

-¿Pero, porque que razón debería yo ser sospechosa?

-María murió en su casa, es una excelente razón.

-¡Virgen Santísima!

-Pero no se preocupe, no se puede acusar a nadie sin pruebas bien fundamentadas. ¿Tiene usted una coartada para la hora en que se produjo el crimen?

-Relativa.

-¿Y eso que quiere decir?

-Estuve en el cine, en la primera sesión.

-¿Con alguien?

-No, sola.

-¿Hizo algo que llamase la atención de alguien?

El tintineo de su risa me sorprendió en esta ocasión.

-Perdone, en ocasiones no puedo evitar ser un poco frívola, en ocasiones me comporto como una niña. Y respondiendo a su pregunta: no, no hice nada especial para llamar la atención. Pero, discúlpeme, Humphrey, normalmente no hace falta que haga nada especial para que los hombres fijen su atención en mí. Y el chico que cortaba las entradas, creo que sería capaz de recordarme. Me miró de una manera que…, usted ya me entiende.

-Sí, me hago una idea bastante clara de lo que quiere decir.

-No quisiera que me tomase por mas frívola de lo que en realidad soy.

-No se preocupe Sara, creo que sería usted una magnifica madre para mis hijos. -Me hice el firme propósito de presentarle a Sara mis hijos en cuanto los tuviese.

-Eso que ha dicho es muy halagador. Y ahora si no tiene más preguntas, creo que debería marchar. No acostumbro a hacer esperar a mi marido. Si le puedo ayudar en algo, no dude en llamarme.

Se marchó sin que le aclarase que el  interés en que fuese la madre de mis hijos era sin duda menor que ir probando cuantos hijos podíamos tener juntos. Son esa clase de matices que es mejor no aclarar e ir dejando que se aclaren solos.

En la calle respiré hondo y desentumecí los músculos del cuello. Me pregunté qué demonios estaba haciendo el tipo que tropezaba con los cochecitos de bebés mirando el escaparate de una tienda de ropa para señora.

Caminé hacía la Diagonal. Entré en el Sandor y me encerré en el servicio para caballeros durante tres minutos. Cuando salí, el tipo del jersey amarillo había desaparecido. Pensé lo triste que resulta que nuestra profesión nos convierta en neuróticos incorregibles.

Bajé por la calle Urgel, me paré en una cabina telefónica del tipo cubo de cristal y simulé que efectuaba una llamada. Al cabo de dos minutos el tipo del jersey amarillo me adelantaba por la acera de enfrente y doblaba la próxima esquina. Ahora ya sabía la razón por la cual nuestra profesión nos convierte en neuróticos incorregibles.

Llamé al teléfono móvil que nuestra Agencia le había proporcionado a Bambi desde la misma cabina.

-Bambi, escucha con atención, hay un tipo que me está siguiendo. No sé quién demonios puede ser y me muero de ganas por saberlo. Yo, ahora voy al Sandor y me quedaré allí sentado. Tú pasarás por delante sin mostrar que me  conoces. En cuanto te vea, pagaré, me levantaré y caminaré hasta la parada de taxis más próxima.  Tanto si me sigue como si no lo hace, tú le sigues a él y averiguas quién es, qué hace para ganarse la vida, de qué color es el pelo de su esposa, a qué colegio lleva a sus niños, a cuánto asciende su declaración de renta y la frecuencia de sus deposiciones. Perdón, con tanta cháchara me olvidaba, le reconocerás porque aparte de seguirme, viste un jersey amarillo de manga larga, marca Lacoste, y unos pantalones tejanos. Mañana espero tu informe, fenómeno, no me falles que eso puede ser importante.

La cierto es que no sabía si aquello era importante, pero había que animar al chaval.

A los treinta y cinco minutos Bambi pasó por delante de mi mesa en la terraza del Sandor componiendo una expresión de “acabo de perder al canario, alguien sabe dónde está”, pagué y busqué una parada de taxis adecuada a mi plan. Debía tener más de dos unidades.

