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Queen of soul, por Laura Muñoz

Cazadora cazadaConoces a Laura, a Laura Muñoz. Claro que sí.

Es el gatillo de Fiat Lux, el punto de mira y el cañón, y muchas veces la bala.

Por sus fotos la conocerás.

Pero, ahora, no sólo por sus fotos. Ahora, hoy, también por sus palabras, por sus letras: letras, que como sus fotos, hablan. Mucho.

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Cuentan las crónicas:

“Laura Muñoz Hermida, con el relato titulado La petición, se proclamó este pasado lunes 21 de mayo (2012) ganadora del I Premio Internacional de Relatos de Cerveza-Ficción, organizado por La Fábrica, Ediciones Amargord y Amstel”.

Laura prefiere no hablar mucho (o nada) de ello, pero nosotros sí, menudos somos. Y por eso lo recordamos para dar pie a este relato que publicamos en Fiat Lux.

..

 

Laura, ya tú sabes, la cazadora… cazada.

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Relato. “Queen of soul”

Por Laura Muñoz.

 

Parece un negro travestido. Tiene la cara más blanca que el resto del cuerpo por culpa del maquillaje, casi a juego con las palmas de sus manos. Suda y siente los nervios. Escucha el griterío acomodado ahí afuera, tras el telón de terciopelo. Le han prestado un cuarto para que se cambie, para que trague el Ginger Ale ofrecido por los dos hombres que la han contratado esa noche. Le han echado algún licor. Roza la mayoría de edad y ya es madre de dos negritos preciosos que, ahora, piensa si no serán un freno para su carrera. Antes de cada show le ocurre lo mismo: sus hijos harán que pare, impedirán que crezca y no explote. Dicen que tiene buena voz y ella lo duda. Apenas tensa las cuerdas vocales y el chorro sale solo. Cierra los ojos y todo surge. Su voz pasea hasta los tobillos y muerde, acaricia su pecho y arranca, salta al público y lo despierta. Sí, debe tener buena voz.

Los tipos que hablaron con su padre se hicieron cargo de los billetes y pagaron tres noches en la pensión para ella y un acompañante. Aparte, las libras que acordaron y de las que no verá ni la mitad. Llevó a su prima, la peluquera. Los niños están en Detroit con su padre porque no tienen uno propio.

Termina de acomodar el moño que su prima le hizo en la pensión. Pasa las manos húmedas por ambos lados de la cabeza y consigue el peinado original. Se ha vestido con un traje negro y largo de lentejuela barata, zapatos altos que no son de su talla. Está empezando y tiene que dar buena impresión, aunque sea con telas de saldo y tacones ajenos. En la mesa frente al espejo, el vaso vacío. Se arrepiente de haberlo bebido entero. Está algo mareada, desde que aterrizó por la mañana no ha comido nada, por los nervios. Salió del control del aeropuerto con su prima, la maleta casi vacía y una colección de recuerdos y arrepentimientos con nombre propio. Resopla haciendo que su flequillo se coloque a un lado de la frente. Masajea los párpados con cuidado y mira el techo de ese sitio. Goteras y tres bombillas sin lámpara. Una encendida, dos muertas. Una bolsa de humedad amenaza con caerle encima así que cambia la silla plegable de sitio. Traslada la visión hacia la puerta cerrada. Escucha conversaciones que no entiende, trata de establecer un ritmo en su respiración y se da cuenta que el pomo de la puerta se mueve.

Uno de los hombres que la contrató, el que fue al aeropuerto, quien escribió su nombre en una cartulina apenas tensa para sostenerlo bien arriba y encontrarla, entra sin permiso ni vergüenza. Hace un gesto con la ceja y suelta un “Your turn” con acento que ella no reconoce. Esa negrita con pinta de travesti, con demasiado maquillaje y disfrazada de lo que aún no es, levanta el culo de la silla y sale por la puerta sin rozar al hombre. Ella misma separa el terciopelo para llegar hasta el escenario y siente seguridad al saber que no es ella lo único de saldo que hay allí. Oscuridad inducida, un taburete alto, el micrófono sobre un soporte que tendrá que ajustar a su pequeña estatura y la silueta tenue del mogollón de cabezas que han ido a ver su actuación. Un foco que hace daño a la vista pero del que se escapa una vez se ha acomodado en lo alto de un taburete que no sabe si soportará su peso. Mira al frente en busca de su prima, la peluquera, pero no consigue reconocer a nadie en el contraste de luces. A un lado, en cambio, distingue una sombra en movimiento que se acerca y crece hasta mantener el tamaño de una cabeza normal. Es el otro, cree. No está muy segura, esos dos tipos son gemelos o mellizos, se parecen mucho. Incluso son igual de pequeños y delgados.

El hombre con traje elegante, corbata -parece que buena- y zapatos bicolor agarra el micrófono y lo libera de la peana. Pasea el cable mientras habla entre el murmullo del público con ese acento que ella no es capaz de ubicar. La gente calla y escucha, seguramente haciendo un esfuerzo por entender ese inglés extraño. No parece intimidarse por la gente ni por el hecho de que cuesta bastante entenderlo. Habla rápido y mucho. Cuenta el trabajo que ha supuesto traerla hasta allí. El económico y el emocional, dice. Pide que esa noche no escatimen en consumiciones y que, al terminar o durante el espectáculo, habrá acceso abierto a lo de siempre. Recuerda a la artista invitada, mirándola directamente a los ojos, que un admirador está esa noche allí. Ella está en Detroit en el momento que grita su nombre, en el instante en que el manojo de cabezas se levantan, las palmas se juntan y hacen un ruido parecido a un aplauso. Toma de la mano del gemelo, mellizo o sólo hermano el micrófono. Da las gracias por la asistencia con una voz que parece asustada y se presenta. Comienza a cantar sin haber dicho el título que interpreta porque, en realidad, son nuevas composiciones a las que aún no ha dado nombre.

