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Relato: Lo apuesto todo, Juan Enrique Soto


Hoy no toca Black Profiler, hoy toca relato. Hoy no hace análisis de conducta, hoy se pasa al lado oscuro.

“Las armas relucieron en un santiamén. En situaciones así, cuando en un maletín hay cien mil euros provenientes del tráfico de desesperados en patera y en una bolsa de deportes hay varios kilos de cocaína, las manos responden con rapidez vertiginosa a la tensión de sus dueños y a la velocidad de un estornudo están todas empuñadas y reventando los cargadores. Cosa bien distinta es mantener la sangre fría para apuntar y acertar en un blanco humano. Antonio la tenía de sobra”.

Juan Enrique Soto, que anda enfrascado en su primera novela, a la vez que nos deja por aquí sus Black Profiler y allá interroga delincuentes, pasa de ser testigo a ser cómplice con este relato, que no es el primero pero sí uno de sus favoritos.

(Re)Bienvenido a La Casa del Género Negro, jefe.

 

 

Lo apuesto todo.

Por Juan Enrique Soto.

 

0

No es cierto que se vea pasar toda la vida ante los ojos en el impreciso instante previo a la muerte. Sólo pasan por la retina aquellos momentos en los que se cometieron los errores más graves. Y la visión se acompaña de un profundo sentimiento de frustración sazonado con tristeza. Tal es lo que vio y sintió Antonio en tan cruciales momentos. Lo que sí es cierto es que, llegados ahí, fue imposible retroceder, ni detenerse siquiera. Las cartas se descubren sobre la mesa y son manifiestos la buena y la no tan buena jugada.

En esta ocasión, de farol jugaban ambos. Gastadas todas las balas, dos de ellas con impacto en el cuerpo de ambos contendientes, una en el abdomen de uno de ellos, ligeramente alta, casi a la altura del estómago; otra en el pulmón derecho del otro, a tres centímetros escasos del músculo corazón.

Los dos, heridos de muerte, mudaron el rostro quebrantado, en apariencia indolora para no dar aliento al prójimo. Después, sacaron las navajas y cada estocada al aire laceraba más al que la lanzaba que al que la esquivaba.

En cualquier caso, Prieto no debió mencionar a las niñas, confiado en que, cegado por la ira, Antonio perdiera los estribos y precipitara un ataque intenso pero alocado y fuera de control; ni Antonio debió picar el anzuelo tan obvio que Prieto le arrojaba, pues por intensa que fuese su ofensiva, también lo sería alocada y fuera de control.

Las afiladas hojas que ambos apretaban en sus manos derechas se descargaron contra la blanda carne del otro hasta que los puños violentaron las hendiduras. Boquearon abrazados durante varios segundos. Luego, como si sintieran asco de tanta intimidad con alguien de su mismo sexo, se separaron de un tirón, esfuerzo que se cobró sus últimos alientos. Trastabillaron hacia atrás sin perderse los ojos.

Prieto fue el primero en caer pero antes que él lo hizo el esputo de sangre que expulsó por la boca.

Hecho está, pensó Antonio, no volverás a joderme y dale recado al Jefe, aposté y gané. Pero Antonio sabía que tales pensamientos eran fanfarronadas. Sus heridas no eran de las que sanan. Aun así, agarró la bolsa negra de cuero viejo. Dentro se apretaban los billetes por valor de noventa mil euros. Poco era lo que había gastado en dos años pero ese dato era del todo intranscendente. El dinero sucio nunca deja de serlo, se emplee en lo que se emplee.

Salió a trompicones del invernadero en el que se citó con Prieto para zanjar las cuentas pendientes y vengar lo mucho que había que vengar. Le cegó la naciente luz del sol reflejada en los plásticos. Tropezó una vez. La mano ensangrentada se rebozó de arena y la mano fue después a la cara y manchó de arena y sangre la boca. Tropezó otra vez y desgarró la bolsa negra de cuero viejo. Los billetes, libres, volaron como pájaros morados. De bruces cayó Antonio sobre varios de ellos que quedaron atrapados entre su mejilla y el polvo.

Podría haber visto Antonio a sus niñas o a Alicia en sus últimos segundos de vida. Sin embargo, sólo pudo alucinar con sus errores más graves, un fallido disparo, una deficiente estocada, una apuesta demasiado arriesgada y perdida.