Hice que el taxi me llevase a la Agencia. Al llegar, tres taxis pararon a escasa distancia uno del otro con una diferencia de segundos. El primero me llevaba a mí, el segundo al tipo del jersey amarillo, el tercero a Bambi.

Aquella noche me visitó Maruchi, llegó acompañada de una botella de Moet Chandon y una bandejita de pastelillos. Sabe perfectamente que yo no bebo salvo cuando los acontecimientos me sobrepasan y el dolor de vivir aconseja mitigarlo con alcohol, pero ella es capaz de darle al champagne una serie de usos más imaginativos que el simple y tópico hecho de ingerirlo. Los pastelillos me los como yo mientras ella usa el champagne.

Poco antes de su llegada, la mujer que fumaba desnuda en la terraza frente a mi balcón me había saludado cuando salí a verla. Pocos minutos después de la llegada de Maruchi, alguien había corrido la cortina.

Yo no fui, Cariño me aseguró que ella tampoco.

A Maruchi no se lo pregunté ni ella intentó aclarármelo.

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Ilustración de Rosa Romaguera

.BAMBI (10).

Cuando por fin deje al tipo del Lacoste amarillo ya eran las once de la noche y aún no había podido seguir las instrucciones de Humphrey. Haz lo mismo que ayer, me había dicho. Si bien luego había recibido nuevas instrucciones, estas no habían excluido a las anteriores a mí entender, así que me dirigí hacia los barrios bajos para reencontrarme con Mayka y “El Pesadilla”.

El local del neón rojo seguía en su sitio cuando llegué. El callejón me resultó tan poco tranquilizador como el día anterior. El aroma a delito que se respiraba en el interior también me resultó familiar, aunque el humo era más espeso que la noche anterior si ello era posible. La suciedad, solo se diferenciaba en que tenía un día más de antigüedad. Casi me sentí agradecido por tantos detalles familiares.

Me pareció astuto, muy de mi oficio, volver a tirar de la lengua a Pirri. Paseé la mirada por el local buscándole. No fue demasiado difícil encontrarle, estaba sentado en la misma mesa del día anterior y en la misma compañía. Me vio al mismo tiempo que yo a él y no dio muestras de alegrarse.

Por alguna razón que no llegué a entender, mi presencia debió causarle una repentina desazón hasta el punto de obligarle a hacer un escorzo con el cuerpo para evitar que nuestras miradas se encontrasen. Inició una conversación El Pesadilla, a pesar de que este no daba muestras de interesarse lo más mínimo por sus palabras ya que siguió mirando al frente. Mayka tampoco le prestaba demasiada atención a Pirri, parecía mucho más interesada en hacer alpinismo con su teta izquierda sobre el brazo de su hombre.

Mi vejiga me lanzó un aviso en forma de leve pinchazo. Al fondo del local un angosto corredor se internaba hacia una oscuridad húmeda. En la pared, al lado de la abertura sin puerta que iniciaba el corredor, un rotulo de cartón proclamaba en el más puro estilo minimalista: W.C.

La puerta entreabierta del fondo del corredor, flanqueado por cajas de diversas bebidas llenas de botellas vacías, dejaba entrever un suelo alfombrado de aserrín húmedo. En el interior, una taza de sanitario desportillado, sin protección en el asiento, mostraba una muestra variada de excrementos humanos. Tomé la decisión de desatender a los requerimientos de mi vejiga y comencé a girar para salir.

Antes de que pudiese enfocar la puerta de salida, un empujón me hizo regresar dando trompicones al interior del cuartucho. Patinando sobre la capa de aserrín fui a estamparme contra la pared.

El Pesadilla entró detrás de mí sin molestarse en cerrar la puerta. El fulano aquel, visto de cerca, era una lograda caricatura del mal. Uno de esos tipos que en un juicio por asesinato solo le descartarías como culpable si el muerto fuese él.

Su voz ronca, sonaba a miseria, a orgullosa incultura y a depravación:

-Esta puerta no se puede cerrar cuñao, la dejan así porque no quieren que la gente se encierre a follar, pillan ladillas y encima protestan. Pero si se escapa algún navajazo no les importa demasiao, más de un muerto ha visto ese ameadero. Me dicen que andas muy interesao en mi persona, que te gusta hacer preguntas sobre mí ¿por qué no preguntas ahora, cuñao?