Nadie ni nada acompaña su voz. El chorro sale huérfano y apadrina las mentes que lo acogen, retorciendo esas almas en penumbra que hacen a sus dueños abrir la boca y entornar los ojos. No entienden que ese cuerpo rechoncho, disfrazado y poco acostumbrado al escenario pueda parir lo que oyen. Todo quietud, las cabezas se han juntado un poco más y algunos se han acercado para comprobar que es real. Voz y luz. El foco alcanza sus ojos cerrados mientras vocaliza con maestría las claves de la perfección. En la sala, en varias de las mesas que pueblan la parte más baja, rememoran las palabras del gemelo, mellizo o hermano del otro sin creer, esa vez, ninguna de ellas. No es posible que nadie haya reparado en la armonía brutal y poderosa que hace esa negra cuando vibra su garganta.

Ella, ausente en cada tema que interpreta, vive la línea de una palabra que se une a la siguiente en un perfecto solo. Es entre una canción y otra que se arrepiente del moño y su vestido. Tendría que haber ido con su casaca negra, la que disimula los kilos que cogió y no le abandonan desde que fue madre. Cuando mira hacia abajo, abrumada por los silbidos que oye de lejos, ve los zapatos que le ha prestado su tía Virna. Demasiado tacón para una adolescente. Un tamaño exagerado que delata el préstamo y un color apagado por el tiempo que ni siquiera pega con las lentejuelas del vestido. Saca uno de los pies del cauce y, en un intento por cambiar en lo posible, se descalza despacio. Hace lo mismo con el otro. Mengua bastante pero no le importa, se ha librado de la luz.

Siguiente tema. No ha preparado el orden, le gusta cantar lo que siente. Funciona por impulsos, siempre sencillos. Todos beben de sus copas y piden al camarero que las rellene subiendo un brazo, sin quitar los ojos de ahí arriba. Un micrófono sobre un soporte, un taburete alto y alguien disfrazado con ropa prestada que canta y duele.

Los tipos del contrato, los dueños del local, han desaparecido tras una puerta metálica que hay frente al escenario. Están tranquilos, la negrita se sabe defender sola y ellos pueden hacer lo suyo. Sería imposible determinar quién entró antes y quién detrás. Deben ser gemelos o mellizos. Hermanos, seguro. Traje elegante y negro, corbata -parece que buena- y zapatos bicolor. Ambos. Pelo ralo inundando una cabeza, dos, que no paran de negociar. Un par de hombres buscando futuro, hoy en Picadilly y mañana en cualquier rincón inglés que se preste. Con la invitada de esa noche, la caja crece sin que apenas tengan que hacer nada. Acceden al sótano tras recorrer siete escalones de hormigón de obra. El suelo, también original, se desprende a cada paso. Una mesa redonda. Seis hombres que parecen estar hechos a medida. Más trajes elegantes, corbatas de las buenas, puros y Bourbon. Nada de Ginger Ale ahí abajo. Fichas de colores, picas, tréboles y corazones, aparte de los impresos en la baraja, a punto de reventar. Escalera, parejas y triples. Humo y los gemelos, mellizos o hermanos que se miran con intimidad.

A través de la puerta y por debajo, se cuela la voz visceral de la madre adolescente que canta al otro lado. La rabia puede sentirse entre las notas y bajo la mesa forrada de verde mientras algunos cordones de cuero y hebillas bailan siguiendo la bruma sonora que llega. No sólo la caja donde cambian billetes por fichas es diferente ahí abajo. Los puros echan menos humo que de costumbre y el croupier tarda más de lo habitual en servir cada mano. Picas rozando el tapete, deslizando suerte hacia destinos de avaricia.

A la vez que la tranquilidad agresiva de la voz va ganando realeza, algo se enturbia y todo se pudre. Silencio y desaparece la voz. Un disparo. Gritos. Los hermanos, gemelos o no, salen por la puerta metálica y observan la escena sin más reacción que la natural. Quietos. Un hombrea punta al techo con una M1911 modificada. Humea el cañón y enmudece la reina. En cuestión de segundos y sin entender, los dos pares de ojos del mismo vientre se mueven persiguiendo los movimientos del hombre armado. La hilera simple de la Colt se mueve y escupe cartuchos contra las lentejuelas. Todo en blanco y negro y rojo. La luz. Ella, la reina del soul, muerta sobre sus zapatos de prestado. Mucho más blanca que antes.

Sirenas, portazos, copas rotas y estampida. Mesas vacías, volcadas, y la poca gente que se atrevió a permanecer en el local encogida sobre sí misma. Tan rápido como empezó, ocurrió y acabó todo, las esposas de la policía metropolitana asidas alrededor del chalado de la Colt que sonríe y mira a los gemelos, mellizos o sólo hermanos.

-Os levanté el puto negocio, blanquitos mafiosos. Os lo jodí.

Una colección de zapatos bicolor camina en fila hasta la puerta. Los acompañan el resto de los metropolitanos que, al día siguiente, harán el cambio de guardia con los bolsillos del uniforme cargados de fichas de colores. Detrás, sin romper la procesión, los gemelos, mellizos o sólo hermanos ofrecen sus muñecas.

A los blanquitos mafiosos no les importa el negocio, las ganancias ni toda esa mierda que han inventado por sobrevivir. Sólo sienten que la reina no cantará “Soul Serenade”, “Respect” ni “Drown in my own tears”. Nunca habrá Queen of soul.

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