En poco más de una hora, los trabajadores ilegales del norte de África llegarían a los invernaderos y se volverían locos tratando de cazar al vuelo los billetes de quinientos euros que se creían aves tatuadas y no repararían en el cadáver de Antonio hasta que la borrachera de la caza se hubiese adormilado. Después, la noticia llegaría a la aldea y Juan y su mujer se asomarían al dormitorio vació de dos niñas que lo habían perdido todo sin saber de qué iba el juego.

1

Un profundo olor a mar penetraba en sus pulmones. Cerró los ojos. El chillido de una gaviota le anunció que ya no había descartes, que había que jugar con las cartas que se tuviera en las manos y con la habilidad para leer las intenciones del contrario mirándole a los ojos. La gaviota se adentró en el mar mientras una ola larga y suave le acarició con sus espumas los pies calzados. El agua estaba fría pero no se retiró; es más, el escalofrío que recorrió su espalda le resultó agradable. Le recordó que la partida seguía en marcha.

-¡Antonio! ¡Antonio! –gritaron su nombre a sus espaldas – ¡Están vivas! ¡Las han encontrado!

Dio Antonio gracias a un Dios en el que no creía y sacó su mirada húmeda del horizonte.

Juan se le echó encima excitado y le agarró de ambos brazos.

-¡Están vivas, Antonio! ¡Eso es lo importante! ¡Lo importante!

En los ojos de Juan, Antonio vio que lo importante no era que estuvieran vivas sino el estado en el que las habían encontrado. Temía su rechazo una vez las viera, como si él no las fuera a considerar sus niñas en cuanto viera sus torturados cuerpecillos.

-¡Vivas, Antonio! –exclamaba Juan con su brazo sobre el hombro de Antonio avanzando por la arena, dejando atrás el chiringuito de madera cerrado a las primeras luces del día más nefasto.

Con el olor de algas secándose al sol salió de la playa. Un todo-terreno de la Guardia Civil con un impacto de bala en la luna delantera, con el motor en marcha y con un guardia civil con cara de susto al volante le esperaban. Montó delante, Juan, detrás, al borde de su asiento para estar más cerca de Antonio y poder apretarle el hombro cuando intuyera la necesidad de un consuelo. Juan desconocía que no era consuelo lo que necesitaba Antonio, sino un póquer de ases.

Los vecinos se agolpaban en la entrada de la casa. En sus rostros podía leerse conmoción, turbación, vergüenza, desolación, compasión. Antonio sintió asco al no atisbar en aquella gente la menor señal de rabia, ni ira, ni deseos de venganza. La desgracia no les había acaecido a ellos, sino a otro, a un forastero de nombre Antonio al que no conocían y que vaya a saber Dios de dónde venía y quiénes eran sus amigos y sus enemigos.

Al paso del vehículo se retiraron los morbosos vecinos en un silencio absoluto de duelo. Antonio no pudo evitar la acumulación de agria saliva en su boca y la escupió a los pies del bordillo, muy cerca de las alpargatas de un individuo con cara de memo.

 La mujer de Juan abrió la puerta. Lloraba y sostenía un pañuelo blanco delante de la boca. Antonio sintió pena al ver sus ojos ahogados. La mujer rompió a llorar con desconsuelo cuando Antonio le ofreció su espalda al avanzar por el pasillo hasta el dormitorio de las niñas. Otro guardia civil, un joven en prácticas con una mancha de sangre en su hombro izquierdo, con cara de haber visto el fin del mundo desde el borde de su precipicio, estaba dentro, junto a la puerta, muy pálido, con los pulgares dentro del cinto. Eugenio, el médico de la aldea, al que apenas le quedaban unos días para jubilarse y que no era eso lo último que esperaba ver en el ejercicio de su profesión, estaba sentado en una de las dos camas. Tenía cogida la manita izquierda de una de las niñas. Se volvió hacia la puerta.

-¡Antonio! –balbuceó.

Antonio se detuvo ante las camas. Las dos niñas estaban tumbadas cada una en su lecho. Las sábanas cubrían sus cuerpos de ocho y diez años como un perfecto guardián de tela. Pensó Antonio en la seguridad que proporcionan las sábanas a los niños en las noches temerosas. Dormían como si el mundo hubiese sido mandado detenerse mientras durmieran para reanudar su excitado avance después del desayuno.