-Me parece que te confundes de persona. No sé quién te ha podido decir esto, pero ni te conozco, ni tengo demasiado interés en conocerte.

 -Bueno cuñao, creo que en eso tienes razón. No te interesa demasiao conocerme, pero quiero que me digas la verdad, así podemos estar los dos tranquilo.

-Oiga señor, le agradecería que pusiésemos punto final a esa conversación que le aseguro que no nos va a llevar a ningún lugar.

-Joer que bien hablas, pero ahora vas a hablar un poco mejor entoavia, cuñao.

Su mano abierta impactó en mi cara y me lanzó de nuevo contra la pared. Mi rodilla, al dar la vuelta, se estrelló contra el sanitario, y escuché a mí rotula lamentarse de su mala fortuna. La bofetada provocó que todo mi cuerpo vibrase. Escuché con toda claridad el tintineo de campanas que hacían mis pelotas chocando la una contra la otra por efecto de la vibración. Tuve la tentación de desmayarme escuchando aquel agradable tintineo, pero aquel tipo tenía otros planes para la velada. Nos lo estábamos pasando bien, especialmente él, y aun no quería terminar.

Entonces recordé cual era mi papel en este mundo, procuré visualizar la técnica de Mike Hammer, -el más violento de los detectives privados que orlaban el Olimpo de la Investigación-, y me dispuse a demostrarle a aquel fulano que no estaba tratando con cualquiera. Le observé brevemente, estudiando cual podía ser el punto donde mi ataque le causase mayor efecto. Lancé un gancho a su estómago con todas mis fuerzas.

Fue un intento de golpe, tan malo, que el tipo ni siquiera se enfadó. Casi me arrancó la cabeza de un nuevo manotazo, pero, repito, no se le veía enfadado. Luego me metió la cabeza en el sanitario obligándome a saborear las miasmas. Me pateó las costillas, me levantó de nuevo, me sentó en la taza y me preguntó:

-¿Tienes algo que contarme o quieres que sigamos?

Moví la cabeza negativamente y permanecí callado. Al fin y al cabo no tenía fuerzas para hacer otra cosa.

Creo que él interpretó que estaba tratando con la persona equivocada. Supuso que alguien tan flojo como yo no podía estar yendo tras él. No fue capaz de creer que yo llegase a representar un peligro real. Imagino también que su confianza en Pirri, y sus informaciones, no era nada del otro mundo.

Así que decidió dejarme en paz. Lo decidió después de restregarme la cara por el aserrín, intentar agujerearme el esófago de un rodillazo y partirme el labio de un puñetazo. La navaja que me puso en el cuello cuando me dijo: “Mejor que no te vea nunca más, cuñao”, creo que solo fue para darse tono. Sea como sea, fue un gesto innecesario Ya estaba convencido de que era un tipo peligroso. Y mi interés por verle de nuevo era tan improbable como un coro de arcángeles haciendo striptease en la Plaza de Cataluña.

Durante la casi una hora que permanecí medio tendido medio sentado sobre el aserrín húmedo, vinieron al aseo cuatro personas. En todos los casos, al verme, dieron media vuelta y se largaron componiendo un gesto que tal vez quería decir: cada día tienen esto más sucio.

Cuando al fin pude levantarme y crucé el local camino a la calle, El Pesadilla, Mayka y Pirri no estaban ya en su mesa. De alguna manera llegué a mi casa y me tumbé en la cama.

No me pregunten cómo conseguí llegar. No lo recuerdo. Lo que sí que recuerdo es como me tumbé en la cama. Simplemente me deje caer.

Había conseguido mi bautismo de fuego como detective privado. No pretendo que fuese nada para ir presumiendo por el barrio, pero ahí estaba. Ya me habían roto la cara, y temía que alguna cosa más, en el ejercicio de mis funciones.

Y ni siquiera había cenado.

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BAMBI (11).