-Les he suministrado un calmante –informó el médico -. Tardarán unas horas en despertar y la ambulancia está en camino; así no se enterarán de nada.

Ya era tarde, pensó Antonio. Ya se han enterado lo suficiente. Ya saben que el mundo real no es el de los cuentos, ni el de los dibujos animados de la televisión. Ya saben que no hay monstruos dentro del armario ni debajo de la cama, sino al lado, al lado mismo de sus inocentes juegos.

Eugenio se levantó con quebranto de sus huesos, se acercó a Antonio y le puso una mano sobre el hombro.

-Están vivas. Eso es lo importante –sentenció.

Otra bola de bilis ascendió hasta el paladar de Antonio. Esta vez, la mandó de vuelta por donde vino y le quemó las entrañas y la sangre.

2

Prieto no vino solo. Se trajo a Alimaña. Bruto, descerebrado, inestable y degenerado. Ideal para el trabajo más sucio. Prieto ideó el plan. Antonio era cosa suya, casi algo personal. En el fondo, muy en el fondo, el interés provenía de la admiración. También él había manejado cantidades millonarias del Jefe, casi siempre de las drogas o del tráfico de ilegales, y, aunque lo pensó en todas y cada una de ellas, no tuvo el coraje de quedárselo y huir con el botín. Antonio sí lo tuvo. Y casi lo había conseguido. Sin embargo, el Jefe no podía permitir que nadie le robara, por más que se gastara en encontrar al ladrón mucho más de lo que le robó. El Jefe no se podía permitir la muestra de vulnerabilidad ni de debilidad; si no, se lo comerían las hienas. Esas eran las reglas. Por eso encontraron a Antonio. No podía ser de otro modo.

-Lo dejo en tus manos –sentenció el Jefe con sus gordas y grasientas manos sobre los hombros de Prieto y Prieto sabía que se dejaría mucho más que las manos si no cumplía el encargo.

Precisamente por saber cuánto se jugaba eligió a  Alimaña. Con él no había vuelta atrás una vez se había comenzado.

Las niñas ya no estaban con los hijos de Juan, como Antonio creía. Fue la única vez que Antonio experimentó en su vida una desesperación tan intensa. Equivocó el cálculo. Él mismo vio como Prieto se alejaba en la moto negra por el camino que abandona la aldea. Su presencia la interpretó como un aviso, un acuerdo, una cita para negociar, para devolver el dinero y ejecutar el castigo. Antonio le habría devuelto todo con tal de que le permitieran olvidar y ser olvidado. Pero una cosa era lo que él pensaba y otra muy distinta era la perversidad de Prieto. No habría aviso, sólo ejecución de la sentencia.

Antes de que Prieto se dejara ver, Alimaña ya tenía a las niñas. Sin ningún miramiento fue capaz de izarlas en el aire tapándoles las bocas. Las lanzó como pelotas de tenis a la parte trasera de una furgoneta blanca y condujo hasta la sierra. Llamó a Prieto por el móvil.

-Ya tengo los tesoritos –informó con inquieto talante.

-Pues entierra los tesoritos y ni se te ocurra dibujar un mapa, ¿entendido?

-O sea, ¿que son sólo para mí?

-Tienes dos horas para hacerlas desaparecer.

Prieto colgó y Alimaña giró la cabeza hacia las cuatro piernecitas que se movían como culebras.

Casi media hora había transcurrido desde ese momento hasta cuando un agente de la Guardia Civil en prácticas, creyendo sorprender a una parejita, asomó sus ojos de diecinueve años por la ventanilla trasera de la furgoneta blanca y vio lo que nunca querría haber visto. Balbuceó algo ininteligible y trató de desenfundar su pistola sin conseguir desabrochar la funda. Alimaña le golpeó en la cabeza con la puerta trasera de la furgoneta y saltó al asiento del conductor. Encendió el motor y hundió el pie en el acelerador. La máquina se encabritó como un corcel fustigado, levantó una nube de polvo y recorrió los primeros metros chirriando hacia un guardia civil que gritaba ¡Alto! a la vez que apuntaba con su arma reglamentaria al conductor. Alimaña no pretendía detenerse; el agente sí quiso disparar y lo hizo. La bala entró por la luna delantera y salió por la trasera, alcanzando en un hombro al agente en prácticas que, aturdido, conseguía ponerse en pie.