El dolor, situado tras los globos oculares, pulsaba en ondas lentas que se dirigían hacia las sienes, allí estallaban en una orgía de colores donde predominaba el rojo. Creo que gritaré, pensaba, pero de alguna manera conseguía contener el grito respirando hondo.

No servía de nada, de nuevo sentía deseos de gritar.

Así fue como me divertí durante un buen rato intentando no aullar de dolor. Más tarde me cansé del juego y lancé un aullido lastimero que hubiese logrado enternecer a Rin Tin Tin.

No me sirvió de gran cosa ya que Rin Tin Tin no andaba por allí. Solo tuvo el efecto de que mis ratones se asustaran y corrieran a esconderse. Me quedé solo y mucho más lastimado de lo que me había sentido en toda mi vida. Había averiguado de la manera más traumática posible para lo que sirve la fuerza y la capacidad para hacer daño.

Me vinieron a la mente unos versos antiguos, festivos, que rezaban: “Y llegaron los sarracenos y nos molieron a palos, que Dios ayuda a los malos cuando son más que los buenos”. Ni siquiera me pude reír, dolía demasiado.

Ya de día, si quería saber cuál era la parte de mi cuerpo que más me dolía debía pararme a pensarlo detenidamente.

Telefoneé a la Agencia a las once de la mañana, lo hice desde el móvil que me habían dado. Fue relativamente sencillo ya que lo tenía en el bolsillo del pantalón y estaba vestido sobre la cama.

Media hora más tarde llegó Humphrey con un hombre alto y delgado que dijo que era médico. Cuando se quitó la chaqueta cruzada, mostró una camisa que se manchaba de sudor  a la altura de los sobacos. Su aliento recordaba al humo de una chimenea atascada, pero el hombre sabía lo que hacía. Me vendó y mandó a Humphrey a la farmacia. Me hizo tomar algo y dijo que estaría varios días con dolores, pero que no tenía nada roto. Dijo que  no entendía demasiado bien la razón, porque me habían sacudido a conciencia, y bromeó con la dureza de mis huesos. Estuve de acuerdo con él, aunque no se lo dije.

Me dormí sin dolor, supongo que por efecto de lo que el tipo alto y delgado con manchas de sudor en los sobacos me había dado.

Cuando horas más tarde me desperté, Mercedes estaba sentada en la silla (solo tengo una silla en casa, de ahí el singular) al lado de mi cama. Tenía su mano sobre mi frente y me miraba preocupada.

Dudé entre ronronear como un gato al que le rascan el lomo, aullar como un coyote lujurioso atrapando al correcaminos, o babear de placer como un ejecutivo tras enterarse de que acaba de cumplir los objetivos de ventas fijados por la empresa.

Me dormí de nuevo.

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HUMPHREY (11).

A las diez de la mañana estaba en la Agencia. Mientras esperaba a Bambi para que me pusiese al tanto de sus gestiones, Mercedes me sorprendió con una pregunta inesperada.

-Jefe ¿qué opina del arte conceptual?

-Que como concepto es una tomadura de pelo.

-Y si yo le dijese…

No llegué a enterarme de lo que quería decir mi secretaria, el teléfono se encargó de interrumpirnos.

Era mi socio Billy Ray Cunqueiro desde Orense.

-Rapaz que bien te lo debes  pasar sin que el pobre Billy Ray te dé la tabarra. Amlukinafteapritianduriñafoyu -(Te estoy buscando una novia guapa. Más o menos en inglés y con la carga de acento orensano propia de Billy Ray)-. Te la mandaré por paquete certificado.

-Billy Ray, escúchame, me he propuesto acabar, aunque sea a hostias, con tu maldita  costumbre de soltar frases en inglés.

-No seas desagradable, socio. En el fondo lo que  pasa es que me añoras, no puedes pasar tantos días sin verme, te desmoralizas.

-Para añoranzas estoy yo, Billy Ray. Tengo dos muertos encima de la mesa y nadie que quiera hacerse cargo de ellos.

-Mira, meu rei, si empezamos con esas historias de muertos que os lleváis, tú, y el gorila de García, yo me quedo quince días más por estas tierras, o dos años si hace falta. Me gustaría saber porque siempre andáis tratando con esa clase de gente capaz de cualquier cosa con tal de salirse con la suya…, ¿cómo se llaman?

-Políticos-respondí yo cortésmente.

-No, hombre, ¿no es sádicos?

-Esos son los inspectores de Hacienda.

-Bueno, veo que estas de buen humor. Por cierto ¿cómo está García?

-Hoy tengo que ir a verle, supongo que no tardaran mucho en mandarle a su casa. Ya sabes cómo andan los hospitales de ocupación, y,sabiendo cómo es él, todo el personal estará deseando largarle. Le daré recuerdos tuyos.

-Sí,dáselos. Oye, en serio, avísame cuando hayas limpiado la Agencia de muertos. Antes no pienso en venir ¿de acuerdo?

-He fichado a un chaval para que nos ayude, una especie de chico para todo, parece buena gente.

-Tú mismo, rapaz, ya le conoceré. Te llamo la próxima semana.

-Pásalo bien, Billy Ray.

-Y tú deja de buscarte líos. Harías mejor pillando a unos cuantos famosos con el culo al aire, y vendiéndole el reportaje a cualquier programa cutre de televisión.

-Pero si eso ya lo hace media España.

-Porque da dinero meu rei. Vosotros aun no os habéis enterado de que los muertos son malos pagadores.

-Sí, algo de eso he escuchado por ahí. Te dejo, Mercedes me está haciendo señas de que hay algo urgente en la otra línea.

Mercedes me hacía señas perentorias y ponía muy mala cara. Colgué y me pasó la llamada.

La voz de Bambi era apenas reconocible. Solo entendí que estaba en cama y necesitaba ayuda.

La casa de Bambi no era un palacio. Estaba en un callejón que se interponía, como un error arquitectónico, entre las calles paralelas y simétricas del barrio de La Sagrada Familia. La puerta de madera mal pintada, que en algún momento fue cabina del portero, estaba entreabierta. Desde la entrada observé la totalidad de la vivienda de Bambi: una estancia amplia con las paredes verde pastel y manchas de humedad repartidas al azar. Un fregadero, una cama, una pequeña mesa, y una silla con el asiento de paja trenzada completaban la pieza.

Un numero sorprendente de tuberías de todos los colores sonaban a intervalos irregulares con un sentido de la melodía que hubiese encantado a un loco, el mismo loco que esparciría por el suelo la clase de cosas que habitualmente suelen encontrarse en armarios y otros muebles.

Bambi, hecho una triste masa sanguinolenta, estaba tendido en la cama, vestido y con zapatos. Estaba vivo aunque no parecía convencido de sí debía seguir así mucho rato. El teléfono móvil con el que me había llamado seguía en su mano que colgaba a medio camino entre su cuerpo y el suelo.

-¡Madre de Dios, muchacho! ¿Quién te ha dejado así?

-Pesadilla.

-¿Crees que continuaras respirando si salgo un momento a buscar a un médico?

-Siii.

El doctor Valenzuela no puso reparos en dejar su consulta y venir conmigo. Está acostumbrado a hacer cosas bastantes más raras, con bastante gente más peligrosa que yo, y en momentos bastante más oscuros. Ni que decir tiene que incluye en sus servicios la más absoluta confidencialidad a cambio de una minuta abusiva. Aunque exenta de IVA.

Una vez que el doctor Valenzuela me aseguró que Bambi no solo sobreviviría sino que en pocos días haría vida normal, llamé a Mercedes y le pedí que acompañase a Bambi. Esperé en el cuartucho hasta que ella llegó.

En cuanto salí, fui a ver a García. Dadas las circunstancias, hablar con él no era solo una cuestión de compromiso social.

García ya no estaba en cama. Le encontré sentado en un sillón y dándole vueltas a un libro que, en sus manos, ofrecía el mismo aspecto que un patito de goma en la pila bautismal de la Catedral.

-¿Qué es eso que lees?