Un volantazo a la izquierda y una roca bajo la rueda delantera derecha que rompió el eje provocaron que la furgoneta se levantara sobre sus apoyos traseros lo suficiente como para que su carga infantil saliera escupida de la caja que las tenía cautivas y cuyas puertas se batían como unas palmas gitanas. Las niñas rodaron por el polvo como naranjas que se caen del cesto de mimbre. Alimaña no pudo controlar la desperfecta dirección del aparato y en el pánico aceleró cuando quiso frenar. Se despeñaron él, la furgoneta blanca y el inagotable grito que llegó pleno de intensidad a la explosión en el fondo del barranco.

3

Prieto era su apellido y su nombre pues nadie le conocía de otro modo. Le hacía justicia ya que siempre estaba en tensión. Muy moreno de tez, de ojos azules como el hielo, resultaba ser un Otelo sin apostura y con una sangre tan mala como hábil era su manejo de la navaja. Apuraba una cerveza muy fría acodado en la barra del chiringuito de la playa. Daba cuenta muy despacio de unas aceitunas verdes sin apartar la mirada de dos muchachas que en bikini tomaban el sol sobre sus toallas de colores. Escupía los huesos sin miramientos y era tan canalla su rostro que si alguien se sentía molesto por sus escupitajos con hueso, después de un efímero vistazo, mudaba el gesto molesto por un deseo inconfesable de que se le acabaran pronto las aceitunas.

Antonio no ocultó su más profunda desolación en cuanto vio la moto negra de Prieto escorada sobre su pata de cabra cerca de la arena. Se fijó en las alforjas negras de los costados con las hebillas abiertas. Apretó los dientes y masticó una maldición. Las apuestas aumentaban.

Sus miradas se encontraron al instante, algo habitual entre depredadores que coinciden en el mismo territorio de caza. Prieto escupió sonoramente su penúltimo hueso de aceituna y Antonio siguió su trayectoria hasta el pie de un cliente que simuló espantar una mosca.

-Te invito a una caña –ofreció Prieto dándose la vuelta hacia el camarero sin esperar respuesta -. Dos cervezas, rápido, bien frías y ponga más aceitunas.

Fue servido de mal gusto.

Antonio evaluó de un rápido vistazo a Prieto, con sus vaqueros oscuros y su camisa negra suelta por encima del pantalón. Llevaría pistola, seguramente un revólver del 38, limpio de antecedentes. Prieto nunca se comería un marrón que no se hubiese cocinado él mismo. Ya habían trabajado juntos antes y se conocían todo lo bien que se dejaban conocer.

-Toma unas aceitunas, hombre. Están buenas –volvió a ofrecer mientras se metía dos a la vez en la boca -. ¿Qué? ¿No? Tú te lo pierdes.

Antonio tenía los brazos caídos a lo largo de los costados. Nada debía entretener sus manos por si debiera utilizarlas.

-¿Qué? –prosiguió Prieto con la boca llena – ¿No te alegras de verme? Han pasado dos años y dos años es mucho tiempo aunque no el suficiente para olvidar.

-No, no me alegro de verte en absoluto.

-Venga, me ofendes –mintió Prieto que, en realidad, se sentía halagado al saberse tan mezquino -. Pues me tendrás que ver. ¿Creías que el Jefe no te encontraría? Nadie puede esconderse de él, ni siquiera en este miserable agujero que te has buscado, que ya podías haber demostrado mejor gusto. Y, sobre todo, si te has llevado algo suyo. Ya sabes cómo es el Jefe para sus cosas.

Antonio guardó silencio sin dejar de mirar a los ojos de Prieto, el secuaz ideal. Sin escrúpulos, sin misericordia, sin remordimientos, sin dudas. Disfrutaba con su trabajo, exactamente como era él hacía dos años y todavía no había dejado de serlo… del todo.

-Mañana a la misma hora volveré a pedir una cerveza y unas aceitunas. Cuando me vaya subiré a uno de esos invernaderos tan bonitos que tenéis por aquí, en el último del llano. Después, las alforjas de mi moto estarán llenas y cerradas. Y nos olvidaremos de ti. Mientras tanto, por aquí andaré –anunció con los ojos recorriendo la piel bronceada de las muchachas -, disfrutando del paisaje. Paga esto. No querrás que tus vecinos se hagan una idea equivocada de ti.

Se introdujo en la boca otra aceituna, la masticó y escupió con fuerza el hueso, acertando en la bandeja de boquerones en vinagre del mostrador. Después, se marchó y dejó un tufo bastardo en el lugar que ocupaba junto a la barra, el mismo olor a podrido que dejan los acontecimientos imparables y que acaban siempre con derramamiento de sangre.

Antonio pagó las tres cañas. No dijo al camarero que lo sentía. Debía ocupar toda su capacidad emocional en controlar la cascada de sucesos que sabía inminente. Si no, nada habría merecido la pena, nada.

4

No dejó de mirar por el espejo retrovisor durante todo el trayecto y el motivo no fue la seguridad en la conducción sino un arraigado hábito de saber qué tenía a la espalda. En su código de conducta tanto valía matar de cara como de nuca si el resultado era que el otro moría y él vivía. Era un código compartido por sus colegas.

Las niñas durmieron casi todo el viaje, acurrucadas una sobre la otra, casi un solo cuerpo con una muñequita para cada dos manos. Si alguna se despertaba, la otra bostezaba y si una pedía agua, era para calmar la sed de ambas.

Un rápido vistazo al asiento de al lado, vacío, le recordaba a cada instante el valor de la apuesta que con aquel acto se jugaba, siempre alto, al límite, donde mucha era la ganancia si ganaba; insoportable la pérdida si perdía.

El mar jugó a esconderse y a aparecer en cada giro de la carretera comarcal. Asoció Antonio la línea blanca intermitente de la calzada con los latidos del corazón. Más allá de la luna delantera del coche, según abandonaba la árida y rocosa sierra inhospitalaria, aparecía un horizonte minúsculo en tierra, infinito en mar, una escondida y escuálida madriguera para invernar que sólo tenía un camino de salida, aquel que recorría de entrada. Anheló por el alma de Alicia no tener que rehacerlo.

Las niñas se despertaron al cerrar el maletero. Un bolso negro de cuero viejo y dos mochilas infantiles aguardaban como capullos de oruga ante la puerta de madera azul a que la casa, pequeña, blanca, anónima, les engullera y extrajeran de ellos sus tesoros.

Juan llegó en su bicicleta dejándose caer por la suave pendiente sin pedalear.

-¿Antonio? –Preguntó aún sin desmontar.

-Antonio –contestó.

-Mucho gusto. Bueno, pues aquí están. Les gustará –aseguraba mientras introducía una llave en la cerradura de la puerta azul -. Espero que la encuentre a su gusto. Mi mujer lo preparó todo ayer mismo. Incluso le llenó la nevera. Imaginó que hoy querrían ustedes descansar y no andar de compras. Las mujeres ya sabe, están en todo. En la repisa de la cocina dejó la factura del súper. Ea. Ya estamos dentro.

Juan comenzó a abrir puertas y ventanas y la luz penetró hasta el último rincón con alegría.

-Es una casa bonita, pequeña, pero curiosa –continuó con su descripción -. Y el mar se ve desde todas las ventanas delanteras. ¡Vaya! ¿Qué tenemos aquí?

Las dos niñas de la mano en el dintel de la entrada se restregaban los ojos aún dormidos.

-¿Sus hijas?

-Mis hijas –contestó Antonio aunque en realidad quiso contestar que de quién iban a ser si no. Si no sabía ser amable, intentaría no ser borde.

-Yo tengo dos chicos –informó Juan -. Seguro que se llevan bien. Los dejamos en la arena de la playa con unos cubos y unas palas y se acabaron los niños, hasta que uno quiera la pala del otro, claro. Eso sí, pruebe a darles una pala de mayor y ya verá qué contestan.

Antonio estuvo tentado de decir, pero se contuvo, que él las palas las había manejado a menudo, pero no para descubrir cofres sino para enterrar cafres. Sonrió para sí.

Al verse más tarde instalado con las niñas comiendo macarrones con tomate y chorizo, lo vio todo en orden, cada cosa en su sitio, los cuerpos, los enseres. Sólo restaba poner en orden el espíritu y el contenido de la bolsa negra de cuero viejo. Faltaba un tiempo para el primero y un agujero para el segundo. Con una pala de plástico de las niñas no podría cavarlo. Al menos la casa tenía puerta trasera. Siempre es recomendable que haya una puerta trasera, aunque quizá lo consiguieran y no tuvieran que utilizarla. Todo dependería de la calidad de los jugadores.