-No lo leo, lo manoseo. Y así voy a seguir unos cuantos días más, si tú no tienes nada en contra.

-Vaya, me alegro de que te encuentres mejor.

-Como una rosa. ¿Has venido a contarme algún chisme?

-Más o menos. Tengo dos noticias para ti, una es buena, la otra mala.

-Empieza por la mala, es lo que me conviene.

-No, empezaré por la buena.

-¿Pues para que coño preguntas?

-Yo no he preguntado nada, García. La buena es que hace días que he averiguado el escondite de “El Pesadilla”.

García se levantó como si tuviese un resorte que se hubiese activado con mis últimas palabras. Algo debía ir mal en el resorte ya que se sentó de nuevo con una mueca de dolor en el rostro.

-No es nada. Me acaban de poner una inyección, y aún no ha tenido tiempo de hacerme efecto.

-Tranquilo García, ahora la mala: Te lo estaba guardando, era mi regalo para cuando salieses, pero no voy a esperar. En cuanto salga de aquí, voy a contarle a Jareño donde está. Y que se encarguen ellos. Ese mamón, casi mata a Bambi de una paliza, Es demasiado peligroso, que tus colegas se encarguen de él.

-No lo harás Humphrey.

-Sí, sí lo haré. En cuanto salga de aquí lo haré.

-Escucha. Yo también tengo una noticia mala y una buena. Primero la mala. Si es la policía quien coge a nuestro amigo lo meterán en la cárcel, y en unos pocos años estará de nuevo en la calle haciendo daño. Y mientras esté en la cárcel también estará haciendo daño. Allí hay gente muy mala, y otros que no lo son tanto, o incluso nada. A esos otros es a quien los malos de verdad como “El Pesadilla” hacen daño. Te he contado en más de una ocasión que la mayoría de delincuentes nacen malos, y que luego es la sociedad la que, de una manera u otra, les obliga a serlo. Pues bien, estamos hablando de un tipo que ni siquiera ha necesitado nunca que la sociedad le ayude. A ese le tienes un mes en el cielo y luego ya puedes pasar por allí a hacer una redada de ángeles.

La actitud de García me sorprendía. Él, por educación policial y por carácter, acostumbra a usar la intimidación como argumento. En aquellos momentos el ex Sargento trataba de convencerme razonando. Me exponía una visión de la vida y de la justicia que, si bien era discutible en algún aspecto, ofrecía rincones cómodos donde adormecer mi conciencia, si seguía sus deseos. No quería imaginarme al Pesadilla campando a sus anchas en un tiempo más o menos corto.

-La noticia buena, amigo mío, es que posiblemente mañana me sueltan. Y yo tengo una cuenta que saldar con este fulano. No te he recordado nunca que te he salvado la vida en un par de ocasiones. Ahora te lo recuerdo. Me gustaría que ahora tú hicieses algo por mí, Humphrey.

-Pero no estás en condiciones de ir a buscar a ese tipo. Tú mismo has dicho que es peligroso.

-Yo también soy peligroso, nene. ¿Quieres que te forre a hostias, para que veas si estoy, o no estoy, en condiciones de machacar a ese desgraciado?

-No voy a detenerle, Humphrey. Para eso dejaría que lo hiciesen Jareño y los chicos. No quiero tener su sombra detrás de mí toda la vida,  él no va a olvidarse de mí. Y yo ahora no quiero olvidarme de él, le llevo unos años de ventaja en eso de vivir y, si espero mucho, ya no podré con él. Escucha lo que te digo: si no dejas que arregle este asunto a mi manera, tarde o temprano iras a mi entierro. Y si entonces quieres arreglarlo tú, alguien tendrá que ir al tuyo.

-Me estás poniendo en una situación en la que no querría estar.

-Todos tenemos nuestros problemas, Humphrey.

Fui a ver a Jareño.

Pero no le conté que conocía el escondite de “El Pesadilla”.

Estaba pagando mi deuda con García. Y estaba siguiendo mis propios impulsos. Me acordaba de Bambi.

La ley del Talión es un invento muy antiguo. Temía por García.

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