5

Antonio  nunca supo quién disparó primero. Debió de ser el novato que el Jefe se empeñó en mandar a cargo del dinero. Si se fiaba de tipos como aquél, el Jefe comenzaba a perder sus aptitudes para serlo, pensó Antonio al montarse en el coche con él y con Alicia, cuya gravedad antes de cualquier operación la hacía más hermosa, sus ojos brillaban más y sus carnosos labios se apretaban en una especie de negación traviesa a ser besados.

Ese primer disparo falló, fue a perderse en alguna pared. Las armas relucieron en un santiamén. En situaciones así, cuando en un maletín hay cien mil euros provenientes del tráfico de desesperados en patera y en una bolsa de deportes hay varios kilos de cocaína, las manos responden con rapidez vertiginosa a la tensión de sus dueños y a la velocidad de un estornudo están todas empuñadas y reventando los cargadores. Cosa bien distinta es mantener la sangre fría para apuntar y acertar en un blanco humano. Antonio la tenía de sobra. Sin apenas moverse, abatió a dos de los tres contrarios. El tercero tuvo tiempo de arrojarse al suelo detrás de unas tablas y de desenfundar de sus axilas dos subfusiles Mini-Uzi que valían más que él. Contra esas armas la sangre fría, ni aun la más helada, no es suficiente. Hay que ponerse a cubierto si no quieres que un barrido de proyectiles te siegue el vientre en dos mitades en dos segundos. El problema de las Uzi es que se comen todas las balas en esos dos segundos y si no has eliminado a todos los contrarios, te quedas sin armas salvo que seas muy rápido alimentándolas de nuevo.

Antonio todo eso lo sabía. El novato, al parecer, no. Y Alicia no fue lo suficientemente rápida. Antonio la vio caer a un metro y medio de él. Los casquillos rebotaban por el suelo. Uno, más rebelde que los otros, fue a quemarle su suave mejilla pero ella ya no sentía nada. Antonio quiso besarle la quemadura para aliviar el escozor. Sus hermosos ojos perdieron su brillo en un parpadeo. Y Alicia dejó solo a Antonio.

Para acabar con el de las ametralladoras, no tuvo excesivos problemas. Sin sus armas era un perro asustado que aún podía morder pero que se sabía apaleado. Esperó a que se asomara dos veces. A la tercera le acertó en la sien. La bala penetró como una mala idea y salió como una idea sucia. Sólo entonces se permitió llorar a Alicia.

Besó sus labios exánimes hasta que su frialdad le traspasó como un escalofrío. Fue la señal que le mostró que la jugada estaba echada boca arriba sobre el tapete verde. En sus manos una buena mano; en las manos del destino, una mano incierta. Voy con todo, pensó Antonio.

Limpió la nave de casquillos, de armas, de sangre, de droga, de dinero y de cuerpos. A los tres contrarios los arrojó a un pozo ciego de una vieja factoría abandonada que él conocía y cuyo fabuloso escondite guardó en la memoria para cuando fuese menester utilizarlo, como hacen las ardillas para guardar sus nueces en invierno. Al novato lo arrojó a un pantano con redondos cantos dentro de sus pantalones y una barra de hierro incrustada en los morros por desgraciado y tener el gatillo fácil. A Alicia la enterró en una plácida pradera, junto a un sauce llorón.

De madrugada se presentó en casa de los padres de Alicia a por las niñas. Eludió sus preguntas y se dio una ducha de agua fría. Metió cuatro trapos y unos juguetes en las mochilas infantiles.

-Dad un beso a los abuelos –ordenó a las niñas que, obedientes, se dejaron abrazar y besuquear por la abuela. El abuelo miraba a Antonio con gravedad, pero también él aguantaba las lágrimas, como bien saben hacer los hombres delante de otro hombre.

-¿Queréis ver el mar? –preguntó a sus hijas en el coche apurando el acelerador.

Las niñas gritaron entusiasmadas.

Antonio pensaba únicamente en su apuesta.

-Voy con todo –murmuró -, con todo.

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